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La sumisión a los mongoles

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Después de siglos temiendo el ataque de suecos, polacos, eslavos o bizantinos, el verdadero azote de Rusia llegó de Oriente y estuvo protagonizado por los mongoles (o tártaros), una confederación de tribus de la zona del río Amur que en el siglo xii se hallaban asentadas en Mongolia. Este pueblo llevaba un modo de vida nómada, que alternaba el pastoreo con el perfeccionamiento de sus habilidades como jinetes, una actividad en la que eran consumados maestros.

En 1194, Temujin obtuvo el liderazgo sobre todas estas tribus y tomó el nombre de Gengis Kan («el fuerte»). Bajo su caudillaje, los mongoles se lanzaron a la conquista de Asia y, en poco tiempo, sometieron a China y a una buena parte de Asia Central.

En 1222, dos de sus generales se dirigieron hacia el Cáucaso y se enfrentaron a la experimentada caballería georgiana, del reino de Georgia, el principal Estado en la zona del Cáucaso. Tras una serie de batallas de suerte cambiante para cada uno de los dos bandos, los mongoles lograron imponerse. Desde allí, se dirigieron hacia el norte y se enfrentaron a los cumanos (también conocidos como polovtsianos o kipchakos), una confederación de pueblos turcos emparentados con los pechenegos que estaban asentados en el mar Negro, en la cuenca del Volga, desde el año 1061. Los príncipes rusos fueron advertidos por los generales mongoles para que no acudieran en ayuda de los cumanos pero, desoyendo sus consejos, reunieron un ejército de 80 000 soldados. Tras unos cuantos días de tácticas dilatorias destinadas a que los rusos ganaran confianza, los mongoles llevaron a cabo su ataque a orillas del río Kalka (31 de mayo de 1223). El enfrentamiento duró tres días y los rusos sufrieron una aplastante derrota, aunque esta careció de consecuencias para ellos, pues los mongoles no tenían planes para esas tierras tan alejadas de las suyas por lo que, una vez se vieron vencedores, montaron sobre sus caballos y se marcharon. Los rusos, de hecho, no sabían contra quién habían combatido ni de dónde procedían, tal como se desprende de la Crónica de Nóvgorod, del siglo xv, en la cual se dice de ellos: «El mismo año aparecieron unos pueblos de los que nadie sabía con certeza quiénes eran ni de dónde venían, ni qué lengua hablaban, ni de qué tribu eran ni cuál su confesión». Tras este primer contacto, los mongoles renunciaron a una expansión por las estepas rusas durante los trece años siguientes, pero no se olvidaron de ese proyecto, tan solo lo aparcaron.

Mientras tanto, el líder mongol Gengis Kan murió en 1227 dejando un dominio que abarcaba desde Corea hasta el mar Caspio, pasando por China, Mongolia, Afganistán y Persia. Sin embargo, la unidad territorial no logró subsistir a su muerte, pues el difunto había decidido dividir su Imperio entre sus cuatro hijos. Ahora bien, como su primogénito ya había fallecido, el kanato de la Horda de Oro, con capital en Sarai (en el tramo inferior del Volga), pasó a manos de los hijos del primogénito, es decir, de Batú Kan y Orda, nietos de Gengis Kan.

En el otoño de 1236, Batú Kan (r. 1227-1255) decidió volver a invadir Occidente. El cabecilla mongol en persona se puso al mando de un ejército que invadió Rusia desde el mar Caspio y fue tomando una a una todas las sedes de los principados rusos: Riazán, Kolomna, Moscú, Súzdal y Vladímir. Tan solo Nóvgorod se salvó de la violencia de un asedio a cambio de jurar vasallaje y pagar parias. Entre marzo de 1239 y finales de 1240, otras capitales rusas, como Pereiaslav, Chernígov y Kiev, y la región de Galitzia cayeron también en manos mongolas en el contexto de una campaña cuyos objetivos finales fueron Polonia y Hungría. Si los rusos sucumbieron tan fácilmente a un ejército invasor muy alejado de sus bases, se debió, sin lugar a dudas, a la desunión de los principados de la antigua Rus de Kiev y a las disputas internas que dividían a muchos de estos estados y los mantenían en continuo enfrentamiento.

Los mongoles controlaron de manera directa las regiones sudorientales de Rusia y Ucrania, el Cáucaso (Armenia, Georgia y Azerbaiyán) y toda la costa septentrional del mar Negro. El resto de principados del norte y del centro de Rusia (como fue el caso de Rostov, Nóvgorod, Kiev, Vladímir, Súzdal o Moscú) mantuvieron una más que teórica independencia a cambio del pago de tributos al kanato de la Horda de Oro. El kan se relacionaba con ellos a través de un gran príncipe, a quien nombraba como su representante ante el resto de principados. Los rusos guardaron mal recuerdo de la dominación mongola, aunque cabe reconocer que fueron menos bárbaros y destructores de lo que las fuentes rusas se esforzaron por subrayar. Pues, por ejemplo, interesados en mejorar el sistema de cobro de los impuestos y de reclutamiento de levas para el ejército, hay que atribuir a los mongoles el mérito de haber llevado a cabo el primer censo de población de la historia rusa.

En 1246 el gran príncipe elegido como interlocutor ante el kan de la Horda de Oro fue Alejandro Nevski, quien ya era príncipe de Nóvgorod y de Kiev desde 1236. Tenía unos veinticinco años y se había hecho famoso por sus victorias contra los suecos (1240), como la del río Nevá (de ahí el sobrenombre de «Nevski»), y contra los caballeros teutónicos (1242) en el lago Peipus, cuando estos intentaban expandirse hacia el territorio ruso con el objetivo de ampliar el yugo católico. Por este motivo, Alejandro acabó siendo canonizado por la Iglesia rusa en 1547, que vio en él un baluarte de la ortodoxia eslava. De ahí, también, que en los relatos que se consagraron a estas victorias ocuparan un lugar preeminente las oraciones, las apariciones de los santos Boris y Gleb y todo un variado repertorio de intervenciones divinas.


Alejandro Nevski es un santo del calendario ruso, canonizado en 1547. Se le rememora en dos ocasiones a lo largo del año: el 30 de agosto (llegada de sus reliquias a San Petersburgo) y el 23 de noviembre (el día de su entierro, su fiesta oficial).

Poco más se sabe de su reinado, pues el precio que tuvo que pagar para contener la expansión de los occidentales fue la alianza con los mongoles, quienes le ayudaron en sus campañas a cambio de su total sumisión. Por ello, las fuentes de épocas posteriores prefirieron guardar silencio sobre otros aspectos de su reinado, más comprometidos por su acercamiento a la Horda de Oro.

Con todo, cabe reconocer que también la Iglesia ortodoxa de aquellos tiempos transigió en esta política de colaboración con los mongoles. Estos se mostraban muy tolerantes en materia de religión y no solo eran partidarios de la libertad de culto sino que, además, habían eximido a las iglesias rusas y a sus clérigos del pago de impuestos. Por otro lado, aunque los kanes de la Horda de Oro eran musulmanes, habían consentido en la creación de una sede episcopal en su capital, Sarai. Los suecos y los teutónicos, en cambio, representaban los intereses del papado romano, cuyo líder en aquellos momentos, Inocencio IV (p. 1243-1254), ambicionaba someter a su dictado a la cristiandad oriental e, incluso, se carteaba con los líderes mongoles en un vano intento por lograr su conversión al cristianismo.

«Quien con una espada venga a nosotros, por la espada morirá»

Tras conseguir sus victorias sobre suecos y teutónicos, Alejandro Nevski pronunció una frase que, parafraseando un versículo del Evangelio según San Mateo (26:52), decía: «Quien con una espada venga a nosotros, por la espada morirá». Esta cita se ha convertido en el lema de los patriotas rusos y, fuera de Rusia, se ha popularizado gracias a la película Alexander Nevsky (1938), de S. M. Eisenstein y D. Vasilyev. En ella, el actor que encarna al príncipe ruso exclama: «¡Dile a todos en las tierras extranjeras que Rusia vive! Aquellos que vengan a nosotros en paz serán bienvenidos como invitados. Pero quienes vengan a nosotros con una espada en la mano, ¡morirán por la espada! ¡Es así como Rusia se mantiene en pie y se mantendrá en pie por siempre!».

Con todo, a pesar del entendimiento de los próceres laicos y religiosos rusos con los mongoles, el pueblo se mostraba más reacio a colaborar con los invasores, quienes, a menudo, lo convertían en víctima de sus abusos. Fueron los campesinos quienes mantuvieron viva la idea de una identidad y una conciencia nacional rusas, sobre todo gracias a la colaboración de los monasterios, que se destacaron como impulsores de un movimiento de recuperación de la independencia nacional que exigía la expulsión de los invasores mongoles.

Tras la muerte de Alejandro Nevski, los principados rusos entraron en un nuevo período de decadencia. Durante un tiempo, la autoridad de referencia en Rusia fue el gran príncipe de Vladímir-Súzdal. Sin embargo, su autoridad sobre el resto de estados de la Rus era nominal y solo reconocida, aunque no siempre, por los territorios septentrionales.

Entre 1238 y 1328, catorce príncipes se sentaron en el trono de aquella ciudad, un indicio de la inestabilidad política en el seno del principado. Además, la mayoría de ellos fallecieron de muerte no natural, como consecuencia de las intrigas de sus propios parientes. Por todo ello, en el siglo xiv, la hegemonía de Vladímir-Súzdal se hallaba en crisis y el nuevo contexto político había permitido el ascenso del principado de Moscú. En 1325, cuando Iván I Kalita (r. 1325-1340) ascendió al trono moscovita, esta ciudad se había convertido ya en un centro político de referencia entre los principados rusos del norte.

Como hemos visto, a nivel político, la Rusia medieval era un mosaico de principados, algunos de los cuales estaban sometidos directamente a los mongoles y otros mantenían su autonomía a cambio de un tributo. Todos estos príncipes estaban en pugna entre sí, pues aspiraban a convertirse en el Estado hegemónico que se impusiera sobre los demás. En paralelo, la sumisión a los mongoles iba incentivando el nacimiento de un fuerte sentimiento nacionalista, cimentado en la identidad eslava. En este contexto, Moscú se hizo con el liderazgo e inició la forja del Imperio.

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