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1.1. El resurgir del discurso nacionalista

En los últimos meses del año 2015 y a lo largo de 2016 vimos aparecer un discurso nacionalista derivado de una serie de fenómenos relacionados con la migración a nivel mundial y el despertar de ciertas tendencias polarizadas. La mayoría de los estudios y análisis que se han realizado sobre este fenómeno hablan de un desencanto del mundo globalizado y de los nocivos efectos del capitalismo rampante que ahogó todo sentimiento de justicia e igualdad. Pero sin duda la cuestión es más compleja. Estamos viendo aparecer o expandirse brotes de nacionalismos perfectamente localizados en países o regiones que no se vieron afectados gravemente por la globalización o incluso que se beneficiaron de ella, como en Cataluña, Escocia, Irlanda del Norte o Italia. Aunque también en algunas zonas que vienen cargando con el problema nacionalista de odios e injusticias como el Kurdistán.

En ese contexto han surgido con renovado brío algunos movimientos más radicales de corte fundamentalista que no debemos confundir con el nacionalismo, a pesar de moverse en las mismas coordenadas de pensamiento (reivindicaciones territoriales, lingüísticas, religiosas, étnicas e históricas). No son lo mismo, pues mientras el nacionalismo al que podemos llamar occidental busca caminos generalmente democráticos para sus reivindicaciones, como el plebiscito, las asambleas o los pactos a futuro, los movimientos fundamentalistas tienden a hacerlo por medios violentos como la guerrilla, la guerra abierta o el terrorismo, o a través de los encontronazos callejeros con aquellos grupos que piensan de un modo diferente.

Las causas de esta aparición de nacionalismos y fundamentalismos, como he dicho, son muy variadas y trataremos de esclarecerlas a lo largo de estas páginas. Sin embargo, por razones de orden expositivo daré cabida a la que se considera como causa de muchos de esos movimientos de reivindicación de lo nacional frente a los universalismos culturales, políticos y económicos: la crisis de la economía global de corte neoliberal.

En ese marco donde tuvo su desarrollo un discurso universalista que desestimó la identidad nacional por no convenir a intereses comerciales e incuso obstaculizar la creación de mercados cautivos, ¿cómo una empresa de lujo pudo crear un monopolio en el que se consumen sus productos si estos son vistos como pecaminosos o excesivos por una sociedad que sigue a pie juntillas los preceptos de austeridad y renuncia como el islam o ciertos grupos calvinistas? Lo primero fue, por tanto, llevar a cabo un proceso de desculturización de los valores autóctonos y enseguida la transculturación de valores sociales favorables al consumo y al estilo de vida que vendían las empresas capitalistas. La nación pasó así a un segundo plano, al menos en la práctica cotidiana de los países y sus gobiernos, en los que pesaban más los dos criterios comerciales y mercantilistas que el ideal nacional.

Desde luego, ese proceso de desculturización o despojo de valores y la transculturación, también llamada por ciertos sectores occidentalización de las sociedades no occidentales, obedeció a un plan perfectamente estructurado. Eso ha ocurrido en casos muy contados, y lo normal es que se produzca por vía de hecho. Por ejemplo, si en una sociedad regida por la sharía o ley islámica —donde las mujeres deben llevar el rostro cubierto y en ocasiones el cuerpo entero— se escuchan canciones inglesas o francesas que aluden al cuerpo femenino sin demasiado recato, o al menos sin el recato que exige la sharía, es lógico que esa canción altere de alguna manera las costumbres de esa comunidad. Y así, podríamos multiplicar los casos en los que el modelo de vida capitalista y occidental se ha convertido en un agente de cambio para muchas culturas. Para bien o para mal, según se vea y se juzgue, el comercio no solo es un intercambio de bienes, sino también de valores culturales anexos.

Por ello, el capitalismo doctrinal o práctico ha sido siempre uno de los factores desestabilizadores del nacionalismo, igualmente, doctrinal o práctico, y que en muchas ocasiones ha sido causa de prácticas que marginan a los países que entran en el juego comercial internacional con desventajas de origen, como sucede por ejemplo con la mayor parte de los países africanos y latinoamericanos. Por ello, al abordar cualquier tema relativo al nacionalismo hemos de considerar esa fuente de diferencias y obstáculos para su desarrollo, al que podemos denominar de manera genérica, globalización.

Es así como en las dos décadas anteriores el nacionalismo se convirtió en un discurso que es visto con rareza, como una ideología un tanto pasada de moda, puesto que lo de hoy es lo global. Pero a partir de la crisis financiera de 2007 y 2008, y de los atentados ocurridos en España y Francia en 2011 y 2015, el interés por lo nacional se volvió a colocar en el centro de la reflexión. Las consignas de defensa de lo nacional frente a lo extranjero aparecían cada vez más, no únicamente en los movimientos de extrema derecha sino en los partidos políticos que enarbolaron esa defensa como causa para allegarse un mayor número de votos en las elecciones. El miedo hizo presa de muchas sociedades democráticas o incluso con un régimen más abierto, que miraron de nuevo al olvidado nacionalismo al que ahora muchos consideran un discurso de salvación, de seguridad y defensa interior, cierre de fronteras o aumento de trabas a la libre circulación de personas de distintas nacionalidades. Un ejemplo evidente es el del vecino país del norte: Estados Unidos de América.

1.2. La expansión del fundamentalismo nacionalista

Decíamos que aun cuando no son lo mismo, y en ocasiones difieren de manera radical, actualmente existe una tendencia de los nacionalismos y los fundamentalismos a cruzarse en el camino, que en no pocos casos llegan a converger en intereses e incluso en ideales.

Algo está pasando en el mundo; algo que desconocíamos y que no previmos que ocurriera de esa manera: un giro hacia ideologías extremas e incluso un aumento de los fundamentalismos.

El más extremo de ellos, como sabemos, es el islámico y de manera particular una de sus expresiones contemporáneas: el Estado Islámico de Irak y Siria (ISIS, por sus siglas en inglés). En este sentido dice el ensayista canadiense Michael Ignatieff:

El autoproclamado Estado Islámico es algo nuevo bajo el sol: terroristas-extremistas con tanques, pozos petroleros, territorios propios y una habilidad escalofriante para dar publicidad a las atrocidades. El poder aéreo es capaz de detener su avance, pero no de derrotarlos, y las fuerzas terrestres con que cuenta Estados Unidos —los peshmergas kurdos— van a tener más que suficiente con defender su patria. En Siria, Assad ha entregado las provincias del desierto al Estado Islámico.[1]

El fundamentalismo coincide con la ideología nacionalista especialmente en un punto: la reivindicación de la identidad, así como su defensa frente a las invasiones de organizaciones a las que ven como una amenaza. La reacción del nacionalismo ante esa amenaza externa no es necesariamente violenta; en cambio, el fundamentalismo responde con una exclusión radical que habitualmente recurre a la violencia. Grupos como el Estado Islámico recurren a la llamada guerra irrestricta, que es una teoría elaborada por los militares chinos Qiao Liang y Wang Xiangsui, y que consiste en hacer la guerra a los países enemigos sin hacer distinciones entre población civil y ejércitos regulares o entre campo de batalla y mundo entero. Es la guerra en el más amplio sentido del término: hackers internacionales, tráfico de drogas para afectar la seguridad de las personas y las ciudades, campañas de desprestigio, formación de bloques para fortalecer el ataque por todos los medios, la guerra financiera que subvierte el sistema bursátil y bancario, guerra mediática y, desde luego, como quedó demostrado en el ataque a las torres gemelas de Nueva York, cualquier forma de terrorismo. Todo esto montado en un discurso nacionalista de salvación en el que se suele justificar cualquier medio.

Los defensores de esta ideología fundamentalista y nacionalista ven a Occidente con recelo y más aún, como un desafío a sus raíces, a su esencia, a sus fundamentos; por ello reaccionan con violencia, pues no exigen la devolución de un bien o de capitales y recursos materiales expropiados, sino de un patrimonio espiritual que para ellos ha sido robado por el consumismo, la promiscuidad, y los intereses inhumanos y crueles de Occidente; una ideología que ha llevado a cabo sistemáticamente una labor de transculturación que los vacía y aliena. El fundamentalismo, en general, se refiere a la expropiación de fundamentos sagrados, inamovibles e innegociables.

El caso de la guerra en Siria en 2016, agudizada en los últimos meses, ha hecho estallar la política nacionalista anti-nacionalista que, aunque parezca un trabalenguas, es lo que resulta del tratamiento que le dan al problema los rusos y los estadounidenses. Trump, por ejemplo, declaró en su campaña que aun cuando no aprobaba a Bashar al-Ássad le parecía que lo más conveniente era apoyarlo para que acabara de destruir el fundamentalismo islámico y de esa manera se garantizara la seguridad de Estados Unidos. Al margen de que Trump cumpla o no su promesa, lo cierto es que revela un discurso nacionalista nebuloso en el que pueden caber tendencias incluso contradictorias, pues la idea que el ISIS tiene de nación dista mucho de la del presidente estadounidense, sin mencionar las que tienen y proclaman los presidentes ruso y sirio.[2]

En efecto, la idea de nación no es única ni igual para todos, pues mientras que para algunos se identifica con el Estado territorial (Siria, por ejemplo), para otros es un concepto más amplio que no se ciñe a las fronteras establecidas por medio de acuerdos internacionales, sino que es una comunidad espiritual (como el Estado Islámico) aglutinada en torno a una ley de origen sobrenatural o divino como la sharía. En cambio, para otros países como Estados Unidos, por ejemplo, la nación es un conjunto de intereses vinculados a su cultura y a sus sistemas económico, legal y político.

En una entrevista con la BBC, el enviado especial de la ONU para Siria, el diplomático ítalo-sueco Staffan de Mistura, dijo que el presidente de EE.UU. tiene razones para querer trabajar con Rusia en contra del Dáesh, que es como se le denomina en ciertos medios al ISIS,[3] pues una victoria a largo plazo contra el Estado Islámico requiere un enfoque que sea completamente nuevo, en el que se incluya la posible alianza entre las dos potencias (EE. UU. y Rusia), pues se corre el riesgo de que ese país árabe se convierta verdaderamente en un Estado Islámico, lo cual pondría en riesgo la paz y la seguridad internacional. Y el temor a que eso ocurra no es infundado, basta ver la mala respuesta que tuvo en la sociedad siria a la llamada de Bashar al-Ássad a la “conciencia nacional y a la unidad para la defensa de su soberanía”. Nadie creyó en esa conciencia ni en el discurso nacionalista del gobernante sirio, en cambio es un hecho que día a día grandes sectores de la sociedad se han unido a las fuerzas yihadistas.[4] Y no precisamente por un sentimiento nacionalista sino sobre todo por el miedo que tienen al ver el debilitamiento creciente de su Gobierno y lo paradójico que resulta invocar una conciencia nacional de unidad mientras que le abre las puertas a los bombarderos rusos.

En Europa ha surgido una tendencia nacionalista que también se mueve en los terrenos del fundamentalismo, si bien no con un discurso de regeneración de corte religioso: el neonazismo, que ha vuelto a aparecer con renovados bríos en países en los que creíamos que se había cruzado el umbral de la barbarie tribal como Italia, Holanda, Bélgica, Alemania, Francia y Suiza. En este último —ejemplo en muchos aspectos de tolerancia multicultural— tuvo lugar recientemente un concierto neonazi que en realidad era una manifestación ideológica nunca antes vista en la Europa de la posguerra, organizada por el grupo ultraderechista y ultranacionalista Blood & Honour (conocido por su belicismo) en la que alrededor de 5000 jóvenes skinheads manifestaron su odio al enemigo común de Europa: el terrorismo internacional de los países islámicos del norte de África[5] o de lo que en Alemania se ha denominado islamización de occidente. Estas ideas han provocado la reacción de grupos de ultraderecha, que atacan los refugios de inmigrantes de manera violenta;[6] actos que nos recuerdan aquel concepto que desarrolló Hannah Arendt: el enemigo objetivo (objektiven Gegner), es decir, el que ha sido declarado de manera formal y concreta. Esta idea parece latir en los discursos del presidente de un movimiento ultraderechista llamado Frente por la Libertad de Austria, Heinz-Christian Strache, quien afirmó un ideal nacionalista que ha tenido gran resonancia, no como principio ideal sino como consigna que incita a la acción directa: “Somos hermanos europeos y nos hermana el hecho de no querer ser islamizados”.[7]

Expresión típica de un nacionalismo exacerbado, que en lugar de afirmar una identidad por lo que se es, lo hace señalando lo que no es. Cuestión que, además de su pobreza racional e intelectual, suele ir acompañada de acciones violentas con las que se pretende afirmar el ser nacional.

El fundamentalismo recurre siempre a un discurso populista, es decir, de exaltación emocional de los fundamentos, de lo que fuimos y ya no somos, de un ser histórico expropiado por un ser extraño y ajeno al espíritu fundacional de la comunidad. “Exacerba el arcaísmo en lo que tiene de fundamental, de estructural y de primordial. Cosas que se encuentran bastante alejadas de los valores universalistas o racionalistas característicos de los actuales detentadores del poder.[8] En el caso de los islamistas puros, como he dicho, se exalta la moral de la sharía amenazada por la cultura invasiva del consumismo capitalista occidental.

Algo similar podemos encontrar en el fundamentalismo estadounidense (nativismo étnico y religioso del blanco, anglosajón y protestante [WASP, por sus siglas en inglés]), que Trump utilizó en la campaña electoral de 2016 como medio para provocar la adhesión del mayor número de sectores que pudieran votar por él. Lo hizo explícitamente, al hablar de los valores norteamericanos amenazados por el enemigo externo, por el invasor que pone en riesgo la pureza fundacional de la Constitución. Como se ha señalado reiteradamente en diversos medios, lo anterior no hace sino demostrar su ignorancia y desconocimiento de la historia de su país, pues si hay un valor fundacional que distinga a Estados Unidos es la garantía de la libertad del mayor número, tal como lo exponen Adams y Jefferson. Lo cual ha dado lugar a que, históricamente, sea una nación de inmigrantes. Y si bien muchos creímos que su discurso era una estrategia de campaña, la sorpresa fue grande al escucharlo en la toma de protesta el 20 de enero de 2017, donde afirmó que esas ideas constituían el eje de su programa.

1.3. Partidos nacionalistas en expansión

Más allá de esos fundamentalismos, que hasta el día de hoy siguen siendo movimientos de minorías, lo que estamos viendo emerger ante nosotros es más bien un tipo de nacionalismo híbrido, en el que parecen converger tendencias colectivistas y populistas, al lado de sentimientos de exclusión, más relacionados en todo caso con el estatismo y el corporativismo de Estado. No es de extrañar, por tanto, que los partidos políticos de derecha en los que se exaltan y defienden valores nacionales sigan ganando terreno en gran número de países.

Aun cuando hayan surgido en un contexto de decepción causada por los resultados obtenidos por aperturas de fronteras y libre mercado, no siempre son partidos políticos que se sitúen en ese hibridismo. Me refiero a los nacionalismos exacerbados de un buen número de partidos a los que generalmente se les ubica dentro de la derecha, en la cual se incluye erróneamente, la ultraderecha ideológica, que suele ser más radical, y contraria a la democracia.

Este tipo de posiciones radicales ha proliferado tanto en Estados Unidos como en Europa, y ha llegado a tener una presencia notoria en el Parlamento Europeo, en donde incluso se han expresado opiniones de racismo y xenofobia, en particular entre los representantes del partido Frente Nacional, de Francia; el Partido Nacional Democrático, de Alemania; el Partido de la Libertad de Austria; así como la Liga Norte, en Italia; el Partido por la Libertad, de los Países Bajos; el grupo político polaco llamado Nueva Derecha, que en total se conforma de una representación extremista de 38 diputados de ese cuerpo representativo.[9] Partidos y grupos que, como veremos más adelante, están ganando posiciones en sus respectivos países; al grado que, como lo señala un estudio realizado en Austria “se calcula que en Europa 100 millones de personas piensan de esa manera”.[10]

Me refiero a ese tipo de nacionalismo que no podemos abordar bajo una óptica confusa: una cosa es el nacionalismo de los partidos de ultraderecha, como aquellos a los que se refiere el informe austriaco, y otro es el nacionalismo que puede ser de derecha o de izquierda. Distinción que me parece pertinente ya que diariamente leemos en los periódicos expresiones que hacen pocos matices y confunden los términos, sin hacer las diferencias pertinentes.

Lo que aquí quiero resaltar es que hoy, y me parece que en los próximos diez o quince años, la tendencia es hacia el repliegue de los Estados frente a las grandes organizaciones; lo que nos hace suponer que volveremos a escuchar expresiones que teníamos guardadas en el baúl del pasado o en el armario de los temas superados, como, por ejemplo, soberanía nacional, pueblo, nación, patria. Términos que expresan una vuelta a esquemas de gobierno más manejables y quizá a una escala más humana. ¿Cómo resolveremos la posible colisión de gobiernos nacionalistas y sistemas que en muchos aspectos son irreversibles dentro de la globalización? Es una cuestión cuya respuesta no es evidente o convincente, al menos hasta el día de hoy, y que en buena medida constituye el quid de este ensayo.

Primero fue el Brexit y, ahora, la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos. Solo falta que Marine Le Pen gane los próximos comicios en Francia para que quede claro que en Occidente, cuna de la cultura de la libertad y del progreso, asustado por los grandes cambios que ha traído al mundo la globalización, quiere dar una marcha atrás radical, refugiándose en lo que Popper bautizó la llamada de la tribu —el nacionalismo y todas las taras que le son congénitas, la xenofobia, el racismo, el proteccionismo, la autarquía—, como si detener el tiempo o retrocederlo fuera solo cuestión de mover las manecillas del reloj.Mario Vargas Llosa

Más allá de matices, lo que es un hecho incontrastable es que el nacionalismo es hoy un tema de debate en todos los países del mundo, tanto en los ricos como en los pobres, en los que cuentan con gobiernos capitalistas o proglobalización, o los de tendencia socialista. En Francia, por ejemplo, durante la Eurocopa 2016 se suscitaron interesantes debates en torno al tema, pues con motivo del juego de este país contra Portugal, se reunió en la Torre Eiffel de París una gran multitud (muchos de ellos pertenecientes a partidos de derecha) en la que se expresaron todo tipo de emociones patrióticas y nacionalistas: los jóvenes tremolaron la bandera de aquel país mientras cantaban con emoción la Marsellesa. Todo como un acto de solidaridad del pueblo francés con las víctimas de la yihad y de exaltación de la unidad nacional como baluarte para hacer frente a los agresores. Tras algunas críticas de los partidos liberales y de izquierda, que acusaron a los organizadores de esa magna reunión de ser belicistas de ultraderecha, estos se apresuraron a responder. Según una editorialista del periódico francés Le Figaro, los nacionalistas acusaron a los proeuropeos franceses, esclarecidos europeístas amigos de la UE y de las decisiones supranacionales de Bruselas (les européistes éclairés), de tomar el camino fácil de identificar al nacionalismo con la violencia, una forma de descalificar a los partidos de derecha que incurre en el grave error, según ellos, de olvidar que un nacionalismo fuerte es la única manera de hacer frente a los ataques del enemigo exterior.[11] Más claro no puede ser, el mundo parece estar dividiéndose entre los defensores de la globalización y los que exaltan como valor olvidado y venido a menos: la nación, que no es necesariamente una disyuntiva radical entre el bien y el mal.

1.4. El nacionalismo es una emoción política

Eso que algunos llaman posverdad (post-truth) para definir un cambio de modelo del conocimiento de la realidad, se hace patente cuando hablamos de tendencias políticas o de apreciaciones de nuestro entorno. En mi opinión, la posverdad consiste en dos cosas: en primer lugar, la renuncia al mundo de seguridades en el que nos hemos movido hasta hoy, y sin las cuales el mundo parece volverse terreno frágil que nos produce miedos de todo aquello que no tenga referentes claros en ideas, dogmas, principios y fórmulas. Por otra parte, la posverdad consiste en una forma de pensar sujeta a prueba y error. Como sostiene el Dr. Tal Ben-Shahar, en un libro que recopila sus cursos de Psicología Positiva, impartidos con enorme éxito en la Universidad de Harvard, el ser humano consigue su felicidad cuando logra despojarse de esa obsesión que se le ha inculcado por la perfección[12] y aprende a moverse en el terreno de lo variable, de lo contingente, sujeto siempre a prueba y error. Países como Bután, que es considerado de los más felices del mundo, ha propuesto en este sentido que, junto al pib, se mida la prosperidad de los países por el producto interno de felicidad (pif). Cuestión que nos aleja de nuestros esquemas individualistas en los que la verdad es solo cuantificable por medio de ecuaciones, y coloca las emociones fuera del margen de lo racional.

Y es que existe una tendencia en el mundo actual a desestimar el papel que necesariamente juegan las emociones en el terreno de la política. Como si la emoción fuese una expresión de nuestra parte menos humana, menos racional y quizá, por ello, más animal. Lo cual no solo es erróneo sino contrario a la realidad de nuestro ser.

El nacionalismo es una emoción suscitada en la sociedad por medio de una evocación sentimental, nostálgica o de indignación. Pero ¿acaso no tienen las emociones un lugar en la política? Y si no, ¿de qué hablamos cuando invocamos el patriotismo? ¿A qué nos referimos al hablar de nacionalismos? Incluso podríamos preguntarnos: ¿qué es el humanitarismo sino una emoción que nos mueve a actuar en favor de los demás? Todas son emociones políticas que hemos de someter al gobierno de la razón, pero no para ocultarlas o negarlas como si fuesen un defecto del ser humano, sino para encausarlas, pues lo cierto es que no se trata de vicios o debilidades, como se entiende en la modernidad, que debemos dominar de manera radical para liberarnos de su influencia negativa. Ciertamente hay emociones nocivas como el odio o la envidia y otras que son positivas como el anhelo, el afán, la lealtad o el amor. Negar que las emociones tengan un legítimo y digno papel en la política es contrario a nuestra naturaleza más elemental. No obstante, reconozco que se trata de la moral en la que fuimos educados la mayoría de quienes conformamos la generación X. Nuestro modelo de comportamiento era, como lo expresara Max Weber, la perfección racionalista recogida por la moral de origen protestante, según la cual los niños no lloran, las mujeres deben someterse a sus maridos y los sentimientos deben dejarse para la intimidad, que es su lugar ético. A tal grado se expandieron estas ideas en el mundo moderno del que somos herederos, que la idea que teníamos de democracia era absolutamente contraria al mundo de las emociones, era un sistema de diálogo, de razones, siempre razones. Por ello crecimos pensando que lo racional, lo serio, lo correcto era comportarnos según el modelo dialógico que reduce la democracia y, especialmente, la actividad electoral a normas rígidas que tratan de ignorar las emociones que suscitan sentimientos de aprobación, adhesión o crítica.

Los nacionalismos nos sitúan en una dimensión diferente. No buscan reducir al ser humano a una sola de sus funciones naturales, como razonar, sino que mueven la voluntad por vías diversas a las del raciocinio: las emociones políticas. ¿Hasta dónde es éticamente válido hacerlo? Es una cuestión que nos llevaría demasiado lejos. Baste por ahora con señalar que, desde nuestro punto de vista, la emoción política no ha de sustraerse jamás del campo de la verificación y de la lealtad a la verdad. No debe dar motivo para tomar los intrincados caminos de la manipulación de sentimientos, la simulación o el chantaje basado en falsas promesas de repúblicas utópicas. En suma, la emoción no está reñida con la democracia. Es falso pensar que los sentimientos nacionalistas son regresiones culturales o tendencias fascistas o antidemocráticas.

Como ha señalado Martha Nussbaum, “a veces suponemos que solo las sociedades fascistas o agresivas son intensamente emocionales y que son las únicas que tienen que esforzarse en cultivar las emociones para perdurar como tales”.[13] Por ello, en la mayoría de nosotros —educados según el modelo ético capitalista— parece habitar una suerte de contraposición categórica entre lo racional y lo emocional. En todo caso, para los convencidos de la democracia liberal es nocivo, pues como señala Nussbaum, dejan “las emociones a las fuerzas antiliberales que, como el fascismo o el populismo, tienen como efecto contrario que las personas juzguen a la democracia liberal como algo soso, lento y rutinario.

Una de las razones por las que Abraham Lincoln, Martin Luther King Jr., Mahatma Gandhi y Jawaharlal Nehru fueron líderes políticos de singular grandeza para sus respectivas sociedades liberales es que entendieron muy bien la necesidad de tocar los corazones de la ciudadanía y de inspirar deliberadamente unas emociones fuertes dirigidas hacia la labor común que ésta tenía ante sí.Martha Nussbaum

Asumir esta indeterminación terminológica al referirnos a una realidad tan compleja como el nacionalismo no debe llevarnos a desesperar, la incertidumbre es esencia de la política y por tanto de su conocimiento. De tal manera que hay que dudar de las pretensiones de perfección y de precisión conceptual, como ocurre, por ejemplo, en la prensa o en los medios donde los analistas parten de supuestos generalmente aceptados, como decir que el fundamentalismo islámico en todas sus expresiones es un movimiento violento e intolerante. Si nos referimos a los actos de terrorismo perpetrados en nombre de valores nacionales (y al tiempo religiosos) por algunos grupos fundamentalistas en Europa y en otras partes del mundo, se trata de una violencia explícita¸ pero no ocurre lo mismo si hablamos de algunos partidos políticos que consideran necesario recuperar ciertos valores que consideran fundamentales. Por ello, siempre hay que recomendar a los jóvenes que estén atentos ante cualquier forma de dogmatismo político que intente reducir los conceptos (como el nacionalismo) a “ideas claras y distintas” como decía René Descartes.

La violencia no es lo deseable ni constituye un valor político. Por ejemplo, lo que sucedió en la sede de la revista Charlie Hebdo, en París, cuando en 2015 fueron acribillados algunos periodistas por haber dibujado una caricatura de Mahoma en una de sus ediciones, ha desatado una fuerte campaña de odio contra los musulmanes, no únicamente en Francia sino en muchos otros países que han puesto sus barbas a remojar. Así pues, es reprobable a todas luces que el reclamo se haga por medio de una acción punitiva de esa naturaleza. Sin embargo, ¿quién se ha preguntado el nivel de gravedad que el dibujo de Mahoma representa para la conservación de la paz? Quizá para nosotros, los occidentales, la caricatura de Mahoma y de cualquier personaje no represente mayor problema, e incluso se podría argumentar que se trata de una forma de ejercer el derecho fundamental de la libertad de expresión o de libre circulación de las ideas. De acuerdo. Eso podría ser si asumimos que esos derechos son compartidos por todos los pueblos del mismo modo. Los musulmanes tienen un nivel de tolerancia para ese tipo de expresiones que no se corresponde con el nuestro; pero ¿por qué habrían de tenerlo?

No obstante, por el acto de violencia en sí, el mundo occidental se ha puesto en alerta frente a los movimientos islámicos, sean terroristas o no. He ahí una nueva generalización, una etiqueta que nos hace sentir seguros: afirmar que todos los movimientos en defensa del islam y sus valores y creencias constituyen una amenaza mundial. Los países occidentales, sin embargo, han asumido ese criterio y han levantado todo tipo de alertas, y no sin fundamento, evidentemente. En Alemania, por ejemplo, ha habido una avalancha de manifestaciones de inconformidad respecto de la política de apertura asumida por el gobierno de Merkel en materia de migración. Uno de los más fuertes representantes de esa tendencia crítica es el movimiento Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente (Patriotische Europäer gegen die Islamisierung des Abendlandes) —PEGIDA, por sus siglas en alemán—, fundado en Dresde en 2014, contra la migración, en especial de los musulmanes a quienes considera incapaces de integrarse a la cultura occidental,[14] pues aunque asisten a sus escuelas y aprenden el idioma tienden a segregarse en pequeños grupos vecinales, conservan su lengua, y sus usos y costumbres perfectamente diferenciados y apartados del grueso de la población. Ángela Merkel utilizó esta actitud con gran astucia para señalar la necesidad de tomar medidas de seguridad como, por ejemplo, el uso del velo islámico; que le valió la aprobación de sus compañeros de partido para continuar como canciller y acrecentar sus posibilidades de reelegirse como primera ministra en las siguientes elecciones generales.

Otro tanto ha señalado el recién electo candidato francés, François Fillon, al afirmar que los migrantes que llegan a Francia “deben asimilar la herencia francesa y sus valores”.[15] Según nuestro punto de vista, lo anterior no constituye un defecto de integración. ¿Qué acaso nuestros migrantes mexicanos no hacen algo parecido en Los Ángeles? Y, me pregunto, ¿no es una fuente de riqueza convivir con diferentes culturas o, como dice Peter Burke, en esa suerte de “hibridismo cultural”? El movimiento patriótico alemán, sin embargo, no parece querer renunciar a su gusto por la uniformidad. Desearía ver a las mujeres que llevan puesto el chador o la burka vestidas al modo occidental; es decir, según su propio modelo.

El caso de la prohibición que se hizo en Francia del uso del traje de baño que cubre el cuerpo completo de la mujer excepto la cara, las manos y los pies, llamado burkini ha sido motivo de controversia en medios y redes sociales. La explicación que dio la autoridad francesa tiene algo de racional, pues se refirió a la posibilidad de que ese traje de baño se usara para envolver a la mujer y mantenerla oculta para evitar cometer un posible crimen como el sucedido en Niza el 14 de julio de 2016. Pero lo cierto es que el traje, como se ha dicho, no cubría el rostro; entonces, ¿cuál es la relación entre ese barbijo o velo y un tapujo que supuestamente pone en riesgo la seguridad? En última instancia, como afirmó la diseñadora de esa prenda, una libanesa de origen australiano, una mujer tiene derecho a elegir lo que se pone y nadie debe juzgarla si usa burkini o bikini. Y esta afirmación nos parece pertinente, salvo que esa sutileza sea pretexto para exaltar lo nacional a costa de lo extranjero.

Sea como fuere, lo cierto es que esa prohibición resulta desproporcionada y un tanto preocupante; sobre todo si recordamos que en Francia —que ha sido considerado modelo universal de Estado laico y de tolerancia democrática— ha habido anteriormente disputas en torno al derecho de las niñas de religión musulmana a usar velos de ese tipo en las escuelas, pues al parecer a algunos franceses les molesta la diferenciación cultural y los usos que ellos consideran exóticos y atentatorios contra la identidad nacional. Y no se piense que hablamos solo de la actitud del actual presidente Hollande, incluso Marine Le Pen, candidata del Partido conservador que lleva la delantera en las presidenciales de 2017, defiende el Estado laico y expresa la necesidad de respetarlo, por lo que apoya la prohibición del uso de velos en la vía pública. Como hace algunos años señaló Sylvain Crépon, un politólogo experto en el estudio de los movimientos nacionalistas de ultraderecha, es bien sabido que, en el fondo, al Estado no le interesa la laicidad ni la libertad de expresión que dice defender, sino la exaltación de “lo francés” en detrimento de costumbres ajenas a sus tradiciones nacionales.[16] Es decir, hacer notar el contraste entre un “ellos” (en este caso los musulmanes y los judíos, puesto que aprovechó la ocasión para proscribir la kipá junto a la burka) frente a un “nosotros” (francés, católico, etcétera).

Esas tensiones entre los países occidentales y los que no lo son ha generado un número considerable de movimientos nacionalistas, unos más radicales que otros, pero la mayoría de clara tendencia xenofóbica; y, a su vez, ha desatado la ira de los fundamentalistas islámicos que, en supuesta defensa de sus connacionales en Europa, han atacado desde sus países de origen a quienes manifiestan ideas de intolerancia. El 21 de enero de 2015, el jefe del grupo alemán de los PEGIDA, Lutz Bachmann, renunció a su cargo después de ser atacado por una serie de mensajes en Facebook en los que supuestamente hablaba de los inmigrantes de manera despectiva y denigratoria, llamándoles “animales y escoria social”; según la ley alemana, este tipo de enunciación se clasifica como discurso de odio. Al parecer, el colmo fue cuando este personaje afirmó en su muro de Facebook que la seguridad nacional “hacía necesaria una oficina de asistencia social para proteger a los empleados animales” (los empleados inmigrantes). Ese suceso ha dado mucho de qué hablar a los medios alemanes; últimamente se descubrió un supuesto autorretrato de Bachmann en el que se representa como reencarnación de Adolf Hitler. La imagen se titula “Está de vuelta”, en alusión al libro que lleva ese nombre y que ha dado pie a la realización de una película que provocó gran revuelo social. La imagen y el título se volvieron virales en las redes sociales; no obstante, más tarde se demostró que todo había sido un montaje. En otra ocasión, Bachmann publicó la foto de un hombre que llevaba el uniforme de la organización supremacista blanca estadounidense, el Ku Klux Klan, acompañado del lema: “El KKK mantiene las minorías a distancia”.

Más allá del hecho que tuvo como consecuencia que los fiscales de Dresde abrieran una investigación por sospecha de incitación al odio y a la violencia (Volksverhetzung),[17] lo que aquí se debe resaltar es la expansión de estas ideas que, en mi opinión, obedecen a tres razones fundamentales: en primer lugar, el morbo social que busca la violencia como un remedio a su aburrimiento; en segundo lugar, una verdadera inconformidad de grandes sectores de Alemania (igual que ocurre en Italia, Reino Unido, Turquía y Grecia) con la apertura de las fronteras y la acogida de miles de migrantes que parecen amenazar la estabilidad de una sociedad bien acomodada y con referentes de estabilidad muy claros (la ley, la frontera, la nacionalidad, la ciudadanía, etcétera). Y, por último, un sentimiento general de añoranza por lo nacional, lo propio, lo nuestro, acrecentado seguramente por la irrupción de políticas de mercado que, en muchos casos, no han traído los resultados de bienestar que se esperaban, o al menos no para la gran mayoría de la población de los países incorporados a bloques económicos o continentales como es la Unión Europea.

De cualquier manera, no puede dejar de preocuparnos, especialmente tratándose de Alemania, la fuerza que puede llegar a tener el nacionalismo aunado a una conciencia generalizada de rechazo. Alexander Gauland, líder del movimiento conservador Alternativa para Alemania (Alternative für Deutschland), en Brandeburgo, ha llegado a plantear cuestiones tan espinosas que nos remontan a ideologías que creíamos superadas como, por ejemplo, “espacio de afluencia y cultura de los extraños”, que genera un “flujo de hogar de quienes por generaciones han ocupado este espacio”.[18] En otras palabras, una defensa del espacio vital sin llegar a los extremos del Nacionalsocialismo, pero sí rozando sus linderos; lo cual no solo es motivo de extrañeza sino de preocupación y atención internacional.

Recientemente, un editorial del periódico Reforma señalaba la posibilidad de que, con el triunfo de Donald Trump, este tipo de movimientos radicales en el mundo podrían recibir un impulso al que “habrá que observar con lupa [para saber] cómo reaccionan ahora ante esta victoria del discurso xenófobo, antiinmigrante y proteccionista”.[19] Se refiere, entre otros, a las elecciones de diciembre en Austria, donde Norbert Hofer, conocido político de ultraderecha, estuvo a nada de ganar la presidencia. Asimismo, a los comicios que tendrán lugar en 2017 en Países Bajos, donde se ha presentado a la contienda otro populista de la extrema derecha o, como le llaman algunos analistas, el líder del seudoliberalismo europeo, Geert Wilders, quien ha demostrado su profundo desprecio por el diálogo intercultural y la tolerancia política; con el objetivo de afianzarse en el poder, ha fomentado una retórica del miedo y de resentimiento contra quienes, desde su perspectiva, son los causantes de ese miedo: los musulmanes, así en general, sin matices y con una fuerte dosis de xenofobia.

El peligro de emplear el discurso nacionalista de manera violenta está siempre latente. Como se ha dicho, es una emoción política y, por ende, puede variar si se le estimula para que cambie de dirección de manera intempestiva o para que pase de la emoción a la acción sin que medie el límite de lo racional. Este es el caso de los nacionalismos de carácter negativo; es decir, de aquellos que para afirmar lo propio niegan al otro, y que suele ocurrir en los nacionalismos que se vinculan a identidades raciales o étnicas, como ha ocurrido innumerables veces en la historia. En su última visita presidencial a Europa, el entonces presidente Barack Obama lanzó una señal de alerta ante el auge del nacionalismo étnico, tanto en Europa como en Estados Unidos y en algunos países de Eurasia: “Debemos permanecer vigilantes ante el aumento de una especie vulgar de nacionalismo o identidad étnica o tribalismo que se construye alrededor de un nosotros y un ellos”.[20] Y no le faltaba razón a Obama, pues como después expresó en una rueda de prensa junto al primer ministro de Grecia, Alexis Tsipras, se trata de una amenaza de la que podemos augurar sus resultados funestos, pues “sabemos qué ocurre cuando los europeos empiezan a dividirse y a enfatizar sus diferencias y competir a la manera de una suma cero”.[21] Quizá para algunos, la advertencia de Obama pueda resultar un tanto catastrofista e incuso justificativa de sus propios errores como presidente, pero no parece que se trate solo de una dramatización, sino de una realidad histórica que, como todo en la historia, puede repetirse como de hecho sucede con algunos movimientos de extrema derecha como los que se han mencionado, y muchos otros de los que se tiene noticia y que han cobrado fuerza en los últimos años, especialmente en los países de Europa del Este. En estos países se ha puesto en tela de juicio su pertenencia al “club europeo”, lo que ha provocado el surgimiento de un euroescepticismo que ha derivado, en el último año, en movimientos más asentados a los que algunos han llamado “eurocriticismo”.[22]

1.5. El peligroso lenguaje del odio y el racismo

Algo está sucediendo que esa especie de nacionalismo ha despertado “el lenguaje del odio”,[23] de rechazo al otro; lo mismo si nos referimos al discurso atronador, antiinmigración y antimexicano de Donald Trump que, si pensamos en la Francia de Marine Le Pen o en Suiza, donde los ciudadanos de a pie, los políticos y los medios, han adoptado un lenguaje de odio y rechazo fortalecido con motivo de los atentados ocurridos en algunas ciudades suizas durante 2015 y 2016 por grupos fundamentalistas islámicos.

El insulto y el desprecio se han convertido en las primeras expresiones de este nacionalismo que se basa en la negación del contrario, y no en la afirmación de lo propio. Por eso no puede dejar de llamar la atención el hecho de que un buen número de latinos haya votado por Trump en las recientes elecciones estadounidenses, a pesar de sus atronadoras amenazas de construir un muro de separación con México y, por ende, con el sur del continente, e incluso que haya advertido o amenazado que recurrirá a las deportaciones masivas. ¿Por qué votaron por quien los rechaza y humilla?

Hasta el momento, una posible respuesta sería que los latinos que dieron su voto al actual presidente de Estados Unidos, Donald Trump, no estaban afirmando una convicción o una posición, y menos aún una conciencia de lo que culturalmente representan en ese país. Con su voto afirmaban lo que no eran, se deslindaban de sus orígenes, que en adelante serán causa de señalamiento y marginación. Algo parecido a lo que ha pasado en México desde hace siglos con los grupos indígenas, que han sido objeto de la marginación y hasta del odio y la persecución perpetrados, no por las clases burguesas altas ni por los descendientes directos de la cultura europea o hispana, sino por los propios mexicanos, mestizos, pobres y vapuleados como ellos. Lo que sucede es que una forma de crear la conciencia nacional es afirmar lo que no se es; así, al maltratar a un indígena se pretende marcar una línea divisoria que deje claro que quien lo hace no es indígena, de tal modo que no hay una afirmación de su ser histórico o nacional, sino una negación y un rechazo de odio hacia lo que no quiere ser. No en vano hay por lo menos dos generaciones de hijos o descendientes de migrantes mexicanos o latinos que han “olvidado” el español y solo hablan inglés; sin mencionar que cualquier mexicano que visita Estados Unidos les resulta siempre sospechoso.

En efecto, a lo largo de la historia esa ha sido una forma de expresar lo propio, lo nacional, lo autóctono, lo familiar; se proscribe y ataca lo opuesto, es decir, todo aquello que pueda poner en riesgo su anhelo de nación o que quiera crear un espejo en el que no desea reflejarse. Es ciertamente la forma más elemental y básica de afirmar lo nacional; tan simple que fácilmente se confunde con un juego de apariencias centrado en la derrota de quien represente el color opuesto.

Se trata, en efecto, de la forma de diferenciación social más primaria: el racismo. Primario porque dentro del proceso cognitivo del ser humano la etapa inmediata y básica es la percepción sensitiva y en concreto, la que capta la vista: el color del enemigo. En los populismos de derecha se añade un elemento que no suele presentarse en los de izquierda. Me refiero a esa forma tribal de identificar a los otros por su apariencia. Freud llama a esa manera de identificación “primera expresión de un lazo emocional con otra persona”.[24]

Si asumimos como punto de partida que el ser humano es un animal, condicionado como todos los animales por el mundo exterior, por la inmediatez, por el entorno, el clima, el hambre, etcétera, entonces ¿qué lo hace diferente del resto de los animales? Evidentemente la capacidad de superar esa inmediatez, de colocarse por encima de las apariencias y entender lo que hay detrás de ellas. Eso es por principio lo que queremos decir con la expresión animal racional. De tal manera que si una persona o un grupo humano afirma su ser negando los colores y rasgos aparenciales de lo que no es; es decir, a través del odio a los que son diferentes de él, no está remontando ese mundo, sino que se coloca al mismo nivel que cualquier otro animal, que reacciona solo por alteridad, esto es, por estímulos corporales básicos.

Eso es quizá lo que más preocupa del nacionalismo que está surgiendo en el horizonte de la cultura política actual, especialmente en Europa y Estados Unidos, parece ser un nacionalismo que revierte el camino andado, que nos regresa al punto de partida: violencia, odio, rechazo al diálogo y a la tolerancia. Hemos tenido que pasar por guerras internacionales, amenazas de una tercera guerra mundial mantenida bajo control gracias a la capacidad de diálogo y negociación; hemos tenido que vivir un holocausto en el que millones de personas fueron privadas de la vida en aras de una ideología nacionalista. Y, aun así, no hemos aprendido la lección: cuando parecía que había triunfado el cosmopolitismo de la cultura global y las fórmulas de convivencia intercultural e interracial, damos un paso atrás para volver al étnico-político, situándonos así en el extremo contrario de la axiología universal y del reconocimiento de una sola humanidad. Ese tipo de nacionalismo, insistimos, es preocupante, no el patriotismo sano que despierta en las personas sentimientos de generosidad; que es un vínculo y no un campo de batalla discursiva, ideológica y, como se constata en algunas partes del mundo, también militar.

Sin que haya una relación causal de necesidad, lo cierto es que cuando las sociedades tienden a cerrar sus fronteras y a encerrarse en sus valores, cuando se levantan muros materiales, culturales, ideológicos o virtuales, se suscita una tendencia a la agresión hacia el otro en su forma más elemental, que es el color de la piel o la religión, la procedencia o el idioma, es decir, el racismo.

A lo largo de la historia, el término raza se ha empleado para designar, no solo la diferenciación genética o biológica de un grupo determinado sino también la cultura. Baste con recordar que cuando José Vasconcelos acuñó el lema de nuestra Universidad Nacional Autónoma de México, “Por mi raza hablará el espíritu”, no se refería a la raza mestiza más que de manera indirecta. Aludía más bien a un sentido cultural, en ese caso la “quinta raza”, es decir, la latinoamericana, que después se recoge en símbolos propios en el escudo de la UNAM, tal como aparece hasta nuestros días. Lo mismo podemos decir del uso que se le da a esa palabra en la literatura, la poesía y la narrativa de la última década del siglo XIX y las dos primeras del XX. No fue sino hasta los años sesenta cuando se incorporó al lenguaje partidista y se le empleó como un instrumento de cohesión, dándole así un sentido más biológico y, por ende, más radical para convocar a un determinado sector social.

Tal como se le entiende hoy, resulta una expresión de contraposición y adversidad —ideal ajeno a culturas políticas verdaderamente incluyentes y universales—. Se ha convertido en un tema central de la política y ha adquirido carta de naturalización en Estados Unidos, en donde el nativismo, al más puro estilo del siglo XIX, se convirtió en un ingrediente fundamental del conservadurismo republicano.[25] Así, es inevitable pensar en ciertas contradicciones del sistema de las que ya hablaremos más adelante, pues si se considera de derecha al Partido Republicano es porque daba prioridad a la inversión y a los intereses de las grandes transnacionales, incluso a costa del gasto público en materia asistencial; no obstante, ahora parece dar la espalda al mundo y volcarse sobre sus propios ciudadanos; exaltar valores tan elementales como los orígenes fundacionales de los grupos coloniales denominados cuáqueros y las Trece Colonias, y en no pocas ocasiones el racismo encubierto o explícito.

El racismo lleva indefectiblemente a la violencia por una razón muy simple: se mueve en el lindero de la inmediatez, es decir de la materialidad más elemental con la que tenemos contacto, por tanto, es incapaz de llevar la comprensión de la otredad, de los otros, al nivel más elevado de la tolerancia y la convivencia pluriétnica. Cuestión que —hay que decirlo— se había moderado en la época de expansión de las políticas de globalización (primera década del siglo XXI).

1.6. El renacer de las emociones políticas

No obstante lo criticable que es comportarse siguiendo únicamente nuestras percepciones sensoriales —como el color de la piel o los rasgos étnicos—, tampoco es mi deseo proscribir cualquier manifestación emotiva en la vida política y, concretamente, en el desarrollo del nacionalismo.

¿Quién puede negar la imagen corpórea de Mahatma Gandhi? Tal como lo señala Nussbaum, este gran líder político sabía que su destino era construir una nación, y que ello no se hace únicamente con discursos. Las personas no somos entes puramente racionales; Gandhi, profundo conocedor de la naturaleza humana, sabía que para llevar a buen término su labor constructora debía dirigirse a seres humanos de carne y hueso, que perciben el poder como un fenómeno en parte racional, pero sobre todo emotivo e incluso mágico o religioso. Por ello, aun cuando fue un escritor prolífico, no fueron sus escritos los que persuadieron al pueblo indio a seguirlo para construir el gran país que debía hacer su aparición en el concierto de las naciones, sino el manejo de una imagen que él mismo encarnaba. “Él pensaba —dice Nussbaum— que el amor a la nación, transmitido a través de símbolos como banderas e himnos, suponía una parte esencial del trayecto hacia un internacionalismo verdaderamente efectivo”.[26] Gandhi es, por tanto, el modelo de un líder nacionalista que se coloca como puente entre la nación y la sociedad. No es un líder que va detrás de su grupo empujándolo por medio de la fuerza o de la acción, sino que encabeza y conduce a su pueblo a la unidad gracias a su autoridad moral.

Entiendo que afirmar tal cosa en un mundo como el nuestro puede resultar demasiado disruptivo, pues si algo nos caracteriza después de las amargas experiencias de caudillos y conductores (eso significan las palabras duce y führer) del siglo xx es nuestra renuencia a aceptar héroes que pretendan mostrarnos el camino o dotar de sentido al mundo en el que vivimos mediante símbolos de identidad. Sin embargo, el ejemplo de Gandhi, que consideramos aquí a partir del estudio de Nussbaum sobre las emociones políticas, nos revela algo muy distinto a los planteamientos de aquellos dictadores que pusieron en jaque al mundo durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Para Gandhi, despertar la emoción del patriotismo no significaba capitalizar la ignorancia de un pueblo analfabeta en su mayoría. Su concepto de la emotividad patriótica no era una extrapolación frente al desencantamiento racionalizador del mundo occidental, motivaba al pueblo por medio de cantos populares, pero a la vez lo exhortaba a tener una mentalidad crítica, a no permanecer inerte ante la injusticia o la opresión, por ello eligió símbolos que proclamaran la importancia de esta, como Ekla Chalo Re, de Rabindranath Tagore, que decía: “Abre tu mente aprende a caminar solo, no tengas miedo, camina solo”. Además, como dice Nussbaum, su biografía y su propio cuerpo eran expresiones claras de esa rebeldía sana que proponía a su pueblo, porque no se conformaba con el establishment e invitaba a los indios a no tener miedo, a caminar solos, sin la tutela extranjera.


Podría decirse que Gandhi supo hacer uso de las emociones, pero no para mover a la irracionalidad anarquista, sino a la rebeldía que exigía la independencia de su país, sostenida en un nacionalismo evocativo, entrañable y profundamente patriótico. Supo así construir una nación en torno a una imagen y un sentimiento común de los que él no era más que agente cuya característica principal es preparar a los destinatarios del mensaje político para vivir prescindiendo de él. No se colocó entre su pueblo y la nación, sino a un lado, siempre dispuesto a desaparecer del escenario cuando así lo requirieran las condiciones.

Por ello, si bien la intención no es hacer aquí una defensa del nacionalismo, no debemos ceder tan fácilmente a esa actitud de pleno rechazo de todo aquello que involucre emociones políticas. Resulta fácil, por ejemplo, sumarse sin demasiada reflexión a la crítica generalizada a Donald Trump; tacharlo sin más de ultraderechista, fascista o pronazi. Es verdad que el Ku Klux Klan y algunos movimientos neonazis de gran impacto —como el de Carolina del Sur— celebraron su triunfo en noviembre del año pasado. También es cierto que ha habido algunos incidentes que la prensa publica con frecuencia, como la pinta de la puerta de una mezquita con el nombre de Trump o el letrero de “Vuélvanse a África” que colocaron en una escuela de Minnesota, en la que la mayoría de los estudiantes son de origen somalí. Pero esos hechos, por más que pudieran sumar cientos, no reflejan la realidad de un país como Estados Unidos, con más de 300 millones de habitantes asentados en un enorme territorio de poco más de 9800 millones de kilómetros cuadrados. No se puede afirmar, por tanto, que el triunfo del actual presidente de ese país se caracterice por esas tendencias, pues para ello sería necesario contar con información estadística y elementos de contexto que nos permitan tener una opinión más acertada. Creo que solo de esa manera podemos formarnos una opinión propia y no adoptar la ajena, únicamente porque está de moda.

Insistimos, no se pretende defender ni a Trump ni al nacionalismo estadounidense o de cualquier otra parte, sino simplemente llamar la atención del lector sobre la necesidad de no descartar, de entrada y sin más, toda expresión de emociones y sentimientos en la vida política, pues si bien es cierto que hemos llegado a establecer reglas cada vez más claras en materia electoral y en un sinnúmero de campos que se refieren a la convivencia, también es verdad que no debemos desestimar aquellas formas de comunicación política, como el nacionalismo, que nos invitan a tomar una actitud que va más allá del cálculo y la negociación de los intereses personales (asumidos supuestamente por nuestros representantes en los partidos políticos) para ser solidarios con aquellas personas con las que nos ha tocado compartir la existencia.

No hay oposición tan radical —como a veces pretenden hacernos creer los medios de comunicación— entre la dimensión individual de nuestra existencia (protegida por los sistemas democrático electorales) y la conciencia de formar parte de una comunidad llamada nación, que espera de nosotros algo más que estar ahí, viviendo única y exclusivamente para nuestro propio beneficio o para lograr nuestro bienestar, incluso a costa del sufrimiento de quienes nos rodean. El sentimiento nacionalista nos invita a salir de nuestra comodidad burguesa, de la búsqueda incesante y en ocasiones obsesiva de nuestros intereses pequeñoburgueses. Me refiero a esa actitud de apatía contraria a la política y a la convivencia humana a la que Hannah Arendt identificó con la filosofía del hedonismo, “doctrina que sólo reconoce como reales las sensaciones del cuerpo, es la más radical forma de vida no política, absolutamente privada, verdadero cumplimiento de la frase de Epicuro vivir oculto y no preocuparse del mundo”.[27]

En este sentido podemos afirmar que el nuevo presidente de Estados Unidos ha desafiado a un sector de la sociedad, ofreciéndole salir de su aislamiento individualista para unirse a un esfuerzo común por restablecer la grandeza que tuvo el país en otro tiempo, es decir para reconstruir la nación. Ha actuado no solo como Chief Executive Officer, sino además, como un auténtico Chief Emotion Officer, modelo empresarial que se ha vuelto una moda en aquel país, donde han descubierto que “el CEO del futuro es un agente de cambio con pasión por avanzar hacia un sueño, cuidando a las personas de su organización y despertando emociones positivas que le permitan alcanzar el éxito individual y colectivo”.[28] Y, en efecto, todo en la apariencia de Trump provoca emociones y resulta desafiante, rompe esquemas y podríamos decir que su afán por ser políticamente incorrecto transmite una emoción especial, casi morbosa, en grandes sectores de la sociedad estadounidense, pues despierta un sentimiento generalizado de suspenso: nunca se sabe a ciencia cierta cómo reaccionará y es impredecible en sus decisiones; si bien, como apuntaba uno de los muchos psiquiatras que se han lanzado a hacerle una prueba sin conocerlo ni preguntarle, “ese tipo de personalidad suele ser audaz y rápida en situaciones difíciles”.[29] Aunque algunos de estos psiquiatras ya le diagnosticaron el síndrome de personalidad narcisista; es decir, un comportamiento obsesivo por la propia imagen y por los logros y éxitos personales antes que organizacionales, su aspecto y su estilo de liderazgo no da esa impresión. Baste con ver su peinado y su apariencia descuidada, sus movimientos un poco torpes y casi distraídos en los escenarios a pesar de tener experiencia en los estudios de televisión; y aunque ha sido criticado por sus horrorosas manos, las mueve sin ningún cuidado ni recato. Tal como lo publicó recientemente la revista de moda masculina Executive Style, el presidente Trump es políticamente incorrecto, su apariencia es un poco desaliñada, incluso su ropa, aunque es de marca, la viste sin cuidado, ni siquiera usa de su talla y las corbatas son poco elegantes y mal colocadas. Para un pueblo que normalmente viste mal y gusta comprar ropa barata, todo esto resulta aún más atractivo, sobre todo si se trata de un rico empresario. Da la sensación de ser “uno más de ellos”, exitoso y rico, pero al final uno de ellos.[30]

En otras palabras, el actual presidente de Estados Unidos apela perfectamente a la sensibilidad de buena parte de los votantes: es alto, rubio, exitoso y de malas maneras, displicente y boquiflojo, pero sobre todo supo empatar emocionalmente con quienes le dieron su voto. En un interesante artículo publicado hace unos meses en la revista Psychology Today, el Dr. Paul Thagard[31] llamaba la atención sobre este aspecto:

Donald Trump confundió a los encuestadores y expertos al ganar las elecciones presidenciales de 2016 en los Estados Unidos. ¿Por qué más de 60 millones de personas votaron por él? Los procesos electorales pueden entenderse como una empresa racional basada en el cálculo interesado por parte del ciudadano acerca de cuál candidato conviene más para la realización de sus objetivos personales. Pero las decisiones de voto de la gente a menudo son emocionales y morales, pues votan por quienes tienen o aparentan tener valores coincidentes con los suyos. ¿Cuáles fueron los valores que Trump proyectó que muchas personas encontraron atractivas?

Los valores son procesos mentales cognitivos y emocionales. Combinan representaciones cognitivas tales como conceptos y creencias con actitudes emocionales que son favorables o desfavorables. En el cerebro, los valores son procesos neuronales resultantes de las representaciones cognitivas vinculantes de los conceptos, metas y creencias, junto con las emociones propias del momento.

Los valores no son cualidades efímeras de las personas, sino que forman sistemas de representaciones cargadas de emoción que pueden proporcionar reacciones, decisiones y acciones con coherencia emocional general. La coherencia de los sistemas de valores puede ser visualizada utilizando el método de los mapas cognitivo-afectivos.

¿Acaso no podemos decir que Sarkozy en Francia respondía al modelo de vida de un gran sector de la sociedad francesa, siempre de aspecto impecable y acompañado de una mujer bella y famosa? Era uno más de sus votantes, e incluso sus modos un tanto displicentes le daban el tono de elegancia conductual que respondía a un modelo aspiracional. Ahora, Marine Le Pen ha tratado de suscitar esas emociones repitiendo —como lo hiciera en la posguerra Charles de Gaulle— que ella representa (encarna) “la grandeza de Francia”; y ciertamente, su apariencia hace aparecer en una matrona, como la nación generosa, pero a la vez fuerte. Su fuerza gestual y discursiva produce un sentimiento de seguridad en una sociedad amedrentada por el terrorismo.

Otro tanto podemos decir de destacados líderes del mundo contemporáneo como Hugo Chávez en Venezuela, quien consiguió que dominara un culto a su personalidad siempre desafiante, envalentonada y por momentos bravucona, y siempre orgullosamente nacionalista. Y al margen de lo que se pueda opinar de su gobierno, nadie puede negar que su estilo hierático lograba suscitar una emoción patriótica en la mayor parte de la sociedad venezolana. Los ejemplos podrían continuar: Putin en Rusia, Duterte en Filipinas, y muchos otros ejemplos en los que, al margen de su postura ideológica, nadie podría negar que logran el fin que buscan con su discurso nacionalista.

Ese es el nuevo estilo de liderazgo organizacional que se ha adoptado tanto en el mundo empresarial como en el político. No puede extrañarnos, por tanto, que hoy surjan líderes que recurran al empleo de las emociones no solo para promover el voto en las campañas sino para generar atmósferas de legitimación, solidaridad, confianza, disposición, civismo y respeto. Sobra decir que también pueden emplearse para estimular otras pasiones negativas como el odio, el repudio y el rechazo. Lo cierto es que desde que Daniel Goleman publicó su libro Inteligencia emocional, hace poco más de quince años, ahora todos sabemos y constatamos que esa inteligencia (EQ, por sus siglas en inglés) representa dos tercios del éxito del liderazgo organizacional en comparación con solo un tercio proveniente del IQ.

Ya podrá el lector imaginar el peso que ello tiene en la política, y no me refiero solo a aquellos países en los que el índice de analfabetismo es lamentable sino a todos los países en los que la mayor parte de las personas carece de las herramientas necesarias para emitir un voto estudiado, pensado y analizado. Es algo comprobado por cientos de estudios: las personas emiten sus votos electorales o plebiscitarios por el afecto, la admiración o la fascinación. Sentimientos todos estos que dependen, no de una plataforma ideológica perfectamente estructurada, sino de las habilidades del candidato durante las elecciones o del gobernante una vez que ha obtenido el respaldo popular.

Nuestra propuesta interpretativa del fenómeno nacionalista, tal como ahora lo estamos apreciando en diversas partes del mundo, es que junto al elemento racional o discursivo del nacionalismo atendamos al papel que juegan en la vida política las emociones, y más aún en la promoción de los valores nacionalistas. Este planteamiento tiene como punto de partida el modelo de Daniel Goleman sobre el modelo de inteligencia mixta, que se caracteriza por incluir rasgos de naturaleza racional y analítica junto con capacidades no discursivas, como son las emociones, aspectos que conforman un binomio determinante y a veces dominante de todo proceso de cognición humana.

Nacionalismos emergentes

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