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El sosiego

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Últimamente cuando Ánima, mi perra, se me pierde –cuando me llega la hora de dormir y no sé si ella está enrollada en su frazada, o si está acostada en el cojín grande de la sala, o si ya se metió en mi cama–, me pongo a caminar por toda la casa, diciendo: “¡Ánima! ¿Dónde está Ánima? ¡Se me escapó! ¿Se habrá ido a París? ¿Se habrá ido a conocer París? ¡Ay, qué preocupación, Ánima sola en París! ¿Qué habrá ido a hacer a París?”.

Cuando en Bogotá tiene lugar esa escena, en Bogotá es medianoche.

A esa hora, en el París de Francia está amaneciendo el día siguiente.

Siempre, en cada momento de mi vida, hay otra como yo que está en el otro lado de la Tierra: en Indonesia, que es la antípoda geográfica de donde vivo, o en París. Otra está bajo la luna mientras yo soy visible bajo el sol; otra duerme mientras estoy despierta, y trabaja mientras duermo. En eso, tan regular y simple –en esa condición de condiciones–, está mi inquietud. En ese misterio del lugar vivo sin descanso.

Vivo en un cuerpo esférico que da vueltas sin parar en el infinito abismo, sobre sí mismo y alrededor de una estrella: alumbrándose con su luz y retrayéndose a esa luz. Y al mismo tiempo es cierto que no vivo en ningún cuerpo esférico: vivo en un plano, pues la Tierra, redonda como una cabeza, es también plana como una mesa. Todos lo sabemos. La Tierra es plana y arrugada como un papel que se hubiera apretado dentro del puño y que luego la palma abierta hubiera vuelto a alisar.

En la Tierra existe un occidente, y aun un occidente del occidente, que es donde yo vivo. El día llega a esta parte después de que ha llegado a casi todas las demás. O sea que yo vivo después: en el futuro de esas otras partes. O sea que vivo antes: en el día que en esas partes ya pasó, pero en el que suceden cosas que el ayer de allá no vio.

Al oriente de donde vivo está Cádiz, y más al oriente está París, y más al oriente está Uruk, y, más aún, Benarés. Y en el oriente del oriente está o estuvo el jardín de Edén, de donde París y Bogotá y yo (y no sé si mi perra) vivimos expulsadas. Allá –en el jardín– amanece primero y todo aparece primero: el amor que aún no tengo y la oración que no he escrito. Y de allá todo llega hasta aquí, a la prolongación de su día: a su futuro, que es su pasado transformado.

En la Tierra que es plana como una mesa, el jardín del oriente del oriente está en el extremo más lejano a mí. En la Tierra que es redonda como una cabeza, el oriente del oriente está aquí mismo: en el occidente de occidente.

En el papel, escribo de izquierda a derecha. De occidente a oriente. Cada oración que escribo es un intento por ir a mi lugar; al lugar donde comienza el día. Cada tarea con la que ocupo el espacio es una manera de decir que estoy aquí y que ya no estoy aquí; que estoy yendo incansablemente hacia allá, de donde vengo. Es una manera de interpretar la expulsión, el tiempo.

Cuando el renglón se acaba, no le doy vuelta al papel –o al computador– para seguir por el otro lado. Como si el otro lado del mundo no existiera –como si no hubiéramos descubierto y probado que navegando sin parar se vuelve al punto de partida–, no sigo adelante, sino que bajo al renglón siguiente, por el mismo lado de la hoja. Me devuelvo al extremo occidental e intento otra oración, nuevamente de izquierda a derecha. Una y otra vez. Y sigo, de arriba abajo: de norte a sur, de la cabeza de la página a los pies. Como si todo el tiempo se perdiera.

Trabajo en la Tierra plana. Insisto en la Tierra plana. Viajo por la Tierra redonda. Creo en la Tierra redonda. Imagino la Tierra redonda. En ese doblez del pensamiento está mi inquietud. Entre esos dos modos de existir, vivo sin descanso.

Medio minuto después de llamar a mi perra, la encuentro y agradezco que haya regresado de París. Le pregunto para qué fue allá. Qué encontró. Si había muchos orines para oler. Que qué tal las palomas. Los ratones. Los papeles untados de comida en la basura.

No es veraz mi uso del presente, ni que diga “últimamente cuando Ánima, mi perra, se me pierde”, como si describiera un hábito que he tomado, pues solo dos veces he jugado a que Ánima está en París. Me extrañé al jugarlo anoche por primera vez. Me extrañé porque tuve un instante de sosiego: me detuve. La pregunta por Ánima en mi casa y en París –su búsqueda en los lugares que ella había dejado en el pasado y su inmediato regreso del futuro– hizo que por un momento yo me sintiera ocupando la Tierra entera. Sentí que estaba en mi lugar: quieta. En el presente conjugado.

París y Bogotá estaban ambas en mi medianoche.

La tierra flotaba en la noche central.

Ánima y yo nos encontrábamos más allá, infinitamente afuera y lejos, y más acá, cerca y adentro.

Me extrañó mi juego, como dije, y entonces volví a jugarlo enseguida y lo filmé con el teléfono. Fue la segunda vez que lo jugué y fue la última. En el video pregunto nuevamente que dónde está Ánima, si acaso está en París, y entonces levanto las cobijas de mi cama y ahí la encuentro, en su guarida. Ella bate la cola contra la sábana y me mira con esa mirada suya que va de abajo arriba, mirada de interrogativo tedio que es la misma que yo creo muchas veces tener y dar. “Aquí está Ánima. ¡Está aquí!”.

Luego el tiempo vuelve a correr como acostumbra.

En París comienza la mañana, y nosotras dos nos vamos a dormir.

Cuando imagino que Ánima se fue a otro continente que coincide con mi casa, veo a Ánima dentro de mí, y yo me pongo dentro de ella: en esa ninguna parte, esa antípoda y ese nuevo mundo que es el animal con el que vivo.

Voy en su cuerpo de perra salchicha, tan determinado, con las patas cortas, la mancha blanca en el pecho, la manchita negra de la cola, las orejas como alas que se cierran al ruido. Mi vida –visible, invisible– puede salirse momentáneamente de toda ley: no solo de la rotación, de la gravedad y de las horas, sino también de la convención que determina que mi perra y yo somos dos. En esa unión se extrema mi libertad.

Tal vez Ánima no me responde cuando la llamo antes de dormir porque allá donde estamos tenemos otro nombre. O no tenemos ninguno.

Cada noche conmigo, a mi lado, al mismo tiempo que yo, mi perra se va al sueño.

Se queda dormida entre mis pies, si me acuesto bocarriba. Mis pies se quedan dormidos con ella.

Cuando me acuesto de lado, se ampara contra mi pecho, junto a mi cabeza; en mi cueva y mi pared.

Nos sumimos juntas. Nos profundizamos.

Ella casi siempre quiere estar donde estoy yo.

Eso digo, pero no sé cómo será para Ánima la distinción entre dos lugares que ocupa. Tampoco es atinado decir que ella quiere algo. Habría que decir, más bien, que va. Pues querer y hacer parecen ser en ella una sola acción. Mi perra se mueve hacia las cosas directamente; es atraída por ellas, irresistiblemente llevada, sin dejar de estar en su lugar.

Aquí la tengo, sin entenderla, en la cama conmigo.

Le pregunté a un amigo si él creía que Ánima conocía mi nombre, y luego le dije que yo creía que si ella hablara, para referirse a mí diría “yo”.

¿Quise decir que Ánima sentía que yo era parte de ella, o que yo era su sombra, o que me veía como el cuerpo de su cuerpo, su anfitriona?

Mi amigo y yo veníamos hablando de mi perra de camino hacia mi casa, por la carrera novena.

La diferencia entre los lugares sirve para que en ella tenga lugar la conversación. En la evocación de la distancia se recuerdan las palabras.

Entre mi perra y yo no ha habido conversaciones: no hay ningún espacio entre nosotras más que la interminable pausa de ninguna palabra.

Aquí, en cambio, converso. Escribo para alejarme y acercarme.

Ahora Ánima –que en realidad se llama Dalia– está despierta a mi lado, escarbando en la alfombra. Y ahora está acostada en una almohada, junto a mí. Con su hueso en la boca se ha transportado de una habitación a otra, detrás de mí, y ahora muerde el hueso con ahínco, buscando llegar a donde el hueso se habrá convertido en un hueco en el aire.

Ella muerde de afuera hacia adentro, y yo escribo de un lado a otro.

Lo más real de mi vida parece ser esta compañía entre mi animal y yo. El significado de mi casa –aquello que me convence de que tengo un lugar– es esta relación sin lugares y sin habla, con estas coordenadas que trato de trazar.

Le digo –sin dirección y sin distancia, en la continua contigüidad del corazón–: “Yo siempre quiero estar donde estás tú”.

Mi perra y yo vivimos solas. Yo vivo sin nadie que me hable. A veces vivo queriendo a alguien que me diga: “Vivo aquí contigo, Carolina”. A veces me enamoro de un hombre que podría decírmelo. Otras veces me aficiono a una línea que yo misma escribo, y entonces ella me dice, con otras palabras, “Vives aquí conmigo”.

Tal vez el sosiego que encontré al preguntar en voz alta si mi perra de repente se había ido a París no estaba en la fugaz imagen de un mundo quieto, ni en la de mi cuerpo contenido en el cuerpo de mi perra sin tiempo, sino en la ilusión de un cuerpo vecino al mío, separado y distinto del mío, que se extrañara al oírme preguntar si nuestra perra se había ido en medio de la noche al otro lado de la Tierra. Descansé en la fantasía de que alguien me preguntara: “¿Qué?” y en la intuición de esta página, en la que le respondería.

Algunas veces he pretendido poner mi corazón en lo que me ha parecido que no tenía corazón. El hueco vacío que he sentido fuera de mí se me ha llevado el centro.

He abandonado mi corazón en el lugar del corazón de un hombre abandonado, para ver si allí podía sosegarme.

¿Qué significa “abandonado”? Significa que te han dicho: “Tú te quedas aquí, en el borde de este camino, como en el borde de cualquier camino. Tú estarás en cualquier parte. Caminarás por donde yo no te vea. Vivirás sin que otro conozca tu nombre. Sin que nadie te dé el nombre por el que te llamé, que es tu nombre propio”.

Entre las manos de otro pecho dejé mi corazón, que nadie buscaba recobrar.

Todos los hombres están abandonados.

Pero mi corazón, fuera de lugar, no ha servido de nada.

En vez de latir sosegado, se ha puesto a rugir.

“Abandonado” comparte una raíz con “bandido”.

Cuando me he vuelto sobre mi pecho y he visto el hueco que he dejado, he lanzado palabras furiosas para enlazar mi corazón: palabras que pudieran oírse por encima de su rugido y lo hicieran volver.

¿Qué significa “abandonada”? Significa descalza. Con un vestidito blanco que se transparenta. Hija del hombre. La última a la derecha de un grupo de hombres alineados hombro con hombro y mirando al frente. De menor estatura que todos ellos. Significa muy pobre.

De regreso de la pretensión de amar –del abandono, el bandidaje– he vuelto a escribir. He izado mi corazón desbandado, atado a su cuerda nuevamente.

“Abandonada” y “bandera” comparten una misma raíz. Como “corazón” y “cuerda”.

Ese es el desenlace de la historia.

La continuidad de la historia es el intento por poner el corazón –no el mío sino el nuestro– en su otro lugar, que no es el pecho de nadie.

El corazón es una bomba que bombea. Y las bombas que explotan y matan y destruyen son también corazones: cada una, un corazón roto que ha quedado por fuera del concierto del latido; que siente que tiene que reventar y el mundo tiene que reventar con él: ya, de una vez, sin ritmo, porque el tiempo ha pasado. Porque no hay tiempo y ha llegado el momento.

Pienso en los dinamiteros, en los fabricantes y ponedores de bombas. Hacen un mecanismo preciso. Con la minucia del tiempo hacen un reloj; un corazoncito exacto, paciente: lleno de leyes, cumplidor de esas leyes. Y luego lo hacen estallar.

También un escrito se hace así: en el pecho partido, con desesperado detenimiento, con el mecanismo y el engranaje y la cuenta del tiempo, y también para que estalle contra el tiempo. Pero que no explote en el cúmulo torpe de fuego y humo, sino como los fuegos artificiales: plantando un jardín en el cielo. Que no lleve la determinación de la muerte, sino la intención de la mirada; la admiración de un nuevo cielo momentáneo.

La expansión del texto es visibilidad: es la transformación de la luz en figuras. La expansión de la bomba es una onda invisible de empujones. El texto no se estrella contra la tierra ni hace una nube negra o blanca en el día, sino que, estallando en el aire de la noche, hace estrellas de vida diminuta que dan fe de la vida inconcebiblemente larga de las grandes estrellas más reales.

“Vivir en la lectora”.

Cuál será la hechura de esa frase hecha. Cuál será el objeto de ese deseo.

En ese infinitivo busco algo más que el consuelo que me daría suponer que entro en la memoria de otra cuando ella me lee; que seré un recuerdo en ella mientras ella viva.

En todo caso, la lectora lee algo que no soy.

En todo lo que he escrito estoy disfrazada. Cuanto más quiero aclararme, más me exagero. Cuanto más pretendo que puedo decir lo que quiero –y cuando más pretendo que sé qué quiero decir–, más se trasluce en lo escrito el personaje que no soy. Quisiera escribir oscuramente. Que solo yo me entienda, a escondidas de mí, lo que no puedo decir. Para un día ver a quien me entiende en la noche; a quien yo soy.

Yo sola: un día.

Escribir es negro. Y escribir bien, mejor y más verdaderamente, es negro sobre negro.

Si hubiera algo de mí en lo que he escrito –algo existente y no solo la mentira de quien aclaro ser–, ¿cómo podría vivir eso en quien me lee?

Pregunto cómo viviría mi espíritu vivo en la lectora, no cómo viviré en ella figuradamente.

(Quiero buscar en la figuración la literalidad; volver a la letra. No más la comparación infinita y la infinita equivalencia del lenguaje, no más la huida en la metáfora –esa persecución del alma– ni la acertada analogía –eso ya lo sé hacer–, sino la experiencia viva de la expresión, lo inmediato en la expresión. Quiero ver al pie de la letra).

¿Cómo puedo vivir en mi libro con una vida mía distinta de mi vida, no dando pistas para la memoria, sino convertida en mi deseo que desde aquí no puedo conocer?

Me he hecho esta ilusión (y ya se ha borrado, tan pronto como quedó hecha): que me lea alguien feliz. Vivir en alguien feliz, que entienda lo que no quise decir.

¿Qué significa “feliz”? ¿Unos colores? ¿Todos los colores?

Eso mismo: feliz es de colores. Y luego todos los colores en el blanco.

Feliz es “Vamos a la belleza del día”.

Escribir es negro.

El problema es que uno sabe que contiene algo mayor que uno, y no sabe cómo lo menor puede contener lo mayor.

El problema es cómo decir “nosotros”.

El problema es el amor.

¿Dónde está lo que es más grande que yo –el Amor, mi amo– si está en mí pero no cabe en mí?

¿Dónde estoy –qué me contiene– para que yo pueda contener lo que es más amplio que yo?

Uno escribe para saber dónde está.

Porque se da cuenta de que nunca sabe dónde está.

No sé qué ha pasado en los días que han pasado por esta habitación –esta caja, esta casa o este mundo– donde no me encuentro. No sé qué es este lugar.

El que se ve ubicado está cautivo, y el cautivo no conoce la cárcel donde ha ido a parar. La libertad es disponerse a conocerla.

¿El texto está afuera, o está adentro?

Ponerse en el texto es ubicarse. Hablar en el texto es decir que desde aquí veo cuanto me rodea, y que, desde este lugar, ningún otro lo había visto. Escribir es manifestar que mi cabeza es el centro del cielo, y es hacer que lo sea.

Ponerse en el texto es desubicarse. Escribir es perder la posición. Es manifestar que los ojos que me son desconocidos son todos la estrella central de la galaxia, y es hacer que lo sean.

Tratar de conocer el lugar es moverse. No parar. No ir a parar a ningún lado. No moverse.

No se puede conocer el lugar mientras se está vivo, ocupado de vivir.

Si supiéramos dónde estamos, sabríamos qué decirnos. Pero la vida no puede conocer el mundo. Para conocer el mundo hay que haber muerto.

Uno escribe para hacer un lugar.

El texto es un país. Tiene leyes que lo constituyen. Escribir el texto es hacer las leyes del texto, y, al hacerlas, encontrarlas. Y, al encontrarlas, disponerse a cumplirlas. Querer incumplirlas.

Escribir un texto es todavía no poder cumplirlo ni violarlo. Es prometerlo.

Uno escribe: abre un espacio donde podría estar. O un espacio que podría ser lo que se prometió que uno sería.

“La expresión es la apertura de un lugar externo donde se despliega y se dispone –donde toma posiciones y se ordena– lo que adentro tiene un orden incognoscible; lo que adentro existe increado”. (Eso dije con una de las voces que a veces me disfrazan).

Uno escribe para estar en varios lugares a la vez. O en dos.

¿Sería posible un texto que no fuera un espacio?

Sería compactísimo. No tendría aire: en él no sonarían las palabras. Sería denso como el núcleo de una estrella. Invisible para el ojo humano, como el núcleo de una estrella. Pesadísimo. Ilegible pero conjeturable, como el núcleo de una estrella. No sería un texto.

Crear un texto es someterse a las distancias: a la dilatación, a la separación, al desprendimiento.

Escribir es ponerse. Ir poniéndose y no parar.

Escribo en una lengua que se formó lejos de aquí.

Alguien que sigue en mi sangre trajo esta lengua de otro mundo, donde él había sido de una forma que quería olvidar; donde lo había vestido una pobreza que él quería negar. En medio del océano tuvo que morir para llegar aquí y volverse otro. De su viejo mundo traía su lengua entera como una palabra que se trae del sueño; solo que del sueño no se traen palabras, ni se trae nada más que el miedo y el deseo (y, a veces, los hombres traen del sueño su propia descendencia irrealizable: cuando, después de haber acariciado la visión de una mujer o de otro hombre –o de un íncubo, o un súcubo–, sueltan su semilla, que queda muerta en la sábana: esa polución nocturna, que solo fecunda a la noche, puede ser una imagen de mi lengua).

Escribo en una lengua que se formó sin ver nada de lo que había en este lado. Hablamos este latín en la selva; en el ámbito del jaguar, de la guerrilla, del indio quebrantado, de la secuestrada y la araña gigantesca. Escribir en español americano es estar perdido y pedir redobladamente un lugar donde se pueda hablar. Nuestra lengua no es nuestra región ni es región alguna. No comporta una declaración de pertenencia: es un testimonio de exclusión, la huella de la no correspondencia, la prueba de la continuidad del sueño. En esta lengua declaramos que queremos hacer una nueva ley y también librarnos de la ley; lamentamos tener esperanza y saber que no la tenemos. En cada palabra queremos enriquecernos y encontramos otra vez la muerte, como el español en América.

No es madre ni es mundo nuestra lengua, en la que ya se supo cómo es estar muerto.

Esta lengua es el más allá.

La imaginación es el amor: el vínculo entre lo visible y lo realmente existente.

Imaginar es estar atento a lo que hay, buscar el lazo entre las cosas, reconocer y desbrozar los caminos que llevan de una a otra, y abrir caminos diferentes, que lleven de otra a otra. Es moverse a través de las cosas y con ellas: vinculándolas, vincularse.

En la imaginación viven los caminos.

Si he pensado, ha sido porque amaba: porque quise recorrer el camino entre aquí y allá.

Si he tenido un pensamiento, es porque he sido amada: porque se quiso que yo recorriera el camino.

Amar es estar en otra parte.

El que ama dice: “Estoy donde no es aquí”.

Pero el que dice “no aquí” dice, en el momento de decir “aquí”, que no está allá. Entonces amar es ir.

Esto debe ser la intimidad: reconocer que se está en el lugar donde se sabe que no se está.

La intimidad es la insistencia.

El centro oscuro –esto, aquí, mi lugar– está abandonado. Aunque haya brillado y aunque luego brille, el presente del centro oscuro es su estar abandonado.

(Pero escribir eso, tratar de saberlo y de decirlo, también es el disfraz: la composición, la representación del fondo blanco luminoso, la búsqueda de la legibilidad y del amor bajo una lámpara, en el parche de luz donde no se encuentran, donde no se han perdido).

¿Qué abandono de mí misma hará falta para que yo me encuentre viva donde la abandonada; para poner el corazón brillante –que no aclara pero esplende– en el lugar vacío, oscuro, presente del corazón?

Desvincularse. Ir a donde nada necesita asociación ni camino. Ir dejando atrás la imaginación. Ir a donde la oración –toda escritura, todo espacio– es sobrante porque todo está en sí mismo sosegado, incomprensible, junto.

Todo está en otra parte. Mi mesa: mientras como sola en ella, come en ella un hombre frente a dos mujeres, en este mismo lugar pero que es otro, adentro, afuera, un poco desplazado, un poco arriba, flotando, soterrado, dentro del vidrio de la ventana. No conozco a ninguno de los comensales, que son seis. Siete, conmigo. Ocho, sin mí. En la mesa hay una manada de elefantes. No es la sabana africana, sino la meseta colombiana donde pasta el elefante que en otra era en Suramérica campeó. Allá en mi mesa es esta misma hora, pero está oscuro. Es veinticinco horas antes, cuando la Tierra se ha ensanchado. Elefantes, hombres y mujeres me conocen en mi mesa. Deciden mi suerte o la contemplan. Están allí, comiendo después de mi muerte, que es ahora mismo o cuando muera. Están comiéndome antes de que nazca.

Aquí es donde siempre quiero estar: en una habitación de hotel que es igual a las otras habitaciones de este mismo hotel y a las habitaciones de muchos otros hoteles. Nadie me conoce. No me encontraré con nadie. Hay una ventana con vista a los árboles o al agua.

Afuera, muy lejos, el amor cierto.

Y el odio, también lejos y afuera.

Ambos, a una llamada de distancia. Al otro lado del llamado.

Las constancias, en la parte que he dejado atrás.

Y al otro lado del mundo, el saludo.

La cama es limpia, ajena e interior, como el desierto. No corresponde al término “región”.

En el cuarto del hotel, fuera de toda intimidad, lejos de toda explosión, tengo lo que necesito. Y me descalzo. Me miro los pies.

El hotel es el océano comprensible.

En el corazón de ese lugar que se repite por el mundo estoy yo: larga en la cama, no en la sepultura. Entera.

Yo sola, conmigo, igual a todos.

En medio del cuerpo de Dios.

Estoy en París un mes después de imaginar que mi perra estaba allá.

Estoy en París realmente –pero “realmente” es también como Dalia (que en realidad se llama Ánima) estuvo en París la otra noche mientras se escondía en nuestra casa–. Estoy en París materialmente, pues.

Estoy aquí mientras cae la noche; de pie frente a Nuestra Señora de París, cuando en mi casa, en Bogotá, es el mediodía. Entré en la catedral justo antes de que el sacerdote levantara la hostia, y me quedé hasta después de que la misa terminara. Tuve cuidado para ser la última en salir. Los ujieres apuraban a los visitantes hacia la puerta porque había llegado la hora del cierre, y yo caminaba paso entre paso para rezagarme y poder ser, por un segundo, quien más dentro estaba de la catedral. Para ser la última y decirme: “La vi sola”.

Ya afuera, me vuelvo hacia la fachada de la iglesia y levanto los ojos. Arriba, a la izquierda, está esculpido san Dionisio. Me digo que ese hombre, que lleva sobre el pecho su cabeza, es mi patrón: el polo al que me mueve la necesidad; lo que nunca he podido ser (¿o a lo mejor he podido por un instante?). Mi santo: lo ajeno a mis acciones. Mi antípoda. Mi realidad.

San Dionisio, patrón de París, decapitado, carga su cabeza –la Tierra redonda– entre las manos. La lleva a la altura del corazón. Está de pie, flanqueado por dos ángeles. Un ángel de piedra mira la cabeza cortada. El otro mira de reojo y hacia abajo y a lo lejos, la cabeza, o el suelo, o el horizonte.

La cabeza cercenada mira hacia adelante. La sostiene cuidadosamente su antiguo dueño –su antiguo cuerpo–: por el mentón con la mano derecha, y por la sien izquierda con la mano izquierda. El halo de santidad ha quedado detrás del cuello talado.

Desde el lugar del corazón los ojos lanzan sus rayos de luz, no de luz sino de piedra. La cabeza sosegada le da ojos al corazón.

Después de que lo decapitaran –dice la leyenda–, Dionisio se levantó y recogió la cabeza que había sido suya. Anduvo hacia el norte llevándola bajo el brazo. Al cabo de un largo camino se detuvo donde iba a ser enterrado y donde se levantaría una iglesia con su nombre. Le entregó la cabeza a una mujer y se dejó caer.

Somos luces abismales

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