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El amor, la coca y el tráfico son cosas incompartidas

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Amigo consumidor, amiga consumidora, permítame darle un consejo: que nunca se le antoje conectar coca en Ciudad Godínez si está lloviendo. Menos se le ocurra intentarlo con su pareja sentimental en el asiento del copiloto.

El pasado fin de semana se me ocurrió jugar a Hunter S. Thompson y la ciudad defecó sobre mí. No, no me vendieron aspirinas molidas a precio de cocaína como si fuera joven creador del fonca; no, tampoco me resultó bato la sextuitera; ni me tuve que agarrar a putazos con un travesti de Nuevo León (si creen que su mayor talento reside en inyectarse aceite Capullo en las tetas, con eso de que es bueno para el corazón, dense un tiro con alguno). Mi tragedia sólo es comparable a que una paloma se cague en tu cabeza.

Me quedé atrapado en Insurgentes. Y con el estéreo del carro descompuesto. Estiré mi relación hasta un nivel en que ni el mal sexo, la infidelidad o la disfunción eréctil resultarían tan nocivos. Una sola satisfacción preservo de aquel infierno: si mi vieja y yo sobrevivimos a esa pesadilla, somos capaces de resistir cualquier catástrofe. Incluida su madre.

El que nace para godín no pasa de Insurgentes. Pinche karma. La onda comenzó con el principal enemigo de las relaciones en Ciudad Godínez: el puto tráfico. Es como el mal aliento. Ya curaron con trasplante de células madre el vih, van a descubrir la cura contra el cáncer, pero jamás van a encontrar un remedio para el apeste de hocico ni van a idear una solución para la congestión vial de la Ciudad de México. Pensar que vas a llegar a tiempo a algún lado en Ciudad Godínez es como creer en el amor. El único sitio al que puedes arribar puntual es Twitter.

Pero no escarmienta uno. Mi chica y yo concebimos un plan fantasioso. Asistir al cine, comer, después comprar cocaína y cerrar nuestra idílica jornada en su bar favorito. La vida está repleta de citas fallidas, de plazos que no se cumplen, de tarjetas que no se pagan, de planes que se desmoronan. Cualquier habitante de la Ciudad de México ha padecido la desgracia de lo que significa vivir en la capital. La novedad en la historia es la batalla emprendida entre mi necedad de conseguir cocaína y el fenómeno meteorológico denominado lluvia.

Llévame al cine de la mano, me pidió mi chica días antes. Y me comprometí pese a que nada me atraía de la cartelera. Me sentí como un monstruo. La exigencia conllevaba cierto reproche a la insensibilidad de mi parte. Pero ya entendí que es doblemente monstruoso invitarle a la persona que me soporta una mala película. No obstante, si soy el más aferrado del mundo a la hora de conseguir cocaína, por qué no me armaría a pagar por ver basura.

Quedamos a las tres de la tarde en Cinemex de Plaza Insurgentes, pero el tráfico le impidió llegar a tiempo. Y todavía no empezaba a llover. Pocas cosas me cagan más que entrar a la sala cuando ha iniciado la cinta. No porque sea fan de los comerciales de Coca-Cola, pero me gusta disponer del tiempo necesario para comprar las palomitas y el refresco que contribuyan con el paro cardíaco que me aguarda en el futuro. Y no perderme los créditos. Menos mal que no compré los boletos desde antes. Es uno de los peores errores que puedes cometer, junto a venirte adentro. Pero cuando no es el caldo son las albóndigas. En las benditas ocasiones en que arribas puntual a la función sueles toparte con que se acabaron los asientos.

Como el puto universo siempre se confabula en mi contra, la próxima función era hasta las seis. Y ni de pendejo me fleto las Tortugas Ninja. Mi estómago puede soportar la mamada ésa basada en el cuento de Oscar Wilde, pero ¿tortugas mutantes? Cabrones, si me subo todos los días al metrobús. Redujimos el plan a: vamos a comer, me muero un chingo de hambre (¿qué será lo opuesto a un chingo?, ¿morirse poco?), le marcamos al díler y luego nos largamos a empedar. Okey maguey. Okey corral.

Decidimos dejar el coche en la plaza para no batallar por estacionamiento en la Roma. Fue el peor día de mi vida, sin duda. Pero al menos tuvo un rato rescatable. Compartir los alimentos con mi chica. No me la pasé nada mal. Bebimos cerveza y me drogué hasta la sobredosis de salsa habanera como es mi maldita costumbre. Porque si no me lacero con picante hasta el paroxismo la comida me resulta un desayuno continental. Insólito, pero me divertí. Nos reímos bastante. Fue una especie de déjà vu de nuestros primeros días. Cuando existía cierta complicidad entre nosotros. Y albergábamos cierta esperanza de construir un futuro promisorio. Cuando era yo un tipo con sentido del humor, de urbanidad y de humanidad, y no este amargado en que me he convertido ahora y que se empecina en ser un antagonista de tiempo completo.

Puedo presumir que todavía cuando pagué la cuenta estaba contento. Pero enseguida vino uno de los performances que hacen famosa a la bestia que llevo dentro. Uno de esos por los que las mujeres que me han amado hasta la médula me abandonan irremediablemente. Después de visitar su bar favorito nos refugiaríamos en uno que yo propusiera. Me va a dar güeva desvelarme, me dijo mi morra. Mejor vamos al bar que tú prefieras y nos acostamos temprano. Me ofendí. Profundamente. Como si mi vecino del departamento de abajo no hubiera pagado el internet y por su culpa no pudiera ver pornografía, que tanto me desestresa. O como si el vecino del depa de al lado hubiera cambiado su contraseña de Netflix. Vámonos a la casa, le dije.

Ni porque me acababa de tragar más tacos de los que le cabían en el estómago a Vitorino me pude controlar. Ella todavía la quiso barajar despacio. Compramos la coca, unas películas piratas y cervezas. Pero mi neurosis hacía minutos que había abandonado la estación.

Con ella al volante dejamos el parking de Plaza Insurgentes. Mi chica y yo ya estamos lo suficientemente grandes para destrozarnos la vida. No peleamos. No gritamos. Cuando existe una inconformidad de mi parte guardo silencio. De mí no se puede obtener otra cosa que no sea silencio. Siempre que me molesto opto por la ley del hielo. Por lo regular el hielo tarda en derretirse varias horas. A veces días. Incluso semanas. A uno de mis mejores amigos se la llevo aplicando más de ocho años. Pero las ganas de cocaína se impusieron.

Circulábamos por Insurgentes, o como les dicen los godínez en un baño de cosmolingüismo: Insurpipol. Todavía faltaba un considerable tramo para llegar a casa. A la altura de la Del Valle le pedí a mi nena que nos detuviéramos en un bar y nos echáramos un trago en lo que citaba al dylan para comprarle un par de gramos. Chingue su madre las películas y el alcohol. El señorito quería cocaína.

Nos internamos en una cantinita rascuache para enfermos terminales a la altura del metrobús Nápoles. Sólo vendían megas. Con lo que me repatean las caguamas. Ya no tengo diecisiete ni me gustan las putipobres. No importa que pese 116 kilos, tiendo a ser más estilizado. Sólo bebo jugo de naranja natural. Consumo güevos orgánicos. Si utilizo sal tiene que ser sal de mar de Cuyutlán marca Mónica Patiño. No permito que en mi mesa descanse un refresco de dos litros. Me parece repugnante. Si bebo Coca es en lata mini, la presentación de 250 mililitros. Bebo cervezas importadas y vino tinto.

Tuve que bajarme el mal rato con una Victoria, que para colmo estaba caliente. En la Ciudad de México nunca solucionarán el problema del tráfico, tampoco el de la cerveza templada. Llamé a mi dylan para encargarle un par de “litros de leche”. Me contestó que andaba por el Parque Delta y que me veía en una hora. Me pareció una eternidad. Qué pendejo. Como si una caguama por delante y la paciencia casi nula de una mujer no fueran suficiente entretenimiento. Soy una bestia idiota. Le dije que en un rato le devolvía la llamada.

Regresé a la cantinucha y me aplasté. Todo te vale pito, me dijo mi morra. Todo lo que te cuento te vale pito. Desde las teorías de Darwin hasta mi familia. No respondí nada. Me quedé callado diez minutos. Mi psiquiatra afirma que guardo silencio porque tiendo hacia la autoagresión. Dónde quedó aquella bestia violenta que solía agarrarse a golpes a la menor provocación. En qué me he convertido. Bueno, tampoco le levantaría la mano a mi vieja. Soy un cretino, pero no un abusón. Y no soy don Juan de Marco, pero en el pasado Corona Capital casi me agarro a madrazos con un pinche ñero por maltratar a una morrita. Me contuve porque quería disfrutar de Grimes. Pero sí lo empujé y le advertí que o se calmaba o le partía su madre.

Por qué, Carlos, me injurió mi chica. Por qué me hiciste sacar el carro del estacionamiento. Yo sí quería agarrar la peda, pero temprano. Porque soy un estúpido, confesé. Maldita sea, pensé, necesito cocaína. Y entonces ocurrió lo peor que le puede suceder a un adicto como yo: se desató una tromba.

En Ciudad Godínez la lluvia, como el tráfico, no puede ser moderada. Si creen que el fenómeno de la naturaleza más inmanejable es la gente tratando de entrar al metro se equivocan, es el agua que cae del cielo. No existe lluvia inofensiva. Ni el chipi chipi. Pero cuando diluvia no puedes hacer otra cosa que el ridículo. De nada te sirven el impermeable y el paraguas. Te vas a mojar el culo anyway, anyhow, anywhere.

Salí de la cantina y llamé al díler. Y me bateó. No le regresé la llamada a tiempo. Porque todo me vale pito, lo dejó claro mi vieja. Se dirigía a la Portales. Como soy un clientazo me haría el paro. Me esperaría a la misma altura pero en Cuauhtémoc. Afuera de la Chrysler. Volví al bar con la malilla en la cara. Si ustedes son adictos o lo han sido sabrán que cuando el cerebro recibe la noticia de que se meterá coca se predispone o programa para el evento. Las manos te sudan, sientes mariposas en el estómago y te mojas aunque veas un calzón de abuelita. Y si no te metes, si le fallas, te premia con un dolorón de cabeza.

Pagamos la caguama y apresurados nos tendimos al cajero. Sí, porque el cuadro no estaría completo si no resultara un idiota de tiempo completo. No traía efectivo. Perdí veinte minutos en sacar varo. Después nos lanzamos al carro sólo para toparnos con una larga fila de carros a vuelta de rueda.

Ignoro si era la malilla, pero casi podía palpar la desesperación de mi chica. Sus deseos irrefrenables de decirme bájate a la chingada de mi carro. Sus ganas de mandarme a la mierda. Traspiraba un a poco crees que no puedo encontrar a alguien que coja mejor, pendejo. Si siempre te pones pedo y te quedas dormido. O no se te para por tanta coca. Y me comencé a sentir solo. Solo contra el mundo. Solo contra ella. Y cuando me siento así, recurro a una figura. Sí, adivinaron. El díler.

Le volví a llamar y se lo pasé para que le diera indicaciones de dónde nos encontrábamos. El dylan se inventó una ruta para coincidir en otro punto. Y torcimos en una calle lateral. Sintiéndonos muy chingones. Adiós, pobres jodidos. Pero las señas estaban mal. Sí, exacto. Porque el díler andaba hasta el culo de cocaína. Y el dizque atajo nos sacó hacia San Francisco. Y, oh no, vimos que estaba atascada. Una nube de decepción descendió sobre nosotros. Y sin estéreo. Sin música incidental. Vi cómo la frustración se apoderaba de mi chica. Cómo los cincuenta centavos de paciencia que le quedaban se consumían como el tiempo en un taxímetro. Adiós a todos los planes juntos. Al temazcal que pensábamos montar para que lo administrara mientras me consagraba a escribir.

El díler me llamó para apresurarme. Ya se encontraba en el sitio acordado. Le respondí que me había quedado atorado. No te hago perder más tiempo. Mañana te busco. Por primera vez me preocupaba más mi morra que la coca. Estaba a punto de tronar la canija. Si de algo sirve la paranoia es para alertarte en tales encrucijadas. Échate en reversa, le indiqué. No voy a manejar en reversa, me dijo. Podía con mi mal humor, mi impertinencia, mi petulancia, pero no conducir en reversa. Dame chanza, le pedí antes de que se agotara su paciencia.

Le di marcha hacia atrás y no faltó el par de avorazados que te ven venir, están a más de media cuadra, y te echan el carro encima. Pero se la pelaron. Siempre se la pelan. Como yo me la estaba pelando con la coca. Regresé a la calle por donde veníamos. Y entonces sí proferí convencido, vámonos a la casa. El tráfico y la lluvia apagaron mi sed de cocaína.

Retomamos Insurgentes para dirigirnos a casa. No a recriminarnos. Ni a insultarnos. A quedarnos callados. Aislados. Sin coger. Con frío pero cada uno en su lado de la cama, sin atreverse a entrar en contacto con el otro. Pero a poco piensan que las medallas de oro se ganan tan fácil. Que te vas a zafar del abrazo de Cthulhu. Nos aguardaba el tráfico para contarnos la historia de terror que nos espantaría el sueño. Nos tragó el alma vernos atrapados una vez más en el embotellamiento. Nos íbamos a morir y entrar al infierno antes de que pudiéramos llegar a la casa.

Yo conducía. Mi chica viajaba engarruñada en el asiento del copiloto. Con cara de nunca te voy a perdonar esto, pinche pendejo. Pero lo peor estaba por venir. No tenía sentido que nos resignáramos a avanzar a 0.2 kilómetros por hora. Vamos a meternos a un bar a echar un trago. Y cuando se termine el tráfico nos largamos. Mi morra no soportaba más. Estaba hastiada. De la situación, pero sobre todo de mi egoísmo. Sabía que era inútil luchar contra la marea de coches. Era preferible verme la jeta frente a una cerveza que consumir lo poco que quedaba de la relación encerrados en el Jetta.

Me estacioné en una calle aledaña. Divisamos un Sanborns. Era la hora feliz. En cualquier otra circunstancia no lo elegiríamos. Ni en ésa. Nos asomamos por morbo. Estaba repleto de miembros de la tercera edad. Un animador cantaba canciones de José José. Amiga, hay que ver cómo es el amor, que vuelve a quien lo toma gavilán o paloma. Pobre tonto, ingenuo, charlatán. Que fui paloma por querer ser gavilán. Aburridos, los ancianos hacían lo que tuvieran a la mano para ignorarlo. Dormitar o ver porno en su celular. Huimos.

Enfrente, en una plaza, como si se tratara de un oasis en el desierto, divisamos una Chopería. Al menos me voy a beber una buena cerveza, me imaginé. Pero qué estúpido soy. Si todas las pendejadas que había cometido hasta el momento parecían graves, ésta fue la peor de todas. Y yo que desprecié a los viejitos del Sanborns.

Pasé tres horas rodeado de la casta de godínez más auténtica posible. La de denominación de origen. Puta, pensé, no me vuelvo a quejar de los hipsters de Álvaro Obregón. El volumen de la música te impedía platicar. Sonaba Enrique Iglesias. Sé que es naco usar la palabra naco, pero estaba repleto de ídem. Al menos la cerveza estaba bien helada. Continuaba lloviendo. En la mesa de al lado alguien cumplía años. Y atravesamos por ese bochorno, esa pena ajena, que nos invade a todos cuando alguien cumple años en un Applebee’s o un Chili’s y todo el personal se congrega alrededor del festejado para cantarle las mañanitas. Y los amigos del cumpleañero beben tequila de hidalgo. Como si estuvieran en un spring break. Las mujeres vestidas con animal print.

Sé que sueno a profesional del resentimiento. Pero a aquella hora en un día cualquiera yo ya me estaría untando mis cremas contra el envejecimiento. Me colocaría dos rebanadas de pepino en los ojos, me pondría mi piyama de Ricky Ricón y me dormiría. El colmo fue la mesera. Obvio que teníamos el estómago clausurado de la rabia, la frustración, el despecho. Y no teníamos hambre. Pero después de seis cervezas se nos antojó una botana. Como la comida lucía asquerosa, pedimos unas papas a la francesa y la mesera nos informó que había dos modalidades: normales o gruesas. Pero les advierto que las gruesas son más caras. Costaban 49 pesos.

Salimos de la Chopería y le dije a mi chica, Pera, le voy a marcar al díler. Me vio con una cara, no de odio, ni de que me comprendiera, ni de que me aceptara, era una mirada más allá del bien y del mal. Un ya lo he vivido todo hoy como para volverme a enojar por las conductas pendejas de este cabrón. Parecía que con su actitud dócil se estuviera despidiendo de mí. Que en silencio me dijera mañana es el último día que me verás, cabrón.

El díler me respondió que andaba en la Condesa, pero que tenía diez encargos por delante. Me valió madres, después de haber resistido al tráfico, a la lluvia y a la Chopería. Conduje hacia la Condechi. Qué haces, me preguntó mi morra. El díler me acaba de citar, le mentí. Y no sé si lo sabía, que la engañaba, pero no dijo nada. Se preparaba para dejarse vencer por el cansancio.

Cuando llegué a la Condesa le llamé al díler para ver por dónde andaba. Te veo en la Roma en veinte minutos me indicó. Y me quedé esperando el doble a que cayera al lugar de la cita. Mientras yo aguardaba, mi chica se había quedado dormida.

Por fin apareció y le compré la merca. Me trepé al coche y me metí un par de puntazos infames con un taponcito de pluma Bic. Qué mamada, me quejé. Me ardía la nariz bien culero. La coca era una mierda. Sí, me había salido con la mía. Tenía coca. Mala, pero coca. Eran las 12:45 de la madrugada. Ya no iría a un bar. En la casa no tenía ni un trago. Perdí todo el día en el tráfico. Sin oír música. Enemistado con mi morra. Pero no se me podía acusar de no ser perseverante.

Encendí el coche, me metí más coca y puse música en mi celular. Usé un tubo de papel higiénico como bocina, para amplificar el sonido. Como cuando echas el cel o el iPod en un vaso. Supe lo que pasaría. Ya no me metería más coca. No tenía con qué bajármela. Además, estaba tan cansado que al llegar al home sweet home caería hundido.

Conduje rumbo a la casa. El trafico había menguado. Me detuve a mear en una gasolinera. Pero el baño estaba cerrado. Meé sentado en el carro, con la puerta abierta. Y justo en ese momento pasaba una patrulla. Pero no me descubrieron. Porque aunque sea un pendejo conservo ciertas habilidades. Me equivocaba; cuando se fueron me percaté de que me había orinado el pantalón. Lo que confirmaba la teoría de mi psiquiatra de que tiendo a la autoagresión.

En el asiento del copiloto dormía mi chica. No le compartiría coca. Mal movimiento. Todavía no me perdonaba lo que le rebatí cuando me acusó de tener el temperamento de Cate Blanchet en Blue Jasmine, la película de Woody Allen. Me defendí diciéndole que entonces ella era la hermana. No me dirigió la palabra en tres días. Cógeme aunque no me hables, le rogué. Pero me mandó a la banca. Tuve que sacarme el veneno yo mismo calentándome con videos de Remy LaCroix. Y, como si no hubiera sumado ya demasiados puntos negativos, mi desconsideración la había sometido a ese viernes maldito.

Ya lo dicen Los Tigres del Norte: el amor, la coca y el tráfico son cosas incompartidas. Pero no, no me la aplicaría esa noche. No se desquitaría pidiéndome las llaves de su departamento. Ni me arrojaría mi ropa por la ventana. Ni tiraría a la basura la fortuna que poseo en cajas de té. Todavía no me mandaría a la chingada. Aún no defenestraba su paciencia por completo. No saldría de su vida. No esta vez. Pero ya tendría otras oportunidades y otros embotellamientos para conseguirlo.

Enero de 2016

Aprende a amar el plástico

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