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Darks de boutique

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Sabía que ir a The Cure era una necedad. Pero para mí la música es como unas nalgas, apenas se mueven encantadoramente, valgo lo que se le unta al queso. Y no puedo objetar que no se me advirtió. En un texto publicado en Página 12, el periodista Nicolás Artusi había declarado que no iba al show de The Cure en Argentina porque iba a estar “más largo que El lago de los cisnes”. Sin embargo, atenté contra algo que es muy común que arremeta el asistente a conciertos en este país: la supervivencia. Me había mentalizado para cualquier cosa, estaba preparado para cualquier ballet, para ver a Robert Smith en puntas de pie, desnudo o para ver a la banda entera en tutú, excepto para lo que sucedió: más de cuatro horas de concierto. Ni siquiera La última tentación de Cristo de Martin Scorsese en dos vhs duraba tanto.

Los presagios de que las cosas podían salir del nabo se asomaron días antes. El más impoluto de todos: el llamado de los fans en Facebook a cantarle las mañanitas a Robert Smith durante el primer encore. Ahí empezó la raíz de todo mal, el día de la presentación de The Cure coincidía con el cumpleaños de su líder y vocalista. Y como dice la canción: era mentira, nomás nos fue tanteando. Tanto habían presumido que el festejado se deprimía en esta fecha que no esperábamos que, pese a su inaccesibilidad, aquel día luciera contento. Bad mistake. Porque entonces una parte que no entiendo del ego del público se sintió resarcida. Y se perdió toda capacidad crítica para discernir lo que sucedería arriba del escenario.

Había decidido no pararme en The Cure porque temía enfrentarme a un remake de Where the Wild Things Are. Robert Smith como el émulo de Carol destruyéndose emocionalmente. Los dioses comenzaron a confabularse en mi contra para que asistiera. Alguien me ofreció un boleto de gradas. Como yo me encontraba lesionado de una pierna, lo acepté. Y un sentimiento de culpa parecido al que ataca al Alcohólico Anónimo durante una de sus recaídas comenzó a carcomerme el poco espíritu que me quedaba. ¿Iría a The Cure lesionado como me encontraba? ¿Sacrificaría mi salud por un jodido concierto? Nimiedades. Para incapacidades, las de tres personas que vi en el Foro Sol enyesados y en muletas.

Lo que estaba en peligro no eran mis problemas físicos, sino mi salud mental. Pero no lo advertí. Nadie pudo haber pronosticado que esa lluvia se prologaría por más de cuatro horas. Sin contar los días que haría eco en mi interior.

El día del concierto, como siempre pasa, uno de esos acymbalados fans que compran boletos en preventa me avisó que le sobraba una entrada para General a. El destino se empeñaba en salvarme del desprestigio de las localidades populares. Así que me pegué a él con el dinamismo de una mosca golosa que se posa sobre el suadero de un puesto afuera de metro Balderas. Podría decirse de mí cualquier cosa, menos que era un marginal. Hasta podían gritarme “Maldita lisiada” si les apetecía, pero nadie se atrevería a exentarme de la categoría de dark de boutique.

Además de The Cure, a quienes las horas de tedio de la peli Titanic no les pueden hacer sombra, se presentarían tres teloneros. Aquello parecía un día del Vive Latino. Las puertas se abrirían a las 5. No me atrevería a llegar a esa hora. Como dice Lupita D’Alessio: “ni que estuviera loca”. Así que llegué a las 8:10. Minutos antes de que saliera la banda “estelar”.

Lo primero que me aguijoneó al llegar al Foro Sol fueron los puestos de souvenirs. Pero qué pinches playeras tan horribles. No exagero si afirmo que eran las más feas que he visto en mi vida. Qué pésimo gusto. Quién demonios producía esa basura. Abigarradas. Con plastas de serigrafía por ambos lados. Con la impresión de la regordeta cara de Robert por el frente, ocupando toda la tela. Imagínense una prenda de esas en un cuerpo gordo como el mío: parecería el rostro de un Smith acuciado por el hipotiroidismo. Nadie pensaría en ella como una playera de The Cure, sino en una con la foto de la Beba Galván.

Lo segundo que me paró los pelos fue la ausencia de darks. Había algunos cuantos, pero no tantos como era de suponerse. Algo había pasado. O se convirtieron en emos y perecieron junto a My Chemical Romance, o nomás salen los sábados al Chopo.

El público estaba compuesto mayormente por cuarentones. Había algunos que incluso le pegaban más arriba. Seguro que ya hasta con tarjeta del inapam cargaban. Por primera vez en muchos eventos a los que había acudido, las huestes juveniles eran casi minoría. Pululaban por ahí varios niños. Un as bajo la manga, ir con un infante. Así lo reveló el momento en que la fuga de capital humano comenzó. Algunos no tuvimos pretexto para quedarnos hasta el final. Pero otros sí gozaron de una tabla de salvación para poder renunciar y marcharse. “El niño tenía sueño”.

Momentos antes de comenzar el concierto, se presentó otra premonición. Tembló. Una sacudida de 6.5 marambeó el Foro Sol. Muchos interpretaron el momento como una buena señal. Ah, The Cure cimbraba a la capital. Pero yo no. Para mí fue un signo más de truculencia. Ese sismo era una nota de rechazo. Los dioses estaban tratando de comunicarse con Smith. Era una señal. Un aviso. De que reconsiderara lo que iba a perpetrar esa noche. Pero el ego de Robert es como un cuerpo hinchado por la cortisona, o una cabeza asediada por la alopecia, te mata lenta pero seguramente.

El espectáculo arrancó veinte minutos después de lo acordado. No voy a negar que el temblor y otros aspectos le estaban imprimiendo a la noche un toque especial. Aunque no sabíamos con certeza qué tocarían, los setlists de la gira nos daban pistas, yo estaba esperando algo parecido al video Trilogy. Que en algún instante The Cure se arrancara a interpretar un álbum completo. Pornography o Desintegration. Lo hubiera preferido a lo que hizo. Mi vaticinio era que no tocaría más de dos horas y media. Tiempo suficiente para salir de ahí extáticos. Con un recuerdo vívido. Y sí, con ganas de más. Pero no hastiados.

El pretexto para mi autoinmolación había sido que deseaba ver a Reeves Gabrels, un guitarrista que admiro. Pero al final fue una panacea. Si bien Gabrels estuvo ahí, fue sólo un músico de relleno. Sólo en dos o tres pasajes pudo requintear a placer. Otro pin más que colgarle al ego de Smith. Como si su humanidad permitiera que alguien le robara cámara. Imposible.

Lo único rescatable de esa noche fue que no se aperró como de costumbre. La gente no se empujaba. Podías disfrutar del show de manera holgada. Había meseros. Y los baños tenían tanto papel de baño como servilletas para secarte las manos. Nada que ver con la inmundicia de nuestro querido foro Alicia. Seguro Smith, ante la comitiva de darks de boutique que se apersonarían, solicitó condiciones propicias. Si ya iba a deprimirnos, de jodido que fuera de manera higiénica.

La primera hora del concierto la disfruté. Todo se desarrollaba de acuerdo a mi mapa mental. Un campechaneadito de la producción robertsmithsiana. Confieso que durante todo ese tiempo pensé que el líder de la banda era una figura de cera. Un holograma no, porque está cabrón, tanta grasa no puede digitalizarse. La tecnología todavía no da para esas dimensiones. Hasta que se movió. Dizque bailó. Entonces sí es ballet, me dije. Conté las ocasiones en que se retorció. Fueron tres. Seguro rompió su propio récord. El que no paraba de saltar era el bajista, Simon Gallup. Y al principio contagiaba su buena fortuna, pero al final terminó por caer gordo. Parecía robot. A qué hora se le va a acabar la pila a este cabrón, me preguntaba.

Y aunque gozaba de una buena ubicación, casi hasta adelante, la maldita grúa que grababa el concierto me impedía una visión plena del escenario, yo me encontraba del lado izquierdo. Pinche cacharro. Vino a suplantar a los celulares, cámaras, iPods y iPads que se había pronosticado iban a impedir que se disfrutara el show a pelo. Excepto unas tres o cuatro personas, nadie estaba con el gadget en alto. Si sí son ordenaditos estos darks de boutique. Y eso me jodió el concierto. Porque a pesar de que veía a la banda a unos veinte metros, prefiero verlos en el escenario que reproducidos en las pantallas de los costados. No importa que los vea del tamaño de un juguete de Kinder Sorpresa. Es mejor presenciarlos así, de manera orgánica, que pagar para verlos en una pantalla. En todo caso me quedo en mi casa a ver el blu-ray.

Los que sí la padecieron fueron los de gradas. Porque esta ocasión las pantallas no estaban lo convenientemente grandes. Así que allá atrás debió estar tan aburrido como un San Luis-Querétaro. Y aunque yo escuché a toda madre, en General b la raza se quejó de que unas bocinas estaban apagadas y no se oía ni madre.

La segunda y tercera horas fueron un suplicio. La pierna me comenzó a doler. La gente se comenzó a largar. Atrás de General a muchos se echaron en el piso. Y ese movimiento resume para mí todo lo acontecido aquella noche. Que muchos estábamos ahí más por nuestra necedad que procurando nuestro deleite. Algo que no podía entender es por qué Robert Smith estaba tan gordo si sudaba tanto.

Muchos se preguntarán por qué no me largaba. Ganas no me faltaban. Pero me agarró desprevenido. Cuando se produjo el primer encore las cosas pintaban bien. Hasta ese momento sólo habían tocado 25 canciones. Un regresito de tres rolas y se chingó. Además, el frustrado intento de cantarle las mañanitas a Robert Smith me insufló de la seguridad que requería para continuar en el recinto.

Entonces se produjo una tormenta de encores. Y aquí sí que Robert Smith no tuvo madre. Porque estaba faltando a un principio fundamental del rock. El encore es una petición del público. No una imposición del grupo. Vamos, si hasta Vicente Fernández lo sabe. No deja de cantar mientras el público no pare de aplaudir. Pero nosotros nunca pedimos a The Cure que volviera tantas veces al escenario. El encore tiene una función dentro del espectáculo. Es la cereza del pastel. Y el último duró once canciones. Háganme el chingado favor. Y en la recta final se vio a un Robert Smith sonriente. Yo no creo que estuviera contento, más bien se burlaba torturándonos.

¿Qué deseaba demostrar el cantante de The Cure? ¿Que posee uno de los mejores songbooks del rock? No me parece la manera correcta de enfatizarlo. Hubo un momento en que me dije “quiero de las drogas que usa ese cabrón”. No se cansaba de cantar. Lo que no entendía era como Reeves Gabrels se había aprendido todas aquellas patrañas. En total fueron 50 canciones. Después de aburrir a todos, propiciar la huida de unos cuantos y regodearse en sí mismo como si amasara la masa para los tamales, despertó al público con algunos hits. Los que algunos estaban esperando desde hacía tres horas. Pero todos estaban ya tan destruidos que no disfrutaron con la misma intensidad.

Al segundo encore yo ya había proclamado: “si es verdad que Dios existe que venga y detenga esto”. Pero Ocesa no hizo nada por nosotros. Al tercer encore comprendí todo. Llegó a mí como una revelación. El puto de Robert Smith estaba retrasando nuestra salida para que no alcanzáramos nada abierto y no encontráramos dónde cenar. Era venganza por el puto sobrepeso que lo acongoja. Sabía que era domingo y que todo estaría cerrado, el cabrón.

Cuando terminó el cuarto encore con “Killing an Arab”, y ya no hizo el amague de retornar por un quinto, mi alma descansó. Me encaminé a la salida decepcionado. Después de haber sido testigo de una de las muestras de onanismo más burdas, absurdas y sin sentido que he presenciado en mi existencia. El colmo fue lo que oí de algunas personas: “no mames, no tocó ‘Just Say Yes’”. No llenaban. Lo que le faltó cantar fue “Mis tontos fanáticos”.

Ojalá el amor durara tanto como un concierto de The Cure. A partir de esa experiencia sólo cuento con una certeza: no quiero volver a escuchar una puta canción de The Cure en mi vida.

Abril de 2013

Aprende a amar el plástico

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