Читать книгу Educar mejor - Carles Capdevila Plandiura - Страница 6

JAUME CELA

Оглавление

© Ferran Forné

Jaume Cela Ollé (Barcelona, 1949) es maestro y escritor. Fue director de la Escola Bellaterra y ha tenido un papel relevante en la Associació de Mestres Rosa Sensat, la Federació de Moviments de Renovació Pedagògica de Catalunya y el Consell Escolar de Catalunya. De su amplia obra publicada en catalán, se ha traducido Con letra pequeña. Reflexiones de un maestro (1999), Tu me aprendes. Memoria y olvido de un aprendiz de maestro (2011); y, escrito junto a Juli Palou, Carta a los nuevos maestros (2005), entre otros. Su contribución a la literatura infantil y juvenil reúne unos sesenta títulos. En el año 2008 recibió la Creu de Sant Jordi.

23 de julio de 2014. Jaume Cela llega a la entrevista y recuerdo cuando él y Juli Palou, antes de que apareciera el periódico, me quisieron seducir para que dedicáramos atención a la educación, algo que hacemos en buena parte gracias a sus artículos. Recién jubilado oficialmente como director de escuela, pero incapaz de jubilarse de su vocación, Cela ha escrito mucho sobre el oficio de educar. Cada vez que he tenido la suerte de entrevistarlo me convenzo más de la fuerza que genera encontrar un buen maestro, uno de aquellos maestros que te cambian la vida, que no olvidas nunca y a los que cuando eres adulto buscas para darles las gracias.

En tu libro Tu m’aprens. Memòria i oblit d’un aprenent de mestre, dices que la acción de los educadores «se produce a través de las palabras y los silencios; pero, sobre todo, de la actuación en la vida cotidiana, de compartir nuestra experiencia sin permitir que se convierta en una losa que les impida respirar: de ayudar a los jóvenes a descubrir todo lo buenos que son, a sabiendas de que existen la vida y la muerte». Es decir, ¿el verbo que eliges para educar es «acompañar»?

Sí, es acompañar, y también acoger, mostrar y aprender a escuchar. Creo que son los cuatro verbos imprescindibles en cualquier acción educativa y que, además, curiosamente, cuando hablo con exalumnos –algunos ya mayores y de diferentes etapas de mi vida– y les pregunto qué es lo que recuerdan de la escuela es justamente eso. Son cuatro verbos que algunos de ellos detallan y valoran: acoger, evidentemente sin condiciones; mostrar, que es mostrar el mundo, y en el mundo se encuentra lo bueno y lo que no es tan bueno y está todo mezclado; intentar no adoctrinar, y aprender a escuchar. Creo que es muy importante que un maestro sea alguien que sepa escuchar lo que sus alumnos le piden, que posiblemente no será lo mismo en todos los casos.

Y la precaución consiste en no ser una losa, es decir, que tu experiencia no ha de condicionarlos demasiado.

No, no condicionar. Acompañar en el día a día y, después, saber colocarte a la distancia precisa que te exige el alumno, aquel chico, chica, niño o niña que está frente a ti. Con respecto a esto hay una película preciosa de los hermanos Dardenne que se llama Le fils [El hijo] y que tiene un argumento muy extraño. Mientras la veía me di cuenta de lo difícil que resulta colocarse justo a la distancia necesaria, porque hay una criatura que, si te colocas a una distancia determinada, puede pensar que le estás invadiendo el terreno, y si te sitúas a otra, que te estás quedando corto con respecto a la relación que él espera. Este plantearte siempre en qué distancia precisa debes colocarte es algo que he ido aprendiendo a lo largo de mi vida como maestro. A veces aciertas, logras el pleno, y a veces descubres que no, descubres que te has quedado corto, que debías haberte acercado más o, al revés, que has invadido demasiado su territorio y que ese niño se ha protegido de tu entrada en su mundo. No ha salido como esperabas.

Tú has dicho: «Estoy contento de haber pasado más de cuarenta años de mi vida siendo maestro; con la esperanza de que alguien me reconozca este valor, porque no es el maestro el que elige al discípulo, sino el discípulo el que elige al maestro».

Sí, tienes que esperar. Para algunos, seguro que eres un elemento importante de su vida, para bien o para mal, y otros te olvidarán al cabo del tiempo y ya está, no tienes que esperar nada más. Creo que la relación que puedes establecer con los alumnos es una relación asimétrica porque eres responsable de ellos, pero ellos no lo son de ti; aunque, como humanos, siempre esperamos que nos reconozcan. Siempre esperamos que el alumno nos diga «yo también te quiero»; y, cuando puede concretarse, como por ejemplo hoy que he tenido la ocasión de ir a comer con dos exalumnos, te sirve para descubrir que esta asimetría inicial ya se ha modificado.

Te has equivocado, supongo.

Tengo mis fantasmas, como todo el mundo. En algunos momentos he pensado «aquí te equivocaste mucho», y esta impresión regresa de vez en cuando; y quizás algún exalumno te diga que todo aquello que tú imaginabas que pasaba, no pasaba en absoluto. La acción educativa es muy compleja y no hay recetas, lo que le conviene a unos niños no les conviene a los de al lado, y aquello que tú crees que ayudará a este, al otro lo estropea. Es complicado, y es apasionante.

Has sido maestro durante más de cuarenta años y ahora te has jubilado.

Desde los 18 años, y ahora tengo 65; haz la cuenta. Y me han jubilado, yo no quería; pero agradezco que me hayan obligado porque ¡morirte en clase debe ser tremendo! Al principio me enfadé y me preguntaba por qué me habían jubilado; pero luego pensé que estaba bien, porque podría hacer cosas en el mundo de la educación con más calma y tranquilidad. Si aquellos a los que nos gusta tanto nuestro trabajo no llegáramos a jubilarnos, los jóvenes estarían en su derecho de tirarnos por la ventana, de decir: «Os agradecemos los servicios prestados, pero ahora nos toca a nosotros».

¿Qué te ha producido más satisfacción?

Entrar en todas las clases para hablar de literatura y de relatos, explicar y leer cuentos, hablar de los libros que leían, de los que tenían que leer y relacionarlos con el cine, que es mi gran pasión. He sido muy feliz, he conocido a todos los niños de la escuela, he compartido el tiempo con ellos, han hecho una exposición sobre mí y me hicieron una despedida con una cantata que prepararon dos exalumnos a partir de uno de mis cuentos. Me siento feliz y contento con este final.

¿Conoces todos los ciclos?

No, nunca he estado en infantil. A veces he hecho algunos talleres con los pequeños, los del ciclo inicial. Sobre todo he trabajado con el ciclo medio, y mucho de 5º en adelante. Los niños con los que he estado más cómodo cursaban 5º, 6º de primaria, 7º y 8º de EGB o 1º y 2º de ESO. A mí me gusta lo que yo llamo «el tomate». Me gusta conversar con ellos, no de tú a tú, porque la relación nunca es simétrica; pero puedes hablar de muchos temas.

¿Nunca has tenido la tentación de pasar a ejercer de pedagogo y no de maestro? ¿Qué te ha mantenido en el aula?

A mí me apasiona ver cómo ayudamos a nuestros alumnos a construir conocimiento. Siempre me ha gustado estar con los chavales.

¿Y por qué esto no es demasiado habitual?

Porque los que están en la escuela siempre están poco considerados socialmente. Un profesor de universidad está más valorado que una maestra que trabaja en la etapa infantil, que es primordial. Esto es un error increíble y solo lo percibe la gente que tiene la sensibilidad de un Francesco Tonucci, que decía que los maestros de infantil son los que deberían cobrar más. A mí esto siempre me ha seducido. He hecho eso que llamamos ser maestro de maestros, en el sentido que he dado muchos cursos para maestros, conferencias y actividades por el estilo; pero nunca he querido abandonar la vida del aula.

¿Cómo empezaste?

Empecé a trabajar de maestro sin haber acabado ni el primer curso de bachillerato. Yo había estudiado comercio, trabajaba en el Banco Vitalicio (que creo que ahora tiene otro nombre) y el sueño de mi familia –el mío, no– era que yo entrara a trabajar en La Caixa. La gente del Camp de la Bota* me propuso que diera clases, porque los sábados y los domingos yo me ocupaba de los niños en una especie de centro social y vieron que salía adelante. No tenía ni siquiera título, pero me dijeron que eso no era lo más importante, que lo que les interesaba eran personas que quisieran trabajar con aquellos críos. El primer año que ejercí de maestro no sabía nada de nada, simplemente reproducía lo que había mamado en la escuela, como ¡castigar a los niños poniéndolos de rodillas! Por eso ahora, cuando nos encontramos con los del Camp de la Bota, les digo que no deberían habérmelo perdonado… Pero ellos me responden con un: «Sí hombre, te lo hemos perdonado», y eso es magnífico. Fue entonces cuando me matriculé en bachillerato porque quería ser maestro. Nunca había pensado que me dedicaría al magisterio. En aquella época descubrí el grupo de Rosa Sensat, las escuelas de verano, los cursos de invierno. Y luego comencé oficialmente la carrera en la Autónoma.

Tú siempre hablas desde la práctica.

Es que no puedo hablar de nada más. Por eso tengo un «socio pedagógico», mi amigo Juli Palou. Además de que él tiene una gran experiencia en las aulas, ha trabajado muchos años como maestro, es el que mejor amueblada tiene la cabeza. Juli sí tiene un corpus teórico, además de una práctica excelente.

El trabajo de maestro, ¿tiene que ser vocacional?

Imagínate, ¡yo quería ser artista de cine!, y en las clases he hecho mucho teatro. Las vocaciones no tienen la misma intensidad a lo largo de tu vida profesional, hay momentos más altos o más bajos, fluctúan. Lo que es fundamental, y esta es una gran suerte, es que en las cinco o seis escuelas en las que he trabajado lo he hecho con un equipo de gente con el que he tenido muchas discusiones, pero que creía en lo que hacía. Es una suerte trabajar en escuelas donde se debate sobre lo que estás haciendo, donde puedes hablar, donde la gente respeta a la persona y se discute sobre lo que se está diciendo.

Dices que el maestro tiene que querer a sus alumnos, y si no hacerlo ver.

Sí, es un poco fuerte, pero es así. Es imposible que espontáneamente pueda querer a todos los niños y niñas que he tenido; cuando entro en una clase, después de un día, solo habiendo pasado una hora con ellos, puedo decirte qué chavales ya me han hecho suyos y cuáles me costará mucho incorporar. Pero he de tener la suficiente habilidad para que este niño o esta niña no lo sepan nunca, para que no lo noten. Eso es lo que hacen los grandes actores.

¿Eso es fingir?

Es hacer teatro del bueno. Soy muy socrático en el sentido de que me gusta mucho conversar e ir charlando. Hay niños que, en clase, se apasionan; y hay niños que al cabo de diez minutos bostezan como leones. No existe un maestro excelente para todos los contextos o para todos los chicos y chicas de una misma aula.

Tú debes transmitir que confías en que lo lograrán…

Que confío en ellos, que les apoyo cuando es necesario; que seré cariñoso con ellos cuando lo necesiten; que cuando sea necesario llorar con ellos, lloraré con ellos; y que cuando toque enfadarme, me enfadaré. Me tienen a su lado. Con algunos esto surge espontáneamente, sin ningún problema, y con otros debo hacerlo intencionadamente porque cuando este niño o esta niña lleguen a casa han de tener la sensación de que para mí ellos son importantes. Esto no significa humillar, significa aquello tan difícil de conseguir a lo que se refiere George Steiner. Steiner tiene una frase preciosa: «El buen maestro es aquel que incluso en la ironía transmite una leve sensación de amor».

Se ha de procurar no pasar de la ironía al sarcasmo.

Un maestro puede hacer mucho daño con la ironía. Si eres irónico y el alumno lo percibe en el campo de una relación afectiva, a este ya lo has conquistado para siempre. Y al revés, porque el maestro también necesita ser querido por sus alumnos. Que un maestro salga del aula y tenga la sensación de que no llega a sus alumnos es tremendamente frustrante. Cuando se habla del estrés docente, una de las causas fundamentales es la incapacidad para establecer vínculos con tus alumnos.

Las escuelas han de innovar

Innovar es dialogar con la tradición. La tradición es muy importante e «innovar» significa pensar qué haría Célestin Freinet si entrara ahora en un aula con toda la tecnología de la que disponemos; o cómo defendería John Dewey su concepción de la escuela democrática en las condiciones actuales; o qué quiere decir la práctica educativa como práctica de la emancipación, que es algo de lo que Paulo Freire habla a menudo.

El maestro ya no tiene el monopolio del conocimiento.

No, ahora algunas lecciones te las dan ellos. Pero el maestro que crea que él es el centro del saber solo provocará risa, los niños lo pondrán en su lugar. Conviene saber cosas de las neurociencias que antes no sabíamos, como qué quiere decir enseñar y aprender. Cuando tú enseñas, estás aprendiendo con él. Por eso titulé mi libro Tu m’aprens. Es así.

Enseñas y aprendes al mismo tiempo…

Esta es la razón por la que es tan importante la charla, y que puedan equivocarse con tranquilidad. La escuela es un espacio donde los niños y las niñas vienen a equivocarse y donde saben que no serán sancionados por ello; al contrario, se les felicitará, porque se arriesgan, dan su opinión y, entonces, el maestro u otro compañero les cuestiona; y, desde ese momento, inician una investigación y saben que el conocimiento está incompleto. Me maravilla el niño que acude a ti y te dice «¿Me ayudas?». Igual que cuando te dice: «¡Ya está, ahora ya no te necesito!».

¿La escuela corrige la desigualdad social y garantiza la meritocracia?

Es una máxima del movimiento desde hace muchos años: la escuela como compensadora de la desigualdad social. Procuramos hacerlo, pero las cosas se complican. Estoy alejándome de la educación reglada. Cosas que parecían resueltas ahora vuelven a ponerse sobre la mesa. De nuevo estoy luchando por cosas por las que luché denodadamente cuando tenía 18 años. No por los comedores escolares, por poner un ejemplo, sino para que se garanticen todas las comidas que necesitan los niños.

El ascensor social se ha encallado.

Hay centros en los que el maestro no puede decir que su trabajo es enseñar matemáticas muy bien, también debe preocuparse porque haya un comedor escolar, porque haya becas; o debe buscar alguna manera para compensar los momentos en que un determinado alumno no recibirá ayuda en su casa. Hemos de ejercer de asistentes sociales y de lo que sea. No quiero decir que seamos responsables de todo, pero hemos de actuar. Y cuando ves que un niño necesita algo, debes encontrar la solución; nunca puedes decir que el problema que afecta a este niño o a esta niña que está en tu clase no es tu problema; un maestro nunca puede decirlo. Un maestro puede confesar su impotencia, pero no puede decir que este problema no es cosa suya.

Que un niño de una familia donde no hay cultura acceda a ella debe producir una inmensa satisfacción.

El gran sueño es que todos fuéramos como el maestro de Albert Camus, que recibiéramos una carta como la que él recibió después de que a su alumno le concedieran el premio Nobel: «Escúcheme, yo esto lo he conseguido gracias a usted». Después de esto, el maestro de Albert Camus podía morir tranquilo.

Sois idealistas.

El colectivo docente es muy idealista. Cuando preguntas a la gente que empieza magisterio por qué han elegido este camino, muy pocos te dirán que porque otorga prestigio o porque quieren ganar dinero; la mayoría te dirá que quiere ayudar a los demás.

Los padres y los maestros, ¿nos entendemos lo suficiente?

La relación debe mejorar todavía más. Siempre digo que los padres hacen lo que pueden. A veces es verdad que no acertamos con el tono a la hora de decirles las cosas a los padres; o, a veces, por ejemplo, damos visiones demasiado negativas de los chavales. Yo siempre les digo a los maestros, sobre todo a los más jóvenes, que si no son capaces de decir cinco cosas buenas de un alumno suyo no digan nada y esperen un tiempo, porque eso demuestra que todavía no conocen lo suficiente a ese niño. Porque, para los padres, sus hijos son lo que más quieren en este mundo. Y no nos gusta que nos digan según qué cosas de nuestros hijos. Si pueden decirte siete u ocho cosas buenas y luego añaden «pero también hay esto y lo otro», la visión es otra. Sobre todo si como maestros no nos presentamos como aquellos que lo saben todo; porque a veces los maestros tendemos a pensar que conocemos de un modo exhaustivo al niño o a la niña que tenemos enfrente. Y no, con los niños siempre hay cosas que quedan en la zona de penumbra. Creo que también se ha de saber transmitir a los padres que tenemos nuestras debilidades y que hay cosas que desconocemos; pero el padre y la madre se han de llevar la impresión de que estamos dispuestos a jugárnosla por su hijo o su hija.

¿Un abuelo maestro es un buen abuelo, o cuando haces de abuelo el maestro desaparece?

Mis nietos tienen una abuela tan superabuela que el abuelo queda muy disminuido. Es apasionante ver a tus hijos convertidos en adultos que son responsables de sus hijos; o ver cómo mis otros hijos ejercen de tíos y tías; esto es fantástico.

¿Algún consejo final para los padres?

¡Ver películas juntos es importantísimo! El cine es una herramienta todavía poco aprovechada.

A ti ¿cómo te educaron?

Tuve unos padres muy humildes. Eran personas que prácticamente no tenían estudios; pero eran muy trabajadores e intentaban transmitirnos las cosas que eran importantes para ellos. Mi abuela era una mujer dura, de zapatilla. He vivido en un mundo más femenino que masculino. Mi padre era un hombre que trabajaba día y noche, por tanto yo lo veía pocas horas; en cambio, con quienes tenía más relación era con mi abuela, mi madre y mi tía.

¿Hemos agradecido lo suficiente el trabajo del movimiento de renovación pedagógica de Rosa Sensat?

Rosa Sensat es una institución que ha resultado capital desde la segunda mitad del siglo XX hasta ahora; gracias a Rosa Sensat hemos logrado muchas cosas, pero como institución tiene sus claros, luces y sombras. Necesitamos miradas críticas; pero no miradas que nos reduzcan a una expresión simplista, como han intentado algunos ilustres articulistas al hablar de «la generación de la plastilina».

Educar mejor

Подняться наверх