Читать книгу Etnicidad y autonomía en Cherán K'eri: una reflexión horizontal - Carlos Arnulfo Valencia Hernández - Страница 8

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Capítulo 1. Discurso y etnicidad: algunas claves teóricas

[…] en el mundo existen diferencias materiales de todo tipo. No hay motivos para negar esta realidad. Sin embargo, solo cuando estas diferencias se organizan en el discurso, como un sistema de diferenciaciones marcadas, podemos afirmar que las categorías resultantes adquieren significado, se convierten en un factor en la cultura humana, regulan la conducta y tienen efectos reales en las prácticas sociales cotidianas.

Hall (2019)

El objetivo de esta obra es reflexionar sobre la construcción de un tipo específico de diferencias denominadas como “étnicas” y su relación con procesos sociopolíticos. En este capítulo se expondrán las asunciones teóricas que permitieron abordar el asunto étnico desde un enfoque específico. Por otra parte, es conveniente adelantar que, desde un énfasis metodológico horizontal, dicho conjunto teórico es construido para posteriormente ser reconstruido al encuentro dialógico con los investigadores pares, para producir interpretaciones más ricas sobre la realidad, más allá de una mera validación de teorías academizadas.

El acento discursivo

Se comenzará estableciendo que se va a abordar la construcción de las diferencias étnicas desde un enfoque discursivo, es decir, bajo el supuesto de que los procesos de producción social del sentido son procesos de constitución ontológica de lo real. Este interés en el campo de las ciencias sociales por abordar la realidad social a partir de su materialización lingüística fue influenciado, según Ibáñez (2011), por los trabajos en lingüística estructural de Lévi-Strauss, la corriente analítico-lógica de Rusell, Wittgenstein y el Círculo de Viena, así como la vertiente analítica centrada en el lenguaje cotidiano representada por el “segundo” Wittgenstein, Austin y Rorty. Según Ibáñez, estas influencias contribuyeron a que la reflexión virase hacia los procesos de constitución del lenguaje, sus posibilidades y limitaciones, así como su papel protagónico en la constitución de la realidad. Más adelante el llamado giro lingüístico devendría en giro discursivo, es decir, en la consideración del sentido producido socialmente como materialización óntica de la realidad social.

El planteamiento esbozado hasta aquí obliga a intentar delimitar, al menos de manera provisoria, el concepto de discurso. Si bien no existe un consenso explícito sobre un significado unívoco de este concepto (por lo general este consenso pleno no existe en ninguno —afortunadamente— de los conceptos en ciencias sociales), se puede expresar que, por lo general, el término refiere a lo que es dicho, es decir, los enunciados lingüísticos (hablados o escritos) que poseen un contexto que les dota de significado (Schiffrin 2011). Una importante nota distinguida por Bajtín (2013), con referencia a dichos enunciados, es que estos no se encuentran de manera aislada, sino que están insertos en una cadena de “comunicación discursiva”, apelando o contestando otros enunciados. De allí que para Bajtín (2013, 252) el discurso deba ser considerado plenamente como un fenómeno comunicativo, tomando en cuenta su función como “unidad real de la comunicación discursiva”, es decir, como enunciado que puede ser contestado, lo que implica a su vez el cambio de posición en los sujetos discursivos, ya sea como oyente o como enunciatario.

Por otro lado, y en específico desde las tradiciones sociocultural y crítica, se entiende que el discurso puede tener su expresión desde una conciencia individual, pero el contenido y la forma de dicha expresión se estructuran y formulan a partir de un determinado contexto social, donde los procesos sociohistóricos se sedimentan y materializan discursivamente; es en ese sentido que Barthes (1968) anunció la “muerte del autor”. Se entiende, entonces, que para comprender el sentido de los discursos específicos es necesario hacer análisis de cómo operan discursivamente las instituciones, valores y creencias sociales, es decir, identificar las prácticas, mecanismos y dispositivos a partir de los cuales se constituyen como discursos. En ese sentido, una de las propuestas teóricas más influyentes para pensar en torno a la constitución discursiva de la hegemonía y las identidades sociales es la formulada por Laclau y Mouffe.

La teoría del discurso de Laclau y Mouffe

En este trabajo se siguen muy de cerca las nociones en torno al discurso establecidas por Laclau y Mouffe (Laclau y Mouffe 1987; Laclau 2000), quienes conciben al discurso tanto como práctica(s) articulatoria(s) que ordena(n) el sentido como en su característica de dimensión ontológica fundante de lo real, dejando de lado las dicotomías objetivo/subjetivo y material/ideal, dentro de las cuales se suele considerar al discurso. Esta “doble inscripción del estatus del discurso” (Retamozo 2017, 163) permite pensarlo desde una dimensión óntica —la de las prácticas políticas— y otra ontológica: “ambos [usos] se requieren, puesto que es sólo desde lo óntico (las prácticas políticas) que podemos acceder a disputar lo ontológico (la estructuración del orden)” (Ibid., 164). Se encuentra, pues, ante una concepción del discurso enteramente política, si se entiende lo político como la característica que refiere a la conflictividad inherente a un mundo social que carece de una normatividad per se, así como a las interpretaciones sobre dicho mundo que buscan imponer su dominio —y en el caso de la perspectiva que postulamos—, que pretenden determinar el sentido y cerrarlo, aunque dicha pretensión de “clausurar” el sentido sea inviable.

Cabe mencionar que, al atender el discurso desde su dimensión óntica, la propuesta de Laclau y Mouffe también considera la dimensión de la política, es decir, de la administración y configuración de un orden que se considera como instituido o hegemonizado; esto resulta sumamente importante, ya que es a partir de los discursos existentes, o sea, de las articulaciones de sentido instituidas disponibles en un determinado momento histórico, que los sujetos políticos se posicionan discursivamente para cuestionar e intervenir el terreno de la política. Se considera que así ha sido el caso de los movimientos indígenas, pues el énfasis se ha puesto en apelar a la construcción de una normatividad estatal diferente, que posibilite la existencia de regímenes autonómicos que aminoren la marginalización y desigualdad.1

Antes de acometer las principales definiciones conceptuales desde la teoría del discurso de Laclau y Mouffe, es conveniente destacar que esta se desliza desde una concepción no representacional del lenguaje, esto es, desde la consideración de que el lenguaje no es un mero “reflejo” del mundo material, sino que se trata de un instrumento que incide directamente en cómo significamos y construimos el mundo. Lo anterior de ninguna manera niega la factibilidad empírica de la realidad, sino que la subordina a las maneras en que esta es articulada por el discurso y expresada a través del lenguaje. En ese sentido, mencionan los autores:

El hecho de que todo objeto se constituya como objeto de discurso no tiene nada que ver con la cuestión acerca de un mundo exterior al pensamiento, ni con la alternativa realismo/idealismo. Un terremoto o la caída de un ladrillo son hechos perfectamente existentes en el sentido de que ocurren aquí y ahora, independientemente de mi voluntad. Pero el hecho de que su especificidad como objetos se construya en términos de “fenómenos naturales” o de “expresión de la ira de Dios”, depende de la estructuración de un campo discursivo. Lo que se niega no es la existencia, externa al pensamiento, de dichos objetos, sino la afirmación de que ellos puedan constituirse como objetos al margen de toda condición discursiva de emergencia (Laclau y Mouffe 1987, 124).

Con esta afirmación, la teoría del discurso de Laclau y Mouffe se deslinda de sostener la separación entre prácticas discursivas y no discursivas, ya que estas últimas, al pasar a ser objeto del discurso, no podrían analizarse más allá de ese. De este modo, los autores se centran en cómo se llevan a cabo las prácticas articulatorias que constituyen estructuras llamadas discursos.2

Ahora bien, ¿cómo conciben al discurso Laclau y Mouffe? Se puede afirmar que lo consideran como una totalidad que soporta un sistema de relaciones significativas construidas socialmente. Así lo establecen en la obra Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo:

Volviendo ahora al término “discurso”, lo usamos para subrayar el hecho de que toda configuración social es una configuración significativa. Si pateo un objeto esférico en la calle o si pateo una pelota en un partido de fútbol, el hecho físico es el mismo, pero su significado es diferente. El objeto es una pelota de fútbol sólo en la medida en que él establece un sistema de relaciones con otros objetos, y estas relaciones no están dadas por la mera referencia material de los objetos sino que son, por el contrario, socialmente construidas. Este conjunto sistemático de relaciones es lo que llamamos discurso (Laclau y Mouffe 2000, 114-115).

En el fragmento citado se puede constatar que la concepción de los autores se sitúa en el terreno del sentido o la significación, así como del construccionismo social; los discursos son una totalidad de relaciones entre elementos que significan algo, pero dicha articulación de sentido sólo puede estar construida socialmente, rechazando la tesis del individuo como origen del discurso, ya que aquel se encuentra indefectiblemente habitado por totalidades discursivas, es decir, discursos,3 que son los que le permiten proveer de significación al mundo, el cual, per se, no la tiene. En ese sentido, se rechaza también una concepción racionalista-esencialista sobre el mundo y los procesos sociopolíticos, ambas posturas hegelianas y marxistas, las cuales se fundamentan en la suposición de una racionalidad necesaria externa al sistema social, que regiría el curso de la historia; para Laclau y Mouffe, es la amenaza hacia la objetividad que presenta la contingencia fundada por el antagonismo, es decir, la negación de una pretendida esencialidad inmanente de las cosas y de las identidades sociales que un exterior constitutivo impone, la que constituye ontológicamente la base sobre la que se fundamenta el entendimiento sobre el mundo. En ese sentido mencionan:

Afirmar el carácter constitutivo del antagonismo, como lo venimos haciendo, no implica por lo tanto remitir toda objetividad a una negatividad que reemplazaría a la metafísica de la presencia en su papel de fundación absoluta, ya que esa negatividad sólo es concebible, precisamente, en el marco de la metafísica de la presencia. Lo que implica es afirmar que el momento de indecibilidad entre lo contingente y lo necesario es constitutivo y que el antagonismo, por lo tanto, también lo es (Ibid., 44).

Cabe mencionar que lo que los autores comprenden por negatividad es una postura desde la cual se pone en duda la positividad de lo social, o sea, de la objetividad. No obstante, como bien señalan, posicionarse desde la negatividad no implica suponer la desaparición de lo objetivo, porque se necesita precisamente de su presencia (metafísica de la presencia) para que pueda ponerse en duda dicha positividad. Es en el antagonismo que hace posible la existencia de la negatividad, es decir, de la contingencia (lo que podría ser de otro modo), como puesta en jaque de la positividad, que Laclau y Mouffe sustentan su teoría del discurso y del cambio social.

Por otra parte, en Hegemonía y estrategia socialista, los autores ofrecen una definición de discurso más concreta y “operativa”:

En el contexto de esta discusión, llamaremos articulación a toda práctica que establece una relación tal entre elementos, que la identidad de éstos resulta modificada como resultado de esa práctica. A la totalidad estructurada resultante de la práctica articulatoria la llamaremos discurso. Llamaremos momentos a las posiciones diferenciales, en tanto aparecen articuladas en el interior de un discurso. Llamaremos, por el contrario, elemento a toda diferencia que no se articula discursivamente (Laclau y Mouffe 1987, 120).

Como ya se mencionó, los discursos son el producto —la totalidad estructurada— de prácticas articulatorias que alteran las identidades de los elementos que relacionan. Los autores mencionan que los elementos son diferencias que no se articulan discursivamente, pero esto es solamente para referir a fenómenos u objetos que acaecen y que, al ser estructurados por prácticas articulatorias, son subsumidos en una cadena de significado, por lo que su identidad es transformada; aquí cobra sentido el ejemplo del objeto esférico, cuya identidad puede ser un balón, al ser subsumido por una cadena específica de significados.

Resalta aquí la dificultad de señalar elementos que no sean momentos, es decir, que no estén articulados discursivamente, ocupando una posición diferencial específica, ya que el hecho de nombrarlos inevitablemente los inserta en el discurso, pues adquieren significado. Sin embargo, dicha dificultad está completamente justificada debido a la tesis sobre el carácter relacional del sentido y de las identidades; desde el enfoque discursivo de los autores, ninguna identidad es positiva, es decir, definida aisladamente por sí misma, por lo que no se debe concebir la identidad de los elementos a partir de un pretendido carácter positivo, sino desde una vía negativa, esto es, desde las transformaciones que las prácticas articulatorias les imprimen, convirtiéndolos en momentos. Por otro lado, las prácticas articulatorias no pueden fijar los momentos y, por consecuencia, las identidades de los elementos que componen los discursos, ya que esto implicaría la “clausura” del sentido y la instauración de un orden positivo de la significación y las identidades, así como el fin mismo de las prácticas articulatorias, lo cual resulta inadmisible. En ese sentido, los autores mencionan:

Sin embargo, la transición a la totalidad relacional que hemos denominado “discurso” difícilmente solucionaría nuestros problemas iniciales, si la lógica relacional y diferencial de la totalidad discursiva se impusiera sin limitación alguna. En tal caso nos encontraríamos con puras relaciones de necesidad y, según señaláramos anteriormente, la articulación sería imposible, ya que todo “elemento” sería ex definitione “momento”. Esta conclusión se impone, sin embargo, sólo si aceptamos que la lógica relacional del discurso se realiza hasta sus últimas consecuencias y no es limitada por ningún exterior. Pero si aceptamos, por el contrario, que una totalidad discursiva nunca existe bajo la forma de una positividad simplemente dada y delimitada, en ese caso la lógica relacional es una lógica incompleta y penetrada por la contingencia. La transición de los “elementos” a los “momentos” nunca se realiza totalmente. Se crea así una tierra de nadie que hace posible la práctica articulatoria. En este caso no hay identidad social que aparezca plenamente protegida de un exterior discursivo que la deforma y le impide suturarse plenamente. Pierden su carácter necesario tanto las relaciones como las identidades. Las relaciones, como conjunto estructural sistemático, no logran absorber a las identidades; pero como las identidades son puramente relacionales, ésta no es sino otra forma de decir que no hay identidad que logre constituirse plenamente. En tal caso, todo discurso de la fijación pasa a ser metafórico: la literalidad es, en realidad, la primera de las metáforas (Ibid., 127-128).

Las conclusiones que plantean no deben tomarse de manera apresurada. El hecho de que la lógica relacional de las identidades no implique un carácter de necesidad, no quiere decir que las identidades se constituyan de manera arbitraria; los discursos son totalidades estructuradas que se construyen socialmente, es decir, parten de otros discursos previamente articulados, ya sea para afirmarlos, refutarlos o subvertir el sentido propuesto, por lo que las identidades siempre están sujetas a un determinado “campo de la discursividad” (Ibid., 130).

Trazada de esta manera la propuesta de teoría del discurso de Laclau y Mouffe, es necesario recapitular que 1) el discurso se considera como el producto de una práctica articulatoria que configura sentido; 2) los discursos se articulan desde una dimensión social (el sentido no puede emerger de otra manera); 3) la “disputa por el sentido” que encarnan los discursos está fundamentada en la lógica relacional de las identidades de los elementos, la cual es una condición de posibilidad para las prácticas articulatorias, y por consecuencia la imposibilidad de la “clausura” del sentido; 4) las identidades de los elementos —y las identidades sociales— están precariamente articuladas en una lógica relacional de la contingencia, es decir, de la no-necesidad, lo cual las coloca en un plano de determinación a partir de lo que no son, o sea, una determinación negativa; 5) dicha determinación negativa, o dependencia necesaria de un “exterior constitutivo”, es la base ontológica del antagonismo social, esto es, del conflicto entre fuerzas sociales con identidades determinadas —precaria y relacionalmente— que articulan sus demandas en el terreno de la igualdad y la diferencia.

Como puede apreciarse, la teoría del discurso de Laclau y Mouffe es una propuesta que concibe lo social desde el terreno del sentido y del conflicto, moviéndose dentro de una lógica de determinación negativa de las relaciones y las identidades, es decir, desde una lógica de la contingencia que pone en entredicho la objetividad y afirma el carácter eminentemente político de lo social. Es principalmente bajo este esquema teórico-conceptual que se comprende la noción de discurso en las indagaciones.

Ya que se ha establecido de manera general el marco teórico-discursivo desde el cual se enfocan los hechos sociales, es momento de enlazar dicho encuadre con la construcción de un sistema clasificador de las diferencias culturales, es decir, con la categoría de etnicidad. Se hace énfasis en el carácter construido de dicho sistema para remarcar su carácter social e histórico, por lo tanto contingente y de ninguna manera “extrasocial”. Asimismo, es preciso enfocar dicho sistema de construcción de diferencias culturales acorde con la perspectiva discursiva que se acaba de plantear.

Etnicidad

El concepto de etnicidad es problemático, no solamente por la diversidad de enfoques que existen sobre su delimitación, sino también porque posee la dificultad de aquellos conceptos que, buscando nombrar un fenómeno muy amplio, corren el peligro de nombrar nada. Sin embargo, la revisión del concepto resulta decisiva para rastrear cómo se han construido discursivamente un conjunto de diferencias culturales, articulación discursiva que toma una capital importancia cuando la enlazamos con el asunto en torno a las autonomías indígenas, así como con el concepto de nación.

El concepto surge dentro del campo de la antropología como un intento por delimitar las diferencias culturales a partir de los grupos humanos que las materializan, los cuales conformarían determinadas “etnias o “grupos étnicos”. Como menciona Frau (2008), la herencia antropológica del término traería aparejado un “lastre semántico” con los problemáticos conceptos de raza y cultura; este lastre acarreó como consecuencia el intento por establecer diferencias de supuesta índole tanto biológica como cultural entre los “grupos étnicos”: se refiere a la típica caracterización racial y folclorizada que las láminas didácticas presentaban con el término “etnias”, y que aún perviven en una búsqueda de imágenes de Google sobre “grupos étnicos”. Es por lo anterior que Hall (2019) afirma que la etnia y la raza son “significantes resbaladizos” que, en el juego de la identificación y diferenciación cultural, “siguen jugando entre sí al escondite” (Ibid., 92). Asimismo, con el pasado antropológico se heredaría la huella etnocentrista y colonizadora de quien nombra la diferencia. Según Giménez (2006, 129), la etnia representaría a los otros “exóticos”: “las ‘etnias’ siempre son los ‘otros’, menos el grupo que clasifica de este modo a esos ‘otros’ desde una posición dominante”. O para nombrar un supuesto pasado remoto propio: “al nosotros del cual procedemos, pero que ya no somos” (Frau 2008, 13).

Ahora bien, el concepto de etnicidad intenta dar cuenta de un tipo específico de diferencias humanas denominadas como culturales. En la historia reciente de la antropología ha habido diferentes formulaciones en torno a cómo se construyen esas diferencias; posturas como el primordialismo o el constructivismo de Barth han intentado señalar los vínculos o mecanismos que configuran las fronteras culturales entre los grupos humanos. Para esta reflexión se parte de una propuesta que no es meramente antropológica, sino que integra categorías analíticas de diferentes áreas en torno al estudio de la etnicidad. Se trata de la propuesta de Hall, la cual además está inscrita desde un enfoque discursivo de la realidad.

Etnicidad “sin garantías”

El trabajo de Hall en torno a la etnicidad se coloca desde una posición que se podría considerar como heterodoxa; se aleja de la tradición antropológica e integra en sus análisis diversos elementos que incitan una reflexión más actual, compleja y vivencial en torno a la etnicidad.

En primer lugar, Hall identifica a la etnia/etnicidad4 como un sistema discursivo para la construcción y organización de la diferencia cultural. En ese sentido, concibe al discurso como:

aquello que otorga significado a la práctica humana y a las instituciones, aquello que nos permite dar sentido al mundo, y, por consiguiente, aquello que hace que las prácticas humanas sean prácticas significativas y formen parte de la historia, precisamente porque gozan de significado en tanto señalan las diferencias humanas (Hall 2019, 45).

Como se puede apreciar, la noción de Hall sobre el discurso circula a la par de las que se habían estado planteando, al concebirlo dentro del campo de la producción de sentido. Bajo esa premisa, la etnicidad es un sistema que construye sentido en torno a las diferencias culturales. No obstante, la etnicidad como sistema discursivo se ha formulado de un modo etnocéntrico; en el intento por nombrar y clasificar la diferencia cultural, los grupos colonizadores asumieron un punto de observación falsamente objetivo, ocultando su propia posicionalidad étnica y naturalizando su diferencia cultural. Es por ello que Hall aboga hacia una concepción “maximalista” de la etnicidad, es decir, la consideración de que todos los individuos partimos de una determinada posicionalidad étnica, aun cuando esta haya permanecido oculta o naturalizada debido a diversos procesos sociohistóricos de colonización.

En ese sentido, Hall parte también de un enfoque construccionista-relacional de la etnicidad, lo que quiere decir que considera que las identidades étnicas no se configuran por sí mismas, sino que los procesos de identificación implican necesariamente la relación y expulsión de lo que no se es, que funge a la vez como “exterior constitutivo”. En ese sentido es que Hall cita un fragmento de Fanon para explicar el papel del “Otro” en la propia identificación:

En Piel negra, máscaras blancas de Fanon, hay un pasaje fantástico sobre el Otro cuando él habla de cómo la mirada del Otro lo fija en una identidad. Él sabe lo que es ser negro cuando la niña blanca tira de la mano de su madre y dice: “mira mamá, un negro”. Fanon dice “fui fijado en esa mirada”, que es la mirada fija de la Otredad. Y no hay identidad sin la relación dialógica con el Otro. El Otro no está afuera, sino también dentro del uno mismo, de la identidad. Así, la identidad es un proceso, la identidad se fisura. La identidad no es un punto fijo, sino ambivalente. La identidad es también la relación del Otro hacia el uno mismo (Hall 2010, 344).

De este modo para Hall la identidad es un proceso siempre incompleto, además de que no es autónomo, sino que se va desarrollando inexorablemente en relación con otros que, desde su diferencia, constituyen mi identidad. De allí que para el autor la etnicidad marche “sin garantías”.

También es preciso mencionar que, desde el planteamiento de Hall, la etnicidad tiene que ver muy estrechamente con la historia, es decir, con narrativas específicas de los sujetos para contar(se) su pasado y configurar en el presente —nunca de manera acabada— su identidad cultural. Destaca en ese sentido la importancia que tiene en la configuración de las identidades culturales, la relación de los sujetos con su historia, es decir, la manera en que estos la (re)construyen al narrarla, pues esto define una posicionalidad en el enunciamiento, permitiéndole hablar desde un ethnos, desde una etnicidad específica. En ese sentido, el autor menciona:

No hay manera, me parece a mí, en la cual las personas del mundo pueden actuar, hablar, crear, entrar desde los márgenes y hablar, o puedan comenzar a reflejar en su propia experiencia, a menos que vengan de algún lugar, de alguna historia, de heredar ciertas tradiciones culturales. Lo que hemos aprendido acerca de la teoría de enunciación es que no hay enunciación sin posicionalidad. Uno tiene que posicionarse en algún lugar en aras de decir cualquier cosa. Así, nosotros no podemos prescindir de ese sentido de nuestra propia posicionalidad que es connotado por el término de etnicidad (Ibid., 346).

Lo anterior tiene implicaciones fortísimas para el estudio de la etnicidad, ya que supone pensarla desde una visión más plural, concebirla como múltiples puntos de partida histórico-culturales que son constantemente construidos y negociados por los sujetos, por lo que la acción política cobra aquí una importancia radical al ser uno de los vehículos para que los sujetos identificados con colectividades históricamente marginalizadas y excluidas puedan, desde una posicionalidad histórica específica, volver a narrar su propio ethnos, reescribir su propio pasado hacia una reconfiguración y vindicación de la identidad presente.

Por otro lado, Hall integra al análisis lo que considera como la “versión fuerte” de la identidad cultural condicionada por la etnia; esta versión la concibe dentro de relaciones espaciales, de parentesco, linaje e incluso de parecido físico, que tienen que ver con una idea de originalidad en el sentido de un origen que nos marca culturalmente. Al respecto, señala:

La etnia en este sentido fuerte nos ayuda a imaginar la cultura como aquello que nos hace sentir “en casa” y como la propia “casa” es, al mismo tiempo, el lugar del que venimos originalmente, el que primero marcó nuestra identidad original, del que no podemos escapar, y al que estamos atados por lazos heredados y obligatorios, del que si nos separamos, el dolor se repetirá a cada nueva pérdida que experimentemos (Hall 2019, 98-99).

Esta versión igualmente “resbaladiza” de la etnicidad hace que esta se deslice desde el terreno de la organización de las diferencias culturales hacia discursos biologizantes relativos al parentesco y la sangre común, y más aún, extrapolando a la etnia hacia un lugar fuera de la cultura y la historia:

aunque la raza esté basada en lo biológico y se deslice hacia lo cultural, el ethnos o la etnia en el sentido fuerte que acabo de describir parece estar basada exclusivamente en lo cultural, en el ámbito de los lenguajes compartidos, las costumbres específicas, las tradiciones y las creencias; y aun así no deja de deslizarse —especialmente a través de concepciones de sentido común acerca del parentesco— hacia una posición fija transcultural e incluso trascendental en la sangre común, la herencia y los antepasados; todo lo cual, otorga a la etnia una condición de pilar fundacional en la naturaleza que la sitúa más allá del alcance de la historia (Ibid., 99).

La idea de que esta versión fuerte de la etnia es un significante resbaladizo permite vincularla con otros dos sistemas para la construcción y organización de las diferencias que comparten dicha característica como significantes resbaladizos, a saber, los conceptos de raza y de nación. Sobre la primera, Hall coincide en que se trata de un concepto carente de fundamento biológico, sin embargo, su insidiosa manifestación en los discursos cotidianos hace necesario su análisis como uno de los principales conceptos usados a lo largo de la historia para construir, sistematizar y jerarquizar las diferencias humanas: “Sencillamente, aún tenemos que explicar por qué la raza es tan persistente en la historia humana, por qué es casi imposible de expulsar” (Ibid., 54). Es por ello que realiza un análisis del concepto de raza, no desde una dimensión científica, histórica o cultural, sino desde la dimensión discursiva, es decir, apelando al sentido y la significación que son instituyentes de las prácticas e instituciones humanas, considerando el concepto de raza inserto en un sistema discursivo que organiza el hecho —palpable— de la diferencia, sin dejar de lado que dichos sistemas discursivos, al organizar, clasificar y jerarquizar, instituyen relaciones de poder. En ese sentido, es consciente de que las diferencias existen, pero que su articulación específica en determinados sistemas discursivos, es decir, la construcción discursiva de las diferencias, es lo que les dota de sentido y operatividad en la cultura:

solo cuando estas diferencias se organizan en el discurso, como un sistema de diferenciaciones marcadas, podemos afirmar que las categorías resultantes adquieren significado, se convierten en un factor en la cultura humana, regulan la conducta y tienen efectos reales en las prácticas sociales cotidianas (Ibid., 58).

Ahora bien, lo que Hall intenta desentrañar es cómo el concepto de raza se ha podido insertar en sistemas discursivos que han construido la diferencia, es decir, cómo la han vuelto significativa bajo términos específicos. En ese sentido, considera que la ciencia ha jugado un papel importantísimo como régimen de verdad que sienta las bases del discurso e intenta cerrar el sentido, naturalizando la diferencia y haciéndola funcionar discursivamente. No obstante, la ciencia fracasó en su intento por sistematizar las diferencias en torno al concepto de raza, es decir, no pudo fijar el sentido de la diferencia humana a partir del significante “raza”. Lo anterior resulta evidente desde un punto de vista discursivo, pues el sentido no puede ser “fijado”, sin embargo, para Hall reporta una consecuencia gravísima, ya que las diferencias biológicas —en específico fisionómicas— son reabsorbidas por otras formaciones discursivas que articulan sentido, produciendo, de manera implícita, conocimiento racializado sobre el mundo, organizando y generando prácticas entre los grupos. De allí que el desuso del concepto de raza de la jerga científica no ha implicado su desaparición como “significante resbaladizo” que ordena las diferencias discursivamente, produciendo prácticas sociales y relaciones de poder, sino que más bien se ha colado “por la puerta de atrás” de conceptos como el de etnia o cultura.

Por otra parte, la nación funge como otro significante resbaladizo problemático, pues trata de producir identificaciones culturales y políticas, apelando a vínculos comunitarios, a una unidad en la diferencia que, como menciona Anderson (1993), es imaginada o, más bien, producida simbólicamente. Como menciona Hall con la “versión fuerte” de la etnia, la construcción de una “cultura nacional” implica el deslizamiento discursivo del significante “nación” hacia una narrativa colectiva que, paradójicamente, la coloca fuera de la historia:

De este modo, la narrativa de la nación siempre proyecta, en este sentido, la “inglesidad” o la “americanidad” fuera del tiempo real, fuera de los conflictos y discontinuidades, fuera de la desigualdad y las diferencias que forman el estado real de la nación y de los pueblos en su historia, y dentro de un registro atemporal del tiempo mítico (Hall 2019, 121).

Es así como, al igual que la etnia, la nación se constituye mediante discursos y narrativas, produciendo una identificación comunitaria a gran escala que, a diferencia de la etnia, está aparejada con un proyecto específico de gobierno, conformando así lo que conocemos como Estado-nación. En ese sentido, podemos afirmar que la producción de culturas nacionales, así como la producción de identificaciones nacionales, ha sido un proyecto de reciente cuño bastante exitoso, por nombrar de alguna manera la difusión a nivel global que ha tenido la cuasi necesidad de poseer una determinada identificación nacional.

Sin embargo, la producción cultural de la nación implica la articulación de discursos y narrativas que pretenden construir una unidad cultural donde casi siempre hay diversidad. En ese sentido, Hall señala:

Incluso los Estados nación culturalmente más homogéneos de Europa occidental consistían en culturas dispares cuyas diversas diferencias regionales se unificaron solo por la hegemonía de una parte de la economía nacional sobre el resto, o por un largo proceso de conquista violenta que conllevó la subordinación y supresión forzosa de la diferencia (Ibid., 124).

Tal subordinación forzosa de la diferencia fue el caso de la producción de la cultura nacional mexicana, donde los discursos y narrativas también apelaron a “significantes resbaladizos”, como la raza o la etnicidad, para producir un correlato subjetivo que resultara funcional para el proyecto estatal, a pesar de que, en la práctica, la identificaciones y culturas nacionales no resulten siempre determinantemente atadas a su correlato objetivo, es decir, al Estado. En esa línea, Rufer explica sobre los procesos de identificación en los “usos de la nación”:

Preferimos hablar no de la nación como una forma de identidad, sino de procesos de identificación en los usos de la nación. Como procesos de identificación entiendo complejos performativos en cuyos actos de enunciación hay una mímesis con el habla hegemónica; pero una vez dentro de su forma, desgarran la identidad heterónoma, enfrentan discursivamente al Estado inscribiéndose en él desde la confrontación, apelan estratégicamente al “pueblo” o conjuran el desacuerdo con las estructuras institucionales de poder (Rufer 2012, 18).

Bien podríamos traer a colación como ejemplo, en torno a lo que Rufer menciona como complejos performativos, la inscripción del adjetivo “nacional” en la enunciación del ezln de Chiapas, adjetivo que responde a una identificación específica con una “comunidad imaginada” hegemónica, a la vez que la separa y enfrenta con el correlato estatal que le dio origen.

En suma, podemos considerar la propuesta de Hall como una apuesta discursiva por analizar la etnicidad como sistema para la construcción de las diferencias culturales. Inmerso en el paradigma de la producción y articulación del sentido, considera que la etnia es un significante resbaladizo que opera tanto en el terreno de las diferencias culturales como en el de las diferencias físicas (la supuesta raza), así como en su versión fuerte, ligada a relaciones espaciales y vínculos, como el parentesco o la sangre común, elementos que configuran identificaciones culturales tan fatales que arrojan a la etnia más allá de la cultura o la historia. Asimismo, Hall (2019, 109) enfatiza que la etnicidad se expresa a partir de determinadas identificaciones culturales, las cuales implican narrativas donde los sujetos (re)construyen su pasado, más que para “revelar esencias dadas en la naturaleza”, para producir identificaciones culturales desde el presente. Dichas narrativas no se construyen desde un punto cero de la historia, sino que están insertas dentro de posicionalidades históricas específicas, así como dentro de procesos sociohistóricos de dominación, colonización y sometimiento que han implicado la presencia de otros exteriores constitutivos. Es debido a dichos procesos que algunas etnicidades han quedado ocultas, al punto de ser naturalizadas y fungir como posicionalidades privilegiadas para los grupos hegemónicos que, hasta cierto punto de la historia, habían nombrado y clasificado la diferencia.

Se ha establecido, pues, un primer “encuadre teórico” que determina la aproximación a la realidad social. En primer lugar, el énfasis discursivo centrado en la producción y articulación del sentido como práctica fundante de las relaciones sociales, considerando en específico la teoría del discurso desde Laclau y Mouffe. En segundo, la consideración de la etnicidad como uno de los sistemas discursivos para la construcción y organización de las diferencias, retomando en especial el enfoque de Hall. Este marco servirá como punto de partida de “primer orden” del proyecto autonómico de Cherán, mientras que el “segundo orden” de observación resultará de la puesta en diálogo y reconstrucción teórica con los investigadores pares de Cherán.

Por el momento, resulta adecuado señalar que, para adentrarse en el análisis del desarrollo de la demanda indígena por la autonomía en nuestro país, es necesario considerar el funcionamiento discursivo implícito en la idea de la “nación mexicana”, la cual fue construida como correlato subjetivo del proyecto estatal liberal, en un contexto de múltiples formaciones socioculturales preexistentes. La construcción de la nación implicó, pues, el despliegue discursivo de narrativas, categorías y metáforas para organizar la unidad cultural sobre la diferencia existente. En el siguiente capítulo se propone un breve recorrido sociohistórico en torno a la construcción de las diferencias étnicas dentro de la producción cultural de la nación mexicana, enfocándose en la figura del indígena y el mestizo, para finalizar brevemente con la emergencia del asunto de las autonomías indígenas.

1 Siendo coherentes con la argumentación, no solamente los movimientos indígenas, sino todo movimiento social apela necesariamente a los discursos existentes, ya que resulta imposible posicionarse políticamente desde la instauración de un nuevo discurso, es decir, de una articulación de sentido completamente primigenia.

2 Existe un amplio debate académico, en el seno de la teoría del discurso, sobre si pueden considerarse a un cierto tipo de prácticas como “no discursivas” o “extradiscursivas”, o si, por el contrario, “todo” es discurso. En este libro no se ahondará en esa extensa e interesante cuestión. Sólo se atiene a explicitar que se comparte la postura de los autores citados: cuando una práctica o fenómeno se convierte en objeto de discurso, comienzan a operar en su construcción ciertas reglas o mecanismos propios de un determinado campo discursivo.

3 Los autores suelen referir en un sentido similar los términos “discurso”, “totalidades discursivas” y “formaciones discursivas”.

4 Existe una nota lingüística a considerar en torno a los conceptos de etnia y de etnicidad. En primer lugar, en el idioma inglés sólo existe el término ethnicity, el cual suele ser traducido indistintamente como etnicidad o como etnia (esta última también suele ser la traducción de ethnic group). En segundo lugar, el desarrollo de la ciencia antropológica hacia un enfoque más relacional sobre la cultura conllevó el desuso del concepto de etnia debido a su carácter esencialista y clasificatorio, por lo que pervivió (en la comunidad académica hispanohablante) el uso de etnicidad, significado como concepto más englobante, abierto y dinámico. Hall usa el término etnicidad desde su acepción dinámica, pero reflexiona constantemente sobre la insidiosa sombra del sentido esencialista y clasificatorio que el término etnia denota.

Etnicidad y autonomía en Cherán K'eri: una reflexión horizontal

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