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Las mujeres de verdad hacían el amor

Desde aquel primer capítulo, el sexo estuvo presente en todo momento. No era solo el nombre, era la realidad de estas mujeres. El sexo hacía parte de sus vidas y no era un vehículo para el amor, o una expresión del amor, o una llave para encontrar el amor. Eso obviamente hizo explotar mi cabeza. Porque en mi mundo las mujeres no tenían sexo, las mujeres, las de verdad, hacían el amor. Pero ¿qué era una mujer de verdad? Una que no fuera puta, que fuera femenina y arreglada, y que tuviera como misión en la vida llegar a ser madre un día y criar a su familia.

Sí, a los diecisiete años mi idea de lo que era una mujer aún estaba dibujada con fuerza por la crayola de la moral cristiana, porque a pesar de haber sido educada en un colegio alemán y liberal, una está compuesta por la leche que mamó. Y la mía provenía de una madre que se casó con su primer y único novio, que tuvo a su primera hija, yo, a los veinticinco años, y que nunca cuestionó esa vida que eligió, porque era a la que siempre había aspirado. Entonces en cada conversación que tuvimos sobre la reproducción y la sexualidad humana, que fueron muchas y desde muy temprano (porque preguntona he sido desde que aprendí a hablar) el amor era un elemento esencial dentro de la explicación del sexo. No era el placer, no era el poder. Para una mujer, o eso creía yo, lo que importaba a la hora de tener relaciones con un hombre era que lo amara.

Y fue ese argumento, el del amor, el que le esbocé una y otra vez a mi madre, fúrica, mientras me sacudía frente a la cara la caja de píldoras anticonceptivas que había encontrado en mi mesa de noche. Decepcionada, claro, porque yo había decidido tener una vida sexual desligada de un matrimonio o de un posible compromiso formal. Porque no había aplazado el gustico. Me había comido las onces antes del recreo.

Tenía veinte años y apenas iba por mi segundo novio. Como les conté, fui una flor tardía y aplacé mucho, mucho tiempo el gustico. Para criterios modernos, por supuesto. La verdad es que había decidido tener relaciones con él, no por amor, sino porque ya quería salir de eso. Era un hombre guapísimo que desde el primer momento en que lo vi despertó en mí un deseo animal, que yo en mi inocencia no era capaz de explicar, porque no era amor. Además, por supuesto, también tenía una curiosidad inmensa por saber qué era el sexo.

A mi pobre primer novio, a quien sí amé con todas las fuerzas de mi corazón, lo dejé con las pelotas azules después de casi dos años de no ser capaz de entregarle nada más que algunas caricias que yo consideraba osadísimas. Fue miedo, puro y físico pánico lo que me cohibió. Por un lado, el miedo ancestral a la deshonra que cargamos todas las mujeres y que nos repiten consciente o inconscientemente desde la cuna, y por el otro, el miedo a la desilusión. Quizás en el fondo sabía que las primeras veces eran relaciones simplonas en las que el chico solo usaría mi cuerpo para masturbarse con él y yo quedaría con la duda de si eso era todo lo que había. Y a él lo quería llevar en mi mente por siempre como el gran romance estupendo que en efecto fue.

No solo mi madre me taladró el discurso del «sexo con amor» en la cabeza. Las novelas también. La protagonista siempre “metía las patas” o “se entregaba” antes de tiempo, es decir, antes de estar casada, porque “se había enamorado perdidamente” del galán, quien, oh sorpresa, por lo general la dejaba poco después y, casi siempre, preñada. porque “el destino los separaba”.

Para los hombres el sexo nunca estaba unido al amor. En absoluto. Siempre iba de la mano del placer y el poder. Y una mujer que “se entregara”, así fuera por amor, que era lo único que medio podía excusar un acto tan pecaminoso, perdía su poder. Bien fuera porque perdía su reputación o perdía su libertad al convertirse en madre. Porque las mujeres de bien no usan anticonceptivos y jamás aceptan que un hombre las penetre con un condón. Condición que llevó a muchas mujeres de bien, millones en toda Latinoamérica y el mundo, a caer presas del vih y de otras múltiples enfermedades venéreas, pues sus esposos, machos bien machos, tampoco veían con buenos ojos los condones y traían a casa todo tipo de bichos en sus pipís locos. Porque ese era el término que se usaba en mi casa para nombrar a un hombre promiscuo, un pipiloco.

En el primer capítulo de Sex and the City, Carrie Bradshaw, la protagonista, decide hacer un experimento: “Tener sexo como un hombre”. Sin sentimientos, como suele hacerlo su amiga Samantha. Y a mitad del capítulo la empujan por la calle y de su cartera abierta vuelan muchos, muchos condones. Mis ojos adolescentes no podían creer lo que veían. Una mujer a quien sus decisiones sexuales no iban a cambiarle la vida, porque ella tenía el poder. Ese simple hecho, más allá del discurso, más allá de la cultura en la que crecí, abrió una puerta en mi cerebro que dio paso a todo tipo de información que luego moldearía de manera radical mi forma de pensar.

Este programa planteaba un mundo en el que hombres y mujeres podían conseguir y mostrar la misma cantidad de dinero y poder. Donde las mujeres tenían las riendas de sus vidas y tomaban sus propias decisiones. Y por eso, las cuatro amigas alrededor de quienes gira la trama, tenían más de treinta años, éxito profesional, vidas lujosas sin ser estrafalarias y todo esto estando aún solteras. Mujeres solteras, independientes, triunfadoras, en cuyas vidas los hombres orbitaban alrededor de ellas, pero no las definían. Yo no conocía una sola mujer así en la vida real a mis diecisiete años. Mi única tía soltera, o solterona como las llamamos, es un misterio en mi historia personal. Hace treinta años no la veo, solo sé que se convirtió al cristianismo, se volvió pastora y desapareció por completo de nuestras vidas. La tía Perdida, así la llaman mis primos más pequeños, quienes nunca la conocieron. Y los demás casi nunca hablábamos de ella. Entonces, una visión de soltería y éxito a los treinta años en una mujer no era una imagen que me fuera familiar. Era un unicornio. En la pantalla había cuatro unicornios.

Pero no nos engañemos. A pesar de estar viendo unicornios, pronto descubrí también que esa serie que tiene lugar en Nueva York es en verdad una historia sobre relaciones y la búsqueda del amor. Aun así, me planteaba un panorama de mujeres en una posición de poder que yo no conocía y también mostraba que ellas eran un fenómeno tan nuevo e inexplorado, que ni siquiera la capital del mundo sabía cómo lidiar con chicas así. Ellas debían luchar siempre por el derecho a vivir sus vidas a su manera, incluso contra la audiencia y la crítica (la mayoría de los críticos de televisión de los grandes medios eran hombres), a quienes en un principio no les gustó el planteamiento de Sex and the City.

Porque es una historia en la que ellas no siempre son modelos a seguir, no siempre son agradables, no siempre son buenas. Es una narrativa que plantea antiheroínas, mujeres que no son todo bondad o todo maldad, como solían ser presentados los personajes femeninos hasta entonces. Son humanas. Así ellas mismas sepan que “a los hombres no les gusta que las mujeres sean humanas”, como le vaticina Samantha a Carrie en la primera temporada, cuando ella le confiesa que se ha tirado un pedo en frente de su novio, el perfecto Mr. Big.

Es decir, en el fondo, más allá del humor, el dolor y las historias de romance, esta serie es una crítica social, como las novelas de Jane Austen, pero con orgasmos y charlas graciosamente honestas sobre penetración anal, cunnilingus, felaciones y vibradores.

Sex and the City

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