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II Contra toda esta prisa

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No escribir de otra cosa más que de aquello que podría desesperar a los hombres que se apresuran.

NIETZSCHE, La genealogía de la moral.

Alejadas de nosotros, inaudibles o incomprensibles, parecen ya agotadas las innúmeras ideas de temporalidad que las ciencias y las artes han puesto y repuesto para pensar cada época –ahora en apariencia insustanciales– con el propósito de advertir las rarísimas turbulencias del presente y poder tomar distancias de ellas: ya no alcanza ni la imagen de continuidad o discontinuidad, ni la unicidad o la disyunción, ni el espasmo o la meseta, ni las líneas, los círculos o las espirales.

Ninguna imagen parece acercarse siquiera a componer con nitidez el cuadro de la velocidad y la urgencia en el que vivimos; la velocidad es tanta que lo dicho no encuentra lugar para ser escuchado y se pierde en el éter, las palabras que describen la celeridad se han vuelto ellas mismas evanescentes, ningún concepto parece alcanzar y apresar el movimiento continuamente disparatado; todo rápido movimiento impide la pausa, hace zozobrar la calma, exige no perder el tiempo y destruye la maravillosa posibilidad de la inutilidad de lo inútil.

Y es que quizá a diferencia de otras épocas, ésta carga con el mandato de ser una transición especulativa cuya conclusión parece estar fuera del alcance de nuestro entendimiento: una suerte de infinitos paréntesis dentro de los cuales objetos, espacios y relaciones parecen a punto de acabar y echar a perderse, pero vuelven a escena bajo la lógica de la novedad. Y la novedad se traviste de actualidad, y la actualidad se traduce como información actualizada, y la información se disgrega y evapora apenas suelta, reconocida e identificada.

Pareciera ser que nada, que nadie, puede ser o pretender ser un instante de detención sin convertirse de inmediato en una duración provechosa.

La aceleración por sí misma es la que inspira a crear una fuente inagotable de ideas sobre el individuo abundante-carente actual, el tiempo saturado de trabajo o el estrés que determina su falta, la ilusión-desilusión de la conectividad-comunicación inmediata, y el problema de cómo adaptarnos a todo ello bajo una atmósfera de curiosa y contradictoria felicidad que nos es requerida desde las pantallas y las marquesinas.

Las figuras de referencia a cargo de la transmisión son, ahora, los personal-trainer, los influencers, los coaching, los gurús empresariales, que aconsejan desde todas partes y a todas horas e indican –compran/venden– los atajos secretos y sigilosos para la anhelada dicha.

La antigua idea de formación –salir al mundo y aprender a vivir– se vuelve anacrónica y se reemplaza, sin más, por la novedad de la transformación de uno mismo: los maestros –esa imagen de una ancianidad que ha hecho su travesía por el mundo y que puede narrar la vida– están siendo desplazados o sostenidos apenas por una doble precariedad –material y simbólica– y en su lugar emerge la idea de una generación que aprenderá por sí misma y que puede prescindir de toda herencia o tradición; en fin, un mundo, una vida, sin la necesidad de maestros, sin la necesidad de formación pero sí de capacitación a través de consejeros personales, que enseñarán de forma privada cómo tener éxito en la vida pública. Y ser felices en el intento.

Pero la felicidad es cosa seria. Bastaría para ello releer, por ejemplo, el siguiente párrafo del Discurso sobre la felicidad de Madame du Châtelet, escrito entre 1745 y 1748:

Empecemos diciéndonos para nuestro fuero interno, y convenciéndonos bien, que no tenemos nada que hacer en este mundo, sino procurarnos sensaciones y sentimientos agradables. Los moralistas que dicen a los hombres: reprimid vuestras pasiones y domeñad vuestros deseos si queréis ser felices, no conocen el camino de la felicidad.8

No resulta nada sencillo contradecir la idea de felicidad o colocar un bocado de dudas o de sospechas en medio. Acaso: ¿no la deseamos, no la buscamos, no es –no ha sido– el centro de gravedad de buena parte de las acciones humanas, sino de todas? ¿No tiene que ver con el destino anhelado que da sentido a cada acción humana?

Pues ello depende de su modo de conjugación: si es futura, postergación del presente; si es pasado, nostálgica; si es imperativo, destructiva; si es única acción y conmoción, banal.

También se podría releer el siguiente fragmento de la novela Una desolación de Yasmina Reza –la historia de ese padre desgarrado frente a la imagen de su hijo feliz, deshecho por haber engendrado una descendencia inocua, estéril– para comprender cabalmente cuánto la felicidad puede ser un gesto ambiguo, desorientador, pusilánime:

De niño, durante meses, te arrastraste a mis pies para tener un perro. ¿Te acuerdas? Te arrastraste durante meses, lloraste, suplicaste, insististe una y otra vez. Yo decía que no, era categórico, tú seguías suplicando. Un día, pronunciaste la palabra hámster.

Habías canjeado un perro por una rata. Dije que no al hámster y me encontré con la palabra pez. Ya no podías caer más bajo.

Tu madre me convenció de que dijera que sí, tuvimos el acuario.

¿Fuiste feliz con el acuario? Me diste pena, muchacho.9

De la falta o de la frustración por la falta se ha pasado a la imposición de una auto-realización en la que sólo sobrevivirían aquellos capaces de ser emprendedores de sí mismos –pero ya incapaces de epojé–, creando un tendal de individuos desorientados, enfermos y somnolientos que no alcanzan a encumbrarse en la velocidad del tiempo exigido para la debida transparencia con su época.

Da la sensación que ya no hay la posibilidad de recluirse –aunque sea de esconderse por un segundo– sino, algo bien distinto: de no ser siquiera dejados al margen de la rueda que gira incesantemente, como si en vez de los individuos alienados de otrora se tratara ahora de seres que sólo llegarían a ser una mera continuidad de sí mismos.

La aceleración del tiempo, la aceleración humana del hámster o la hamsterización de lo humano, designa una temporalidad que se vuelve metáfora cruda, casi despojada de atributos, una metáfora literal si se nos permite la expresión contradictoria: la prisa, la urgencia, la ocupación del tiempo son apenas detalles de una sensación temporal que se presenta, en el mejor de los casos, como una compensación al cansancio y, fundamentalmente, como el remedio a la mala pereza y a la maldita pérdida del tiempo, pues lo que vale, lo único que tiene valor en sí, es el apuro desmesurado.

Un tiempo voraz que determina, desde el mismo nacimiento, el imperativo rápido de una realización auto-personal, condenando a los individuos al esfuerzo y al sacrificio, aunque matizada siempre por una extraña sonrisa abierta, blanca, congelada, de aparente condescendencia y dicha.

El escenario de la aceleración puede describirse del siguiente modo: una flecha envenenada y sin sentido cuya dirección apunta hacia un estado de lucidez o de luminosidad permanente, atento, focalizado, puntual, que no pierde tiempo en acciones o gestos desprovistos de provecho o utilidad, y a través del cual ya no cuenta tanto el consumo o la productividad –pero cuyo valor sigue estando activo y vigente–, sino más bien el carácter comunicativo de los objetos preciados.

La estrategia es sutil pero al mismo tiempo evidente: el consumo provoca un cierto grado de satisfacción y por lo tanto acaba en un determinado punto en tanto deseo; pero la necesidad de comunicación del consumo permanece y continúa, no finaliza con la compra ni con el consumo del objeto-nuevo, nunca se acaba.

Mientras tanto la vida privada se acelera hacia el éxito prometido en su misma auto-gestión empresarial y fenece frente a las exhortaciones ambiguas de sus mandamases: el individuo aferrado a la aceleración del mundo siente que todo es posible –es decir: que todo es comunicable–, que puede hacer cualquier cosa si se lo propusiera –y si no se lo propone o si no lo logra debe retroceder hacia la des-realización, pero por su propia culpa–, que ya no hay límites, que el mundo está aquí y ahora, por completo, en el presente fantasmagórico de una pantalla.

Al mismo tiempo, el individuo es receptor de mandatos contradictorios, incluso impracticables si los confrontáramos en los términos de una práctica sofística. Así lo expresa Michele Marzano:

El discurso de la mayoría de gurús de la gestión empresarial es manipulador, porque es a la vez seductor y falso. Es falso en varios sentidos. En primer lugar, se construye sistemáticamente sobre exhortaciones inconciliables (fenómeno del double bind), lo que significa que pide a los individuos una cosa y su contrario: rendimiento y desarrollo personal, compromiso y flexibilidad, empleabilidad y confianza, autonomía y conformidad […]. De la incoherencia de estas exhortaciones contradictorias nace el malestar contemporáneo.10

Se trata de una temporalidad absoluta, sin piedad para con los débiles, que no perdona la fragilidad y en la cual todo aislamiento, reposo o descanso se vuelve superfluo o, para mejor decir, inconveniente. No hace falta ni parece posible dormir, mucho menos descansar y todavía menos soñar.

La sintética y contundente expresión 24/7 –veinticuatro horas por día, siete días a la semana– acuñada por Jonathan Crary, que subraya la totalidad de un tiempo de estar despiertos, activos, consumidores, comunicantes, puede servir para pensar de qué modo somos objetos y sujetos de un acabado reality show más que de un relato plausible de ciencia ficción.

La línea habitual que distinguía con nitidez el tiempo alternado entre el trabajo y el tiempo de no-trabajo se va diluyendo hasta desaparecer; el trabajo, tanto si lo hubiera como si no, cubre completamente la dimensión real e imaginaria de lo humano: «En relación con el trabajo, propone como posible e, incluso, normal, la idea de trabajar sin pausa, sin límites. Está en la línea con lo que es inanimado, inerte o lo que no envejece».11

Lo normal o habitual sería, entonces, erradicar las pausas, apartar lo frágil, estar atentos todo el tiempo y, para ello, servirse de la inmensa variación de medicamentos disponibles a tal fin, trabajar como única forma de auto-realización aunque ello no sea deseable ni, la mayoría de las veces, siquiera posible.

El sueño y la ensoñación ya no serían ni compensatorios de las actividades del día, no cumplirían con las funciones de recuperación de la energía desgastada o malgastada por el trabajo, ni podrían considerarse como hecho natural o como búsqueda espiritual.

Como un tren sobre el abismo

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