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¿Qué dice la neurobiología de las plantas?

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Parte de la vitalidad del conocimiento que tiene lugar actualmente en la ciencia de punta es el permanente nacimiento de nuevas ciencias y disciplinas. Pues bien, lo que ayer se llamaba botánica hoy se denomina biología molecular. Y más exactamente, en relación con el estudio de las plantas, ha surgido no hace más de dos décadas, la neurobiología de las plantas. La punta de esta área del conocimiento se sitúa en Italia.

Los estudios sobre neurobiología han sido determinantes para comprender el funcionamiento del cerebro y, más allá aún, las relaciones entre mente y cerebro, y entre mente y cuerpo. Sin embargo, hasta la fecha, el foco principal se había concentrado en los seres humanos y en algunas especies animales.

Las plantas son seres vivos que piensan, huelen, sienten, comen, digieren, se reproducen, ven y recuerdan, a pesar de carecer de esqueleto, cerebro, estómago, aparato digestivo, ojos o nariz. La organización de las plantas es modular; a la manera de múltiples centros de control, distribuidos desde las puntas de las raíces, pasando por las raíces mismas, el tallo, las ramas y las hojas. Si se prefiere, las plantas son humanos con la cabeza metida en la tierra y los pies y manos hacia el aire.

Estudios recientes coinciden en señalar, sin ambigüedades, que las plantas tienen más de cinco sentidos –por lo menos más de quince–, que sienten, son inteligentes y piensan. Exactamente como los seres humanos, o mejor aún. La única “dificultad” que tienen las plantas, en general, es que son lentas. Específicamente, comparadas con los humanos y los animales, son demasiado lentas. Y, sin embargo, se mueven, actúan, entienden el entorno, lo modifican en provecho propio.

La anatomía y la fisiología de las plantas son fascinantes, tanto que, en numerosas ocasiones, algunos de los descubrimientos biológicos más importantes han tenido lugar a raíz del trabajo e investigación con plantas, antes que con animales. Desde Mendel hasta B. McClintock o R. Jorgensen, por ejemplo. Solo que la comunidad científica se ha demorado –siempre– en reconocer la valía de los estudios sobre botánica y ocasionalmente solo lo ha hecho cuando las mismas investigaciones se han llevado a cabo sobre la célula animal y procesos con animales.

Las plantas procesan información, pero lo hacen de forma distribuida, paralela y no local, a diferencia de los animales, incluidos los humanos. La organización modular de las plantas permite un descubrimiento fantástico, a saber: una planta no es un individuo; mejor aún, es una colonia, y su inteligencia es exactamente inteligencia de enjambre (a la manera de los insectos sociales, las bandadas de aves o las escuelas de peces, por ejemplo). Para la comprensión de la complejidad de la vida, el procesamiento de información y la trama de los sistemas vivos, estos descubrimientos marcan una verdadera inflexión.

En verdad, las plantas poseen procesos fisiológicos que arrojan nuevas y refrescantes luces sobre el conjunto de los seres vivos en el planeta. Así, por ejemplo, la célula de las plantas y de los animales son exactamente iguales con una salvedad puntual: las plantas poseen, además, cloroplasto, y es ese factor el que hace posible la vida en el planeta.

En efecto, las plantas producen componentes biológicos orgánicos volátiles (BVOCS, en inglés), encargados de destruir y producir moléculas permanentemente en la atmósfera. De manera puntual, controlan y regulan el balance de oxígeno en la atmósfera, de suerte que nunca baje del 18 % o suba del 22 %, pues, en un caso, el planeta se congelaría y, en el otro, el oxígeno se haría combustible. La fotosíntesis es la expresión epidérmica de la importancia de las plantas para el sostenimiento de la vida en el plantea.

El fenómeno es apasionante. De la pregunta clásica originada en los griegos acerca de lo específica y distintivamente humano, hemos pasado al descubrimiento gradual, de que algunos atributos que se creyeron siempre propios de los humanos son compartidos con las diferentes escalas de los animales. Hasta llegar, ahora, a las plantas. El punto crucial, sin duda, lo constituye el problema de la mente y la conciencia. Pues bien, también las plantas saben, aprenden, recuerdan, son conscientes y son inteligentes. La diferencia estriba en los tiempos, ritmos y pasos lentos del “reino” vegetal.

De manera atávica, se ha considerado que las cucarachas constituyen un ejemplo conspicuo de resiliencia de la vida. Los ejemplos típicos son su capacidad de supervivencia ante explosiones o bombas atómicas (Hroshima, Nagasiaki, Chernobil). Pues bien, lo cierto es que al lado de las cucarachas, las plantas constituyen otro ejemplo de robustez y resiliencia de la vida. O como lo sostiene algún autor, de antifragilidad de la vida. Es decir, la capacidad para aprovechar circunstancias negativas y convertirlas en oportunidades de desarrollo y adaptación.

Asistimos, manifiestamente, a una época de una magnifica vitalidad en el conocimiento. Y entre las expresiones más recientes y sólidas se encuentra la neurobiología de las plantas. Un capítulo refrescante de la complejidad misma de la vida. Hasta el punto de que toda la cadena de la vida depende absolutamente de las plantas, esto es, de su inteligencia, aprendizajes y adaptación. Lo demás es la imagen inflada de los humanos sobre sí mismos y, con ellos, en un nivel inferior de los animales.

Dos estudios puntuales sobre neurobiología de las plantas son What a Plant Knows. A Field Guide to the Senses of Your Garden and Beyond, de D. Chamowitz (2013), y Brilliant Green. The Surprising History and Scienc of Plants Intelligence, de S. Mancuso y A. Viola (2015). Sin embargo, son cada vez crecientes los trabajos en esta dirección, para no mencionar la Society for Plant Neurobiology, creada en el 2005. Sí, la lingua franca de la ciencia es el inglés.

Turbulencias y otras complejidades, tomo I

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