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Retrato de mujer con
los instrumentos de la pasión

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No me digáis Noemí.

Llamadme antes Mara.

Rut, I, 20


Mi madre tenía tres meses de embarazo cuando asesinaron a mi padre. Guardaba cama por prescripción médica, para prevenir un aborto similar al del año anterior, y permaneció en reposo absoluto hasta que yo nací, cinco meses más tarde. 34 años después murió del mal de Parkinson, tras una larga, casi interminable enfermedad. Había pasado en cama o sin moverse algunos de los momentos más importantes de su vida.

Recuerdo con aprensión el juego de dormitorio que ella acomodaba difícilmente en las tres o cuatro casas alquiladas que tuvimos antes de trasladarnos a una residencia propia. En su cuarto, el más amplio de todos, reprodujo el microcosmos en el que vivió dos años con mi padre, el tiempo indispensable para sufrir la pérdida de su primer hijo y de su único esposo. Era una habitación que rememoro en penumbras, suspensa en una atmósfera de espesa gravedad que me aplastaba por la carga de los recuerdos.

Mi madre siempre fue una mujer con recuerdos. El juego de cama de cuatro muebles, que le regaló mi padre, estaba clavado al piso por la aplastante contundencia del pasado.

Para cualquiera que ingresara en la habitación, era una presencia visible, imposible de evadir. Siempre que entré tuve la sensación de entrar en un museo secreto. Eran muebles de madera maciza, difícil de mover, de un color crema sucio salpicado de diminutos, enrarecidos puntos negros que se fijaban en mi retina como ojos ciegos.

La cama, al centro, bajo un cielo raso en clave de tablero, era un poco el fantasma de mi padre que sólo se aparecía dentro de ella, como un suspiro quebrado, y que ella nunca consintió en dejar escapar.

En el cuarto se amontonaban, con aire marchito y sopor de flores de plástico, las cosas íntimas que ella conservó de mi padre. Las guardaba en gavetas y cajones repartidos en las dos mesas de noche, el armario de tres cuerpos y un aparador con espejo, en el que yo me asomaba como quien se asoma a una máquina del tiempo.

El respaldar, que conformaba una sola unidad con las mesillas de noche, le servía de base a una imagen del Corazón de Jesús, al receptor de radio Zenith y a algunos ceniceros que figuraban como adornos. Eso no dejaba de extrañarme, porque ella no fumaba.

Los objetos naufragaban en el aire húmedo y encarnaban para mí la soledad irremisible de mamá.

Siempre me dijeron que murió de cinco balazos en el pecho, de forma instantánea. Lo que fue largo fue acostumbrarse. Desde que lo entendí, siempre me lo pregunté. ¿Qué hizo cuando lo supo? ¿Cómo se sigue viviendo con el dolor?

Cuando el mal de Parkinson le deformó la cara y no la dejaba hablar, me lo pregunté más a menudo. La mandíbula se le había desmadejado a lo largo de la boca, en un tic desquiciado, y no podía encontrar las palabras. Se olvidó entonces de reconocer lo que estaba viendo con la mirada y comprendí que era tarde ya para preguntárselo y que ya no lo sabría nunca.

Mientras la alimentaban con una pajilla y en el hospital con una sonda, cuando parecía que se le habían agotado los fluidos del cuerpo, las lágrimas, la saliva, el sudor, y que no podía tragar, y que las emociones sin digerir le estrangulaban la garganta y la iban asfixiando poco a poco, se lo pregunté. El mundo se detuvo en todas las preguntas que no le hice y que ella no respondió, en la misma cama matrimonial en la que se enteró del asesinato de mi padre.

Trato de imaginar la forma de sus ojos cuando lo supo y la inclinación casi imperceptible del Corazón de Jesús al comenzar a llorar o quizá a gritar, sin contención alguna. El cenicero rojo con la leyenda Valdespino, Jerez Valdespino seco, el radio Zenith, y más allá la fotografía de la apresurada boda a las siete de la mañana en la que se casó, ella de blanco y él de negro.

Su hermana la había cuidado los primeros meses sin saber que al tercer mes su vida cambiaría para siempre. Ese día estaba en la oficina, a dos cuadras del Club Unión, como todos los días, y lo supo de golpe. Entraron a la oficina y se lo dijeron. Lo habían llevado al hospital San Juan de Dios, no porque estuviera herido, sino porque creían que ya estaba muerto.

No valía la pena desesperarse en el círculo de curiosos, sin poder averiguar nada en el Club Unión, así que tomó un taxi. Tardó diez minutos en atravesar la ciudad inmóvil. Era mediodía, pero le pareció que estaba anocheciendo, que el cielo se movía hacia ninguna parte, que no había explicaciones ni palabras. No pudo pensar en nada, temiendo más por la suerte del embarazo que por la incertidumbre que después se convirtió en la única verdad posible.

Antes de descender del automóvil deseó, como un inútil acto de sobrevivencia, que todo fuera fruto de una confusión que se aclararía más tarde.

Entró y divisó la claridad desconcertante de la habitación. La distinguió de perfil como un bulto silencioso en la efervescencia polvosa que deja la luz cuando se hace invisible. Se hizo de noche. Estaba tranquila y la arrulló desde unos confines de cariño que mi madre ya era incapaz de comprender. Así permaneció unos segundos, o el resto de la existencia, sin comprender. Ella se contentó con pasar sus largos, lánguidos, hieráticos dedos por aquellos otros, inexistentes, en la hendidura vacía de la cama.

No voy a llorar, le dijo, a pesar de una irrefrenable mueca en la boca del estómago.

Antes del mediodía, unos minutos antes, se reclinó con suavidad contra el respaldar de la cama. Enderezó las almohadas que le habían colocado y contempló un instante la fotografía. La imagen apresurada de la boda tembló con la intensidad de una burbuja de jabón. Sintió una punzada en el vientre y dio vuelta al interruptor hasta sintonizar Radio Reloj.

Así esperó, pegada al aparato de radio, agarrada a las sábanas, sin atreverse a salir de la cama, tal y como le recomendó el doctor. La noticia la dijo el locutor con la voz ronca. Había sido asesinado una hora antes.

Al día siguiente, la televisión transmitió los funerales.

La última aventura de Batman

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