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Uno de los manuales más antiguos de Historia del Derecho peruano es el del profesor Román Alzamora. Su publicación se remonta al año 1876. El texto fue también publicado por entregas en La Gaceta Judicial, y al mismo tiempo se crearía la cátedra de Historia del Derecho Peruano (entonces a su cargo) en la Universidad de San Marcos. Años después, su hijo, Lizardo Alzamora, también profesor de dicho curso en la misma casa de estudios, retomó el libro de su padre y publicó su propio trabajo en el año de 1945.

Cabe indicar que en 1900 se publicó un libro a cargo de Eleodoro Romero Salcedo, profesor de San Marcos, con el título de Derecho peruano. Sin embargo, han sido dos trabajos de Jorge Basadre, Historia del Derecho peruano y Fundamentos de la Historia del Derecho, los que han tenido mayor repercusión. El primero fue compuesto en virtud a sus viajes de estudio a España, Alemania y los Estados Unidos, y el segundo recoge el estado de la cuestión en diferentes lenguas. Se trata de un trabajo académicamente más valioso que el anterior, y puntualiza la importancia de las aproximaciones comparativistas. Pudo haberse llamado Fundamentos de la Historia del Derecho y del Derecho comparado.

Es recién en las postrimerías del siglo XX que se desarrolló la historiografía jurídica peruana. Los aportes de Ella Dunbar Temple son importantes en el terreno institucional (lo era también su influencia como maestra universitaria), lo mismo que los estudios de Vicente Ugarte del Pino sobre Historia Constitucional e historia de la Facultad de Derecho de la Universidad de San Marcos. Sin embargo, la profesionalización de la historia del Derecho estaría a cargo de Fernando de Trazegnies Granda con tres importantes libros: La idea del Derecho en el Perú republicano del siglo XIX, Ciriaco de Urtecho, litigante por amor, y En el país de las colinas de arena. Fernando de Trazegnies alentó de diversas maneras los estudios de esta disciplina. Fue clave su papel no solo como docente inspirador, sino también como director del Fondo Editorial de la PUCP, bajo cuyo sello se publicaron importantes libros en la disciplina como el de René Ortiz, Derecho y ruptura; de Armando Guevara, Propiedad Agraria y Derecho colonial (así como un valioso estudio sobre la monja Gutiérrez de Arequipa); y los trabajos de Carlos Ramos Núñez: Toribio Pacheco, jurista peruano del siglo XIX, El código napoleónico y su recepción en América Latina, Historia del Derecho civil peruano(varios volúmenes), Codificación, tecnología y postmodernidad, La pluma de la ley. Abogados y jueces en la narrativa peruana, Ley y justicia en el Oncenio de Leguía, y Justicia profana. El jurado de imprenta en el Perú.

Otros autores, como José Gálvez Montero, han incursionado en estudios institucionales como la Historia del Congreso de la República, la Presidencia del Consejo de Ministros; o como el desaparecido Teodoro Hampe Martínez, en diversos estudios del Derecho indiano. Interesantes estudios sobre la organización de la justicia en el mundo colonial han sido emprendidos por José de la Puente Brunke y Renzo Honores, especialmente en libros colectivos y publicaciones periódicas.

I. ¿EXISTÍA UN DERECHO PRECOLOMBINO?

Este ha sido uno de los debates más intensos que ha dividido a juristas e historiadores del Derecho. Jorge Basadre consideraba que sí se puede responder afirmativamente esa pregunta, en tanto sostiene la existencia de Derecho especialmente entre los incas. Basadre sostiene que el Estado incaico estaba dotado de tal complejidad que no es posible recusar el hecho de que hubiera Derecho, entendido como la institucionalidad normativa encargada de velar por la paz social, cuyo ejercicio recae sobre el Estado, a través del imperio de la coerción (la inminencia del uso de la fuerza) y la coacción (el uso efectivo de la fuerza). El Derecho, además, suministra legitimidad al ejercicio del poder desde el Estado.

En contraposición a lo sostenido por Basadre, juristas como José León Barandiarán e historiadores del Derecho como Fernando de Trazegnies, Jorge Basadre Ayulo y Francisco del Solar, han sido escépticos sobre este tópico. La ausencia de un orden normativo claramente distinto del control religioso, así como del control social moral conduciría a negar su existencia. Sin embargo, así como no debe confundirse la economía con una letra de cambio, tampoco se debe confundir al Derecho con un conjunto equilibrado de deberes y derechos. No es preciso esperar que un orden normativo se halle impregnado de un conjunto de reglas expresas que regulen el control social, más aun si tenemos en cuenta que eso es algo difícil de conseguir incluso en un escenario contemporáneo. La S’haria islámica, por ejemplo, bajo ese esquema, tendría que ser descartada, o el propio Derecho romano, así como el Ius Commune medieval y renacentista. Es cierto que es preciso prevenirnos del empleo de categorías modernas para describir un sistema jurídico de un pasado no occidental. Así como los prejuicios de hoy no pueden extenderse hacia un tiempo pretérito, tampoco los conceptos deberían introducirse arbitrariamente. No puede hablarse así, como pensaba Javier Vargas, de un Derecho del trabajo entre los incas o de un Derecho penal con parte general y especial, concebido en términos contemporáneos; menos todavía de un Derecho de la competencia, concursal o de la regulación. Lo mismo podría decirse, como sugería Carmela Aguilar Ayans, sobre la existencia de un Derecho internacional público entre los incas.

1.1. Las fuentes en el mundo precolombino

Pachacútec, entre los incas, sería recordado como el emperador “legislador”. Guaman Poma de Ayala insiste mucho en la labor legislativa de sus ancestros para una convivencia ordenada. En el mundo precolombino, hasta donde se conoce, habrían prevalecido la costumbre y la legislación. La costumbre, ya sea que supliera el papel del Estado, ya fuera que concurriera con la labor normativa de éste, era en efecto crucial.

Existen también las fuentes histórico-jurídicas. Estas disponen más de una naturaleza material que formal. El Derecho se nutre no solo formalmente, sino materialmente de ellas. Las necesitamos con el propósito de conocer, investigar y reconstruir el pasado. Así, en el caso del mundo precolombino, fuentes histórico-jurídicas serían los restos arqueológicos, las iconografías, la cerámica, que en virtud a los descubrimientos recientes sobre la materia ofrecen una valiosa información aplicable al análisis jurídico de la época.

Lo son también las momias y las sepulturas. El hallazgo de la llamada momia Juanita en 1995 por Johan Reinhard y Miguel Zárate, muerta de un golpe en el cráneo en medio de un rito celebrado en las alturas del Ampato, constituiría una evidencia de los sacrificios humanos en el Tawantinsuyo, que, crónicas como la que De la Vega, recusaban y que Guamán Poma de Ayala reconoce como prácticas rituales ejercidas por el Estado en situaciones particulares. Se pudo determinar incluso a partir de pruebas de ADN, asociadas al proyecto Genoma Humano, la ruta migratoria de los antepasados de Juanita desde Asia hasta Sudamérica.

Otro hallazgo que rompió los esquemas etnográficos fue el de la Señora de Cao, hacia el año 2005. Este descubrimiento revelaba que hacia el siglo IV D.C., en la alta jerarquía del Estado se hallaba esta sacerdotisa, que falleció a causa de un parto. La magnitud de la riqueza y de los ajuares con que fue sepultada no solo daban cuenta del boato de la sociedad mochica en plena alta edad media europea, sino también de la conformación de un Estado moche que era gobernado con temible severidad por hombres como el Señor de Sipán o, por mujeres, como la señora de Cao. Las capullanas, una suerte de curacas o cacicas regionales en Piura, quizás menos imponentes que la señora de Cao, más al sur, signan un tipo de organización del poder en el que la mujer conserva un sitial preferente.

En el 2018, la National Geographic hizo un anuncio estremecedor. Se habían hallado en Huanchaco, a las afueras de Trujillo, los cuerpos de 140 niños y 200 llamas, que hacia la mitad del siglo XV habían sido objeto de un sacrificio multitudinario por parte de la cultura Chimú. Posibles eventos climatológicos vinculados al fenómeno del Niño, que hasta hoy se revela con particular violencia en esa región, podrían explicar esa ejecución múltiple: después de haber coloreado sus rostros con un tinte rojo como parte de un ritual, se les abrió el pecho para retirarles el corazón. Lo mismo ocurrió con las llamas. Esos restos constituyen, así mismo, una fuente histórica jurídica, que ayuda a comprender (más que a juzgar) aquellas expresiones culturales —y, en ese marco, las prácticas de carácter jurídico— que singularizan a una civilización. ¿Qué pudo haber conducido a la cultura Chimú a este sacrificio masivo, posiblemente el de mayor magnitud en el mundo de ese entonces?

En la cultura andina, los quipus o sistema de nudos en soguillas (que, según las pesquisas y ahora con la ayuda de la informática, iban más allá de una pura función contable) son también fuentes histórico-jurídicas. Lo son igualmente los sistemas hidráulicos que se han conservado hasta la actualidad, las técnicas de agricultura aplicadas entonces y preservadas generación tras generación hasta el día de hoy, así como los animales domésticos (en especial, auquénidos como la llama y la alpaca, pero también variedades de perros). En ese rubro, ingresan también tanto las crónicas de los conquistadores como los informes de los funcionarios coloniales.

Conviene precisar que dichas fuentes histórico-jurídicas pueden dividirse igualmente entre directas e indirectas. Con respecto a las fuentes directas, el investigador se conecta inmediatamente con ellas. Así, el Código Civil de 1852 sería una fuente directa, en tanto que un libro de doctrina que lo comenta como, por ejemplo, el Tratado de Derecho civil de Toribio Pacheco, una fuente indirecta. Si el objeto de estudio fuera el tratado de Pacheco, se convertiría en fuente directa, y mi libro Toribio Pacheco, jurista peruano del siglo XIX sería una fuente indirecta con respecto a dicho tratado.

1.2. Agentes de control social entre los incas

El Tahuantinsuyo, nombre oficial del Estado inca, tenía en su organización un conjunto de normas reguladoras diferenciadas jerárquicamente que podía ser comprensivo o indulgente para quien perteneciera a un estrato alto, pero resultaba sanguinario e implacable para la mayoría de los habitantes, que conformaban sus demás estamentos sociales.

En este estadio, adquieren relevancia los denominados quipus, cordeles anudados, que no solo registrarían censos o cosechas, sino también historias y normas, aunque no sería el único modo de transmitir creencias o normas de convivencia: Pedro Sarmiento de Gambo y Bernabé Cobo —importante cronista y jesuita español— aluden también a las pinturas o representaciones pictóricas en tejidos de lana como medios de divulgación normativa.

Los incas, y otras culturas anteriores también, disponían de una organización binaria o dual que, a través de líneas imaginarias o Ceques —que para el caso de los incas— nacían en el Cusco y se extendían imaginariamente a todo el Tahuantinsuyo. En ese esquema se explica la división del territorio en dos. Así se articulan el Hanan (parte alta) y el Hurin (parte baja). Las ciudades y las poblaciones están reguladas por un sistema similar. Tanto la pertenencia a los linajes como su conexión territorial con el poder, se subordinarían al mismo esquema binario. El Hanan incluiría al Chinchaysuyu (el norte del Tawantinsuyo que incluiría el departamento de Nariño de la actual Colombia, el Ecuador actual —salvo la parte oriental—, y zonas del Perú contemporáneo) y al Antisuyu (parte oriental del Imperio donde empieza el mundo amazónico, propicio para la siembra de la hoja de coca). El Hurin comprendería el Contisuyo (probablemente de allí provenga “Condesuyos”, término que da nombre a una de las provincias de la región Arequipa),y el Collasuyo. El primero se integraba por lo que hoy sería la costa sur del Perú y el segundo, quizás el área más extensa del Incanato, agrupaba a los territorios que hoy conforman la sierra sur del Perú, el lago Titikaka, el altiplano boliviano en su integridad, hasta el río Maule en Chile y los andes argentinos hasta Santiago del Estero. Asimismo, los suyos se dividían en zonas conocidas como wamanis, que se subdividían en sayas o sectores que seguían la organización binaria de Hanan y Hurin.

Cada Suyo estaba dotado de un Consejo del Inca, compuesto por cuatro Apucunas o Cápac Apus, los mismos que cumplirían funciones no solo de consejeros sino también de jueces. Horacio Urteaga trazó una división escrupulosa en un trabajo sobre la organización judicial entre los incas. Por supuesto, no debe verse como una réplica desplazada al pasado de la estructura judicial actual. Valga solo para advertir que se trata, a partir de crónicas e informes confiables, de la descripción de un estado de cosas que da cuenta de un mundo estatal complejo. Se sabe, por ejemplo, que los Apucunas, en una forma de extremo centralismo, tenían por residencia el Cusco.

La estructura administrativa imperial no acababa allí, sino que seguía ampliándose, siempre bajo la estructura binaria de los ceques ya descrita. En las provincias, los Chunca Camayu administraban e inspeccionaban (en el marco de un Estado tributario) a diez familias; los Pachacas Camayu tenían a su cargo el gobierno de cien familias o centurias; el Pichcapackac Camayu, para quinientas familias; el Guaranga Camayu tenía a su cargo a mil familias; los Hunos Camayu administraban diez mil familias. Por encima se hallaban, como una autoridad administrativa superior de enorme importancia, los Tucuyricuc o Tocricoc, que eran una especie de supervisor general con amplias atribuciones administrativas, como el empadronamiento general y pago de tributos. A decir del padre Bernabé Cobo, administraba justicia según la gravedad de los hechos, decretando incluso la pena de muerte.

1.3. ¿Existían prisiones entre los incas?

Al parecer no, por lo menos como lo conocemos hoy. Sin embargo, los cronistas, en una visión etnocéntrica, avizoraban tres tipos de cárceles: la primera denominada Zancay, la segunda Binbilla y la tercera Aravaya. El Zancay estaba destinado a los traidores y personas que hubieran cometido delitos graves, a saber, ladrones, adúlteros, brujos o murmuradores del inca. Era una suerte de hueco o bóveda grande y oscura en la que después de introducir serpientes, culebras ponzoñosas, tigrillos, gatos de monte, águilas, lechuzas, sapos, lagartos, etc., colocaban al acusado en el interior y lo dejaban allí. Si seguía vivo, lo soltaban como si hubiera sido voluntad de los dioses evitarle un castigo. En ese sentido, era una suerte de ordalía andina.

Por su parte, Bartolomé de las Casas nos habla de la Binbilla, o cárcel destinada para cumplir penas perpetuas: “Si algún señor, deudo del Rey, o de sangre Real, cometía crimen alguno digno de muerte, y por privilegio no lo quería matar [era llevado a la] Binbilla, donde lo ponían, y hasta que moría, con triste vida estaba”. No sería el único cronista que hace alusión a la mencionada cárcel. Hieronymo Román, por su parte, señala lo siguiente: “Si un señor de sangre real cometía algún crimen por el que mereciese morir, era condenado a la cárcel perpetua. (...) tenían para esto una fortaleza fuera del Cusco, que se llama Binbilla y allí era encerrado hasta que moría”.


Antonio Herrera de Tordesillas también hace alusión a la existencia de una cárcel. El cronista Bernabé Cobo, por su parte, hace alusión a la Aravaya que, más que prisión, habría sido un lugar de castigo para los ladrones y otros similares. En este lugar, los supuestos culpables eran colgados con la cabeza para abajo y dejados ahí hasta su muerte:

Tenían los incas dos cárceles (…) la una media legua de la ciudad, enfrente de la parroquia de San Sebastián, que se llamaba Aravaya, la cual estaba en un sitio dicho Umpillay (…).

1.4. Sistema punitivo en el incanato

No existía entre los incas un Derecho penal tal como lo concebimos hoy, debidamente individualizado, sujeto al nullum crimen sine lege, nullun poena sine lege. Existía sí un sistema punitivo ejemplarizante y con penas atroces que se dirigían muchas veces no solo contra los individuos, sino contra colectivos. A quienes ejercían la brujería y fabricaban veneno se les sancionaba en términos colectivos, todos eran castigados, menos los niños lactantes, “porque no saben el oficio”, según Guaman Poma. El castigo postmortem tenía lugar por crímenes de lesa majestad. En tales casos, se empleaba la piel del cadáver con el propósito de armar tambores humanos.

Las penas impuestas en el incanato eran drásticas y de diversa índole, la pena de muerte (en diversas modalidades) era la más común. Así, había una gran variedad de penas: que iban desde el incendio de sembríos, extracción de dientes, desollamiento, horca, lapidación, descuartizamiento, decapitación, incluso, la muerte de descendientes.

La traición en el Tahuantinsuyo era severamente sancionada. El castigo para tan grave afrenta era la muerte. Narran los cronistas que Huayna Cápac, en un caso presentado en Tumpiz, ordenó se degollase a la décima parte de la población; de diez en diez echaron suerte entre ellos: moría el más desdichado al azar.

Se puede ver en las crónicas que los cráneos de los autores de traición al Inca solían ser usados para tomar chicha, en tanto que sus dientes y muelas se empleaban para hacer gargantillas; los huesos, para hacer flautas; los pellejos, para hacer tambores llamados runa tinya (tambor de piel humana). Otra situación que suscitaba la aplicación de una dura pena era el uso indebido de la mascaipacha, que representaba el símbolo de la autoridad del Inca. En el Tahuantinsuyo, naturalmente no podía ser usada por nadie más que el propio inca regente. El que usara la mascaipacha sin autorización era enterrado vivo y su ayllu era azotado. Queda claro que esa conducta también era considerada en el Tahuantinsuyo un acto de traición. También se sancionaba con dureza a los violadores, y con mayor razón si atentaban contra las vírgenes del sol. En este caso se sancionaba también a los seductores y a las propias seducidas, por haber faltado a su obligación de preservarse. Curiosamente, podía darse el caso que se sancionara también a las vírgenes del sol que habían sido violadas. Esto, seguramente, por móviles religiosos. En ciertas regiones, se castigaba la sodomía quemándose vivos a los infractores, así como la casa que habitaban y sus cosechas. El pueblo mismo podía ser asolado. Estas medidas iban de la mano con políticas de expansión orientadas a poblar el territorio con poblaciones afines a su gobierno hegemónico.

Según Polo de Ondegardo y Bernabé Cobo, la hechicería también era perseguida, y su castigo llegaba incluso a los descendientes de quienes habían cometido el ilícito y la pena era ejecutada públicamente. Esta persecución se dio, sobre todo, en el tiempo de Pachacútec y de Túpac Inca Yupanqui. Al respecto, Bartolomé de las Casas, Polo de Ondegardo y Bernabé Cobo coinciden en el castigo dispuesto para los hechiceros: “Este género de hechiceros de ponzoña castigaban los incas matando los tales hechiceros hasta sus descendientes”.

El castigo para personas en estado de ebriedad o que adoptaran comportamientos violentos con una mujer, era severo también. Se disponía que se pisara el estómago de los infractores reincidentes. Aun los niños y las niñas que desobedecieran a sus padres eran condenados al rinritatipci (horadar las orejas), pena que consistía en que un adulto tenía que traspasar con sus uñas las orejas del menor. Sobre el tema del castigo al hurto, Bartolomé de las Casas relata que, al que por necesidad hurtaba alimentos, se le reprendía y se le ordenaba restituir lo hurtado. En caso de reincidencia, era lapidado públicamente. Si el alimento hurtado por necesidad era del Inca, el infractor moría por ello, y si era de un particular, podía ser perdonado. Cuando los caminantes hurtaban en un tambo, era castigado el cacique encargado del tambo y este, posteriormente, castigaba a los demás súbditos suyos por el descuido y poca guardia que habían tenido.

En el imperio de los incas el labrar y cultivar la tierra obedecían a un orden de prelación. Así las cosas, labradas las tierras de los más necesitados, procedía cada quien a labrar su propio terreno, y posteriormente se labraba el de los curacas. La horca habría sido el castigo para quien alterara este orden. En tiempo de Huayna Cápac, en la provincia de Chachapoyas, por darle preferencia a las tierras de un curaca antes que a las tierras de las viudas, un indio infractor fue ahorcado.

Para supuestos de homicidio, la pena establecida variaba en función de quién era la víctima: se descuartizaba a quien matara a su madre, padre, hijos, abuelos o autoridad de su provincia. Por otro lado, era despeñado o lapidado quien mataba a un niño. La horca estaba reservada para un homicidio común. El destierro por un periodo no mayor de un año se aplicaba a quien matase a un adultero. La mentira era considerada delito, así fuera insignificante.

La muerte por lapidación era la pena dispuesta para los adúlteros. Si el varón forzaba a la mujer, el varón era castigado con la muerte, mientras que la mujer era sentenciada a recibir azotes y destierro al depósito de las acllaconas. Situación especial, y aún más grave, era el adulterio con las mujeres asignadas al inca o al sol. Sobre esta modalidad de adulterio, entre los cronistas no hay consenso con respecto a si alguna vez se aplicó o no la terrible sanción dispuesta para este delito, que consistía en quemar vivo al adúltero culpable y a sus hijos, si los tuviera; así como a sus padres, parientes, vecinos y animales del pueblo donde habitara. La sanción incluía la destrucción total de la provincia a la que perteneciera. En memoria de tan grave afrenta se echaba sal a las tierras. El asolamiento era la pena más temida y la más grave.


En el Incanato, para contraer matrimonio era necesaria la licencia o autorización del padre. El tocricoc era la autoridad encargada de celebrar los matrimonios. No estaba permitido el matrimonio con ascendientes o descendientes. El castigo para los jóvenes vírgenes infractores de su condición, queda ilustrado en la siguiente imagen: ambos eran colgados vivos del cabello, atados a una peña llamada “arauay”, donde cumplían su pena hasta morir. También se producían afrentas de orden religioso. El que escalaba la casa o el recogimiento de las Mamaconas, era colgado de los pies.

Tampoco era común en el Incanato que dos personas de clases sociales diferentes contrajeran matrimonio. El Estado, que actuaba como una agencia matrimonial compulsiva, buscaba evitar estas uniones. El drama Ollantay, no obstante su origen posterior y, según se cree, de índole colonial, cuenta, sin embargo, de estos impedimentos matrimoniales por razón de pertenencia a castas diferentes. Se casaban “siempre con sus iguales. Los señores con señoras. Y los plebeyos con plebeyas”, narraba el cronista Hieronymo Roman.

1.5. Sucesión e incesto real y correinado

La cultura europea se basaba en una teoría sucesoria inspirada en el Derecho privado romano, así el patrimonio de un pater familias, en el momento mismo del deceso de estese incorporaba, por lo menos idealmente y sin perjuicio de los procedimientos de entrega de la masa hereditaria, como patrimonio de los herederos o sucesores. Si llevamos dicho esquema al plano del Derecho público, halla explicación el famoso lema de adiós y bienvenida: “¡Ha muerto el rey, viva el rey!”. En consecuencia, la sucesión real se abría en el instante que ocurría el fallecimiento. No había modo, en la lógica occidental, que el nuevo monarca comparta el poder con el difunto. Cabía sí que, mientras estuviera vivo, le consignara responsabilidades de gobierno, mas no con el título de rey. Este fue el caso, por ejemplo, del emperador Justino I, quien entregó a su sobrino Justiniano importantes tareas gubernamentales.

Primero los cronistas españoles que llegaron al Tawantinsuyo (y después los historiadores que abordaron el tema) pensaban que tanto la sucesión del poder real como de los curacazgos se transmitían exactamente igual que en Europa. Había, por otro lado, elementos medievales como la primogenitura y el mayorazgo, que durante el absolutismo, época que coincide con el descubrimiento de América, se sumaron a la teoría hereditaria. El sucesor sería el hijo mayor, cualquiera fuera su competencia. En realidad, este esquema no correspondía a la genealogía real incaica. Sarmiento de Gamboa ya había llamado la atención de este detalle al advertir que en las líneas de sucesión se postulaban siempre dos candidatos de Hanan y Hurin Cusco, pero, al igual que otros cronistas, abrazaba, inevitablemente, una visión patrilineal de la genealogía incásica.

Autores como Franklyn Pease, quien, dotado de formación jurídica, insistiría en sus trabajos en la especificidad de la cultura andina, y María Rostworowski con más detalle, advertirían que la sucesión real incaica, interpretada a la luz de un modelo europeo, colisionaba con los testimonios documentales. No había siempre un solo inca. En muchos casos, de mano con el sistema binario, lo mismo que los curacas en su provincia, los monarcas compartían el poder con otro. El otro inca podía ser o no su hijo, pues su origen dependía más de las panacas (ayllus o familias reales Hanan y Hurin al que se pertenecía por la línea sanguínea de la madre) que del gobernante. Y ese inca heredero, con quien se compartía el poder, no era necesariamente el primogénito. Podía ser otro y, como se dijo, de una panaca distinta, a partir de una destreza para el cargo o, por lo menos, de una percepción de habilidad. En consecuencia, se configuraba un correinado. Uno de los incas podía permanecer en el Cusco y otro viajar por el Tawantinsuyo. Uno asumía responsabilidades en la capital y el otro en suyos distintos. La historiografía aún no está en grado de definir si esta diarquía era temporal o permanente. Si el monarca a quien se llamaba para compartir el poder no estaba a la altura de las circunstancias era simplemente reemplazado por otro y olvidado del recordatorio histórico, como ocurriría con Urco, corregente de Virakocha.

Como los candidatos podrían ser muchos, se idearon, como advirtió María Rostworowski, ciertos mecanismos de limitación. El Inca, en principio, carecía de mayor poder para nombrar un sucesor. Investigaciones desarrolladas por Liliana Regalado y Francisco Hernández Astete apuntan al papel que habrían jugado las panacas, en especial el papel de la madre del Inca y de la cónyuge o coya. De modo tal que el desenlace final obedecía, más que a una voluntad individual del monarca, a un juego político familiar con especial protagonismo femenino y matrilineal. Dado que las mujeres de las panacas reales disponían de un amplio margen de poder para decidir el destino de la sucesión, el sistema político ideó otra limitación: el incesto real. De esta manera se excluía a un gran número de candidatos, cuyas madres y panacas los considerarían con derecho a ceñirse la mascaipacha o símbolo real incaico. El incesto, severamente reprendido desde la moral cristiana, asomaba como un mecanismo político inteligente destinado a evitar, mientras se podía, una severa crisis política.

1.6. Propiedad y tenencia en los incas

Predominaba el principio de la inalienabilidad de la tierra. No existía lo que hoy llamamos “mercado inmobiliario”. Solo la introducción de las nociones jurídicas occidentales, a juicio de Pease, advenida con la conquista, parece haber alterado este principio. Así, la norma era la permanencia de los títulos sobre la tierra; el traslado de los derechos era la excepción, según puntualizan Murra y Moore.

Esta concepción rígida de la tenencia de la tierra sería interpretada por los cronistas y funcionarios españoles tanto como una expresión del “buen gobierno” de los incas, como una expresión de “despotismo”. La permanencia de los títulos sobre la tierra debe, no obstante, ser examinada en los términos de la lógica andina. Los observadores más imparciales como Castro y Ortega Morejón, Polo de Ondegardo y Falcón advierten que el acceso a la tierra era controlado por la propia unidad comunal, supervisado por la autoridad local del curaca y solamente administrado por la alta jerarquía inca.

En los tres niveles, la reasignación de los lotes era realizada con una periodicidad anual, según dan cuenta Cieza de León, Falcón, Castro y Ortega Morejón. Como regla general, a cada cabeza de familia la comunidad asignaba un “tupu” o topo. A las mujeres se les daba medio topo. Cabe resaltar que aún hoy esta práctica subsiste. Otras formas de acceso a la asignación de tierras eran reconocidas al curaca, a las divinidades locales, al culto imperial y al abastecimiento de los depósitos estatales. Conviene precisar que, en un contexto ágrafo y carente de moneda, estas asignaciones se materializaban en entregas de trabajo. Esto fue interpretado como “tributo” durante la instalación del virreinato y constituyó el fundamento de la posterior contribución indígena. La Corona se erigía, así, en sucesora legítima de los reyes cusqueños.

La superposición de derechos va de la mano con la estructura política. Así lo demuestran la comparación etnográfica y los trabajos de campo. También se desprenden estas nociones de una lectura atenta de los informes más imparciales y de los litigios de tierras de la temprana época colonial. La tenencia de la tierra, de acuerdo con los patrones andinos, presenta caracteres singulares. Un rasgo que desorienta a los testigos occidentales es la ausencia de límites y linderos. En efecto, ¿cómo entender los derechos en torno a la tierra sin una delimitación precisa? En efecto, la ausencia de cercos perimetrales cerrados se explica por el concepto nativo de “verticalidad” y control de la mayor diversidad de pisos ecológicos, identificado por John V. Murra (1975) por medio del estudio de las “visitas” de Chucuito y de Huánuco. El acceso deviene, entonces, en una estructura compleja, en la que concurren diferentes derechos en torno a un mismo bien: usufructo en el nivel comunal, posesión en el nivel de la autoridad local de los curacas, y una suerte de dominio eminente desde la perspectiva de la administración inca.

Una observación final. Se ha sugerido, especialmente por María Rostworowski (1977), la posibilidad de formas prematuras de dominio individual (en buena cuenta, “propiedad”) por parte de los reyes chimú. Rostworowski basa su hipótesis en la lectura de expedientes de tierras procedentes de la costa norte. Pero lo más probable es que se trate de estrategias posconquista a las que los litigantes acudían para conservar sus títulos ancestrales de acceso a la tierra.

Un caso particularmente llamativo es el del señorío lupaca, con sede en las orillas del lago Titicaca y del cual existe una masiva información. La dinámica de los derechos a la tierra (y las relaciones de poder en torno a la tierra) quedaron afortunadamente registradas en la visita emprendida por el funcionario García Diez de San Miguel hacia 1567 en los territorios de ese importante reino lacustre (Murra 1975). Ocurre que, en el año de la encuesta, el reino se mantenía intacto. La conquista no había hecho mella en sus formas.

Un dato destacable es la discontinuidad de las posesiones. Los lotes se hallaban dispersos de un extremo al otro de la escalera montañosa. Todos los varones “del común” tenían pequeños lotes en cada peldaño. Como es natural, existían terrenos para los dos curacas (persistía en ese reino la dualidad de poderes propio de la cultura andina prehispánica). Los informantes enfatizan que esos lotes eran trabajados mediante “mita” y prestaciones rotativas. La cosecha obtenida en cada piso era enviada a los depósitos o “coicas” del reino.

Los encuestados de mayor edad recordaban incluso el no tan lejano tiempo del dominio inca en la región. Para las coicas imperiales, los lupaca reservaban también lotes de tierra cultivable; lo propio hacían para cumplir con las exigencias del culto local y las de la religión oficial, las llamadas “tierras del Sol”.

Este rápido recuento de aquellos registros da, en su conjunto, una incompleta (es cierto), pero vasta visión de los diversos y múltiples aspectos del quehacer cotidiano en el mundo andino prehispánico, que eran regulados mediante instituciones jurídicas que posibilitaban la organización social armónica y la vida colectiva en el estado imperante en el Tahuantinsuyo.

II. EL DERECHO INDIANO O COLONIAL

El Derecho indiano está asociado al descubrimiento del Nuevo Mundo y a la necesidad de su administración. El uso del término durante algún tiempo generó polémica. Pensaban los críticos que camuflaba la realidad colonial y, detrás de él, se hallaba una encubierta apología de la hispanidad y, en muchos casos, no les faltaba razón. En todo caso, con el tiempo ha prevalecido un sentido práctico en su uso, de suerte que se sigue empleando. En todo caso, el Derecho indiano puede ser entendido como un conjunto de leyes, ordenanzas y diversas disposiciones destinadas a regir en las Indias, ya sea que se dictaran en la metrópoli o en las Indias, ya fuere que se tratasen de costumbres occidentales impuestas o usos nativos (que fueron admitidos muy convenientemente, en la medida que no fuesen contrarios a la religión).

Al inicio del Derecho indiano se encuentran las bulas del papa Alejandro VI y las capitulaciones. Las bulas, que deben entenderse según la correlación de poderes de entonces, determinarían el dominio personal del reinado de Castilla y Aragón y el de Portugal sobre los territorios que acababan de descubrirse. No se concedían a favor de los Estados, sino que recaían directamente a favor de las personas de los monarcas. Era, entonces, una donación personal legitimada por la cabeza de la Iglesia.

La primera bula breve inter coetera, emitida por el papa Alejandro VI, en mayo de 1493, otorgaba derechos a los reyes Fernando e Isabel sobre las tierras descubiertas por Cristóbal Colón y su expedición. Asimismo, disponía enviar hombres instruidos en la fe católica para su difusión en el Nuevo Mundo, y sancionaba bajo la pena de excomunión a quien la desconociera.

Al día siguiente el papa Alejandro VI emitió una tercera bula a favor de Fernando e Isabel, la Bula Inter coetera, en ella se delimitaba y precisaba aún más los derechos otorgados a Fernando e Isabel. En dicha bula se establece con mayor exactitud la demarcación de los terrenos otorgados. El rey de Portugal no aparece mencionado, relegándosele en los documentos pontificios. La estrecha relación personal y política entre el papa Alejandro VI (Rodrigo Borja o Borgia) y el rey de Aragón, esposo de la reina de Castilla, salta a la vista. La presión no tardaría en ocurrir y habría necesidad de un tratado directo entre las potencias coloniales.

Posteriormente, por el Tratado de Tordesillas, celebrado en Valladolid y fechado el 7 de junio de 1794, se produce un virtual reparto entre las dos potencias europeas dominantes. Del contenido del texto se puede apreciar las intenciones de ambos reinos: el rey de Portugal quería asegurar sus posesiones africanas, en tanto que el de Castilla, las Antillas y los territorios de América continental de los que se tenía noticias.

No obstante que las bulas destacan como fuentes normativas del Derecho indiano, en la práctica se asocia a las expediciones del navegante genovés Cristóbal Colón. En esa línea, para Beatriz Bernal Gómez, con las Capitulaciones de Santa Fe, se establecieron las primeras “bases jurídicas” del Nuevo Mundo. Así, las capitulaciones aparecen como una suerte de documentos reguladores de los primeros momentos del descubrimiento de Cristóbal Colón con su expedición. Guardan ciertamente una naturaleza contractual, pero también parecen concesiones administrativas. Ciertamente hay algo de ambas. Su condición jurídica es imprecisa y mixta, pero están vinculadas a los procesos de descubrimiento, conquista y población del Nuevo Mundo y tienen que ver también con la regulación de la participación privada de la conquista, efectuada con autorización de la Corona. De esto último, se aprecia a simple vista la carencia de medios económicos de la Corona española, que se ve obligada a confiar al albur a los aventureros que están dispuestos a encontrar, conquistar y poblar nuevas tierras. La primera de estas bulas, como se comentó al inicio, fue la Capitulación de Santa Fe. Dicha capitulación tiene un carácter condicional, pues, de verificarse, como de hecho ocurrió, el descubrimiento de nuevas tierras, se designaría a Colón como virrey de las tierras descubiertas.

Otros documentos reguladores de la vida en la Colonia que podrían mencionarse en este primer momento son, por ejemplo: la autorización del 22 de junio de 1497, que habilitaba el ingreso a las Indias de “delincuentes castellanos varones”, lo cual marca desgraciadamente, desde un inicio, con un rasgo espurio, todo el proceso de la conquista; y también las Ordenanzas de la Casa de Contratación, fechadas el 20 de enero de 1503, que regulaban todo tipo de transacciones comerciales entre las Indias.

Ante las constantes críticas por los abusos, en especial por parte de los encomenderos, se emitieron las Leyes de Burgos, que no eran sino un conjunto de normas sancionadas por Fernando el Católico y promulgadas en la ciudad de Burgos hacia 1512 y 1513. Estas leyes establecieron ciertas condiciones laborales para los indígenas, así como disposiciones referidas a la instrucción religiosa y justificación en ciertos límites del trabajo de mujeres y niños aborígenes. Siguiendo los principios del Derecho de gentes romano, desarrollado especialmente para el caso de la Conquista por Francisco de Vitoria, propugnaba la realización de una guerra a los pueblos conquistados que se resistieran a la evangelización, con lo cual se establecen las bases jurídicas del derecho internacional medieval que justifican la conquista de los pueblos americanos.

Esta etapa inicial del Derecho indiano está conformada por las Leyes Nuevas, emitidas entre 1542 y 1543, y en ellas se trataba fundamentalmente de poner límite al poder de los encomenderos. Cabe, entonces, preguntarse en este punto, a modo de breve recordatorio, en qué consistían las encomiendas. Como sabemos, por ellas, a los conquistadores se les confiaba un grupo numeroso de indígenas, normalmente vinculados a sus tierras, con el propósito que se aprovechara su fuerza de trabajo a condición de que dichos indios fuesen evangelizados o cristianizados con el apoyo de religiosos, cuyos servicios corrían a cuenta de los encomenderos. Al comienzo, dichos encomenderos tenían incluso facultades jurisdiccionales sobre los aborígenes a su cargo.

Cabe precisar que los encomenderos libraron una verdadera batalla legal y administrativa con el propósito de perpetuar las encomiendas, a fin de poderlas transmitir en forma onerosa, por venta, pero especialmente en forma gratuita, a través de la herencia, a sus descendientes. Se pretendía configurar así una aristocracia indiana, lo cual no deja de resultar sorprendente, si tomamos en consideración el origen mayoritariamente humilde de los conquistadores. Por todo ello, se entiende que los encomenderos, haciendo espíritu de cuerpo, se levantaran contra las Leyes Nuevas, pues con ellas se esfumaban sus prerrogativas en los territorios conquistados, de los cuales sentían tener merecidos derechos.

Una muestra de tal descontento se expresa en la rebelión de Gonzalo Pizarro, quien se convierte en su adalid y conspicuo representante, con el apoyo del llamado “Demonio de los Andes”, Francisco de Carbajal, quien, luego de capturado por las tropas del Pacificador La Gasca e imposibilitado de caminar por las heridas sufridas en la refriega, fue conducido en andas, en manos de sus captores, camino al patíbulo, mientras él, haciendo uso de un acre sentido del humor en su momento final, cantaba socarronamente: “Niño en cuna, viejo en cuna, qué fortuna”. A él se le atribuye el famoso dicho: “Comida acabada, amistad deshecha”, frase pronunciada cuando invitó a cenar a un joven almagrista coterráneo suyo y al día siguiente, sin que le temblara el pulso ni sintiera remordimiento alguno, dispusiera que lo ejecutaran públicamente. Tales eran los sentimientos y pasiones que animaban a esa ralea de hombres roceros y curtidos por la adversidad que llevaron a cabo la Conquista, que se jugaban la vida de ese modo, sin respetar ninguna otra, salvo la suya propia.

Con tales prácticas, no es de extrañar que los encomenderos llegaran al extremo de ejecutar, en 1546, al flamante virrey del Perú, Blasco Núñez de Vela, y sometieran a su voluntad mediante la fuerza a la primera Audiencia de Lima. Una famosa tradición de Ricardo Palma, “Los motivos del Oidor”, que se remonta a esa época, ha simbolizado para mal (por su falta de independencia) a la justicia peruana, salvo honrosas excepciones, a lo largo del tiempo. Según da cuenta el tradicionista limeño, el oidor Zárate cumplía todos los caprichos del Demonio de los Andes, al punto que incluso aceptó el matrimonio de una de sus hijas con un oficial del ejército rebelde de Gonzalo Pizarro. Sin embargo, al pie de cada sentencia exigida por Carbajal, el oidor suscribía las tres razones que motivaban su acatamiento: “Por miedo, por miedo y por miedo”.

El lema de la Corona en las Indias era “Divide y reinaras”, de modo que advertidos del enorme poder de los encomenderos, buscaron el apoyo de los curacas o caciques, de las órdenes religiosas y de las primeras autoridades administrativas. Las encomiendas, en virtud a la alianza política de curacas, religiosos, autoridades administrativas tempranas y la propia Corona, no tendrían carácter perpetuo para los encomenderos, pero serían la base de las futuras haciendas coloniales y republicanas, y definirían, de algún modo, la etnicidad mestiza en los Andes, no obstante la densidad poblacional aborigen. Su subsistencia recién acabaría con la reforma agraria impulsada por Juan Velasco Alvarado, entre 1968 y 1975.

Entre las instituciones del Derecho indiano, debe recordarse también la figura medieval del Requerimiento, que se asociaba a un elemento central de la noción de justos títulos. No olvidemos que la conquista debía asegurar su legitimidad, y que en aquella época se hallaba arraigada la noción de los señores naturales por la gracia de Dios. Así como lo eran los Austria o la Casa de los Habsburgo (al igual que otras casas reales europeas como los Trastámara y los Borbones), lo eran también los gobernantes naturales del Imperio Romano Germánico y de otros reinos como el de Castilla. Había, pues, que buscar una justificación para legitimar la conquista. Se comenzó entonces una campaña de desprestigio en la que participaron teólogos, canonistas, visitadores, etc. Había que denostar a los pueblos recién conquistados y a sus gobernantes.

Para justificar la violencia en la que se incurría en todo el proceso de conquista, se echó mano a la figura del Requerimiento. Así, antes de asaltar a los indígenas, se les daba la aparente posibilidad de convertirse al cristianismo y abrazar la nueva religión aceptando la autoridad del emperador y convirtiéndose en súbditos. Esto es precisamente lo que hizo el padre Valverde cuando lee el requerimiento a Atahualpa en la plaza de Cajamarca y grita luego (con el grito de guerra de la Reconquista contra los musulmanes) “¡Santiago, a ellos!”, en alusión a San Diego (o Santiago), el santo guerrero que participó como un adalid del ejército cristiano. En el imaginario castellano de la Reconquista, se pasa de Santiago Matamoros al Santiago Mataindios. En el caso de los incas, por lo menos para el Requerimiento hubo un intérprete: Felipillo. En otros casos, no se dieron el trabajo ni de buscarlo o de leer el documento una vez que los hechos se habían consumado o mientras se ejercitaba el sometimiento de la población recién conquistadas.

La legitimación de los justos títulos pasaba por una sistemática denigración de la población conquistada, a la que se le atribuían diversos crímenes imperdonables, sobre todo, de orden religioso y moral: no adoraban al Dios verdadero. Se imponían entonces la extirpación de idolatrías y una intensiva evangelización. Los cargos morales abundaban también: el adulterio, la traición, la homosexualidad, el incesto, la ociosidad y la antropofagia. Las imputaciones religiosas y morales no solo buscaban una justificación del descubrimiento y la conquista de la población y de los territorios que ocupaban, así como de la sustitución de sus gobernantes naturales por otros, sino también la posibilidad de someter la población a la servidumbre. El propio Cristóbal Colón y sus soldados llevaron indígenas caribeños con el propósito de venderlos y donarlos. La eventualidad del comercio de población nativa se vinculaba abiertamente a la posibilidad de su ayuda compulsiva con una cobertura religiosa que la justificara. Allí estaba la noción de encomienda para ello, pero también se asociaba a la resistencia que ciertos grupos hicieron a la conquista y que requería castigarse. Había también formas más sutiles de abonar por los justos títulos. Como ya se dijo, quizás la más elaborada sería la tesis de Francisco de Vitoria (un exponente de la Escuela de Salamanca, asociada a la Contrarreforma católica) sobre la libertad de los mares. En su perspectiva, el descubrimiento y la conquista se presentaban como inevitables.

Para facilitar el sometimiento servil de la población indígena, se desarrolla un discurso filosófico (diríase, más bien ideológico). El teólogo Juan Ginés de Sepúlveda, que había sido preceptor de quien sería el rey Felipe II, a partir de las tesis aristotélicas de la esclavitud, que expuso en su Democrates alter, afirmaba que los indígenas habrían nacido para obedecer, según un catálogo de cualidades en los buenos y de defectos en los malos, que los hacía aptos para la supremacía o para la sujeción. Su contrincante sería otro personaje notable, Bartolomé de las Casas, hijo de encomendero y miembro de la orden dominica, pero ante todo un fervoroso defensor de los indios e impugnador de la violencia de la conquista, quien presentó su Apologética allí. La disputa se celebró en Valladolid y confrontó no solo a esos grandes personajes de su tiempo, sino las ideas e intereses que detrás de ellos se parapetaban. Los conquistadores y encomenderos insistían en someter a la servidumbre a los indios. La Corona dudaba y la Iglesia optó por someter el asunto a polémica, la cual tuvo lugar en la Junta o Controversia de Valladolid, ya avanzada la conquista en tierra firme, entre 1551 y 1552, y descubiertas las altas culturas azteca e inca.

El papa Paulo III había dictado, hacia 1537, la bula Sublimis Deus mediante la cual ponía fin a la incertidumbre sobre si los indios estaban dotados de alma, reconociendo así su derecho de propiedad y libertad. La junta o controversia discutía en gran medida acerca de las condiciones físicas y morales de los naturales. Jorge Luis Borges, en un celebrado texto, “El atroz redendor Lazarus Morell”, parte integrante de La historia universal de la infamia (1935), sostiene, con algo de injusticia (pues De las Casas corrigió posteriormente su postura): “En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros, que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas”. Desgraciadamente, lo dicho por Borges es cierto y, en efecto, en su momento así ocurrió. La inmunidad genética a la malaria y la fiebre amarilla por parte de la población originaria del África contaría también. Como ha dicho Yuval Noah Harari en un afamado libro, Sapiens de animales a dioses (2015), un factor positivo, la saludable predisposición física, jugó entonces a favor de la intensificación de la esclavitud africana en las Américas. De las Casas había insistido mucho en la idea de debilidad física como inherente a la condición del nativo de las Indias occidentales.

Si bien no se aprobó la esclavitud indígena, no se salvó el indio de sus responsabilidades tributarias que incluían diversas modalidades de servicios personales, incluso de algunas atroces como la mita minera, que obligaba a los varones con edades de entre los 18 y 50 años, a que durante diez meses (que solían extenderse, a veces hasta la muerte, dada las terribles condiciones de trabajo) sirvieran en los asentamientos mineros de Potosí y Huancavelica por el simple hecho de la atribución racial. Se les imponía otros servicios personales tanto a hombres como mujeres, entre los que figuraba el obraje (o labores en talleres textiles), que obligaban a las personas a largas ausencias y terribles esfuerzos, pero nada fue peor que la mita minera, que prácticamente suponía un último y definitivo adiós para quien le tocara esa suerte de lotería de la muerte, que sería la causa principal del malestar social en los Andes.

Una institución de la cual es necesario comentar es la encomienda, por medio de la cual: “la corona entregaba a un conquistador o benemérito, un número de indios en una cierta jurisdicción territorial. Para tal efecto, el favorecido (encomendero) podía beneficiarse del trabajo y tributos de quienes estaban a su cargo (encomendados)”.

El régimen laboral por medio de encomiendas se inicia con lo dispuesto en los títulos de repartimientos que hiciera Pizarro: “(…) deposito en ustedes los dichos indios…para que de ellos os sirváis en vuestras haciendas e labranzas, minas o granjerías (…)”. Ello contradecía lo dispuesto en las Ordenanzas de 1526;aun así, dicha práctica se siguió dando. Quizá por eso Felipe III, hacia 1568, mandó establecer una cláusula antiservicios personales en los títulos de los encomenderos “(…) entre las cláusulas que se deben expresar en los títulos de encomiendas, conforme a las leyes (…) es nuestra voluntad y mandamos poner que no haya servicio personal de los indios”.

De forma genérica, se denominaba “mita” a los diversos tipos de servicios a los que los indígenas eran asignados. Tenemos por ejemplo: la temible mita minera en Potosí, Huancavelica o La Plata, que constituían gran causa de mortandad para los indígenas, por las condiciones infrahumanas y terribles cargas de trabajo a las que eran sometidos. En torno a este tipo de mita, es relevante mencionar la Ordenanza de Minas dictada por Felipe II en 1575, en la que, entre otras cosas, se establecía que el trabajo se extendía solo por 4 meses cada dos años, y los indios sujetos a tales servicios tenían derecho a 3 reales como salario.

Historia del Derecho peruano

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