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Nunca fui Carrie

A pesar de que la protagonista es Carrie Bradshaw, interpretada por la hoy famosísima SJP, hay tres coprotagonistas que son parte fundamental de las historias y que también conquistaron al inmenso público: están la liberada y libertina relacionista pública Samantha Jones, encarnada por la brillante Kim Cattrall; la fuerte, segura y muy trabajadora abogada Miranda Hobbes, representada por Cynthia Nixon; y la inocente, superficial y aparentemente perfecta marchante de arte, Charlotte York.

En un principio, el creador del programa, Darren Star (uno de los cerebros detrás de Beverly Hills 92010 y Melrose Place) concibió a las tres como arquetipos femeninos, es decir, modelos de lo que significaba para el año 1998 ser una mujer en Nueva York. Algunos, incluso, interpretaron estos modelos como nuevas versiones de las tres diosas griegas: Afrodita (la diosa del amor), Atenea (la diosa de la inteligencia y la estrategia de guerra) y Hestia (la diosa del hogar), quienes guían a la heroína, Carrie, en su viaje, dándole consejos y compartiendo enseñanzas a manera de historias durante el camino.

Fue muy común entonces, a finales de los 90 y principios de la primera década del 2000, que muchas mujeres se autodefinieran como alguno de estos personajes. “Soy una Carrie”, “Soy una Samantha”, “Soy una Miranda” o “Soy una Charlotte”. Este juego derivó en una industria millonaria que incluyó camisetas, tazas para el café y demás productos publicitarios con los que cada mujer moderna, que por principio también era una seguidora de la serie, tenía la oportunidad de contarle al mundo quién era. O bueno, quién creía que era, o quién quería ser.

Ese esquema, un poco estático en las primeras temporadas, evolucionó gracias a la mano de Michael Patrick King, el otro productor ejecutivo y guionista de la serie. Un hombre mucho más consciente de la importancia de darles profundidad a los personajes, identidades que narraran una evolución personal, y sobre todo quien llevó a estos arquetipos a convertirse en mujeres con historias que bien podrían ser reales y que superaban el estereotipo de lo que se esperaba de ellas en un principio. Es decir, un hombre que supo entender que las mujeres de la pantalla podían ser representadas espontáneamente como auténticos personajes de la vida real. Fue tal la importancia de la mirada de King sobre las historias y los personajes, que después de un tiempo, Star dejó la serie y fueron Michael Patrick y Sarah Jessica quienes terminaron de cimentar el imperio en el que se convirtió la marca de Sex and the City. Todo esto lo cuentan hermosamente tres episodios del pódcast Origins de James Andrew Miller dedicados a desentrañar la historia de la serie, las dos películas que le siguieron y el tercer largometraje que, famoso, no fue.

Cuando vi la serie por primera vez, de los diecisiete a los veintiocho años, con algunas interrupciones y muchas repeticiones, siempre me identifiqué con Carrie. Quizás era la coincidencia de la escritura como forma de vida, o el cuerpo y los movimientos esbeltos de quien se intuye fue bailarina en algún momento de su vida. Pero tal vez lo que me cautivaba de ese personaje era su inmadurez casi estática. Su estar siempre igual en el mundo, más allá de lo que le pasaba, más allá de lo que vivía. Parecía que las enseñanzas para un cambio, o evolución le zumbaban por el lado de las orejas, sin tocarla, sin atravesarla.

Hay una añoranza de juventud a la espera de que las cosas no cambien. Un deseo por lo inmóvil, que el tiempo se quede parado en lo maravilloso. Como el enamoramiento. Un anhelo constante por las mariposas en el estómago. Pero eso es un deseo, porque la vida debería aspirar a una constante evolución. Permitir que la experiencia nos atraviese y nos transforme. Eso es lo que se supone que debe pasar. Eso es lo que significa crecer.

Sex and the City

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