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EL JIRÓN DE LA UNIÓN

(«LA CORTE DE LOS MILAGROS»)

En mi tiempo no había karaoke ni mendigos que usaran tecnología de punta para chillar con sus cánticos, pero sí pantomima, gitanas, vendedores de lotería –las antiguas bulas papales–, enfermos de párkinson a la entrada de la iglesia de La Merced, borrachines, alcohólicas despotricando o predicando.

Ahora mientras avanzo hacia la antigua estación del tren en Desamparados, hoy convertida en la Casa de la Literatura, la exhibición de la deformidad es algo que empieza a pasar piola en nuestras conciencias. Nadie se espanta, nadie hace ascos, ni un solo gesto de rechazo, con sus bolas de helado los niños, saboreando sus churros las mujeres embarazadas; apartas nomás la mirada del mendigo con un hombro tatuado al que le falta el brazo, ¿es un tatuaje o la cicatriz de una operación?, no me atrevo a voltear de nuevo, mucho menos a acercarme. ¿Por qué le temo al cantante de ojos sin córnea? Le temo al ciego porque no me expongo a que asome la sorna de una sonrisa en su rostro, ya que ha de saber que mi curiosidad no es santa sino la del hueleguisos. Pero hay otro personaje en el que no advierto cuál es la deformidad y, sin embargo, algo raro ha de tener por fuera o por dentro, y si no es así, qué hace con su calderilla (bella palabra que también me descorazona y me hace viajar al siglo XIX), ¿por qué usa un micrófono y da discursos que nunca terminan, con los que pretende inspirar lástima? En otras épocas la deformidad atraía, era el tema de la literatura gótica. Hay un escritor cubano Alfonso Hernández Catá (1885-1940) que en el siglo XIX le dedica cuentos a los chinos migrantes y los percibe como seres espeluznantes. El cuento «Los chinos» narra la llegada de un grupo de asiáticos para trabajar en una plantación ante la huelga de brazos caídos de los trabajadores. En los cuentos «Los chinos» y «El gato», se hace alusión a «la monstruosidad del cuerpo asiático», según afirma Sandra Casanova-Vizcaíno. «Los chinos son [...] una masa homogénea compuesta de partes igualmente espeluznantes», dice1.

Llegamos así al sublime contrahecho: Quasimodo, el rey de los locos, una especie de rey momo. No es necesario recordar una lectura tan antigua como Nuestra Señora de París y al anciano Víctor Hugo, quien se confiesa a sí mismo romántico al empezar la obra con una palabra que actúa como disparador de la historia: Anatkh (trágico final), solo para afirmar que hemos perdido en la actualidad el alcance de lo trágico. Tal vez el humor negro, el temperamento mórbido, el genio grotesco nos lleve a otro hemisferio, al de la risa soterrada, al de la autoironía... soy capaz de reírme de mí misma, santo remedio de todos los males, dicen. Soy capaz de ponerme la capa raída del cínico, de cargar los pinceles de Hokusai para ir por el mundo captando la gracia de una ola encrespada. Sobre esa ola donde jamás estaré. ¿Cómo ser el atleta que una debiera ser para izar la bandera al viento? Esa ola con la que soñó Julio Ramón Ribeyro al final de sus días en «Surf», un cuento póstumo maravilloso. «Surf» expresa todo lo que ya no podía ser ni alcanzar; filosóficamente –odio tener que recalar en el esnobismo del conocimiento bruto u ordinario– esa cresta de la ola señala el momento final, quiero decir, los breves segundos que nos quedan para ver la vida en panorámica. Luego el adiós, solitario y final.

¿Pero a dónde va Gringoire, el estudiante de Nuestra Señora de París, en la noche, sin casa, sin abrigo y con el jubón hecho jirones, solo y hambriento, después de fracasar en la representación de una alegoría en el Gran Salón del Palacio de Justicia?; episodio con el que se inicia la novela de Víctor Hugo. Aquel día festivo el autor de «El buen juicio de nuestra Señora, la Virgen» fue abucheado por el populacho que prefirió la coronación de quien ostentara la mueca más fea del París miserable del siglo XV. Ese sería el rey de los locos y los feos. Víctor Hugo narra la persecución de Gringoire a Esmeralda, una gitanilla de dieciséis años, a través de las callejuelas de la ciudad medieval. Nos dice que atraviesa infinitas callejas, infinitas plazas. En aquel tiempo las ciudades eran villas rodeadas de murallas, pero París era un conjunto de tres ciudades. Largo, sí, es el tiempo que debemos emplear en la lectura para seguir a Gringoire, a la gitana y a Djali –su graciosa cabrita– por las notas añadidas de Víctor Hugo, maestro de la digresión, al igual que Balzac. Una herramienta ausente al parecer en la novela realista burguesa: la elipsis, figura capital de la narrativa contemporánea.

Víctor Hugo escribe:

Gringoire, filósofo práctico de las calles de París, tenía observado que nada es más propicio para dejar volar la imaginación que seguir a una mujer bonita sin saber a dónde va.

Perfecto, asocio este párrafo incluso con los vagabundos que suelen sentarse en el parque frente a mi casa. No se me había ocurrido llamarlos así, filósofos prácticos, magnífico término, para señalar a los homeless, ya que cuando los escucho hablar atrapo siempre una frase genial que no abusa de la retórica, todo lo contrario, va directo al grano, a uno lleno de pus. En cambio, arteros, desde el ministro de cualquier cartera hasta el obispo de cualquier diócesis –pedófilos universales, estos clérigos– se las dan de sabios, pero, ni teóricos ni prácticos, la religión ha convertido a nuestros ancianos en beatos impurificados. Los homeless de Nueva York, echados cual zombis en Penn Station, estación terminal del metro de Manhattan, la habían convertido en un gran dormitorio hacia finales del siglo XX. Ningún alcalde se atrevía a expulsarlos, un pool de abogados defensores de los derechos humanos impedía tamaño atropello a los desheredados de la fortuna –así los llaman los traductores al español de la novela decimonónica–. Pero con derechos o sin ellos, si una descendía en esa estación para hacer una conexión o salir a la calle en busca de un taxi, harta de tanta oscuridad, podía verlos alzarse bajo sus sábanas blancas. Entonces apresurabas el paso y salías corriendo a la luz de la avenida.

«...en esta voluntaria abdicación del libre albedrío», continúa Víctor Hugo, «en este someterse de la fantasía a otra fantasía, la cual está ignorante de ello, existe una mezcla de independencia caprichosa... no hay mejor disposición de ánimo que no saber dónde dormir».

El estudiante se ve emboscado en el callejón de los menesterosos y truhanes, conocido como la Corte de los Milagros, y el rey de los ladrones Clopin Trouillefou decide ahorcarlo. Gringoire parece que no tiene sangre en las venas, contesta a las preguntas del pueblo que funge de jurado como si este estuviera compuesto de burócratas aburridos y obesos que solo quisieran dictar sentencia con tal de irse a beber, a dormir o a fornicar.

Que yo recuerde, lo que más me atrajo de la lectura de esa novela a mis catorce años, fue la emoción que descubrí en el arcediano o archidiácono por la gitana. Aislado en su torre, protector del jorobado, alquimista y célibe, aquel hombre serio y calvo que la observaba bailar desde lo alto, amparado y encubierto por las gárgolas de la catedral, era solo una sombra de una época teocéntrica, solo una sombra.

1. En «La China gótica de Alfonso Hernández Catá» por Sandra Casanova-Vizcaíno de la Universidad Nacional de Rosario, en Perífrasis, Universidad de los Andes, N.° 8, Volumen 4, julio-diciembre 2013, p. 60.

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