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Un potro

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En medio de una carretera rural había un potro muy joven que estaba solo. Un potrico. Tal vez yo nunca había visto un potro de esa edad. Había visto muchas veces un potro de esa edad junto a la yegua, celosa y altiva, medio desentendida de él en apariencia, ensimismada, pero en realidad entendiéndolo del todo, únicamente: con el potro sujeto, y él con ella adentro. Eso lo había visto, ese conjunto, pero no un potro delante de mí, solo y entero, recortado contra el mundo, con los cascos en la tierra y el cuerpo en el aire, así.

Los animales nos hacemos visibles en el desamparo: somos luces abismales.

(Luces abismales: hay una caída larga que es una herida en la tierra, y abajo, entre la bruma, en el fondo –quién sabe si sea el fondo–, brilla una luz pequeña y firme, que concentra. Entonces la bajada es un camino y uno cae para remontarla haciéndose, bajo la luz, visible).

El potro que vi estaba sin madre en la carretera de polvo, suelto, audaz, cautivado, temeroso. ¿De dónde había salido? ¿Exploraba? ¿Escapaba de la libertad que da el amparo?

Se mostraba.

Estaba en medio del camino, pero también andaba por el borde: entre perderse y hacerse soberano; entre querer campear y no querer. Tenía el poder de irse, pero no el poder para seguir.

Consumía su fuerza en visibilidad.

La fuerza aparecía

y se escondía.

A un lado de la carretera, detrás de unos alambres de púas, había un cultivo de papa florecido de morado. Al otro lado, detrás de otra alambrada, pastaba un rebaño de ovejas blancas carinegras. El potro no estaba ni con ellas ni con las flores de la papa. Estaba en el centro y era un mundo aparte. No estaba con nosotras, pero nosotras, tan pronto como lo vimos, nos pasamos a su órbita: ovejas, flores, papas enterradas, mi madre y yo, y el carro en el que íbamos: ojos prendidos a la crin.

—¡Un potrico!

Apareció solo, como un milagro, después de que tomamos una curva.

Los milagros son lo más solo que existe.

Parecía que el mundo pudiera hacer cualquier cosa con el potro.

Parecía que, en el potro, nuestro mundo se hubiera hecho.

Algo inquieto y frágil es apabullante.

Mi madre y yo veníamos de una tierra que tengo en Analema, en la montaña. Ella, antes de la curva, había dicho: “¿Y si ponemos en la huerta rabanitos?”, y yo entendí que decía: “¿Y si paramos en La Huerta Rabanitos?”. Pensé que ese era el nombre de un restaurante que ella conocía y donde quería que almorzáramos. Me dije que qué nombre más ridículo, pero tierno además de ridículo. ¿Y qué tal que un aeropuerto se llamara así, Aeropuerto Internacional Huerta Rabanitos? Lo imaginé como un aeropuerto de vereda, pero internacional, y allá quedó abajo en el valle, imaginado, cuando dimos la curva y se nos apareció trotando el potro flaco.

Nos detuvimos en el carro.

El potro se detuvo.

Se volvió y nos dio la frente.

Detrás de nosotras se apeó un motociclista.

Al sentir el movimiento, el potro dio la cola y volvió a trotar para alejarse.

Una vez más se detuvo.

Era abrupto.

—¡Qué divino!

Ni siquiera pareció quedarse quieto cuando paró como para sentir lo que hacía y saber dónde lo hacía. En él todo se agitaba. Pensé en un motor. Las ovejas se asomaron a la cerca. Él relinchó y allá contestó la yegua, donde no podíamos verla. ¡Madre!, ¡madre! ¡Hijo!, ¡hijo! O: ¡Aquí estoy!, ¡aquí estoy! ¿Dónde?, ¿dónde? O: ¡Soy yo!, ¡soy yo! ¿Quién?, ¿quién? O la yegua lo llamó primero, preguntó primero, y fue él quien contestó.

Tal vez el potro era el eco de la madre, y tal vez ella era el eco de su eco.

Mi madre temió que el motociclista lo raptara:

—Quedémonos aquí.

No habríamos podido pasar adelante, pues ahí estaba el potro, aterrado, en medio del camino.

Dio unos pasos hacia el carro.

Yo estaba haciendo un día de campo entre semana porque acababa de salir a vacaciones. La noche anterior había entregado las notas finales para la universidad, después de pasar el día corrigiendo trabajos de estudiantes. Ellos nunca recogen las últimas correcciones del semestre. Se han ido cuando los profesores las dejamos en la secretaría, y no vuelven hasta agosto, cuando ya se han olvidado. Los trabajos quedan archivados para siempre, o van a parar a la basura. Por eso no valdría la pena esmerarse en los comentarios; bastaría con leer, poner la nota y escribir una observación por si acaso hay quien la lea. Sin embargo, yo me senté a examinar cada oración de los cuentos que recibí al final del Taller de Narrativa. En mi oficina, mientras me demoraba, me preguntaba por qué bregaba así: Estoy haciendo un día de nada. Revisé palabra por palabra, sugerí construcciones alternativas, escribí comentarios en los márgenes y luego una crítica larga al final de cada texto. ¿Qué hago al hacer esto? Veía pasar el tiempo. O hacía de cuenta que las horas no pasaban. Era algo que nadie iba a ver y a nadie iba a servirle. ¿Esto es el trabajo duro, o es lo contrario del trabajo?

Al día siguiente, vi el potro.

El relincho de la madre parecía venir de una finca que acabábamos de dejar atrás en la carretera, pero también de otra de más adelante, por cuyo lado no habíamos pasado todavía. Al potro lo llamaban una madre y otra madre, la suya y no la suya, la de antes y una de después.

—La yegua está allá.

Me bajé del carro. Mi madre, desde adentro, señalaba hacia el frente. Desanduve el camino hacia el motociclista.

—¿Sabe de dónde será ese potrico? Buenas.

—Buenas. Ese es de ahí. Allá donde está la yegua.

El motociclista señalaba hacia atrás, hacia la curva del camino. Tenía un overol de hule, como de ordeñar.

El potro seguía llamando.

Los relinchos de las madres se alternaban.

Me alejé y golpeé el portón de la finca que creí que el motociclista me decía.

—No, no es ahí. La mamá suena adelante –gritó mi madre, que me veía por el espejo.

—Esa no es la entrada –gritó el motociclista desde atrás–. Es por acá.

Señaló un potrero sin portillo.

¿Y si trato de tocarlo?

Como si me hubiera oído el pensamiento, el potro corcoveó.

Le tomé fotos.

Nadie abrió el portón al que llamé, que en todo caso no daba paso al lugar que buscaba.

Mi madre y yo no habíamos sembrado rabanitos esa mañana, pues huerta aún no hay en la fanegada y media que tengo en la montaña. Ella imagina que habrá –con tomates además de rábanos, me dijo–, y yo también lo imagino. Lo que por ahora hay en mi lote es un viejo huerto de manzanos y ciruelos, plantado por los dueños anteriores, y, dispersos por la ladera que da a la carretera, por la pequeña meseta y por la ladera opuesta, que baja hasta una quebrada, árboles y arbustos que yo he ido plantando.

El día en que compré la tierra planté siete árboles, como los días de la semana, que son casas por las que las personas pasamos sucesivamente mientras estamos vivas, una y otra vez, hasta quedar en la séptima, que contiene las casas precedentes; siete como los cinco dedos de una mano más el índice y el pulgar de la otra mano, con los que saco un lápiz de entre un montón de leña imaginaria, de leña de cerezo dispuesta para encender una hoguera, y siete como los planetas de nuestro sol antes de que se descubrieran los dos últimos, que están muy lejos y en lo oscuro y que, para hacérseme visibles, toman el lugar de mis ojos cuando duermo y no veo árboles: Neptuno y Plutón, este ojo y ese ojo, que persiguen los otros siete ojos luminosos del espacio mientras la hoguera que imagino descansa apagada en el suelo apagado de la tierra.

“Siete” parece un verbo en imperativo. Como “quédate”.

Dios plantó el jardín en Edén después de los seis días de la creación: es decir hoy, en el día eterno que no pasa, mientras hombres y mujeres transcurrimos por el tiempo de la historia, muriendo y trabajando. Cada sábado pretendemos descansar y encaminarnos al día del que vivimos desterrados. Entonces salimos al jardín, al parque, al campo. Nuestro descanso es el ansia de coincidir, entre las plantas, con el día de nuestra inmortalidad, lejano y simultáneo.

Desde el primer día, he seguido yendo a mi lote cada sábado a plantar. Tengo guayacanes, tíbares, cedros, arrayanes, sangregados. Y alisos, que son suaves y metálicos. Son de fronda parca y parecen más discernibles que otros árboles: he creído que podría recordar todas las hojas de un aliso y saber que las recuerdo. Al verlos en el viento me parece que están a punto de sonar; que le ponen umbrales al campo, sortean el soplo y campanean.

Antes de tener mi tierra, los sábados me colaba por debajo de las alambradas de fincas ajenas, quién sabe de quiénes; caminaba por bosques y potreros prohibidos, y me sentaba en las piedras a tratar de recordar que un día estaría bajo la tierra; que cuando muriera iba a quedar muerta, pues había entendido que eso era lo que había que recordar. En La Era, que es como llamé a mi fanegada y media, deberé aprender que la tierra no es de nadie.

Por la noche, en la ciudad, después de cerrar los ojos, imagino cómo son en lo oscuro los árboles que he plantado. Me recuerdan que tengo que volver y ver, volver y ver, y me mantengo despertándome.

El día del potro, cuando mi madre y yo llegamos a mi lote, una bandada de pájaros se alzó de los ciruelos. Me acerqué y vi las pepas mondas. Los pájaros se habían comido las frutas y habían dejado la semilla prendida a la rama, en el eje de su vida pasada.

Plantamos un cerezo, que era regalo de mi madre, y dos borracheros, porque me contaron que protegen, y yo me había enterado de que a la finca grande que colinda con la mía se metieron los ladrones. El administrador de aquel lugar me mandó decir que tenía que poner un candado en mi cancela; que era obligación, aunque yo creyera que no tenía nada de robar. La finca que él administra pertenecía a una pareja de ancianos hasta hace pocos meses. También mi parcela era de ellos. Después de que yo se la compré, el banco les embargó el resto de la tierra, con la casa que habitaban.

Entonces empezaron los males, o llegó el mal.

Se puede figurar el mal como una peluca sucia, de pelos enredados, negra, descolorida, que nadie quiere ponerse y que uno tiene que ponerse tapándose el pelo natural. O mejor: tapándose la cara. El mal es esa peluca obligatoria usada como máscara, a la que uno no se puede resistir porque ella es la resistencia.

Los males llegaron con el embargo del banco y la expulsión de la pareja de ancianos, pero también podría decirse que llegaron conmigo, pues cuando yo aparecí en esa montaña y compré mi casi hectárea, empezaron a sucederse o a hacerse manifiestos. (Aunque no se suceden los males, sino que se enredan, que es lo contrario de sucederse y también de manifestarse).

El caso es que en la vecindad de mi parcela se han enredado los caminos. Los antiguos dueños de la finca grande se mudaron al pueblo y mataron a sus dos perros: dizque los perros vivos ya no les cabían en ningún lado. El banco remató la tierra. La compraron tres hombres que vinieron de lejos con el administrador del que hablé antes. Se les metieron los ladrones, como dije, y el administrador mandó tumbar como cien árboles.

El lote se cundió de esa maleza con la que en Boyacá hacen las escobas.

Mis vecinos nuevos llevan gafas oscuras y andan en camionetas de vidrios ahumados. He sospechado que tarde o temprano me sacarán de la montaña. Los vi una sola vez, cuando fueron a inaugurar su propiedad con un asado. Llenaron el aire de olor a carne muerta y esa música: Vinimos a gozar.

¿Qué es lo peor que podrán hacer en la tierra que van dejando sin sombra? ¿Parrandas?, ¿fumigar y fumigar?, ¿criar pollos hacinados? Cuando vi a esos hombres poderosos, entreví la peluca que antes traté de describir: es como una constelación apelmazada.

Quiero que se pierdan mis vecinos. Que salgan un día de la tierra que compraron y no vuelvan a encontrar el camino hacia ella, y no sepamos por dónde andan. (Querer que se pierdan no es desearles el mal. Es no desearles nada. O tal vez sí sea desearles el mal, el mal incomparable, y entonces esta maldad mía se sumaría a los nudos que enredan la vereda).

Una vez yo me perdí. Vivía con mi madre y con mi hermano en una urbanización en la autopista, que yo jugaba a imaginar como un río atribulado. Cuando salgo de la ciudad hacia mi tierra por el norte y no por el oriente, paso por delante de la portería que encierra el conjunto que contiene el apartamento que no se alcanza a ver y donde ya no vive nadie que me haya conocido.

La urbanización tenía cinco unidades idénticas que se conectaban por detrás a través de un parque largo con jardines. Cada unidad tenía cinco edificios de cinco pisos, agrupados en torno a una plazoleta, y cada piso tenía dos apartamentos. La nuestra era la puerta de la derecha, del primer piso del primer edificio, si se contaban los edificios de izquierda a derecha después de entrar por la autopista, y estaba en la tercera unidad, si las unidades se contaban de sur a norte y también si se contaban al revés.

Una tarde salí a jugar al parque que unía las unidades. Cuando quise volver, entré en la plazoleta por detrás, llegué al edificio, subí la escalinata y toqué el timbre del apartamento. La puerta se abrió a una cortina blanca que era una bata de dormir. Abajo había unos pies de uñas pintadas de rojo. Arriba estaba la cara de cualquier mujer desconocida, pero para mí fue la cara de una bruja.

Pensé que había ido a dar en mi lugar: que hasta entonces había vivido creyendo que mi madre era mi madre, pero mi madre verdadera era esa que me había abierto la puerta y que parecía dormir durante el día. Yo había vivido soñando y acababa de despertar. O acababa de quedarme dormida y había entrado a un sueño del que no despertaría. O aquella mujer había matado a mi madre y me estaba esperando para matarme a mí también.

Entendí, al final de un segundo, que había tocado el timbre de un apartamento equivocado, ubicado como el mío pero en la unidad vecina, y entonces corrí hasta la tercera unidad y toqué el timbre en el apartamento de la derecha, del primer piso, del primer edificio, según se contaban los edificios de izquierda a derecha si se entraba desde el parque. Mi hermano abrió la puerta. Mi madre estaba adentro, ignorante de que me había recuperado de las garras de una madre falsa, y yo, sin honor tras mi aventura, supe desde entonces qué era perderse.

En el futuro, cuando la ciudad la alcance, probablemente también La Era será un conjunto de edificios con un parque.

No dejo de regar el suelo para figurarme una arboleda y una huerta del futuro, ni dejo de creer que un día construiré una cabaña, aunque a veces temo que pronto los vecinos me dejarán ver algo que hará que prefiera venderles mi terreno. Por lo pronto sigo yendo los fines de semana, y entre semana en vacaciones, a entristecerme y alegrarme al mismo tiempo.

Entristézcase plantando árboles, dice una valla en la vereda.

Alégrese plantando, dice otra.

Yo me distraigo en el camino: ¿Qué tal el nombre Aeropuerto Internacional Almacenes Nothing? ¿O Aeropuerto Internacional El Ñudo? ¿Aeropuerto Internacional Volar Estéreo? Estoy llenando de aeropuertos la región, para no pensar en los antiguos dueños despojados, en el banco, en la deuda, la muerte de los perros, la tala y la locura.

A lo mejor, corregir sin necesidad cada oración de mis estudiantes desenredará mi jardín. O desenredaré mi jardín si planto más y más árboles que no sé si veré cuando alcancen mi estatura. O el potro que me salió al paso desenredará –sin que se sepa dónde– mi jardín.

Así es como pueblo La Era: de camino a la montaña, me detengo en un vivero. Avanzo por entre las filas de árboles pequeños con el encargado y le pregunto cómo se llama este, cómo aquel. Los arbolitos en fila parecen como en una escuela. No pregunto qué edad tienen ni qué tan rápido crecen. Sé que, como a mis alumnos, no los veré cuando hayan alcanzado su mayor altura: entonces estaré a la bajura de sus raíces.

Llego a mi terreno y le escojo a cada uno el lugar donde vivirá toda su vida. Este va aquí, ese allá. Abro el hueco y siento que cavo para enterrarme, y siento que excavo para hacer un descubrimiento: un trozo de un cuenco de cerámica que un muisca rompió hace quinientos años sin querer.

Dejo la pala, que me pesa mucho, y me paso a sacar la tierra con las manos. ¿Esta tierra entre las manos se siente como qué? Se siente derrumbándose. Como ruinas. Como huevos. Como una antigua piedra. Como harina para hacer pan. Como harina para hacer una cocina, una casa.

Pongo el árbol en el hueco. Me confunde la maraña oscura de sus raíces, inseparables de la tierra que traen pegada del vivero. El árbol queda enterrado, de pie, recién nacido, aunque nació lejos de aquí.

¿Cuándo nace un árbol? ¿Se dice que nace cuando un ojo humano advierte el primer brote que sobresale de la tierra? Pero, para entonces, el árbol ya ha crecido. ¿No sucede afuera el nacimiento, sino dentro de la semilla? ¿O no nacen los árboles, sino que siempre están, de fruto en semilla y de semilla en fruto, siguiéndose a sí mismos?

Sigo caminando, atravesando mi ladera, y unos metros más allá planto el árbol siguiente. Abro el hoyo, saco la lombriz, pongo el árbol, relleno el hoyo, vuelvo a poner la lombriz, derramo agua alrededor. Sin planes y sin correcciones. A punta de ver y de querer. Pongo los árboles donde siento que ellos ya están crecidos en un jardín que existe en otro lado. Mi jardín no procede de mi juicio, sino de mi descanso.

Hago a mi semejanza mi jardín en la montaña. Es el jardín de donde vengo y para el que fui hecha con barro de su mismo suelo. No lo hago, pues ya quedó hecho desde el principio del tiempo, sino que sueño con el jardín que yo podría ser.

Todo va quedando donde está.

Y luego todo se verá distinto.

Algunos sábados mi padre nos llevaba a la finca de los abuelos, que estaba en tierra templada. Había un cafetal, naranjos y un cisne en una bañera. Los niños vomitábamos por la carretera, y luego, en el comedor, bebíamos jugo de naranja tibio, que sabía a vómito. Las naranjas se dejaban al sol. En la pared del comedor había un mural: una tortuga con ruedas y un cristo clavado en un trébol. Lo pintó mi tío, que se murió en otra carretera llena de curvas antes de que yo naciera.

La grama estaba llena de hojitas de dormidera entre los tréboles. Uno pasaba el dedo por el espinazo de las hojas y ellas se iban cerrando, párpado contra párpado, como ojos ciegos que eran las manos de la hierba.

Yo escribía “los abedules”. Y también escribía “los abetos”. Ponía nombres de árboles en cuentos y en poemas. Tenía diez años y había resuelto que para que las cosas que inventaba no fueran mentiras sino obras –para que estuvieran dichas por alguien verdadero– debía mencionar en ellas árboles que no había visto. Si alguien me hubiera preguntado, por ejemplo, si esos árboles perdían o no las hojas, me habría parecido tan raro como si me hubiera pedido que describiera la textura de las paredes de un sueño. Yo había leído esos nombres en un libro, o los había oído en canciones. Había vivido poco y mencionar aquellos árboles era decir que viajaba. Que podía traer palabras de otro lado. “Abeto” y “abedul” eran países muy lejanos en los que había habido una vez. El árbol, la vida que era una palabra, era mi reino.

No sé si el potro que nos salió al paso va a ser, cuando se alce, alazán o colorado. Con el tiempo se le aclarará el pelaje o se ennegrecerá. No va a quedar como es ahora, que es color de potro. Cuando acabe su corta vida sin el freno, va a transformarse en un animal distinto, domado y redomado. Si vuelvo a verlo, no recordaré que ya lo he visto.

Miro las fotos que le tomé: tenía una mancha blanca en la frente, un lucero, mi caballo.

Su potrero debe de formar parte de una hacienda cuya casa no se ve desde el camino: una de esas propiedades de los ricos bogotanos que pasan cabalgando los domingos, ensombrerados, embotados, sobre el animal que va mordiendo el hierro, contradictorios caballeros que aspiran a ser veloces y a lastrar al mismo tiempo.

Esa mañana, además de los borracheros, habíamos plantado aquel cerezo de los que mi madre cría en su casa. Ella pone a secar la semilla en la ventana; luego, la coloca sobre un copo abierto de algodón, en la boca de un vaso lleno de agua. La semilla germina, y mi madre la traslada a una maceta. Cuando el arbolito ha crecido, me lo da para La Era o lo trasplanta a la calle. Lo pone junto al cordón de la acera, o en el separador de una avenida, o en un parque, sin permiso. Cuando las plantas que tiene en su apartamento crecen demasiado para el cielorraso, también las planta afuera: Saqué la cheflera el otro día.

Yo voy por Bogotá sabiendo qué árboles son los hijos de mi madre, con los que ella ignora la ley que dice que lo que está afuera es del gobierno. Su otro hijo, mi hermano, es jardinero en Nueva York, donde emigró hace veinte años. He paseado con él por Manhattan y de repente me ha señalado un arce que plantó en la acera y ya ha cambiado varias veces de color, o una isla de flores que fundó frente a una portería.

Por esa gentileza atrevida de mi madre, por esa libertad con que verdece la ciudad vencida y sucia, puedo perdonarle cualquier desayuda que crea que debo perdonarle. En mi lote sus cerezos vivos crecen del montón de leña que Abrahán dispuso para hacer la hoguera donde iba a inmolar a su hijo en obediencia a Dios. Las ramas suben al cielo en lugar de las llamas en las que todos los hijos hemos estado a punto de ser sacrificados. Pienso en el ángel que impidió el sacrificio de Isaac y también en el carnero que Dios hizo aparecer, trabado por los cuernos en un zarzal, para que reemplazara al niño en la hoguera. Recuerdo la maraña donde quedó atrapado el carnero, y me la figuro como aquella peluca enredada que es el mal, y pienso que los hijos perdonamos a los padres mientras pedimos perdón por la muerte del carnero.

El motociclista dejó la moto y avanzó a pie hacia nosotras y hacia el potro. Sabía qué hacer y explicárnoslo habría sido un desperdicio. Sigiloso. De repente giró hacia la derecha. Pasó por debajo de la alambrada de púas y se internó unos veinte metros en el cultivo de papa. Luego emprendió el camino de regreso hacia la cerca, pero describiendo una curva abierta, de modo que, cuando salió de nuevo a la carretera, apareció mucho más adelante.

Eso se llama una parábola.

Entonces se vino a grandes pasos, derecho por detrás del potro, que al sentirlo salió galopando hacia nosotras y hacia el carro, nos pasó de largo, y ya parecía que iba a desbocarse cuando giró de repente y conoció su potrero y entró en él por el mismo hueco en la alambrada por el que había salido.

Ya no se movía como un motor, revolucionándose penoso, sino que iba amorosamente movido a su lugar.

Oímos el relincho de la madre verdadera y la vimos.

Resultó que vivía con las ovejas.

El motociclista se había hecho invisible para aparecerse más allá como si fuera otro, fingir que iba a cazar al potro y, espantándolo, ayudarlo.

Quiero entrar en la vida del potro que es dos: el que salió a la carretera, que se quedó sin madre por un momento y se creyó perdido, y el que al rato ya estaba con la yegua nuevamente y sabía que nunca había estado perdido; quiero estar en la vida del potro para saber entrar en el camino y salir de él.

¿Era tierno el potro? ¿Nos ablandaba, en el camino?

Enternecerse es aplacarse por la blandura de un objeto. ¿En qué parte se siente la blandura del objeto? La ternura hace que uno sienta que en su duro pecho, donde late y respira, se hunde el dedo.

Lo recurrente y natural es que lo duro ablande: el martillo sobre la carne. Cuando algo me enternece es que lo blando ha ablandado: ese es el milagro.

La distracción y la concentración del otro me enternecen. Su intermitencia.

¿El enternecimiento es estremecimiento? ¿Lo que me ablanda hace que yo tiemble y vibre, que me mueva sin cambiar de lugar como el aliso en el viento?

¿Era poderoso el potro? ¿Nos llevaba, en el camino?

Lo contrario de tener poder es no tener poder. O es ser impotente. O sentirse impotente. Aunque sentirse impotente es lo contrario de sentirse poderoso, que no es lo mismo que tener poder, y quizá ser impotente es lo contrario de ser potente, que no es lo mismo que tener poder ni que ser poderoso. Quizá lo contrario de ser poderoso es ser desvalido. Aunque ser desvalido es más bien estar desvalido, y en ese caso quizá sea lo contrario de estar poderoso, que no creo que sea nada.

¿Lo contrario del poder es la debilidad?, ¿la sujeción?

Así como no existen en realidad los sinónimos (decir corcel no es decir caballo, ni decir caballo bebé es decir potro), tampoco existen los antónimos. Pero suponiendo que se pueda ver lo contrario de algo, ¿qué veo cuando digo “lo contrario”? ¿Me refiero a algo que está del otro lado de aquello de lo que es contrario, o a algo que está a su lado, pero patas arriba, o en negativo, o en sombra?

Si uno piensa en el contrario como el revés, como la otra cara, o lo contrario de la cara, quizás es porque imagina que todas las cosas son como monedas, o escudos, o medallas. Como cabezas sin cuerpo. Piensa que cada cosa es a su contrario como la cara es a la parte posterior de la cabeza. El contrario de todo es, entonces, lo contrario de la expresión; la inexpresividad, la cerrazón.

Aunque también, si uno piensa en cada cosa como una cabeza, puede pensar que lo contrario de cada cosa es una cola y entonces puede imaginar que entre cada cosa y su contrario se forma un animal: un potro, por ejemplo.

Puede haber otra manera de ser contrario. Puede haber otro contrario de cada cosa: no lo que está del otro lado, ni del mismo lado pero al revés, sino lo que está en otro lado. Lo contrario del poder no sería lo que está del otro lado del poder, sino lo que está más lejos del poder y es más ajeno a él.

Uno podría pensar que lo contrario de poder es estar perdido.

Era poderoso aquel potro del camino. Será que no estaba perdido para nada, sino que estaba en su misterio.

Somos luces abismales

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