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Capitulo I


La Sexualidad como factor teórico clínico

Jaime Coloma A.



La sexualidad es un tema que ha interesado centralmente al psicoanálisis, tanto como constructo teórico, tanto como manifestación comportamental. De hecho, los críticos del psicoanálisis lo caracterizan como un pansexualismo, algo que sólo delata un desconocimiento de esta perspectiva.

Sin duda Freud, sobretodo en sus comienzos le otorgó un carácter preferente, instalándola como factor teórico explicativo fundamental en su análisis de la condición humana. Simultáneamente consideró al niño como un perverso polimorfo, lo que, de alguna manera liga sexualidad con perversidad. Todo esto se configuraba como un factor teórico. No como una condición psicopatológica inherente a la especie humana. Sin embargo muchos críticos, como ya lo dije, lo entendieron como un pansexualismo, atribuyendo sus asertos a una verdadera sexocracia, donde imperaba más que la sexualidad una ponderación sospechosa de las referencias a las conductas sexuales. Hoy persisten prejuicios de esta índole aún en ambientes académicos.

Dentro de la evolución del pensamiento freudiano siempre estuvo presente la conflictiva pulsional, distinguiendo en ella, junto a la sexualidad progresivamente las pulsiones de autoconservación, el abordaje de la realidad, las investiduras objetales, las viscisitudes teóricas de la noción de Yo, la interacción entre instancias y sistemas.

Sin embargo fue la noción de pulsión de muerte lo que opuso a la sexualidad un motivo radicalmente paradojal para la existencia. Queda en evidencia con esta última, la oposición radical del psicoanálisis a toda forma de conductismo, dado que lo tanático no es susceptible de observación, como sí lo es lo relativo a lo sexual. No obstante, pese a esta posibilidad de ser evaluada desde la observación, la sexualidad se constituye, en psicoanálisis, básicamente como teoría, lo que conlleva una propuesta destinada a comprender lo clínico desde un referente más amplio, al mismo modo que la pulsión de muerte.

El psicoanálisis concentra su reflexión sobre los motivos de la conducta, no sobre ella como manifestación independiente. En este sentido, la conducta sexual importa sólo en la clínica como forma u opción de la intimidad adulta. Si se atribuye a este modo de entender las cosas un pansexualismo, todo constructo teórico radical tendría que ser asumido como totalizador y reductor de lo singular. No habría así posibilidad de emitir conceptos fundamentales sobre la condición existencial.

Para un psicoanalista revisar en un paciente las características de su intimidad sexual sólo se justifica en tanto ésta refleja un modo de desarrollo emocional en función de los logros o impedimentos que ha alcanzado en sus relaciones objetales. Vale decir en las posibilidades de representarse al otro como otro. Meltzer decía que no se justificaba que un psicoanalista le pidiera a un paciente descripciones específicas de su sexualidad íntima. Enunciado que rescata la intimidad como un valor del trabajo psicoanalítico.

Sin duda el narcisismo es un forma potente de la sexualidad, en la cual el Yo es gratificado como otro. Vale decir, aún en esta forma tan egocéntrica el peso de lo otro es lo que está presente como catexia sexual. Aunque ese otro sea el propio Yo. A lo que estoy apuntando es a la necesidad de lo sexual como sentido de otredad en todo desarrollo emocional, aunque ese desarrollo se dé encerrado dentro del Yo. La intimidad implica así la consideración del otro como tal. Es un sentido compartido en que el egocentrismo se juega al mismo modo que la empatía.

Esta intimidad a la que aludo es el último sentido de todo lo que pueda investigarse sobre sexualidad. Como lo afirmaba en una ponencia, “es, precisamente, en el registro de lo diferencial donde se logra la sexualidad. La sexualidad como exposición de lo vivo. Si lo pensamos, la mismidad es sinónimo de muerte”. Y la intimidad requiere de otro, aún en el ámbito masturbatorio, ya sea como fantasía o como realidad.

Por otra parte el concepto de sublimación, ya desde Freud, ha constituido, para la pulsión una verdadera carta de presentación en el campo de lo cultural, vale decir el ámbito de lo otro. Siempre este concepto me ha merecido dudas, en tanto representa un modo aceptable socialmente de considerar un término como “pulsión” que, supuestamente, atenta contra la civilidad. Creo que tomar en cuenta la sublimación incluye acomodar socialmente todo aquello que en nuestra diversidad cotidiana se da como primario o primitivo, como si lo primario o primitivo debiera estar excluido de una evolución social deseable. De hecho la intimidad es considerada por algunos como el ámbito en el cual se puede permitir, por acuerdo de la pareja, todo aquello que fuera de ella sería perverso. Vale decir en la intimidad se sublimaría, según este criterio, lo perverso.

Entender así las cosas confirma toda aquella actitud respecto de la sexualidad que la sitúa como algo que requiere de ciertas condiciones para ser aceptable culturalmente. Recuerdo como un sacerdote, bastante liberal (lo que no es decir mucho) nos señalaba, durante mi pubertad, que lo sexual podía incluir cualquier tipo de licencias, siempre y cuando ocurrieren dentro del matrimonio. Se trataba, me imagino, de la tolerancia a la sexualidad en función de la sublimación.

Todo esto merece preguntarse sobre lo peculiar de la sexualidad que implica consideraciones sobre ella tan rebuscadas, al punto que se plantean requisitos especiales para poder llevarla a cabo con libertad. En este sentido la noción de intimidad corre el riesgo de convertirse en una condición para realizar aquello que fuera de ella no podría realizarse. Sin duda esto es obvio y necesario. Sin embargo formular tal cosa, introduce subrepticiamente un rasgo de adecuación que puede convertirse en vehículo de una forma más de la represión. Pese a que , sin duda, la conducta sexual requiere de acomodaciones conductuales, la alusión a la intimidad conlleva un matiz valorativo que incide en qué es permitido y qué no, aunque la afirmación sea que en la intimidad se permite todo.

Es como si se planteara que en la intimidad se “puede” dar la perversión. Término este último que acompaña tácitamente al concepto de sexualidad, como si en su ejercicio se estuviere siempre en los lindes de lo perverso. Aludo a esto porque me parece enigmática la razón por la cual el ser humano que, obviamente, como tal practica frecuentemente la sexualidad, le atribuye estas condiciones que hacen necesario calificar su modo de ser normal.

En otro escrito abordé este tema. Si asumimos el modo cómo pensamos la perversión. Cómo hablamos de la perversión. Lo que decimos de la sexualidad. ¿Nos es propio? ¿Porqué ocurre que la culpa esté tan ligada al ejercicio de la sexualidad, aún cuando ésta se ejerza exclusivamente en el cuerpo de uno? ¿Porqué muchos sienten culpa cuando, en el ejercicio de sus derechos básicos, deciden compartir con otro, el gozo de su propios cuerpos? ¿Porqué puede darse el remordimiento cuando la sexualidad se ejerce sin abuso de nadie, sin engaño? ¿dónde está legitimado el juez que condena el acto por el acto mismo? ¿de dónde proviene su poder? ¿No es algo que proviene, entonces, de un Gran Otro inconsciente, enredado en la historia, en las tradiciones, en los idiomas, en la geografía, en las costumbres, en los climas, articulado simbólicamente en un discurso que nos funda y que nos abre a lo humano?

Sexualidad y perversión tienden a mezclarse imaginariamente de alguna manera. Esto debería abrirnos a la pregunta sobre lo que representa la sexualidad en nuestra condición humana. ¿Qué tiene en su condición más profunda, que nos inclina a optar por normarla, antes que asumirla?

El concepto de pulsión es eminentemente psicoanalítico y, sin duda, especulativo. Sobre todo el concepto de pulsión de muerte. No está consagrado por la comprobación o la evidencia. Sólo permite pensar en el enigma de nuestra existencia, algo que no es posible hacer cuando se logra el acuerdo de la prueba empírica. Cuando la prueba empírica valida o invalida una afirmación, se detiene el pensar. La pulsión es, en cambio, un concepto que se toma o se deja, no se comprueba. Por ver hasta donde llega, diría Freud. La pulsión, que no es el instinto, es concebida actualmente por algunos analistas, como un empuje del sujeto hacia algo que el otro demanda, pero que es vivido como si naciera de sí mismo.

Vale decir que el concepto de pulsión nos permite pensar en aquello que nos mueve ciega, mudamente, hacia algo que se representa como una meta, aunque tal representación sólo disfraza la ceguera del empuje. Es un empuje individual, no de la especie, como el instinto, un empuje que responde a la demanda de lo otro, no a la propia demanda. Cuando Heidegger afirma que la única diacronía tempórea está en la muerte, nos permite pensar como psicoanalistas en esto de la pulsión de muerte. Podría decir que estamos volcados pulsionalmente hacia la muerte. Demandados por ella. Es un horizonte que nos atrae, siendo esta atracción el motor de lo que nos apega a la vida, entendida como un rodeo, un apremio, como una postergación de aquello que se define como último y primordial sentido. Lo que intento decir, con estas aclaraciones, es que en el tema de la perversión, la energía de lo sexual, como vitalidad, sería alterada por esta supuesta pulsión de muerte. La muerte sería el Gran otro de la sexualidad. Su vacío. Su vértigo.

Pienso que el perverso es llevado a su condición por profundas angustias que se remontan a carencias básicas en su origen. Presumiré, en todo origen, la presencia casi pura de esta pulsión de muerte, entendida como la demanda de esa inmediatez con la muerte. Esta demanda sólo se mediatiza cuando hay un ambiente que contiene y que favorece progresivamente el despliegue de una estructura que posiciona al Sujeto y de un Yo que evoluciona y se transforma, según las posibilidades de tal ambiente.

La intimidad de la sexualidad conlleva desarrollar sentidos que fuera de ella se calificarían como perversos, implicando esto que la intimidad se inscribe como una condición que asume y normaliza lo que, en otras condiciones se considera perverso. Me interesa esto por la mencionada asociación entre perversidad y libertad. Pareciera que, muy en el fondo, darse la libertad de ser en todas las particulares formas de la individualidad tiene este trasfondo valorativo que apunta a lo perverso.

El logro de una estructura y de un sistema yoico implica la vivencia de los límites que provienen del discurso que nos saca de la continuidad en el comienzo. Todo lenguaje discontinúa la continuidad originaria. Hace cortes, determina principios de identidad para poder hablar y poder actuar. El principìo de identidad dice: “Lo que es, es y lo que no es, no es”. Es una prohibición al pensar como se me antoje. Se discontinúa la omnipotencia, articulándola en una estructura.

Freud, antes de perfilar el campo del psicoanálisis, en 1895, afirmó en su “Proyecto de una psicología para neurólogos” que “la arquitectura del sistema nervioso serviría al apartamiento y su función a la descarga.” Esta arquitectura se da a través de los ordenamientos de la forma. Por alguna razón, que probablemente tendría que ver con fracasos ambientales, el perverso no se somete a tales dependencias y cortes. Queda, por esto, en los lindes entre la atracción de la muerte y la presencia de la vida. Lo más propio de la perversión es, al decir de Chasseguet-Smirguel, el gozo en la mezcla de todo, de las generaciones, de los sexos, de los orificios del cuerpo. Las mezclas, tan lejos de los ideales cartesianos de mantenerse en ideas claras y distintas. El gozo en el pensar “todo mezclado”, como diría Guillén, implica la mezcla de la continuidad de la muerte con el placer de la diferenciación de la vida. “Uno mandando y otro mandado, todo mezclado”, dicen los versos.

Las diferencias, según lo planteado, hablan, entonces de sexualidad. La búsqueda de las mezclas señalan a la perversión. El riesgo de afirmar esto reside en considerar que un pensamiento que se asiente sobre la clasificación y la jerarquización de las ideas sea necesariamente, por su interés en distinguir, lo opuesto a lo perverso.

Es así la intimidad adulta la que permite que el “perverso polimorfo” que todos llevamos dentro se exprese plenamente y se dé la libertad de ser creativo e imaginativo en la conducta sexual. Sin embargo pareciera ser que lo que principalmente caracteriza esta intimidad es la posibilidad de satisfacer la pulsión muda y extremadamente egocéntrica considerando al otro como otro y no como un objeto de satisfacción y de descarga.

Sin embargo todo esto en la intimidad implica la posibilidad de asumir y expresar la polimorfía de una perversión de un modo adecuado. Se equivocaba Hartmann, en mi criterio, cuando decía que el objeto de estudio del psicoanálisis es la adaptación. Pero no me parece que se equivocaba al darle a la adaptación un sentido tan primordial en nuestra existencia.

El problema está en considerar cuán cerca está la adaptación de lo reprimido, lo que implica que somos adultos en tanto reprimidos. La intimidad como condición para no reprimirse. Sabemos que esto no es cierto. Estamos siempre, cuando nos asumimos como “normales”, sometido a una escala de valores que, sin duda tiene un sentido radical, pero que es apta para instituirse subrepticiamente como forma de la represión. Aún en la intimidad. El psicoanálisis como terapia debería lograr esta liberación.

Sexo y psicoanálisis

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