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I Todo lo que acontece se desborda

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Pero el ansia de repetirnos instaura las verdades. Toda verdad repite lo inefable, toda idea desmiente lo-que-ocurre. Pero las construimos por miedo a contemplar la enorme trama de aquello que acontece en cada instante: todo lo que acontece se desborda y no estamos seguros del refugio.

CHANTAL MAILLARD, Matar a Platón.

La escena se repite, es constante y vertiginosa, se ha vuelto habitual y no por ello menos extraña y angustiante: la prisa con la que el mundo convoca a los individuos para una existencia en apariencia dichosa, la celeridad y la docilidad con que parece acatarse tal invocación, la velocidad con que los principios enunciados mutan o desaparecen, y el tendal de abandonados y sin refugio que ven pasar sus vidas como si se tratara de un mal sueño, acechados por una persistente hostilidad contra todo desfallecimiento.

No es la única escena que define estos tiempos, es cierto, y podrían elegirse muchas otras, incluso del todo contestatarias, o más amables y civilizadas, pero es, quizá –en su descripción completa o en algunos fragmentos dispersos– la más decisiva para la mayoría de los individuos: el sentirse abrumados por la rapidez de la novedad, la necesidad de adecuarse a una sucesión repetida de imperativos construidos por burdos refinamientos del lenguaje y de la acción, el desprecio por la memoria del pasado y el ritual celebratorio del futuro, los cuerpos tambaleantes en el filo del agotamiento, y ni un instante –ni siquiera alguna comprensión o alguna compasión– para el dolce far niente.

Bajo las luces de neón de tiendas siempre abiertas, entre los apresurados caminantes destituidos del paseo, al borde de una alucinación mediática que asfixia las 24 horas, en un estado de sopor por la falta de descanso, frente a la tentación de un ideal determinado por el crédito y las finanzas, en medio de todas las capas superpuestas de signos que descreen del sentido trascendente hay, todavía, una larga pregunta en torno de lo humano que merece ser enunciada: ¿Qué se ha hecho de la vida en este mundo? ¿Hay vida más allá de la escena tecnocrática y lucrativa que tuerce y retuerce la mirada de la gente? ¿Acaso un mundo obsesionado por el éxito individual, a costa de verse sólo la punta de los pies y apurar la muerte, hace vidas mejores? O, inversamente: ¿Hay vidas desprendidas de ese relato que harían un mundo mejor? ¿Vidas capaces de distanciarse del mundo hostil, de simplemente negarse a él, o bien desatenderlo, vidas detenidas o lentas, rebeldes, amantes de la filosofía del instante, de la soledad, de la lectura e incluso perezosas?

Confrontar el mundo con la vida pareciera ser apenas un mero ejercicio de abstracción o de vana filosofía; y separarlos, distinguirlos, alejarlos, esto es, sugerir la idea de hacer otra vida y protegerla de ese mundo tortuoso y penoso o ni siquiera dar cuenta de él, quizá resulte una quimera, una tarea improbable o casi imposible.

Cuando el mundo es hosco, cuando se destruye a sí mismo, apresurado hasta tal punto que la niñez pierde su infancia, ya asume y se asemeja a la vida adulta, y se masacra así el tiempo de la vida, se afecta su experiencia, su aprendizaje y su narración, el resquemor resultante puede ser acallado de una buena vez por la complicidad del silencio adaptativo, pero también puede ser audible de muchos modos diferentes, incluso en su provisional mudez.

Escena: el mundo voraz. Situación: la vida inquieta. O bien: el mundo urgente y sin destino; la vida fuera, en los márgenes. O más aún: el mundo utilitario; la vida como la celebración de las inutilidades.

Una escena es un paisaje que tiende a describirse desde la lejanía, como si se tratara de la crónica de un espectador no implicado aunque quizá atribulado, sí, pero cómodamente acodado en su poltrona o desde lo alto de un páramo; allí se habla de la condición del mundo, de la sociedad, de sus avatares, de sus complejidades, de sus laberintos; se suceden los diagnósticos por doquier, se aguzan las conciencias delante de problemas tan lamentables como irresolubles, el lenguaje informativo y las opiniones especializadas agitan y calman las aguas a la vez.

Una situación, en cambio, conlleva pura afección, no hay exterioridad ni horizonte lejano, todo está aquí a ras del suelo, no hay excepción o todo es excepción, los cuerpos aún respiran y la narración –tanto posible como casi ya imposible– anhela ser una conversación sobre todo aquello que aún late en la vida.

La vida, así, como la interioridad y/o como la comunidad no gobernada totalmente por el mundo, o distante de él anidada en sus refugios de silencio, soledad, pensamiento, conmoción y rebelión.

La escritura –pero también la mirada, la escucha, la voz, la lectura– puede confundir la escena con la situación y confundirse ella misma, pues los diagnósticos sobre el mundo procuran ser idénticos a aquellos que se atribuyen a los individuos, como si se tratara de simples y dóciles cuerpos-receptores de órdenes supra-vitales.

Se espera o se insta a que de un mundo de vorágine se produzcan sin más vidas apresuradas; que un mundo tumultuoso provoque vidas tambaleantes, de pura zozobra; que un mundo únicamente centrado en la acumulación provechosa de bienes, determine sólo individuos insaciables o, al menos, desesperados por poder llegar a serlo.

La descripción de una escena tiende a asimilarse a una toma de posición: aquello que se ve, que se escucha, que se lee, redunda en una escritura de alejamiento rayana en la separación y la indiferencia; la distancia entre el mundo y la vida se vuelve abstracta y a la vez determinista: el mundo es el gran hacedor de la vida, nos hace y deshace, y no hay modo alguno de sustraerse a él y de no parecérsele aunque sea a regañadientes.

Miseria y miserables, felicidad y felices, prisa y apresurados convierten un tema complejo en subjetividades simplificadas y no hay lugar ni para los híbridos inclasificables ni para la ambigüedad caótica, ni siquiera para el desborde: el experimento social es eficaz o deja de serlo en la medida que los individuos rebalsen con sus vidas las concepciones escenográficas del conocimiento disciplinar; así, no podría haber vida que no refleje al mundo, tanto por sus exigencias de sobre-adaptación como por sus modos permanentes de conflicto des-adaptativos.

Cuando se describe la escena y se nombra a «ellos, ellas» hay una designación que se arroga omisiones y encubre puntos de vista; el «nosotros» ha sido un instrumento amenazante incluso de colonialismo; el «yo» suele ser un arma de guerra. De ese modo, las escenas puestas en su propia perspectiva tiñen sus miradas de arrogancia, sucumben delante de la palabra ahogada y exánime o, sencillamente, hablan de otras cosas, alejadas de la oposición entre mundo y vida.

El lenguaje de la situación, en cambio, se embebe de una forma de exposición y no de toma de posición: cada vida singular, parafraseando el conocido aforismo de Pessoa, es una excepción a una regla que no existe. Si consideramos por un momento que regla es mundo y excepción es vida se percibe, entonces, la infinita tensión entre ambos términos, su posible resquebrajamiento y hasta la inversión del asunto en cuestión: son las excepciones, y no las reglas, las que hacen, crean y reinventan el mundo.

Sostengamos, todavía, la tensión precedente: en cada época hay un susurro, un secreto, un murmullo, un grito y/o un aullido que narra la experiencia singular de los individuos con su tiempo, con el tiempo que pasa y con el tiempo que les pasa; experimentos cronológicos del tiempo con los cuerpos y experiencias subjetivas de intensidad de los cuerpos con el tiempo.

Cada época sugiere nombres o metáforas para ser contada, modos orales, escritos y leídos que versan sobre las alegrías o los latigazos en la espalda donde se tallan los padecimientos y las bienaventuranzas individuales; formas puntuales de conversación, de comunicación y de pensamiento; y también figuras extremas de silenciamiento, de presidios, de liberación y de rebelión, de diferencia o de indiferencia.

En cada época hay, como escribió Herta Müller, personas que permanecen o resultan intactas, dañadas y rotas;1 individuos anónimos o cuerpos expuestos a las redenciones, las masacres o las salvaguardas; modos peculiares, plurales o aislados de vociferar o de callarse, de congregarse o de aislarse, de hacer humor, de hacer amor, de perdurar, de pasear, de envejecer y morir, de decirse y desdecirse.

Las épocas pueden no ser más, al fin y al cabo, que esfuerzos desmesurados por percibir los límites de la relación con el mundo y los modos de vivir en él como se pueda o como se quiera –según la buena o mala suerte que se nos asigne o de la que se presuma– en la experiencia de una duración del tiempo que siempre resultará incógnita.

Pero: ¿en manos de quién está la decisión o indecisión de demarcar las fronteras entre aquello ya pasado y lo nuevo? ¿Quiénes se arrogan la potestad de trazar el límite de lo ya ocurrido y aquello por ocurrir? ¿Por qué los intactos gobiernan a destajo y dejan como resultado, la mayoría de las veces, un tendal de dañados y rotos?

Pareciera ser que nadie quisiera sentir en carne propia la experiencia de que todo vuelve a comenzar desde cero, como si el tiempo –la tradición, la historia, el arte, etcétera– nunca dejara de existir y no fuésemos nosotros, los sujetos de una determinada época, sino seres de perpetua y mezquina repetición aprisionados en una partitura ya escrita e inscripta desde siempre.

La demarcación de una época es, así, un torpe conteo de movimientos espasmódicos que dan inicio al ciclo y de una suerte de declive o decadencia o desmoronamiento que señala su irremediable final. El filósofo Giorgio Agamben lo escribe del siguiente modo:

En este cómputo mezquino, a menudo de mala fe, se pierde justamente el único e incomparable título de nobleza que nuestro tiempo podría reivindicar legítimamente respecto del pasado: el de ya no querer ser una época histórica. Si existe un rasgo de nuestra sensibilidad que, en efecto, merece sobrevivir, ése es el sentido de impaciencia y casi de náusea que experimentamos ante la perspectiva de que todo recomience desde cero, incluso aunque sea del mejor de los modos.2

La cuestión está en saber, entonces, si existe la capacidad –o la virtud, o la creencia– de encontrar un sentido al mundo y a la existencia, si podemos o no abandonarnos y ahondarnos en él, o si la incapacidad está definida y determinada por su propio sinsentido, más allá de definir con cierta pobreza el estatuto etario de una época.

Si vivir supone saber qué es la vida presente y qué hacer con ella, si habitar un mundo es saber qué es el mundo actual y qué hacer con él, resta saber si es posible alimentarnos de los resabios de otros tiempos, alejarnos de las fronteras estrechas que se nos consignan.

El término época, por cierto, no proviene de una percepción natural del tiempo sino de una habitual naturalización y responde, nada más ni nada menos, que a una convención pronta a acatarse o desobedecerse, uno de los tantos artificios humanos utilizado para la comprensión del sí mismo y de su historicidad y que, por lo tanto, posee tanto aciertos como debilidades: hablamos sobre una época que nos habla, leemos acerca de una época que nos lee, pensamos mientras se establece qué es o qué no es el pensamiento, gozamos o padecemos de una época que inventa o fabrica modos de hacernos gozar o padecer, pasamos a través del tiempo mientras el tiempo pasa a través nuestro.

Narramos nuestros tiempos –los que nos toca vivir–, en los límites mismos de su lenguaje, lo que nos hace ser, estar, hacer y decir en una condición paradojal sin fin: la palabra como un signo que representa el confín de su propia potencia e impotencia, de su sequedad y su ambigüedad.

Cierta literatura describe estos tiempos en términos de comunicación-conexión eficaz, aceleración voraz e innovación permanente; y quizá esta descripción no sea otra cosa que una imagen acotada del exilio forzado de la contemporaneidad: el abandono paulatino de la angustia existencial –individual y colectiva– en pos de una cierta satisfacción inmediata y fugaz, que no logra nunca apaciguar la condición primera de la humanidad –su indefensión– ni su desenlace ulterior –nuestra inefable mortandad–.

También es cierto que se enuncia la época con otras palabras: ya no en términos de aceleración sino más bien como de dispersión, de disincronía, es decir, la desorientación que produce el sinsentido de un destino que se percibe como entrecortado, escindido, por meros instantes fugaces, sin duración ni conexión entre sí. En todo caso, si cierta aceleración persiste ya no obedece tanto al deseo de alcanzar una meta o un logro inmediato, sino la primacía de un tiempo sin orden alguno que deshace o inhibe todo rumbo teórico o reflexivo de la acción.

Esta dispersión hace que el tiempo ya no despliegue ninguna fuerza ordenadora. De ahí que en la vida no haya momentos decisivos o significativos. El tiempo de vida ya no se estructura en cortes, finales, umbrales ni transiciones. La gente se apresura, más bien, de un presente a otro. Así es como uno envejece sin hacerse mayor.3

Ese tiempo se parece demasiado al dar tumbos, como si la pérdida de orientación a cada momento no fuese más que una suerte de derrota en la búsqueda de que algo dure, finalmente, unos minutos, que no todo se evapore como arena entre los dedos, al menos un sentido –aunque precario, inconcluso, débil– para comprender una mínima porción de por qué se hace lo que se hace, si es que acaso hacemos algo que valga la pena, o bien todo conduce a la parestesia.

En medio de la frenética batalla entre el sosiego pueril y el desasosiego extremo parece haberse perdido el hilo invisible que daba sentido a la intimidad y a la existencia en comunidad –por cierto un hilo siempre frágil y caótico–: la experiencia no banal del tiempo o, para mejor decir, la experiencia del riesgo y de la diferencia en la travesía del tiempo a lo largo y ancho de las distintas generaciones.

Peter Sloterdijk hace de esta última cuestión –bajo el ya conocido término de herencia– uno de los problemas más trascendentes de la modernidad y, a la vez, su fruto más turbio: quien se percibe de forma moderna concuerda, casi sin hesitar, que la riqueza de la vida se encuentra en la inmanencia y no ya en la trascendencia. Semejante afirmación puede leerse del siguiente modo, a riesgo de perder de vista su notable hondura: la herencia se torna superflua y la incertidumbre acerca del origen ya no es un problema sino una potencia fructífera puesta hacia delante y desanclada del pasado; una celebración del puro futuro, previo enterramiento de los tesoros del pasado y del lastre del pecado original:

Serían los futuros, y no los orígenes, los que contarían de verdad. Ahora ya no recaería más el peso pesado del ser sobre el pasado; el ámbito mítico, donde son endémicas las antiguas leyes, los poderes originarios, lo fundacional, pierde importancia progresivamente. Tampoco es el presente ya la continuación de un antes, siempre válido, en el medio de la vida actual.4

Pero, claro está, no sólo se percibe la sujeción al aquí y ahora: existe además la ilusión de rebeldía contra el tiempo, el salirse de época o reinterpretarla de un modo completamente distinto, el quitarse de la secuencia estipulada, no ser transparentes o idénticos en relación a la temporalidad que discurre, no ajustarse a las instituciones tradicionales ni a sus prácticas habituales; pertenecer sí al tiempo presente pero sin coincidir exactamente con él; de lo que se trataría, en fin, no es solamente de un ser-de-época o de un ser-en-época, sino también de un gesto capaz de contemporaneidad. En palabras de Agamben:

Pertenece realmente a su tiempo, es verdaderamente contemporáneo, aquel que no coincide perfectamente con éste ni se adecua a sus pretensiones y es por ende, en ese sentido, inactual; pero, justamente por eso, a partir de ese alejamiento y ese anacronismo, es más capaz que los otros de percibir y aprehender su tiempo.5

Coincidir del todo con una época, esto es, ser completamente transparente a ella, ser su idéntico y amarrarse a los designios del actual presente, impide al individuo su posible soberanía, su huida y su desacuerdo; ése ser permanece quieto y enceguecido por las demasiadas luces que la permanencia de lo nuevo, de la novedad que lo obnubila sin poder ver aquellas tinieblas frente a las cuales también nos encontramos en cada tiempo:

Contemporáneo es aquel que mantiene la mirada fija en su tiempo, para percibir no sus luces, sino sus sombras. Todos los tiempos son, para quien experimenta su contemporaneidad, oscuros. Contemporáneo es quien sabe ver esa sombra, quien está en condiciones de escribir humedeciendo la pluma en la tiniebla del presente.6

La contemporaneidad a la que alude Agamben supone una relación singular con el propio tiempo, al cual se adhiere pero también del cual toma distancia; una distancia que no es de soberbia, ni de jerarquía, ni de alturas, pero sí de cierto anacronismo y de mirada cambiante, casi nómade, en un movimiento que se desprende en varias direcciones quitándose del punto fijo, obsesivo y estrecho de la luminosidad aparente y seductora –y fugaz– del aquí y ahora.

Todo es cuestión de epojé, no de época, diría cierta filosofía.

Epojé, en el sentido de poner y ponerse entre paréntesis, de hacer o hacerse distancia o de ser capaz de una detención, incluso el gesto de quitarse de las preocupaciones reconcentradas y adustas, quizá para volver a ellas de otro modo, con otra experiencia temporal, con otro pensamiento y con otras palabras.

La expresión epojé, como se sabe, proviene de los escépticos griegos y supone, de acuerdo con Sloterdijk: «la postura de abstinencia de juicio que ellos recomendaban; más exactamente: el arte de permanecer en suspenso entre las doctrinas de las escuelas establecidas».7

Para el filósofo alemán epojé significa, históricamente, un corte que origina una distancia, y cuya consecuencia anula la continuidad estrecha entre sucesos anteriores y posteriores.

Pero: ¿qué corte, qué fisura, qué hendidura es posible en estos tiempos? ¿Qué distancia permite asumir esta época a los individuos y, también, a las comunidades? ¿Acaso es ésta una época que da paso al corte y a la distancia o es, justamente, aquella cuyo mismo vértigo lo impide? ¿Y qué vendría después, si es que hubiera un después?

1HERTA MÜLLER, «El tic-tac de la norma», en: Hambre y seda. Madrid, Siruela, 2011, p. 105.

2GIORGIO AGAMBEN, Idea de la prosa, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2015, p. 89.

3BYUNG–CHUL HAN, El aroma del tiempo. Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse, Barcelona, Herder, 2015, pp. 26–27.

4PETER SLOTERDIJK, Los hijos terribles de la edad moderna. Sobre el experimento antigenealógico de la modernidad, Madrid, Biblioteca de Ensayo Siruela, 2015, p. 27.

5GIORGIO AGAMBEN, Che cos’ é il contemporâneo e altri scritti, Roma, Nottetempo, 2010, p. 24.

6Ibidem, p. 25.

7PETER SLOTERDIJK, Muerte aparente en el pensar. Sobre la filosofía y la ciencia como ejercicio, Madrid, Siruela, 2013, p. 37.

Como un tren sobre el abismo

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