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La última aventura
de Batman
ОглавлениеConservé la esperanza de que mi padre volviera hasta los diez años cuando fui por primera vez a la Biblioteca Nacional. Recuerdo muy bien el día, pero no la fecha. Era finales de setiembre y llovía. Aún sigue lloviendo.
Acababa de cumplir diez años. En la fiesta, en el momento de soplar las velas del queque y decir silenciosamente un deseo, suspiré y deseé que volviera. Lo había hecho muchas veces, pero esa vez lo dije como quien dice un conjuro que se va a cumplir, con todas mis fuerzas.
Al día siguiente fui a la biblioteca. Llevaba en un papelito arrugado la fecha cuidadosamente apuntada: 17 de abril de 1962. Todos los 16 de abril mamá se marchaba temprano de casa y volvía más tarde de la escuela en la que trabajaba.
Fui directamente al estante de los periódicos viejos y le solicité a la mujer detrás del mostrador que me facilitara el ejemplar de aquella fecha. Ella me volvió a ver con molestia imaginando que era uno más de los escolares que pululaban a esa hora y que tenían por costumbre vacilar con las viejas noticias y tijeretearlas.
“¿Es muy importante?”, me dijo con suficiencia, quizás para medir mi determinación. Yo le contesté sin aliento: “¡Sí!, sí es muy importante”. Y tragué sangre.
Me pidió que llenara una pequeña tarjeta y luego se volvió de espaldas. Transcurrieron unos minutos mientras ascendió hasta la hemeroteca del tercer piso y descendió con un ejemplar manoseado de 1962. El año de mi nacimiento.
Tomé entre las manos el tomo empastado y me fui temblando hasta una mesa donde me acogió la luz de la tarde. Llovía. Aún sigue lloviendo.
Despacio comencé a separar las páginas, avanzando de la primera hacia atrás y no me costó dar con la noticia que esperaba: Asesinado Subdirector de Deportes en el Unión.
Mamá me había dicho siempre que simplemente se había ido, pero era imposible de creer. Aunque toda la familia se había puesto de acuerdo en aquella respuesta sin explicaciones, costaba trabajo silenciar los comentarios por lo bajo de mis primos o desviar la mirada vidriosa de los tíos cuando algún desprevenido extraía el tema del cajón de lo prohibido. Pero en la escuela los compañeros no tenían por qué guardar las apariencias y si bien no tenían detalles hablaban más bien de su muerte.
Cuando ya no me pude aguantar le pregunté a mi madre y ella repitió lo que siempre me habían dicho: su papá se fue. Así que acudí donde el tío mayor, Ricardo Corazón de León, como le decíamos, como se llamaba a sí mismo, la única persona en el mundo en quien confiaba, pero todo estaba previamente arreglado entre ellos. Sin dar pormenores me explicó lo mismo. Yo tenía ocho años, pero algo me dijo que las cosas no eran así.
Esas vacaciones, como siempre, fuimos a Puntarenas y nos instalamos en la Pensión Delgadillo. Mamá llevaba unos ridículos vestidos floreados y un sombrero ladeado que le tapaba la mitad de la cara. Llegamos a Puntarenas en tren pero en la estación nos aguardaba un gigantesco Impala con un hombre dentro.
Al verlo pensé que era mi padre y que había decidido volver. Si se había ido por qué no podía regresar, me dije.
El hombre le abrió la puerta a mi madre y yo tuve que escabullirme hasta el asiento de atrás como pude. Llegamos a la pensión y después de que mamá y el hombre hablaron un rato con una limonada en frente yo me aburrí y me puse a ver televisión.
A las siete de la noche daban Batman, pero mamá insistió en que saliéramos con el señor. Yo me negué rotundamente y creo que lloré y pataleé hasta que mamá resolvió el asunto con un par de nalgadas.
Nunca olvidaré su mano. Nunca me pegó con una faja, como siempre amenazaba, pero sentí que su mano blanca crecía conforme se acercaba a mis nalgas y me daba dos o tres golpes. Entonces yo me calmaba. Eso ocurría al menos una vez a la semana. Yo me portaba mal, bastante mal, pero en ese momento sentía que era natural comportarse de esa manera y llevar los sentimientos hasta un límite nunca satisfecho.
Fuimos a Los Baños y mamá y el hombre bailaron durante la noche. Yo me quedé en otra mesa con las tías y me aburrí hasta cansarme de estar aburrido. Me tomé un montón de Orange Crush y unas papas fritas y me gasté dos colones, todo un dineral, en la rockola que siempre ponía las mismas canciones. Cómo pica, pica, pica, y cómo rasca, el eterno bigotito de Tomás. Me acuerdo.
Mamá atendía solo a la orquesta y al vaivén del hombre que la sostenía de los brazos como si flotara. Yo no puse demasiada atención, pero mis tías dijeron que mi madre se había apercollado y que eso, apercollarse, era una buena señal. Más tarde regresé con ellas a la pensión y no vi más a mamá hasta la tarde siguiente.
Esa noche no dormí casi nada, pero no por culpa de mamá, sino porque las Delgadillo rezaban el rosario y su letanía monótona se me metía dentro de los sueños. Santa María madre de Dios ruega por nosotros los pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte amén y así hasta el infinito. Pero al rato las oraciones terminaban por arrullarlo a uno.
Lo que era imposible de conciliar eran los gritos del niño del cuarto contiguo. Como a medianoche o más tarde una tía llegó a explicarme que se había quemado la espalda en la playa, que la tenía roja y que por esa razón no soportaba las sábanas ni la ropa, que yo tenía que tener paciencia y dormirme. Paciencia, piojo que la noche es larga, resopló con resignación. Yo me puse a llorar, como otras veces, pero en esa ocasión mi tía simplemente apagó la luz, cerró de un portazo y se marchó. Me quedé solo y pensando en que jamás iría a asolearme.
En la mañana me despertó el revoltijo de los frijoles en la sartén y el aroma que despedía por toda la casa. Salí del cuarto y vi al chiquito que gritaba: tenía puesta una camiseta de Batman. Me dio mucha cólera y me volví a encerrar en el cuarto. Mis tías vinieron corriendo a ver qué sucedía y se pusieron a reír cuando yo se los conté. Pregunté por mamá y me dijeron que seguía dormida, que por nada del mundo la despertara.
Yo les insistí, entonces, si aquel señor era mi papá. Se volvieron a ver entre ellas y con una sonrisa me dijeron suavemente: “Tal vez”.
En la mañana fui a la playa pero en vez de desnudarme me puse encima todos los chunches posibles y un aceite hediondo que me embadurné por todo el cuerpo.
Mamá vino a recogerme en la tarde y me dio un beso largo. La encontré muy feliz y eso me reconcilió con la vida. Tal vez nunca más la vi tan feliz como aquella vez en Puntarenas. Andaba de nuevo con sus espantosos vestidos floreados pero en aquel momento no me importó.
Ese día no comimos en la pensión sino que me invitó a un arroz con pollo en el Aloha. Después nos fuimos de la mano hasta La Punta comiendo granizados para contemplar el atardecer, como si fuéramos novios.
A las siete me alisté para ver Batman, como siempre hacía en San José, pero todos se iban para Los Baños. Sin embargo, justo cuando me preparé para realizar mi pataleta entró el hombre del Impala con una bolsa plástica. Yo vi la sonrisa de los de la pensión cuando la abrí y desenvolví la camiseta.
Me puse contento y no me importó irme con ellos a Los Baños. Pero no fuimos a Los Baños sino al Tom Jones. De todas maneras no me aburrí tanto porque el salón de baile estaba a oscuras y lleno de luces de colores que se encendían y se apagaban. Un árbol en mitad del salón atravesaba el techo. Un higuerón, me dijeron, me acuerdo. Todo era muy raro.
Mamá se fue al bar y yo me fui con mis tías a una mesa cerca de la pista. A veces, de lejos, la veía bailando pegada con el hombre que yo pensaba que debía ser mi padre y me sentí feliz.
En la mañana me levanté de primero en la pensión y me puse a marchar en el corredor principal con la camiseta. Era perfecta y para acentuar su perfección solo le faltaba la capa. En San José ya tenía la máscara y un diminuto batimóvil que me regaló el tío, Ricardo Corazón de León.
Esa noche me senté en primera fila frente a la pantalla. Todos en la pensión me hicieron barra y me aplaudieron cuando anunciaron que iban a dar Batman, porque yo estaba con la camiseta puesta.
En ese tiempo no había tele en colores sino que las Delgadillo colocaban sobre la pantalla una lámina de plástico coloreado que amplificaba las imágenes. Ellas decían que eso era tele a colores, pero nada que ver. Yo prefería el Zenith de nosotros, en San José, porque era mucho más grande y parecía un mueble.
Viendo Batman mamá llegó a despedirse. Yo no le di mucha pelota pero me dio un beso y yo sentí que se había pintado y perfumado y que era una mujer bellísima. Pero no le presté atención porque Batman y Robin hervían en una gran taza donde los amarró el Guasón. Como siempre, en el último minuto, en el peor momento, se congeló la escena, como cuando jugábamos quedó paralizado y una voz terrible dijo: ¿Podrán liberarse los batihéroes de las malévolas ataduras del archicriminal antes de ser archiachicharrados? Véalo mañana a la misma batihora y en el mismo baticanal. Y después de eso entre todos cantábamos sin vergüenza: “Tararararararararararararara, ¡¡¡¡¡BAAAAAATMAN!!!!!”
No vi más a mamá esas vacaciones y no me hizo falta. Fui solo a La Punta y quise probar mi camiseta en el muelle. Ir al muelle era una aventura porque de un lado y de otro se veían pescadores con sedal tratando de atrapar peces sapo. Las tablas estaban sueltas y carcomidas por el agua de mar y por las hendijas podía descubrirse la espuma que reventaba violentamente contra los pilotes de madera y el armazón de metal podrido. Todo estaba podrido.
A la mitad del muelle descubrí una malla metálica y una cabina con un guarda, pero por mi tamaño no pudo verme. Yo seguí directo hasta que me topé con unos marineros americanos que venían de descargar el pequeño barco que se divisaba al fondo.
Seguí en medio de ellos y me encaminé hacia el final del embarcadero, casi hasta la orilla, y me arrimé a atisbar los famosos bancos de arena que, según se decía, no dejaban llegar a puerto a los barcos más grandes.
El mar se veía picado y me imaginé que estaría lleno de meros, unos peces enormes y gordos, pero muy ricos, que hay que cazar con arbaleta o que aparecen enredados en las líneas para pescar el atún.
Me asomé al precipicio de agua y pensé que si de verdad Batman podría volar o si yo podría hacerlo, pero me dio miedo intentarlo. Ya era casi el atardecer, el sol iba consumiéndose poco a poco en el horizonte y la marea se replegaba con rapidez. Fue un momento mágico como si por un instante estuviera volando realmente. De pronto comenzó a correr un viento frío y decidí regresar.
Esas vacaciones no volvimos a la playa pero a mí me enviaron a la finca de los abuelos. Mamá no pudo ir a verme pero mis tíos me visitaban con frecuencia y me daban mensajes y paquetes de mamá.
Antes de volver a San José la abuela Margarita me abrazó con fuerza y me susurró que le dijera a mamá que ellos, los abuelos, la querían y que por favor no los olvidara. Luego envolvió en papel periódico su mejor cuchara de madera, pintada en colores vistosos como si fuera un vestido, que mi abuela apreciaba muchísimo, y me la entregó con miles de recomendaciones y cuidados. La cuchara parecía una espada.
Al llegar se la di a mi madre, pero solo le dije que se la enviaba la abuela Margarita. Ella entendió la importancia del mandado porque con toda seriedad la colocó en la sala suspendida de un clavo. Después supe que esa cuchara de madera era un regalo de bodas, de una boda que nunca llegó a realizarse.
Los días siguientes fueron días raros. Volví a la escuela y traté de no darme cuenta de nada, pero mamá se pasaba los días encerrada en el baño, sin salir de la casa. Algunas veces ni siquiera iba a sus clases a trabajar.
Sin necesidad de poner la oreja sobre la puerta del cuarto de baño, la oía llorar, toser y vomitar. Las tías nunca dieron explicaciones y se dedicaban a su propia vida, pero alguna vez refunfuñaron con que mamá tenía mal de estómago y nada más.
Cierto día volví de la escuela y el tío Rigo me detuvo en la puerta. Mamá estaba en el hospital. ¿Se va a morir? No, me contestó. No preguntés eso. Ya para entonces me sentía solo y había aprendido a jugar solo. Es triste jugar así, pero también es vacilón. No hay que pelearse con nadie. Me disfracé de Batman y cuando fui por la cuchara de madera de colores vi que había desaparecido. Sentí que la casa estaba vacía.
Mamá volvió días después, flaca y pálida, pero ya no lloraba ni vomitaba. Me gustó que regresara, aunque estuviera tan fea y no fuera nunca más la mujer hermosa y sonriente de Puntarenas. No le pregunté por el hombre del Impala, pero seguro que no era mi padre. Era mejor no preguntar nada. No preguntés eso.
Poco después me dio el ataque de insomnio y el doctor recomendó leche caliente con cognac, pero no sirvió. Me despertaba con frecuencia en la noche, por largas horas, que se me hacían interminables, y mamá no estaba o llegaba tarde.
Yo trataba de seguir despierto para cuando volviera pero era horrible. Mamá se había convertido en maestra de un colegio nocturno.
Una noche volvió más temprano. Yo dormía aún en la cuna azul, de la que se me salían los pies, porque no teníamos plata para comprar una cama, me asomé por el barandal de la escalera y vi a un hombre.
No era el mismo de Puntarenas pero imaginé que ese sí podía ser. ¿Por qué? No sé. Esta vez no pregunté nada. Me dio un gran miedo que el otro hombre se hubiera ido por mi culpa o debido a mis pataletas. Esta vez me iba a portar bien. No preguntés nada.
Mamá empezó a ir con él a la casa y me explicaron que el señor era mexicano y que era su amigo. Llegó el día, no se me olvida, en que el mexicano de bigote tuvo que irse al aeropuerto y mamá corrió a despedirlo. Desde entonces fue a menudo al correo a esperar sus cartas, pero nunca llegaron. México es muy muy lejos, me dijeron como explicación. Ella seguía escriba que te escriba y esperando.
Un día sí llegó un paquete de México. Mamá se encerró por largas horas en el cuarto. Imaginé malas noticias y supe que aquel mexicano tampoco era.
“Tu papá no puede ser cualquiera”, me confesó una tía alzándose de hombros. Yo también me alcé de hombros imitándola, sin entender nada.
En las vacaciones siguientes se fue a Panamá. Allá compraba todo lo necesario y lo que sobraba lo revendía y algo se ganaba en la transacción. El sueldo de maestra nunca fue suficiente. Me fui de vuelta a la finca de San Mateo, con los abuelos.
Ella me mandó la tarjeta acostumbrada del Canal de Panamá y me contó ilusionada que me tenía una sorpresa. Instintivamente yo supe cuál. Mamá lo había encontrado de nuevo, a mi padre, y me lo iba a traer de regreso.
No resultó ser eso sino el cinturón de Batman. Mis primos lo tenían ya y yo lo deseaba con locura.
“Con vos nunca se queda bien”, me amonestó una de las tías al ver mi desilusión inexplicable. Mamá no comentó nada, solo me entregó el paquete envuelto en papel de regalo y me pidió que lo cuidara. Es muy caro, recuerdo que dijo.
La tía negó con la cabeza. ¿Cuánto?, dijo frotando con codicia tres dedos. Mamá no abrió la boca y me sonrió.
Ella siguió yendo regularmente a Panamá y cuando sus amigas le preguntaban por el viaje respondía sonriéndose: “Ahí vamos saliendo”.
En la navidad siguiente mis tías me explicaron que mamá llegaría a cenar con un “muchacho”. Así dijeron. Un muchacho.
El día de Nochebuena todos esperábamos al muchacho con intriga. Había una cierta expectación en la casa. Tres meses antes, al soplar las velas en mi fiesta de cumpleaños, había pedido que volviera: “Que papá vuelva”, pero no ocurrió nada. Así que pensé que lo traía de vuelta de Panamá.
La idea me dio vueltas en la cabeza. Panamá era el lugar donde se podía encontrar cualquier cosa.
Era Nochebuena. Aunque las tías insistieron en que me mudara con una camisa de manga larga, me vestí de Batman. Era mi mejor camisa, la que reservaba para los cumpleaños o los sábados por la tarde, cuando íbamos al cine, a pasear o a Plaza Víquez a los juegos mecánicos y el carrusel.
Vi a mamá llegar en taxi y pensé que debía ser algo muy importante para permitirse un lujo como aquel. Diez pesos, por lo menos, debió pagar desde el aeropuerto.
Los tíos y las tías, con aire severo, esperaron en el comedor hasta que se abrió la puerta. Detrás de ella vi caminar a un señor negro. Mamá lo presentó a todos y de nuevo parecía muy feliz y orgullosa, como antes. Era el muchacho.
El me saludó y me entregó un regalo: una bolsa de confites y chocolates americanos. Pero algo ocurrió. De pronto supe que el muchacho tampoco podía ser. Algo lo hacía imposible. Nadie dijo nada, pero una tía me abrazó y me miró a los ojos. Los demás tíos me rodearon protectores.
El señor negro se sentó a la mesa, por fin, pero todos parecían estáticos. “¿Qué pasa?”, pensé yo, pero no dije nada. No preguntés eso.
Mamá fue a la cocina y escuché desde la sala sus gritos. Rodrigo, el tío menor, advirtió mi angustia y cambió de pronto su severidad y le pasó un tamal al señor negro, le ofreció un ron con coca y comenzó a parlotear con él sobre Panamá. De lo demás no me acuerdo.
Yo me puse frente al televisor, callado, y al rato volvió mamá de la cocina y cenamos en silencio.
Después de la comida se fue con Dámaso, como se llamaba el señor negro, a mover el esqueleto, dijeron las tías.
Esa noche volvió tarde, muy tarde, pero no sé a qué horas, quizá demasiado tarde para mí, y ni siquiera me dio un beso en la frente.
En las vacaciones fui solo con mis tías a Puntarenas. Mamá se quedó en San José. Algunas ocasiones vino al puerto a visitarme, pero nunca más volvimos a La Punta tomados de la mano como novios ni volvió a ponerse los vestidos floreados que yo odiaba ni el sombrero contra el sol, que le tapaba la cara, pero que le daba un aire imponente.
No era la misma de antes ni yo tampoco.
En esos días pensé seriamente que mi papá no volvería nunca y supe que nadie me lo diría. Es más, que nunca más hablaríamos de eso.
Decidí entonces escabullirme hasta la Biblioteca Nacional. Fue la última vez que usé la camiseta de Batman. Creo que me había hecho grande.
Eran como las seis cuando llamé a mi tía para contarle que lo sabía todo. Ya iban a cerrar la Biblioteca y sentí que la oscuridad me caía encima. De pronto se hizo de noche.
Oí la angustia de mi tía por teléfono y me pidió que por favor volviera corriendo, sin detenerme con nadie, que ya tendríamos tiempo de hablar. No. No lo conversamos nunca más en la vida. Solo esa vez.
Con el tiempo algunos amigos me han terminado de contar la historia, tal y como la contaban sus padres, pero nunca he tenido el valor de leer los expedientes judiciales.
La pura verdad es que mi padre no se fue sino que estaba en la barra del Club Unión cuando el hombre que lo iba a matar lo llamó desde atrás por su nombre, que es, claro, el mismo nombre que yo tengo. Mi padre, que estaba de espaldas, se volvió de frente y el hombre lo apuntó con una pistola que venía de comprar en la armería. Armería Polini. Me acuerdo.
Creo que ni siquiera tuvo tiempo de darse cuenta de lo que iba a pasar. ¿O sí se dio cuenta? Recibió cinco tiros, casi todos en el estómago, y los periódicos en la vieja biblioteca contaban que había muerto instantáneamente. Yo no conocía la palabra, pero un amigo me explicó que eso significa que no le dolió mucho. Al menos eso me dijo.
Volví a casa silenciosamente y así como llegué me metí en la cama hasta que me medio dormí, aunque la cabeza me estallaba. Di vueltas un rato, pero como no podía dormirme me desvestí. Me quité la camiseta y la guardé en el closet para siempre. Ahí debe de estar todavía.
Todo es mentira, pura mentira, pensé mientras me imaginé volando encima de la ciudad, escapándome de ahí, a cualquier parte, y desplomándome de pronto. Años después hice una fotocopia de la noticia y me la metí en la billetera como cuando uno lleva el retrato de alguien como recuerdo.