Читать книгу Monólogos de Lima - Carmen Ollé - Страница 6
ОглавлениеSÁBADO POR LA NOCHE
(Cae la noche en la ciudad, algunos cerros iluminados, algunas estrellas, nunca fugaces)
Extraño las tormentas de las ciudades recias. Lima, eres ladina y pequeña sobre el desierto. Lo siento, pero no puedo decirte que te amo como quisiera. Y no te voy a escribir un poema, dejo las poesías para los noctámbulos, para las grullas y los pámpanos. Jamás he escrito un poema y no serás tú quien lo inspire.
Aún soy joven para merecer la noche, lástima que no tenga amantes o que el amante potencial esté lejos, aunque no creo que una mujer deba arrepentirse de vivir la vida a solas, solo porque su fiancé se esfumó. Sé bien que las mujeres jóvenes necesitan hacer el amor. Pues bien, la noche limeña es lo más parecido a hacer el amor, sientes la emoción de lo desconocido subiendo por la garganta hasta que al doblar una esquina o entrar a un bar desapareces en la bruma, como dice una aspirante a escritora moderna: en el éxtasis. O como diría una chica trans, con éxtasis, esa pastillita de cincuenta dólares que empieza a venderse en las discotecas exclusivas de los barrios pitucos.
Pero no frecuento los barrios pitucos, trato de ejercer la humildad. Claro, tratándose de una desempleada, cuyos ahorros se extinguen, es casi una exigencia; pero no es eso, siempre he esquivado los barrios exclusivos, el glamour que atrae a las divorciadas. Veamos, no está mal un bar en una avenida de San Borja o de Salamanca, pues en ellos recalan algunas actrices, bailarinas y agentes de policía vestidas de civil con sus parejas, pero ningún escritor premiado.
La barra de este bar me gusta, una mesa charolada, larga, como la de las películas americanas; arriba en la pared, un televisor encendido le brinda al parroquiano lo que el bar no le da: el show de las shakiras, las madonnas, las gloriatrevis. Al terminar tu trago necesitas irte a otra parte, harta de esos espectáculos. Buscas otro bar, quizá uno más íntimo, aunque estando sola, sin amante, no habrá una barra discreta para posar el pequeño y dejarlo ahí tranquilito hasta que tus neuronas terminen de procesar el alcohol.
Y sin embargo eso es lo que hago, peinar la noche limeña. Alguien llama a mi celular y me dice perra, perra alemana. ¿Alemana por qué? Vuelven a llamar, esta vez entiendo bien, me gritan perra, alimaña. Ah, era eso.
¿Alimaña por qué?, me pregunto también.
Yo estaba en mi noche franca y adoptando la identidad de una antropóloga o una escritora, pero lo que quería era absorber la parodia nocturna, el baile que esquiva el hastío. Sábado por la noche y domingo por la mañana es el título de una novela inglesa. Su autor es Alan Sillitoe, de origen obrero, casado con la poeta Ruth Fainlight, quien fue amiga de Sylvia Plath. En esa novela la clase obrera se divierte, expulsa la fatiga, ama, ríe, se juerguea, hay un aborto provocado por una noche de amor...
Pero en este bar, solo Madonna en la pantalla del televisor parece divertirse meneando las caderas dentro de una jaula, como si fuera una pájara.
* * *
Sábado por la noche y domingo por la mañana es el tipo de novela que me gustaría escribir. Solo tienes que tomarle el pulso a la gente trabajadora cuando está en vena y quiere divertirse; es decir, cuando busca su propio elixir de la juventud. Sobre qué se escribe hoy, no lo sé, pero las novelas tienen menos diámetro, de eso estoy segura. Hoy se persigue el vellocino de oro a través de un tema medieval, un duelo de espadachines, Tailandia y el turismo sexual en una semana de vacaciones, ese tipo de cosas.
Nina Berberova (San Petersburgo, 1901 - Filadelfia, 1993) es ya una anciana cuando publica su obra. Siento hacia ella una gran simpatía. Quizá no me inspire la misma admiración y respeto que Patricia Highsmith, mujer ermitaña, digamos que un poco maldita; en cambio, Nina me parece una amiga y Patricia un Herr Professor, así, en alemán.
Adoro cómo Nina presenta la vida de los exiliados rusos en París, con cierto sentimentalismo, pero sin llegar nunca al melodrama, gracias a la sutileza en la descripción de los estados de ánimo de sus personajes. A diferencia de Nabokov –tal vez más irónico que tierno–, Berberova prefiere escribir sobre el exilio interior, aunque sin perder de vista el mezquino y perverso mundo de fuera.
«Las damas de San Petersburgo» y «Zoia Andréievna» son dos relatos incluidos en Las damas de San Petersburgo en los que se engarzan perfectamente la anécdota y la historia secreta –esa que según Ricardo Piglia aflora en los buenos cuentos al final–. En ambos, Berberova nos narra la huida de tres mujeres de un San Petersburgo convulso en plena Revolución de Octubre. Junto a ellas viajan multitudes que se desplazan en vagones de mercancías o a pie a través del campo, moviéndose de noroeste a sudeste, hacia ciudades infestadas por el tifus, desbordadas de gente, «lanzando al aire un desgarrador e inútil sos» ante los avances de los bolcheviques.
Las protagonistas de estas dos historias han sido dos mujeres ricas y burguesas que han perdido títulos y fortuna; se nota en sus vestidos de encaje, en los sombreros de pluma o en las medias de hilo que llevan puestas y que tratan de ocultar a los militares en su recorrido, para no despertar sospechas. Precisamente, son esos detalles femeninos enfocados por Berberova los que desencadenan la historia secreta en el segundo relato al despertar la codicia y la envidia en la familia de aldeanas pobres que administra la pensión donde Zoia Andréievna se aloja.
En «Las damas de San Petersburgo», en cambio, una quinceañera y su madre tratan de buscar la paz en un pequeño pueblo y encuentran un desenlace fatal que pone a prueba el espíritu frívolo de una de ellas.
Pocos son los escritores rusos como Nina Berberova que han narrado en su vasta obra el día a día del exilio de las víctimas de la Revolución de Octubre y la manera cómo reaccionaron los pobres en su fuero interno ante la imagen de aquellos fugitivos aristócratas, culpables ante sus ojos de su miseria y olvido.
En este cuento la autora nos revela los sentimientos de venganza y la crueldad de las «mujeres que blandían agujas o espumaderas y que se encontraban presas de una sed de odio y destrucción».
Sábado por la noche y domingo por la mañana es diferente: no estamos en guerra y sucede allá por los años sesenta en Londres. Los empleados y obreros son la mira de los escritores obreros como Alan Sillitoe.
Este mismo autor tiene un personaje fascinante por vagabundo, supongo que eso de «fascinante por vagabundo» ahora no significa nada, pero para mí fue toda una revelación. Dejarlo todo, familia, trabajo, amor, para internarte en la nada; en este caso el personaje se sube a un camión que cruzará el Sahara. Punto final de la historia. Final abierto, totalmente incierto y a la vez misterioso. El lector se pregunta qué será de aquel fulano, si volverá a saber de él. Por supuesto que no volverá a verlo ni a saber de él, pero la pregunta es válida solo porque es intensa, razón esta de corazón de lector (o de jirafa).
No he dicho en dónde estoy perdiendo el tiempo con estas reflexiones literarias. Ni qué hora es, o si es de día o es de noche. A las ideas eso no les importa, pero a la acción sí. La ficción es tendenciosa, parcial, subjetiva.
Estoy en el baño tomando una ducha y suena el teléfono. Desde hace un par de horas el teléfono timbra cada quince minutos.
Pienso, si tuviera una hija o un hijo caminando en la noche por esta ciudad saldría despavorida a contestar el teléfono. ¿Por qué? Para darle gusto al miedo, a la desesperación, a la angustia, y puedo seguir enumerando más sensaciones típicas de un padre o madre limeños cuando sus hijos no están en casa durmiendo, protegidos del crimen organizado, y aunque estén dentro, arropaditos, también pueden ser presa del ogro de la ansiedad. Esta sí que es la parca mayor.
En mi caso puedo darme el lujo de dejar sonar el timbre del teléfono y que el estúpido o estúpida que quiere hablar conmigo se pegue la patinada del siglo, porque me gusta llegar hasta el final, cuando ya no soportas más la profundidad del lodo en el que hundes la cabeza. Sí, la vida se merece que te tomes tu tiempo para perderlo mansamente.
Perderlo, eso es, pienso en cuál sería la mejor manera de perderlo. Hace tiempo que me gustaría viajar a mi Tahití, así como Gauguin. Se trata de tomar un simple ómnibus hacia el sur, pasar el desierto de Atacama, llegar a Valdivia, visitar a una amiga poeta y seguir viaje a la Patagonia, y, ¿después?, pensar en ti, mi pequeña Fischlein, que te fuiste sin despedirte o a quien yo no alcancé a decir adiós, adiós a tu juventud de piel abrillantada, a tu olor a menta, a tus recuerdos balcánicos, pero, ¿de quién iba a despedirme? Tú no eras ya ese salmón saltarín, yo no era tampoco la osa en el río... Pero pensaría en ti y en tu olor a menta y luego tomaría de vuelta la misma ruta quizá a pie, claro solo un tramo, el suficiente para creerme tan intensa como para componer un haiku a tu vestido verde.
Dejemos que timbre el teléfono, será la llamada más importante de mi vida probablemente la que dejaré perderse en el silencio de la noche. Ay, qué alivio, no esperar nada importante ya, nunca más.