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Оглавление1. Un largo desvelo
Registros de una constante
La preocupación por la identidad colectiva nunca ha hallado reposo en lo que suele llamarse “nuestra América”, una expresión que conoció diferentes usos desde que se acuñó en el lenguaje de los criollos ilustrados en el siglo XVIII.[4] Hoy nos valemos de ella para referirnos a América Latina. Como una materia resiliente capaz de sobreponerse a todos los contrastes de la experiencia, la cuestión de la identidad siempre vuelve. Pierde algunos de sus ingredientes y simbolizadores, pero adquiere otros (si ya no es Ariel, puede ser Calibán), se rehace.
Aunque los interrogantes y las repuestas que el asunto de la personalidad singular de esta América ha suscitado marcan algunos períodos históricos más que otros, la cuestión fue y sigue siendo objeto de una rumia que por momentos parece detenerse, pero que siempre resurge y reanuda su trabajo. Se ha llegado a hablar, escribe Arturo Uslar Pietri,
de una angustia ontológica del criollo, buscándose a sí mismo sin tregua, entre contradictorias herencias y disímiles parentescos, a ratos sintiéndose desterrado en su propia tierra, a ratos actuando como un conquistador de ella, con una fluida noción de que todo es posible y nada está dado de manera definitiva y probada.[5]
El propio Uslar Pietri emitiría también su respuesta a esa averiguación.
En ocasiones ha sido el impacto de acontecimientos políticos, internos o externos, lo que hizo volver la mirada sobre la consistencia, el contenido, las formas y aun la existencia de ese modo de ser que se evoca con gentilicios como americano, hispanoamericano o latinoamericano. Probablemente haya sido Simón Bolívar el primero en problematizar el “pueblo” en que debía radicar la identidad colectiva de los países de “nuestra América”. Fue en el escrito muy conocido y citado, la Carta de Jamaica, que redactó en una de las pausas de la guerra por la independencia. No somos indios ni europeos, decía en ese texto, “sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles”. Aunque “americanos por nacimiento, nuestros derechos” (o sea, los de los criollos) procedían de Europa; “tenemos que disputar estos a los del país y mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos hallamos en el caso más extraordinario y complicado”.[6] Era la visión de un jefe criollo sobre el carácter de la empresa emancipadora.[7] Como observará Tulio Halperin Donghi, la “conflictiva frontera interna entre los herederos de los conquistadores y los descendientes de sus víctimas” que exponía Bolívar en la Carta… va a ser, durante largos años, uno de los tópicos del pensamiento latinoamericano.[8] Vista como uno de los infortunios que sufrían las sociedades surgidas de la independencia, esa rajadura será invocada ya para explicar por qué el terreno no era propicio para la república, ya para dar razones de las demoras en el progreso. Durante el siglo XIX y parte del XX, la raza fue uno de los ejes de la cuestión identitaria (no solo en América, hay que decirlo).
Otros conflictos, a veces con países europeos y otras con la expansionista república norteamericana, darán impulso y agitación a la identidad hispano- o/y latinoamericana como bandera. Una de esas contiendas, la guerra entre España y los Estados Unidos de 1898, que liquidó el imperio español en tierras americanas y estableció la tutela estadounidense sobre Cuba y Puerto Rico, produjo un fuerte sacudimiento en todo el subcontinente. A esa conmoción se hallan ligados Ariel, el ensayo de José Enrique Rodó, y Nuestra raza, de Ernesto Quesada, publicados en 1900, pero también El porvenir de las naciones hispanoamericanas, de Francisco Bulnes, que salió un año antes. El mensaje de Rodó a la juventud intelectual de la América hispánica perdurará como uno de los escritos que proclamará la raíz latina de estos pueblos, un linaje que se asociaba con valores espirituales que debían no solo enaltecerse, sino cultivarse frente a la amenaza que representaba la “nordomanía”, como denominaba a la tendencia a imitar a los Estados Unidos de Norteamérica. Hasta la Primera Guerra Mundial, el “arielismo” fue el credo de un numeroso sector de los escritores hispanoamericanos.
Ciertamente, no siempre fueron las convulsiones políticas o las crisis sociales las que impulsaron la imaginación identitaria. En algunos momentos la incitación a volverse sobre nuestras sociedades surgió de la perplejidad, del sentimiento de que, por alguna carencia o por alguna exuberancia, como naciones o pueblos los hispanoamericanos no habían estado a la altura de proyectos o aspiraciones proclamados. La reflexión alimentó en esos casos la desazón: ¿por qué estos países se rezagaban, a qué se debía que los comportamientos colectivos se hallaran tan alejados de los valores declarados? La idea de la precariedad o de la inmadurez históricas se apodera entonces de los diagnósticos y “nuestra América” es retratada como una región que, por diferentes ineptitudes, se halla entregada a una adolescencia sin término.
Otras veces la pregunta por el ser o el carácter de las sociedades del subcontinente fue estimulada por la aparición de nuevas hermenéuticas, nuevos modos de examinar e interpretar ese temperamento colectivo, o la psicología o la conciencia de pueblos que, más allá de la existencia formal de Estados nacionales, daban sostén a una nacionalidad o a la idea de una América hispánica o latina como unidad. En ocasiones, los hermeneutas eran extranjeros de renombre, a quienes se invitaba a proporcionar las claves para comprender un sujeto colectivo que aparecía inseguro, cuando no malogrado o a punto de malograrse, y sobre el que se proyectaban diferentes expectativas. “Desde hace algún tiempo, la Argentina tiende la Pampa a los extranjeros de fama, como tendemos la mano a las quirománticas célebres”, escribía en 1929 la argentina Victoria Ocampo, quien tampoco dudaba en consultar a esos extranjeros clarividentes.[9] No era, por cierto, una singularidad de este país sudamericano: en el período de entreguerras, los medios ilustrados hispanoamericanos iban a prestarles deferente atención a filósofos visitantes que asumían la tarea de escrutarnos, como Hermann Keyserling o José Ortega y Gasset.
El desvelo por el ser latino o hispanoamericano, por cierto, no fue únicamente acicateado por pensadores europeos que oficiaban de intérpretes. El acicate extranjero tomó a veces otras formas. Como la convocatoria que en 1936 reuniría durante varios días en Buenos Aires, entre el 23 de octubre y el 19 de noviembre, al filósofo argentino Francisco Romero, el escritor mexicano Alfonso Reyes, que era entonces embajador en la Argentina, y el estudioso dominicano Pedro Henríquez Ureña, radicado en ese país desde hacía varios años. Los tres resolvieron encontrarse para madurar en común ideas sobre “el inagotable tema de nuestras Américas”, disconformes y algo mortificados por el desarrollo que había tenido el diálogo con los europeos en la VII Conversación del Instituto Internacional de Cooperación Intelectual.[10] En ese cónclave de escritores del Viejo y el Nuevo Mundo, concluido hacía solo poco más de un mes en la capital argentina, y en el que Reyes leyó su célebre ensayo “Notas sobre la inteligencia americana”, habían participado también sus dos amigos, Henríquez Ureña y Romero. Según cuenta Reyes, los interlocutores europeos los habían apremiado requiriéndoles precisiones sobre la particularidad de la América hispánica, su carácter propio y las expresiones de ese carácter, y mostraron su decepción ante las respuestas, muy variadas, por otra parte, de los intelectuales hispanoamericanos. Entonces convinieron en reunirse, para pensar sin apresuramientos un asunto que era demasiado vasto para liquidarlo en unas pocas fórmulas, el de esa América que, entre sus dos polos (México al norte, la Argentina al sur), era a la vez una y múltiple.
“La cuestión de la identidad, observa la crítica brasileña Leyla Perrone-Moisés, es un topos obsesivo de nuestra ensayística”.[11] Esa insistencia no se advierte únicamente en el ensayo de carácter más o menos literario. Un ejemplo elocuente es el largo volumen colectivo América Latina en sus ideas, editado en 1986 por Siglo XXI en convenio con la Unesco, que había patrocinado una amplia exploración sobre las culturas de América Latina, de la literatura a la arquitectura. Coordinador de la obra consagrada a la historia de las ideas fue el filósofo mexicano Leopoldo Zea y contribuyeron a ella estudiosos latinoamericanos de una variada gama de especialidades, desde la filosofía hasta la historia, la antropología y la sociología, además de poetas y ensayistas. Ahora bien, si hay un tema que menudea a lo largo de sus páginas es el de la identidad. Y en el prefacio sin firma que encabeza el volumen se lee:
Raramente habrá habido sociedades que se hayan preguntado tanto sobre su destino, que hayan buscado con tanto ahínco los rasgos de su identidad, espiado con mayor ansia el surgimiento de valores propios en todos los terrenos de la expresión o de la creación.[12]
El nombre de Leopoldo Zea no podía haber sido más emblemático. Se sabe que un sector de la investigación filosófica en nuestros países ha asumido como programa la búsqueda y definición de una filosofía de América y de lo americano. Acaso nadie haya impulsado esta investigación como Zea, aunque en ese mismo cauce de cavilaciones deben anotarse igualmente varios otros nombres sobresalientes, como los de Arturo Andrés Roig, de la Argentina, Arturo Ardao, de Uruguay, Francisco Miró Quesada, de Perú. De esta matriz filosófica proviene un género de historia de las ideas que tiene uno de sus ejes en la problemática identitaria.
Los juicios sobre el “nosotros” no siempre se han limitado a sostener o a reclamar la originalidad de una idiosincrasia o una cultura −la originalidad de la América hispánica (o ibérica, o latina, o mestiza), una originalidad para indagar y para expresar produciendo una filosofía, una literatura, un arte propios−. Desde el siglo XIX hasta la actualidad, muchas voces han planteado que la identidad cultural del subcontinente tiene dimensión política y que su vigencia solicita doctrinas y programas de acción compartidos. En otras palabras, la identidad cultural, invocada como fundamento de una identidad política, nutre el proyecto de la patria común, y en consecuencia se espera y se reclama que el “nosotros” se traduzca en proyecto e inspire estrategias de orden político. En realidad, los pactos y los proyectos de unión entre las nuevas repúblicas hispanoamericanas con fines defensivos contra los planes de reconquista por parte de España precedieron, en la etapa de lucha por la independencia, a la preocupación por la identidad cultural del subcontinente.[13] La invocación de Simón Bolívar y su ideal de unidad de la América meridional ha sido y sigue siendo de rigor cuando se proclama la aspiración a un destino común para sus diferentes países, un nacionalismo continental, una patria latinoamericana.
Fluctuaciones
Desde que los países del subcontinente nacieron a la independencia, este incansable discurso ha oscilado entre el malestar presente y la promesa del porvenir luminoso, entre la esperanza de aquello que todavía no es, pero puede y debe ser (la utopía) y el desengaño y la melancolía. “Nuestra América” aparece así con los contornos de un objeto que requiere volver sobre él una y otra vez, un objeto de examen continuo, “cifra de nuestros comunes desvelos”, según Alfonso Reyes.[14] ¿Carece de paralelo en sociedades contemporáneas esta insistencia en la rumia identitaria? No creo que haya que singularizar este rasgo de la cultura de “nuestra América” al punto de considerarnos únicos. El caso de España nos hace ver que tampoco es necesario ir muy lejos para saber que los latinoamericanos no han estado solos en la preocupación identitaria. Estudios como La invención de España (1998), de Inman Fox, La novela de España: los intelectuales y el problema español (1999), de Javier Varela, Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX (2010), de José Álvarez Junco, nos muestran que desde el siglo XIX y hasta el triunfo del franquismo, al menos, interpretar y definir el verdadero ser –o “problema”– de España fue una obsesión de varias generaciones de intelectuales. Se pueden mencionar otras experiencias, también aleccionadoras. Además, la vasta investigación llevada adelante por la historiadora francesa Anne-Marie Thiesse (La création des identités nationales. Europe XVIIº-XIXº siècle, 2001; La fabrique de l’écrivain national. Entre littérature et politique, 2019) muestra que en el Viejo Mundo la imaginación identitaria acompaña la construcción de las sociedades modernas como sociedades nacionales.
Pero el hecho de que América Latina no tenga la exclusividad en el desvelo no anula la pregunta por la insistente problematización de que fue objeto el tema de la identidad en esta América. Lo que sabemos, se lo haga objeto de dramatización o de ironía, es que la “búsqueda de una identidad o de una tradición esencial ha sido la marca de la casa ‘América Latina’”.[15] En esa búsqueda se advierte la convicción o, al menos, el deseo de una esencia, se la entienda como una particularidad que deba ser preservada, cultivada y expresada; se la entienda, por el contrario, como fundamento de los males que deban ser desterrados. En un coloquio celebrado en México en torno de las raíces históricas de América Latina, el gran historiador Edmundo O’Gorman hacía el siguiente comentario de lo que llama “afanosa búsqueda” de la identidad en nuestra América:
Quien pregunta por su identidad sabe lo que es, pero por algún motivo no le satisface lo que ya es; no se conforma con ser lo que es, y de tan intolerable incomodidad ontológica surge el anhelo de identificarse y por consiguiente, la inquietud de buscar otro modo de ser que, claro está, no pueda menos de satisfacerle cabalmente y respecto del cual no quepa la posibilidad de ninguna duda, es decir, un modo de ser esencial. Lo que hay, pues, detrás de esa afanosa búsqueda a la que me he referido es la búsqueda de una esencia, concretamente de la esencia latinoamericana, el cimiento pétreo e inexpugnable a toda contingencia en el modo de ser que se quiere ser.[16]
Posiblemente ya resulte obvio, a esta altura, que los “insomnes” de esos comunes desvelos pertenecen a las filas de los sectores ilustrados. En efecto, las personas que le dieron vida a la interrogación sobre la identidad del subcontinente y, a lo largo de más de dos siglos, se esforzaron por responder a la pregunta en una amplia gama de formas expresivas han surgido de esas élites. No todos, es verdad, han sido lo que habitualmente llamamos escritores, dado que a la tarea de forjar imágenes de América Latina como entidad histórica y cultural se entregaron también pintores, historiadores, antropólogos, gente de cine, sociólogos (la lista puede continuar). Deberíamos hablar más genéricamente de miembros de las minorías ilustradas, que a veces también eran jefes políticos, como Bolívar, para referirnos al siglo XIX, y de intelectuales y artistas al ocuparnos del siglo XX. También pueden registrarse afirmaciones de la unidad de América Latina en la retórica de los gobiernos, pero lo que prevaleció durante mucho tiempo fue la escasa conexión entre los países del subcontinente, cuyas clases dirigentes hicieron de las relaciones con Europa o con la América del Norte las claves del porvenir. En resumen, la cuestión de la identidad colectiva de “nuestra América” ha sido la tarea por excelencia de lo que Alfonso Reyes llamó “inteligencia latinoamericana”.
No sería infrecuente que el descubrimiento de la pertenencia a la patria común (se la llame América, Hispanoamérica o América Latina) se produjera en el extranjero: el exilio, los peregrinajes a las metrópolis culturales, las becas de estudio han sido para muchos, fueran literatos, artistas o estudiosos procedentes de nuestros países, una experiencia crucial de autorreconocimiento. Como se lee en una crónica recogida por La Revista de América en junio de 1913:
Al encontrarse en la arena cosmopolita de París, donde luchan por el renombre los artistas y escritores de todas las razas […] la juventud de este lado del mar descubrió que toda ella tenía un parentesco estrecho: todos eran americanos, y el ambiente extranjero fundía sus rasgos en un tipo en que todos se sentían más o menos identificados.[17]
También en París, pero varias décadas después, el historiador uruguayo Gustavo Beyhaut tendrá la revelación de su condición de latinoamericano:
En Francia descubrí América Latina, en Francia me sentí latinoamericano, cosa que nunca me había pasado… Había salido del país más europeizado de América Latina. Conocía un poco la Argentina, un poco Chile porque había entrado clandestinamente a un congreso estudiantil con Brasil y punto. Y en Francia me metieron en un hotel lleno de latinoamericanos, sobre todo del Caribe. Ahí me puse en contacto con problemas a los que estaba ajeno.[18]
En fin, en ¿Qué es la hispanidad?, dos académicos latinoamericanos, Ilan Stavans (México) e Iván Jaksic (Chile), hacen también interesantes reflexiones sobre la experiencia de volverse hispanos o latinos por efecto de la reclasificación identitaria en los Estados Unidos de Norteamérica.[19]
Hipótesis
Creo que el desvelo por la identidad podría ofrecer el eje para una historia intelectual de América Latina. Hay que hablar de una historia porque el empeño obstinado en rastrear y definir la identidad latinoamericana, deplorar sus fallas o, por el contrario, exaltar sus atributos fue un proceso en el que no hubo solo repetición, sino también cambio y reinvención. Intentaré mostrar en pocos trazos el contorno de esa historia intelectual posible.
¿Qué se agruparía bajo el rótulo de la identidad latinoamericana como historia intelectual? Los momentos de un trabajo discursivo, trabajo que tomó formas expresivas múltiples y en que los razonamientos se entretejieron con las ficciones y los relatos con argumentos. Creo improbable que pueda establecerse un comienzo absoluto de ese trabajo, como si la elaboración identitaria hubiera podido iniciarse por fuera de toda diferenciación simbólica precedente. Pero, si no pensamos en un mítico punto cero de la historia, sino en las condiciones y circunstancias que harán no solo posible sino cada vez más frecuente que en las élites culturales hispanoamericanas aparezca la necesidad de responder a la pregunta de “quiénes somos”, hay que considerar la gran crisis política, social y cultural que significó el proceso de la independencia del dominio español. En este sentido, las observaciones de François-Xavier Guerra sobre el tema de la identidad nacional en la América hispánica resultan pertinentes también para la cuestión del tema identitario referido al conjunto de la región. Contra la idea de que la identidad (y la nación) cultural precede y, en cierto modo, anuncia la identidad (y la nación) política, la independencia hispanoamericana no es para Guerra el punto de llegada sino el de partida, el que antecede a la nación y al nacionalismo. “¿Quiere decir que los nuevos Estados no se apoyan en ninguna identidad colectiva previa? Sería absurdo pretender esto”, escribe. “Todo el problema reside en saber cuáles, entre las múltiples identidades de grupo que existían en esta monarquía del antiguo régimen, fueron las que sirvieron de base para la constitución de los nuevos Estados y si bastaban para explicar la independencia”. Más aún: todas las modalidades de identidad colectiva existentes en el orden colonial y que, hasta entonces, “no aparecían ni como separables ni incompatibles, comenzaron a volverse autónomas a partir de 1808, a oponerse y recomponerse según las coyunturas políticas de una crisis imprevisible e inédita”.[20]
Una crisis “imprevisible e inédita”. Un breve pasaje del sociólogo José Luis de Ímaz nos hace percibir en pocas líneas la magnitud del sacudimiento en que la independencia hispanoamericana se abrió paso. Mientras “la revolución de los colonos norteamericanos fue un evento de blancos que no movilizó a los esclavos ni a los indígenas”, observa De Ímaz, no ocurrió lo mismo en la América hispánica. “La Revolución Hispanoamericana, en cambio –en Brasil no, allí fue como en los Estados Unidos–, involucró a todo el orden social, movilizó a las castas, los pardos y los hombres de color y dejó expedita la posibilidad de un alzamiento indígena”.[21] La cuestión identitaria, la cuestión del “nosotros”, no va a escapar a las vicisitudes y efectos de esa vasta activación social. Cuando leemos a Bolívar en la Carta de Jamaica y después en el Discurso de Angostura, notamos ya, tanto en lo que dice como en lo que omite, las dificultades de quien era, a la vez, un criollo ilustrado y un jefe político-militar, que debía afrontar la tarea no solo de interpretar, sino también, y sobre todo, de ganar una guerra y, para eso, conferir cierta unidad –la unidad imaginaria de un pueblo, el pueblo de la patria– a la heterogénea población que la independencia y la guerra habían sacado a la escena y que el enemigo español mostraba que sabía movilizar en su favor.
Del derrumbe del dominio de la Corona española y tras un enmarañado proceso, surgieron las naciones hispanoamericanas que hoy conocemos. Los territorios sobre los que se ejercerían las nuevas soberanías nacionales se fijaron tras décadas de guerras y secesiones. Los relatos históricos destinados a conferirles raíces y sustento propios a las diferentes unidades político-estatales nacidas de la fragmentación fueron parte de ese proceso de construcción de la “comunidad imaginada”, según la afortunada expresión de Benedict Anderson. La historia intelectual cuyo contorno quisiera esbozar bajo el título de “identidad latinoamericana” no sigue la marcha de los discursos que proliferaron y proliferan todavía en cada uno de los países de nuestra América para definir el origen y la fisonomía del sujeto nacional. La atención, el foco de la historia que conjeturo estarán puestos en el pensamiento y la imaginación relativos a la entidad que se llamará americana primero, hispanoamericana después, y latinoamericana más tarde. Sería absurdo suponer que entre las consideraciones y las imágenes referentes a la identidad nacional y las que conciernen a la identidad latinoamericana pueda trazarse una frontera estricta, un muro que no se atraviese o no deba atravesarse. Esto puede verse en un libro de Bernardo Canal Feijóo publicado hace más de sesenta años, Confines de Occidente. Notas para una sociología de la cultura americana, donde el autor desplaza sus análisis y reflexiones tocantes a la identidad del territorio de la cultura latinoamericana al de la argentina y viceversa.[22] Asimismo, en un ensayo más reciente, México. El trauma de su historia, de Edmundo O’Gorman, donde las paradojas de la identidad mexicana son también las de la identidad hispanoamericana. La distinción obedecería, pues, antes que nada a una cuestión de recorte o foco.
El gigante vecino
¿Dado que la historia de Brasil no siguió la ruta de sus vecinos hispanoamericanos, las élites culturales de ese país fueron ajenas a la preocupación por la identidad? Bastaría mencionar a los grandes intérpretes de la sociedad y la cultura brasileñas, desde Silvio Romero y Euclides da Cunha a Gilberto Freyre, Sergio Buarque de Holanda, Darcy Ribeiro, Roberto DaMatta, para advertir que los intelectuales de este país no escaparon al tenaz desvelo por lo que confiere a Brasil su identidad. “¿Se puede hablar de una identidad nacional brasileña? ¿Tendríamos un carácter nacional? ¿Qué nos uniría? […] Por último, ¿necesitamos una identidad nacional?”, se pregunta José Carlos Reis en la introducción de As identidades do Brasil. De Varnhagen a FHC, donde analiza históricamente las diferentes versiones que se elaboraron de Brasil a lo largo de aproximadamente un siglo. El tema de la cultura brasileña y la identidad de lo brasileño es objeto de un debate que viene del pasado y continúa hasta la actualidad. Constituye “una especie de subsuelo que alimenta toda la discusión en torno de lo que es lo nacional”.[23]
El asunto a indagar sería el de las relaciones que pueden registrarse en la reflexión brasileña entre el tópico de la identidad nacional y el de la identidad latinoamericana de Brasil. Las élites políticas e intelectuales del mayor país de América Latina no siempre han considerado que su país integrara una misma unidad histórica con sus vecinos hispanoamericanos (viceversa: los hispanoamericanos tampoco vieron siempre a Brasil como parte de la “patria grande”). La ambivalencia aparece como la nota que define la conexión entre esos dos marcos de referencia identitarios, “dos polos que se atraen y se repelen”, observa Maria Ligia Coelho Prado, en un artículo que rastrea ese movimiento de alejamientos y acercamientos en el pensamiento brasileño, “O Brasil e a distante América do Sul”. La oscilación hunde sus raíces en una historia, en el doble sentido del término historia, con el que se designan tanto procesos, acciones y acontecimientos que tuvieron lugar en un pasado más o menos distante del presente, como el discurso que hace el relato y la interpretación de lo acaecido. Desde la colonia, la América española y la América portuguesa habían seguido cursos diferentes. “Las metrópolis ibéricas –escribe la historiadora brasileña– trazaron límites no solo geográficos, sino también culturales y políticos que separaron a sus colonias y crearon intereses económicos y sociales específicos para cada región”.[24] (A diferencia de lo que había ocurrido con sus vecinos hispanoamericanos, la independencia de Brasil no provocó una larga guerra con la antigua metrópoli). La evolución histórica posterior a las independencias de las dos secciones de la América del Sur prosiguió la marcha que las diferenciaba –e incluso las enfrentaba por el predominio en determinadas áreas, como ocurrió en el siglo XIX en la zona del Plata–.
Pero en el centro de atención de su artículo no estarán las vicisitudes de esta historia, sino la formación y la persistencia de una tradición intelectual en Brasil, centrada en las diferencias que oponían la nación brasileña a sus vecinas hispanoamericanas. El surgimiento de esa memoria nacional, nos dice Coelho Prado, remite a la fundación del Instituto Histórico y Geográfico Brasileño (IHGB) en 1838 y al concurso internacional sobre “Cómo se debe escribir la historia del Brasil” que convocó poco después el IHGB. El concurso lo ganó el naturalista y antropólogo alemán Karl Friedrich Philipp von Martius. El sabio alemán, que conocía el país, expuso los contornos de lo que debía ser una historia nacional de Brasil según líneas que tendrán larga vida. La defensa del régimen monárquico, garantía de la unidad del país, estaba en el centro de las recomendaciones y advertencias de Von Martius. El historiador brasileño sugería que “para prestar un verdadero servicio a su patria, deberá escribir como autor monárquico-constitucional, como unitario en el más puro sentido de la palabra”.[25] El escrito de Von Martius, observa Coelho Prado, “tuvo gran repercusión y fundó un linaje interpretativo de la historia de Brasil, copiada hasta el cansancio en manuales escolares, en artículos de diarios, en discursos políticos, etc.”.[26] Esa tradición interpretativa va a subrayar una serie de contrastes en la evolución de la América lusitana respecto a la América independiente nacida en los dominios españoles: monarquía frente a república, unión frente a fragmentación, evolución pacífica frente a permanentes guerras intestinas, orden frente a desorden. La perspectiva sobrevivirá al paso de la monarquía a la república en Brasil. O sea, continuó ensalzándose que, a diferencia de sus vecinas, en Brasil los grandes cambios (por ejemplo, la independencia o el advenimiento de un orden republicano) se habían producido sin rupturas traumáticas y ruinosas.
Otros estudiosos, como Maria Helena Capelato –“O ‘gigante brasileiro’ na América Latina: ser ou não ser latino-americano”– o, más recientemente, Leslie Bethell –en el artículo “Brasil y ‘América Latina’”– han explorado también este filón del pensamiento de las élites políticas y culturales brasileñas. Pero en el siglo XX aparecerían asimismo otras vetas y, en el curso de aproximadamente dos décadas y media, el latinoamericanismo brasileño tuvo su edad de oro. Fueron los años de la Cepal, del desarrollismo, de la crítica del desarrollismo y de las teorías de la dependencia. En efecto, ¿cómo evocar ese tiempo sin los nombres de Celso Furtado, Helio Jaguaribe, Fernando Henrique Cardoso, Ruy Mauro Marini, Francisco Weffort y muchos otros intelectuales brasileños? En “La originalidad de la copia: la Cepal y la idea del desarrollo”,[27] Cardoso ofrece una rica perspectiva del debate intelectual de aquellos años, un debate del que no fue únicamente testigo, sino también activo participante. En fin, para concluir estas rápidas notas sobre las relaciones entre las dos experiencias de la colonización ibérica en el Nuevo Mundo, no quiero dejar de mencionar “Americanistas e iberistas: a polêmica de Oliveira Vianna com Tavares Bastos”, el ensayo de Luiz Werneck Vianna, donde el autor hace interesantes comparaciones sobre las dos versiones del “iberismo” en América.
La historia intelectual que imagino no es la historia de una conciencia –la conciencia latinoamericana– que hace un largo viaje hacia sí misma. El interés de la hipotética historia intelectual de la que hablo no se funda en la voluntad de mostrar cómo, a través de etapas sucesivas, se realiza el cumplimiento de un destino o de un designio que estaba ya, aunque embrionariamente, en el comienzo. Lo que se advierte al explorar esta incansable dedicación a la identidad no es cómo América Latina se descubre finalmente a sí misma, sino cómo esa identidad se construyó y reconstruyó a lo largo de un curso que se remonta a la crisis del dominio español y los movimientos de la independencia. La identidad se nos revela no como algo por descubrir, como “el blanco de un esfuerzo”.[28] Tampoco como el fruto de una ideología. En realidad, la preocupación por la identidad, por el “ser” de América Latina, deja ver que en torno de la cuestión se activaron diversas doctrinas, del romanticismo al positivismo, del espiritualismo de la latinité al historicismo orteguiano. También el marxismo, cuando los marxistas del subcontinente encuentren que la doctrina que los anima y guía sus estrategias de acción debe insertarse en una realidad que resulta esquiva, que no es la de Europa, que se requería de un “marxismo de Indias”, según el título que dio a uno de sus libros el argentino Jorge Abelardo Ramos. El libro se había escrito contra la “desproporcionada europeización del marxismo en América Latina”, dirá Ramos, y afirmará su propósito en estos términos:
Nos proponemos quebrar la dependencia colonial no solo en punto al petróleo, a las bananas, el cobre o las finanzas, sino ante todo en relación con la fraseología revolucionaria copiada de Europa y que entre nosotros ha perdido toda sustancia en tanto obstaculiza el conocimiento específico de la realidad latinoamericana.[29]
La doctrina de Marx y sus seguidores, de Lenin a Trotsky y Gramsci, se convertirá así en una de las vías de búsqueda de la particularidad de “nuestra América”. Aunque en polémica con las tesis de Ramos, esa preocupación marcará los ensayos de José Aricó (Marx y América Latina, 1980) y del ensayista peruano Carlos Franco (Del marxismo eurocéntrico al marxismo latinoamericano, 1981).
Como el resto del mundo, la región y sus países fueron cambiando. Lo mismo ocurriría con sus equipos intelectuales. Cambiarían también las referencias ideológicas. Mutación de ideas y cambios en el mundo, cambio de sensibilidades y de generaciones intelectuales –todas estas transformaciones no podían sino introducir nuevas imágenes, nuevos juicios y nuevos relatos respecto de esta América–. También nuevas actitudes y tomas de posición. De acuerdo con nuestro punto de vista, una historia que se quiera tal prestaría atención no solo a las variaciones de esa constante, sino también a las rupturas, las grietas y las contorsiones tanto en las imágenes como en los proyectos concebidos por las élites culturales de nuestra América. La historia que perseguiría el hilo de la pregunta por la identidad permitirá ver la manera en que ciertos grupos y ciertos individuos de los países de esta América –por lo general, personas cultivadas– forjaron su comprensión de la situación histórica que les tocaba vivir e idearon el porvenir que les cabía a sus sociedades, enfrentadas a la marcha siempre desigual y asincrónica de la modernidad.
Si el punto de nacimiento de la inquietud identitaria puede variar según los criterios, no podría fijarse, en cambio, el momento de su finalización, de su agotamiento. En efecto, el esfuerzo por definir la identidad de América Latina no es un hecho del pasado, sino un proceso abierto, un trabajo que sigue ante nuestros ojos. No obstante, la extensa literatura que produjo hasta el presente esa preocupación puede ser materia de una historia intelectual. Hay más de una manera de darle desarrollo a esa historia. Una de ellas podría ser la de trazar recorridos, incursionar en ese vasto territorio discursivo siguiendo la pista de algunos temas en que se condensó el desvelo por el ser de “nuestra América”. Piénsese, por ejemplo, en el nombre mismo de América Latina, que encierra una historia y más de un relato identitario. Podría decirse otro tanto del complejo discursivo que inspiró el tema del mestizaje o el del caudillo. Enrique Krauze tituló Siglo de caudillos a la “biografía política” del siglo que siguió al derrumbe del orden colonial hispánico en México. ¿Cuántas interpretaciones del carácter o la mentalidad hispanoamericanos no harían suyas ese título, no importa que le atribuyan o no una centuria específica? Por supuesto, se podrían señalar varios otros asuntos y recorridos posibles, como el del populismo latinoamericano o el realismo mágico. En cualquier caso, no harían sino mostrar que la historia de la preocupación identitaria no se ha tejido con un solo hilo sino con muchos, que a propósito del ser de esta América se ha hablado de demasiadas cosas como para que su reconstrucción histórica se preste, sin reducción, a un único gran relato.
[4] Véase Sara Almarza, “La frase Nuestra América: historia y significado”, en Cahiers du monde hispanique et luso-brésilien, nº 43, 1984.
[5] Arturo Uslar Pietri, “El mestizaje y el Nuevo Mundo”, en En busca del Nuevo Mundo, México, FCE, 1969, p. 9.
[6] Simón Bolívar, “Contestación de un americano meridional a un caballero de esta isla” [Henry Cullen], en Doctrina del Libertador, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1976, p. 62.
[7] Véase el riguroso análisis de este escrito hecho por Elías Pino Iturrieta en Nueva lectura de la Carta de Jamaica, Caracas, Monte Ávila, 1999.
[8] Tulio Halperin Donghi, “Hispanoamérica en el espejo. (Reflexiones hispanoamericanas sobre Hispanoamérica, de Simón Bolívar a Hernando de Soto)”, en Historia Mexicana, vol. 42, nº 3, 1993, p. 748.
[9] Victoria Ocampo, “Quiromancia de la pampa”, en Testimonios. Series primera a quinta, selección, prólogo y notas de Eduardo Paz Leston, Buenos Aires, Sudamericana, 1999, p. 35.
[10] Alfonso Reyes, “La constelación americana. Conversaciones de tres amigos. Buenos Aires: 23 de octubre a 19 de noviembre de 1936”, México, Archivo de Alfonso Reyes, Serie D (Instrumentos), nº 3, 1950, p. 6. Sobre la VII Conversación del Instituto Internacional de Cooperación Intelectual, véase Beatriz Colombi, “Alfonso Reyes y las ‘Notas sobre la inteligencia americana’: una lectura en red”, en Cuadernos del CILHA, vol. 12, nº 1, Mendoza, ene.-jun. 2011.
[11] Leyla Perrone-Moisés, Vira e mexe. Paradoxos do nacionalismo literário, San Pablo, Companhia das Letras, 2007, p. 44.
[12] VV. AA., América Latina en sus ideas, coordinación e introducción de Leopoldo Zea, México-París, Siglo XXI-Unesco, 1986, p. 12.
[13] Aimer Granados, “Congresos e intelectuales en los inicios de un proyecto y de una conciencia continental latinoamericana, 1826-1860”, en Aimer Granados y Carlos Marichal (comps)., Construcción de identidades latinoamericanas. Ensayos de historia intelectual siglos XIX y XX, México, Colegio de México, 2004.
[14] Alfonso Reyes, “El presagio de América”, en Obras completas de Alfonso Reyes, México, FCE, 1960, p. 11.
[15] Mauricio Tenorio Trillo, Argucias de la historia. Siglo XIX, cultura y “América Latina”, México, Paidós, 1999, p. 169.
[16] Edmundo O’Gorman, “Latinoamérica: Así no”, en Nexos, nº 123, México, 1988.
[17] Citado de Ingrid E. Frey, First-Tango in Paris: Latinoamerican in turning the Century. France, 1880 to 1920, Dissertation PHD in History, University of California, Los Ángeles, 1996, p. 407.
[18] Gustavo Beyhaut, “Hay que revisar todo”, en Problemas contemporáneos de América Latina, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 1990, p. 150.
[19] Ilan Stavans e Iván Jaksic, ¿Qué es la hispanidad? Una conversación, Santiago de Chile, FCE, 1911.
[20] François-Xavier Guerra, “La nación hispanoamericana. El problema de los orígenes”, en M. Gauchet, P. Manent y P. Rosanvallon (dirs)., Nación y modernidad, Buenos Aires, Nueva Visión, 1997, p. 109.
[21] José Luiz de Ímaz, Sobre la identidad iberoamericana, Buenos Aires, Sudamericana, 1984, p. 158.
[22] Bernardo Canal Feijóo, Confines de Occidente. Notas para una sociología de la cultura americana, Buenos Aires, Raigal, 1954.
[23] Renato Ortiz, Cultura brasileira e identidade nacional [1985], San Pablo, Editora Brasiliense, 1994, p. 7.
[24] Maria Ligia Coelho Prado, “O Brasil e a distante América do Sul”, en Revista de História, nº 145, 2001, p. 128.
[25] Ibíd., p. 130.
[26] Íd.
[27] Fernando Henrique Cardoso, “La originalidad de la copia: la Cepal y la idea del desarrollo”, en Revista de la Cepal, Naciones Unidas, Comisión Económica para América Latina y el Caribe, Santiago de Chile, segundo semestre de 1977.
[28] Zygmunt Bauman, Identidad, Buenos Aires, Losada, 2010, p. 40.
[29] Jorge Abelardo Ramos, El marxismo de Indias, Barcelona, Planeta, 1973, pp. 7 y 8.