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Introducción
Mi contexto personal

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Las diferentes miradas de la clínica psicoanalítica postulan diversas hipótesis acerca del desarrollo del psiquismo. Cada autor, cada escuela propone modelos –perspectivas– para comprender y explicar los fenómenos iniciales de la vida psíquica que tendrán incidencia en la organización mental del adulto. Las teorías psicoanalíticas originales –las que formulan nuevas comprensiones a través de originales planteos paradigmáticos– detienen su atención en aquellos elementos que jerarquizan, a los que conceden un valor central, para la construcción del psiquismo.

A lo largo de este libro intentaré desarrollar herramientas para la comprensión de la constitución de las estructuras psíquicas del adulto, desde las miradas de autores con los que diariamente dialogo, desde hace más de dos décadas.

Las perspectivas que he de plantear, están enlazadas con mi historia personal y profesional. El interlocutor privilegiado en estos últimos años es Winnicott, quien me ha resultado un modelo de pensador psicoanalítico profundo e independiente, cercano al sentido común y dueño de un lenguaje que hizo posible que la gente interesada, y no sólo los profesionales, pudiesen beneficiarse de sus aportes.

Otro autor de mi bibliografía habitual es Heinz Kohut, cuyos paradigmas replantearon el psicoanálisis norteamericano, particularmente en su segundo libro de 1977, The Restauration of the Self, en el que aporta una original descripción de la época en que se gesta el análisis en la Viena de finales del siglo XIX, los valores sociales jerarquizados y su concepción del self como continente de un psiquismo epigenético, emergente de la relación entre el individuo y su medio ambiente. Es a partir de esta época, que queda subrayado el alejamiento radical de Kohut de la clásica teoría freudiana de instinto / defensa (Teoría del conflicto) siendo su consecuencia el desplazamiento del centralismo motivacional del instinto sexual, que pasa a ser un factor más y no el único motor del psiquismo humano. La perspectiva inaugurada por Kohut configura una línea propia de investigación en nuestra disciplina, que se agrupa hoy como la Escuela de la Psicología del Self.

En 1981, Kohut publica en el International Journal of Psychoanalysis su trabajo póstumo “Introspección, psicoanálisis y el semicírculo de la salud mental” en el cual opone al mito edípico (en el que se fundamenta la teoría freudiana del conflicto) el mito de Odiseo, con el que el autor justifica su pensamiento más elaborado, basado en un narcisismo reparador, que lleva a la preservación y el cuidado de los hijos y a la cooperación intergeneracional (y no necesariamente a la rivalidad edípica).

Desde esta teoría, la muerte de Layo, padre rival, a manos de Edipo, así como la posterior pareja de éste con su madre, la culpa y su ceguera, resultan consecuencias del abandono temprano del niño, son resultados del sufrimiento de un self inmaduro incapaz de dominar sus instintos.

Coincidiendo con Winnicott, Kohut jerarquiza el ambiente humano en interacción con un bebé que necesita tanto de sus objetos más tempranos, de sus cuidadores (como diría Balint, necesita de sus objetos como del aire necesario para respirar y sobrevivir) con el fin de ir edificando su psiquismo. Para estos autores, estas necesidades narcisistas de la criatura humana son previas, lógica y cronológicamente, al devenir de la organización de las vicisitudes deseantes. Las características de objeto son destacadas, en la medida de su capacidad de respuesta a las necesidades elementales. Por ende, el concepto de narcisismo freudiano es fuertemente modificado, como veremos más adelante.

Kohut (1977) combate contra el prejuicio que propone “al narcisismo como primitivo, y a la relación de objeto como más evolucionada”, por lo cual la curación dependería de la transformación del narcisismo en libido objetal para el logro de la madurez. Como alternativa, postula dos líneas de desarrollo independientes, no jerárquicas, la del narcisismo y la instintivo-objetal.

También me apoyo en Balint, especialmente en el despliegue de la descripción del concepto de falta básica, así como en las propuestas del apego de Bowlby y en los desarrollos clínicos de McDougall, que desarrollaré más adelante.

A estos tan caros autores, los voy tomando desde diferentes contextos por los que transcurre mi aprendizaje. En el fluir de mi formación como psiquiatra, los libros de H. Ey y luego los artículos de G. Gabbard estuvieron siempre presentes y luego como psicoanalista fui recogiendo el pensamiento de estos autores, en el contexto del riquísimo psicoanálisis argentino.

Sin duda, me fui anoticiando del psicoanálisis desde una mirada local, influida por nuestros Pichon Riviere, Bleger, M. y W. Baranger, Liberman, Etchegoyen, Gioia.

Siguiendo la propuesta de estos autores, he tratado de escribir un libro útil para la práctica clínica del psicoanálisis, de la psicoterapia y de la psiquiatría, especialmente con pacientes muy perturbados.

Hoy en día, psicoterapia y psiquiatría son, junto con la práctica del psicoanálisis, mis herramientas de uso cotidiano. Con ellas trato de dar sentido a mi trabajo, a mi forma de estar en el mundo. Practico la psiquiatría apoyando mi mirada en conceptos psicoanalíticos, que además de los autores precitados, se enriquece especialmente de los desarrollados por las perspectivas intersubjetivas, desde Ferenczi en adelante. Estas ideas resultan un inevitable sesgo, una manera de construir –especialmente con el paciente grave– la situación clínica.

La experiencia de estos años me ha llevado a pensar que la gravedad es siempre complejidad (los trastornos eclosionan de múltiples maneras: en el cuerpo, en el trabajo, en la familia) y requiere siempre miradas desde múltiples perspectivas psicoanalíticas y no psicoanalíticas.

El subtítulo de este libro en lo referente a la psiquiatría está seguramente inspirado en el memorable artículo en el cual Winnicott (1959) “La clasificación: ¿hay una contribución psicoanalítica a la clasificación psiquiátrica?”, en el que intenta reflejar la dialéctica psiquiatría/psicoanálisis que refleja su propia trayectoria. También mi travesía y la de tantos otros colegas que comenzamos nuestra formación como médicos residentes, se inicia a partir de atender a los “pacientes de hospital”, mientras íbamos incorporando el psicoanálisis poco a poco1. En el Policlínico Lanús adquirimos una mirada que hoy está totalmente integrada en nuestras retinas y seguramente jamás podrá dejar de estar presente. Me fue posible ser psiquiatra e ir adquiriendo una sólida formación psicoanalítica, lo que no implica, dentro de mí, capas o catáfilas, con las que operaría en mi clínica, seleccionando de una manera esquemática o burda, al estilo de “este paciente es para psiquiatría y este otro para análisis”. Nunca pude separar mis acciones en la clínica. Me reconozco como un psicoanalista, al que no le molesta ser médico y psiquiatra. Nunca pienso en ayudar a un paciente desde “tal postura” excluyente de otras. Hago lo que mejor que puedo por él. Luego, y especialmente comentando el trabajo clínico con mis colegas, son ellos los que las más de las veces, me advierten acerca de la perspectiva utilizada como herramienta en una determinada intervención.2

Cuando debo prescribir medicación, con el fin de aliviar el sufrimiento sintomático e intentando crear mejores condiciones en el tratamiento, con la finalidad de armar con el paciente una pareja terapéutica que imprima un nuevo modelo de relación, no puedo dejar de hacer diversas hipótesis psicoanalíticas de acuerdo a mi formación, porque esa es mi forma de interrogar en la consulta y también de interrogarme. Quizá parto de dos déficits: me es imposible ser psiquiatra a secas –en esa concepción del psiquiatra como taxónomo de patologías mentales– así como no puedo reconocerme en la posición opuesta: un psicoanalista virgen de hospital, de locos, de comunidad. Mi práctica, quizá entonces, no puede ser otra que transitar el camino enriquecido y a la vez limitado por las identificaciones con mis maestros de ayer y de hoy.

Otro cuestión es mi imposibilidad de pensar en una práctica que no sea aquella basada en paradigmas indiciarios (Guinsburg, 1989) y que comentaré más adelante.

Nuestras ideas, nuestra forma profesional de operar, serán resultado de las historias personales de cada uno, de su desarrollo, del medio histórico-social, de sus docentes y de su clínica. Estamos “condenados” a una historia cambiante. Nuestra “tercera serie complementaria”, será nuestra práctica y no nuestras teorías. En esta práctica siempre estaremos al borde de la crisis. Nuestra tarea nos torcerá el brazo a menudo, si somos sinceros con nosotros mismos.

El contexto general en el que estemos inmersos coronará la contemplación de nuestro universo profesional, y las teorías personales que elaboremos deberán ser nuestros esclavos y no nuestros amos, parodiando a Guntrip (1971).

Si bien mi intención es hacer de este libro un texto orientador, y no un tratado, seguramente me conformaré con expresar mis opiniones, quizá demasiado personales, aunque con la esperanza de que serán representativas de muchos colegas que me acompañan, compartiendo conmigo esta perspectiva. Mi ambición es transmitir con cierto orden las ideas con las que trato de reflexionar en los cursos o seminarios. Es el reflejo de un recorrido que intento sea útil a los que comienzan, o a los que ya están en el camino.

Intento estas reflexiones después de más de treinta años de egresado de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, y del inicio de la formación en psiquiatría en un Hospital General de alta complejidad. En este ámbito los médicos residentes tratábamos de aprovechar los diversos recursos con los que contábamos: psicoterapia individual, grupal, familiar, reuniones multitudinarias con pacientes en “asamblea” como las llamábamos, así como terapia ocupacional, talleres, etc.

Eran estos años de nuestra gestación en la práctica de la psiquiatría y de la psicoterapia, en los que nos debatíamos en interminables discusiones, entre los que teníamos como objetivo la salud mental y aquellos que comenzaban a apuntar a la “pura cura psicoanalítica” (un colega, de la incipiente corriente lacaniana de entonces, nos acusaba de ¡saludmentalistas!)

Cuando ocurre el golpe militar de 1976 se establece una herida irreversible: comienza el desmantelamiento del Servicio y se lo desarticula de la salud comunitaria, que era nuestro objetivo prioritario. El grupo pierde la riqueza de su heterogeneidad y desaparece la relación con la comunidad.

Los intersubjetivistas plantean con razón que no podemos dejar de conocer el contexto en el que un autor formula sus hipótesis. Contexto y datos biográficos, nos permiten aguzar nuestra empatía con quien presenta sus ideas. Como lo dice Borges (1975): “Mi relato será fiel a la realidad o en todo caso a mi recuerdo personal de la realidad, lo cual es lo mismo”.

Referiré algo de mi historia, de donde vengo: tengo múltiples orígenes y diversos mitos acerca de ellos, como todos nosotros. Historias que se me van modificando, a veces a mi pesar, cuando son miradas desde diferentes contextos y momentos vitales. Las experiencias que, me consta, no se suman por aposición, generan nuevas perspectivas, responsables de formas inéditas de ver, que me obligan a complejizar las construcciones que intento ir haciendo.

Historizar también es demistificar, desnaturalizar esa creencia de lo que pasó, como si se tratara de una tranquilizadora línea recta, de una meseta. Como nos enseñaba José Bleger en su paso como docente por mi residencia en el Policlínico, no hay “historia natural”.

La resultante de hoy, quien yo soy y al que reconozco en mí, es una amalgama de tres paisajes, entremezclados y absolutamente inseparables: Rosario, Lanús, Buenos Aires.

Mi parto fue en el Lanús, pero crecí en Buenos Aires, en APde-BA. La concepción tuvo lugar en Rosario o quizá para ser más preciso a pocos kilómetros de allí, en Pérez, pueblito en donde mi padre había construido una pequeña casa de fin de semana en un predio compartido con siete hermanos. Pasábamos allí de tres a cuatro meses por año y entre hermanos, tíos y primos, sumábamos unos cuarenta. En ese entorno, que enmarcaba amores, pasiones y rivalidades aunque también carencias. Aprendí a sobrevivir y no pudo ser sino allí, en ese “caldo de cultivo”, donde, siendo niño, comenzó mi vocación psicoanalítica. Luego fueron cayendo en mis manos “La interpretación de los sueños”, “El chiste...” y los primeros historiales... que a los catorce años se mezclaban con lecturas de El arte de amar, Sandokan, Corazón, Escucha Yanky y el Antiguo Testamento.

El origen más significativo, profesionalmente hablando, es “el Lanús”, crisol de ideas y de modelos que conservo vivo hoy, recreándose en mi memoria como un ideal posible y como guía esperanzada y no como utopía. Los liderazgos, de muy diferente naturaleza, que ejercían Mauricio Goldenberg3 y luego, y en mi historia especialmente, Valentín Barenblit, fueron los gestores de un contexto facilitador que, como marco, me permitió, como a tantos colegas, el desarrollo de prácticas psicoterapéuticas únicas y originales, sintetizadoras e integradoras de los más diversos aspectos etiológicos de las patologías, a la manera de series complementarias. Atendiendo las complejas situaciones propias de las consultas que nos llegaban al Servicio del Policlínico Gregorio Araoz Alfaro (aunque ayer y hoy sigue siendo “el Policlínico Evita”) era imposible dejar de tener en cuenta los múltiples aspectos intervinientes en la patología mental. La consulta involucraba siempre todos los ingredientes que componen el mosaico enfermante, al que, simplificadamente enunciamos como “biológico, psicológico y social”. Plantearlo así, ateniéndonos a la complejidad causal, implicaba un intercambio entre los residentes, que resultaba un hervidero de interminables discusiones acerca de qué patología o qué aspecto de ella correspondía a cada área. ¿Cómo podríamos evitar “reducir” aquello que se nos presentaba a un solo factor? Si el problema era derivado de lo social como enfermante, ¿cuál era el rol que como psicoterapeutas podríamos o deberíamos cumplir? Si en alguna patología que tuviera una fuerte base social, intentábamos contener al paciente con psicoterapia y medicación, ¿no éramos cómplices de que el paciente evitara enfrentarse al problema que hubo originado su enfermedad? ¿Si pretendíamos coherencia, no deberíamos operar en todas las instancias productoras de la patología, ampliando nuestro radio de acción, dedicándonos más a la acción social y menos a las psicoterapias? ¿No sería una trampa enceguecedora ocuparnos, durante el desarrollo de una psicoterapia, de los aspectos sociales de la enfermedad, en un contexto individual? ¿O pretender al Hospital como un refugio ilusorio de aquello que sucedía del otro lado de sus paredes? En el fragor de estas discusiones nos forjamos varias generaciones de médicos residentes del Lanús y fuimos comprendiendo que las entidades clínicas, que caracterizaban la consulta del paciente, no resultaban pasibles de ser fácilmente tipificadas. Sólo forzando una clasificación podríamos pretender que no había inextricables mezclas etiológicas. Todas estas experiencias fueron, seguramente, las que más incidieron en mí.

Durante mi residencia médica, tomo contacto con J. Bleger, E. Pichon Rivière, D. Liberman, J. Zac, R. Paz y también durante este período gozo de la consulta cotidiana con colegas mayores, profesionales/modelos, comprometidos con su tarea y con sus dudas, como Lía Ricón, H. Fiorini, O. Fernández Moujan, H. Bleichmar, C. Sluzki, C. Bucahi, J. Kuten, S. Siculer.

Luego de mi graduación como médico residente, comienzo a ver la patología más descarnada, cuando con J. C. Ferralli y C. Verruno, iniciamos una nueva etapa del Centro de Alcoholismo del Policlínico.

Unos años después, a partir de la desaparición de la entrañable colega Marta Brea y de la intervención a nuestro Servicio, en 1976/77 se produce la dispersión de los miembros de aquel Lanús, generada por el proceso militar genocida.

Con mi modelo y maestro, Valentín Barenblit, ya en Barcelona, comenzaba para mi la búsqueda de una institución que me orientara en mi vocación. Quizá por mis características personales, o tal vez por justificarlas ideológicamente, no podía asumir un desarrollo “en singular”, y busqué la pluralidad en la Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires, APdeBA.

Una conferencia sobre el tema alcoholismo que brindó Horacio Etchegoyen para un auditorio médico, fue el punto de partida del proceso de mi incorporación a la Asociación. Al finalizar la charla, permanecí interrogándolo acerca de mis pacientes alcohólicos, intentando aprovechar la basta experiencia de Horacio en el tema y también su manera, muy accesible y convincente, de conjugar la nomenclatura psiquiátrica con los conceptos psicoanalíticos. Con gran paciencia y aceptando el acoso de mis preguntas, generosamente, sin percibir honorario alguno, me invitó a supervisar mis pacientes con él, haciéndose tiempo para la tarea. Ese modelo de docente, continente, generoso y que contemplaba justamente la patología argentina de la marginación por excelencia, me colmó de gratitud. A partir de esta experiencia con Etchegoyen, trasladé mi confianza al grupo “Ateneo” de APA, precursor de APdeBA y solicité mi análisis didáctico. Horacio me sugirió a Roberto Polito que condujo mi análisis, resultando una experiencia singular.

Los seminarios y las supervisiones hicieron lo suyo. Pertenecí al segundo grupo de candidatos del Instituto de APdeBA. Allí, hacia el final del cuarto año de seminarios, comienza a ocurrirme aquello que en mi intimidad llamo “el viraje”: la formación que obtuve era fundamentalmente freudiana y kleiniana. Cursando un seminario en el Instituto de Psicoanálisis presenté una viñeta; quien era mi profesor, excelente clínico, me interrogó acerca del esquema referencial con el que operaba. Le respondí que no podría determinarlo; simplemente, pensaba que correspondía que yo interviniera de la forma en que lo hacía, pero que no tenía en cuenta, incluso desconocía, los autores en los que me apoyaba para hacerlo. Esta respuesta disgustó mucho a mi profesor que me aconsejó revisara mis lecturas y que debía adoptar un esquema referencial claro y “no operar como un híbrido”. Intenté seguir su consejo, pero encontré tan intrincado panorama, entre las lecturas del Instituto, las hechas como residente en Lanús, las figuras de identificación entre las que estaban –y están– Valentín Barenblit y Hugo Bleichmar y otros ideales míos de los primeros momentos (L. Ricón, H. Fiorini, C. Slutzki), que me fue imposible encontrarme reflejado en un “preciso esquema referencial”. Desde entonces comencé a aceptar, cuidándome ocultándoselo al profesor, que “mi modalidad” era esa mezcla (y que, lejos del eclecticismo, va gradualmente, con estudio y experiencia, modificándose con el tiempo) pero que tanto me ha permitido comprender y seguramente beneficiar a mis pacientes.

En esa época, después de sumergirnos en Freud, estudiábamos en profundidad, intensivamente, el pensamiento kleiniano/poskleiniano. Otros autores... estaban representados por sólo unos pocos seminarios dictados en contadas materias.

Tengo “abuelos” y “padres” psicoanalíticos a los que me parezco (Balint, a Winnicott, a Kohut, a Ferenczi, a Fairbairn, a Mahler entre los foráneos) y entre nosotros, reconozco identificaciones de Polito, Liberman, Bleger, Gioa, Painceira, Lancelle, Valeros, como modelos que asumen con valentía el anuncio de ideas novedosas. Aunque seguramente, como es habitual en los hijos de hoy en día, me parezco más a mis contemporáneos –a mis “hermanos”– que a mis padres (esos hermanos son mis colegas de formación, mis amigos, quienes me acompañaron en la aventura del escribir, investigar y enseñar, especialmente H. Lerner, M. Spivacow, E. Alba, A. Zonis, J. Aguilar, J. Bricht, G. Seiguer, J.C. Ferrali, R. Moguillansky, M.Nemirovsky, O. Paulucci, M. Fernández Depetris, R. Rojas Jerez, M. Milchberg).

Y seguramente trato de parecerme a quienes hoy leo apasionadamente: S.Mitchell, Green, H. Bleichmar, Stolorow, McDougall, Killigmo, Renik, Bollas, Bacal.

El viraje hacia los autores que hoy frecuento, lo posibilitó la atención de una paciente borderline adulta, invadida por diversos síntomas, a cual más agudo (ansiedad, hipocondrías diversas, conversiones, tics, rituales) y que cada tanto presentaba lipotimias, ataques de ira, otros ataques en los que golpeaba su cabeza contra la pared o se autoagredía, cortándose o mordiéndose. Su pareja era un hombre esquizoide que se decía aturdido y abrumado por ella y que como salida, así me lo confesaba, y para “salvar el pellejo”, consiguió un trabajo en el interior, de manera que debía viajar por temporadas, mientras la paciente se quedaba sola. Por momentos ella permanecía en calma y era entonces, cuando se dejaba llevar por diversos intereses, pudiendo profundizar y comprometerse. Pero cuando se descompensaba, lo hacía a toda orquesta, iniciando una reacción en cadena.

En las primeras visitas a mi consulta, saltaba del diván al baño, luego se golpeaba la cabeza contra la pared o daba un portazo mostrando toda su ira conmigo, o me imitaba burlonamente. Tuve que acondicionar el consultorio para que no se lastimara, prohibirle abrir puertas que conducían a lugares privados y sacar algunos objetos con los que amenazaba arrojarme. Pero no podía comprender su proceso a partir de las perspectivas teóricas con las que estaba consustanciado en ese momento. Luego de dos años de tratamiento, al modo usual de la época (diván, cuando podía reclinarse en él, las cuatro sesiones semanales durante más de diez meses al año) comenzó a telefonearme a mi domicilio por la noche, a veces durante la madrugada y lo hacía –así decía– para escuchar mi voz: “quiero escucharlo, nada más”. Una vez que yo articulaba algunas palabras, las que podía, se tranquilizaba y de esta manera (así lo entendía yo) podía soportar el tiempo que transcurría hasta la siguiente sesión. Me sorprendía no sentir sus llamados como irrupciones violentas (como solía entenderlo mi supervisor). Siempre percibí su intento de comunicarse, como una necesidad de sostener su vínculo conmigo, que el tiempo iba diluyendo. Necesitaba retomar el contacto, aunque sea telefónico. Las interpretaciones (en términos de intromisión en mi vida privada, o de ataques a la pareja con que podría representarme dentro de ella, en mi ausencia, con las que intentaba seguir la línea que me planteaba el supervisor) no se arraigaban en mi, las percibía extrañas; por lo que me escuchaba formulándolas de manera muy poco convincente. Intentaba insistir en el señalamiento de su intrusión en mi vida privada, pero una y otra vez resultaba inconducente. Fue entonces cuando busqué contactar con Alfredo Painceira, comenzar una nueva supervisión y leer con avidez la bibliografía que me recomendara.

En esta nueva etapa pude comprender que la demanda de la paciente (que efectuaba en un medio muy diferente al de su crianza y con un interlocutor que trataba de comprenderla, tal vez por primera vez en su historia) era un intento de establecer un vínculo esperanzado que, ¡esta vez! no fallase, a diferencia de las relaciones tempranas de las que había participado de niña y de joven. Así me sentí mucho más responsable de sus reacciones (fui comprendiéndolas como respuestas a nuestras separaciones) y dejé de interpretar su agresión en términos de identificaciones proyectivas. Sostuve el vínculo sin culpabilizarla. Entendí que cuando ella agredía o cuando se “desarmaba” estaba muy asustada; que se sentía sola y desamparada y comencé a percibir que mi tono de voz, mi actitud de espera tranquila y la construcción histórica, más que la interpretación transferencial, me permitían lograr valiosos momentos, en los que ella se mostraba reflexiva. Esto me condujo a ir hilvanando secuencias de su historia pasada y de su presente y entonces comenzaron a tener sentido, para ambos, los ataques de ira y los síntomas hipocondríacos que fuimos comprendiendo como reacciones a las amenazas de desamparo.

A partir de esta experiencia, comencé a comprender a mis pacientes con nuevas herramientas y a reconocer los fenómenos clínicos tan paradojales, con los que contactamos hoy en nuestros consultorios.

En esos años pude apreciar que no me bastaba mi propia disciplina para procesar fenómenos hoy tan comunes en nuestros pacientes y tuve la suerte de contactarme con Marta López Gil, quien me abrió los ojos respecto al amplio contexto vincular posmoderno en el que estamos inmersos. Poco después fue Marta Zatoni quien a partir de la historia del arte, me guió en la complicada lectura de Nietszche, de Heiddeger y de los actuales hermeneutas (Ricoeur, Gadamer, Vattimo, Rorty) que enriquecen nuestros pensamientos.

Puedo ver a muchos de mis pacientes en la consulta atravesados por la incertidumbre y la superficialidad, mucho más cercanos a la inconsistencia de su ser, que a la férrea lucha entre sus deseos y sus defensas, distantes de la clásica estructuración sintomática y por ende, lejos de beneficiarse con el psicoanálisis, tal como fue fundado.

Desde las “histerias” de Freud hasta los narcisistas de hoy y desde el “aparato psíquico” pulsional y cerrado que busca su descarga, hasta la construcción intersubjetiva que tratan de plantear Lyon Ruth, Renik, Mitchell y Stolorow entre los más destacados, han pasado muchas décadas durante las cuales se ha caracterizado a una subjetividad cambiante, que no puede ser sino epocal, y que resulta hoy tan diferente de aquella centroeuropea de más de un siglo atrás. Estas hipótesis intersubjetivas son, seguramente, el punto de encuentro entre el presente y el futuro de mi manera de pensar, aunque aún me resulten por demás radicales.

Así como he contado de dónde vengo, debo reseñar también hacia donde “voy yendo” en el devenir institucional. Aquí hay algunas cuestiones que puedo advertir en mí en esta transición: así como considero imprescindible a la institución psicoanalítica para la formación y el desarrollo profesional, por el momento no me planteo ser analista didáctico, a pesar de las posibilidades institucionales y seguramente de los antecedentes personales que lo harían posible. No creo que un análisis con carácter didáctico, como hoy está propuesto en las instituciones que así lo requieren, sea necesario. Adhiero, en este sentido, a las propuestas en cuanto a la formación de las asociaciones uruguaya y francesa. Cuatro años después de este escrito obtuve la función didáctica. Lo hice convencido de que desde el claustro didáctico podría colaborar a establecer un cambio en la concepción de esta función.

Un buen análisis, aceptado por la institución a la que pertenece el futuro candidato, podría ser suficiente. Volvamos a Guntrip (1975) cuando se pregunta con alguna ironía: “¿Hasta qué punto fue completo el resultado de nuestros propios análisis didácticos?”.

Estamos ante una compleja relación de análisis y poder. No me refiero al poder en términos de sometimiento a determinadas ideas o personas, sino al que necesariamente se ejerce más allá de la disposición del analista con función didáctica, por el hecho de pertenecer a una institución, que considera a ese dispositivo esencial para la transformación del candidato en analista.

El análisis es imprescindible para la formación de un analista; seguramente es el elemento más importante de los que integran el trípode formativo junto a la supervisión y los seminarios, pero el vínculo Institución/analista didáctico genera en ambos componentes de la pareja un límite, un escollo difícil de abordar desde el interior de esa relación. Muchos de nosotros recomendamos analistas –y lo hacemos cuidadosamente– con o sin función didáctica, para nuestros familiares (o para nosotros mismos) y podemos reconocer las bondades o no de estos análisis, por su proceso y resultado. ¿Por qué considerar el tratamiento analítico de un candidato de diferente manera?

Mi idea hoy es que acordar modalidades institucionales de un análisis, no necesariamente favorece nuestra formación, y como podría decir Serrat... prefiero un análisis a un didáctico, o un buen análisis, a otro organizado institucionalmente.

Respecto a la calidad de “completo” que Guntrip cuestiona, y a mi modo de ver, por la manera en que está planteado el análisis didáctico, es imposible que no sea incompleto, más allá de las características de la pareja terapéutica. Especialmente, así lo creo, porque por sus características, obstacularizará el análisis del poder: La institución, asociada al tratamiento analítico, no sólo será generadora de contratransferencias indirectas, sino que estará presente en la perspectiva de ambos participantes. El sello del poder institucional podrá devenir, a mi criterio, en un baluarte (en el sentido de los Baranger, 1969a) duro de soslayar.

1 Nos reconocíamos como psiquiatras “dinámicos”. El agregado de este “apellido” nos diferenciaba de los psiquiatras “clásicos”. Sin embargo, el concluir la residencia en el Policlínico, el Ministerio de Salud nos otorgaba el título de “Residente de Psicopatología” (sic) es decir que para el poder oficial de turno, no éramos “psiquiatras veros”. Vieja discusión sostenida hasta el presente. En este sentido, H. Ey (1978) comienza su libro En defensa de la psiquiatría diciendo: “...la psiquiatría es médica o no es [...] Mal que les pese a los que le reprochan serlo demasiado y prefieren que sea ‘moral’ o ‘antropológica’ o ‘psicológica’ o ‘psicoanalítica’ o ‘social’ hasta ‘política’, es decir que no sea nada [...] renunciando a tomar como su verdadero objeto la enfermedad mental, en la estricta realidad de su estructura psicopatológica”. Un enfoque diferente es el de Gabbard, G. ( 2000) quien titula su libro Psiquiatría psicodinámica en la práctica clínica y plantea en su prefacio: “…la psiquiatría psicodinámica se ha convertido en forma progresiva en una real psiquiatría integrativa, que sintetiza lo biológico y lo psicosocial”. Me encuentro más cercano a esta última posición, reconociendo los extraordinarios méritos de Ey.

2 Así como cuando niño debí ponerme a prueba, frente a un dilema que como tal, era imposible de resolver, frente a la tan recurrente pregunta: “¿sos judío o argentino?”, el encuentro en alguna reunión social con quien espeta: “¿sos psiquiatra o psicoanalista?” a veces completada por “¿usas el diván o das medicamentos?”… siempre me deja perplejo. Hace algunos años trataba de explicar al insólito interlocutor, que no eran conceptos que se excluían necesariamente entre sí. Hoy pienso que, habitualmente, quien pregunta, no desea conocer la respuesta y si intentamos alguna seguramente, aburre.

3 Moguillansky, R. (1992) plantea que “Es mérito de Goldenberg la fundación del primer servicio de Psicopatología en un hospital general y la puesta en marcha del probablemente más serio programa de psiquiatría social que se ha hecho en este país. Impulsó el estudio epidemiológico en salud mental de mayor envergadura del área metropolitana. Hizo relevantes contribuciones a la organización y planificación de la salud mental en toda América Latina. Abrió una profunda senda en la Cátedra de Psiquiatría de la Facultad de Medicina, convirtiéndose en referente de una atención que se apartaba del manicomio […] con el regreso de la democracia, puso las bases de una educación médica distinta con la creación de la Cátedra de Salud Mental […] Los que estamos en APdeBA, además de la deuda personal que tenemos con él, reconocemos todo lo que le debe el psicoanálisis […] él contribuyó a poner a prueba nuestro instrumento en las patologías más graves, a la par que lo puso en contacto con enfoques interdisciplinarios. En la huella marcada por él, el psicoanálisis se amplió no sólo hacia patologías más severas, sino que estuvo al alcance de las capas de más bajos recursos económicos.”

Winnicott y Kohut - La intersubjetividad y los trastornos complejos

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