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Capítulo 1

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DAN miró el pálido líquido que se agitaba en el fondo del vaso: un bourbon de doce años. Qué forma de malgastar una joya. Podría haber sido agua y le habría dado exactamente lo mismo. No le iba a ayudar, nada lo haría.

Se sujetó las costillas en espera del siguiente ataque de tos que sentía llegar.

Apoyó la cabeza sobre el respaldo del sofá y suspiró. Ni siquiera se podía sentar en su sillón favorito porque estaba el gato.

¡Era Noche Vieja, tenía un resfriado y había demasiada nieve!

¡Genial!

Su anuncio había salido en los periódicos profesionales. Pero, ¿quién se iba a molestar en buscar trabajo durante las navidades? Nadie.

No podía haber nadie tan descerebrado como para querer enterrarse en un lejano lugar en Norfolk. Estaba a punto de servirse otro trago cuando sonó el teléfono.

–¡Maldición! –estiró el brazo dolorido y agarró el auricular.

–¿Sí, dígame? Doctor Elliott al habla.

–Sí, verá, llamaba por lo del anuncio.

Dan dio un respingo, se atragantó y tosió, todo al mismo tiempo.

–Perdone, tengo un tremendo catarro. ¿Podría repetir, por favor?

Tenía una voz maravillosa, profunda, suave y deliciosa. Fluía como un río de seda y le hacía olvidar sus penas.

Tosió una vez más después de haber escuchado por segunda vez su solicitud.

–¿Quiere el trabajo? –preguntó incrédulo.

–Pues sí. Por eso he llamado.

Había cierto elemento de duda en su voz, pero estaba claro que el único responsable de aquella era él. Tenía que buscar las palabras apropiadas.

–¡Me parece estupendo! ¿Necesita que le haga una entrevista o le gustaría empezar sin más? Por cierto, cuándo estaría disponible?

–De inmediato. No tengo nada de momento. Estoy haciendo una sustitución en Norwich, pero odio las ciudades ruidosas. No pude encontrar otra cosa en su momento.

Ese comentario sonaba prometedor.

–Aquí no tendrá ese problema –dijo él. Precisamente ese había sido el problema de aquel lugar siempre–. Esto es tan tranquilo que se puede escuchar incluso el sonido de la nieve al caer.

–¡Maravilloso! –dijo ella con un tono suave, meloso, casi con un suspiro de voz que le aceleró el pulso a Dan. ¡Maldición! Seguramente tendría el mismo aspecto que un dinosaurio en pijama. ¡No es que a él le importara! Después de todo, no iba dignarse ni a mirarlo. No después de lo que le había ocurrido.

–¿Le gustaría pasarse por aquí?

–Sí, como no. ¿Cuándo quiere que empiece?

Él soltó una ligera carcajada que acabó por convertirse en un ataque de tos.

–Lo siento. ¿Podría empezar ahora mismo?

–¡Vaya! Realmente lo ha agarrado fuerte –dijo ella con cierta preocupación.

Dan trató de recordar cuándo había sido la última vez que alguien se había preocupado por él.

Tragó saliva.

–Es sólo un resfriado que no puedo quitar de encima.

–¿No tendrá bronquitis?

–No.

–¿Está seguro? ¿Se ha puesto el termómetro?

–Escuche, si necesitara un médico habría llamado a uno –dijo él.

–Pensé que eso era lo que pedía en el anuncio –dijo ella con una ligera carcajada que favorecía notablemente el tono de su voz.

–Pero no era para mí. Bueno, y respecto a la entrevista, ¿dónde está usted ahora?

–Cerca de Holt. A sólo seis millas de Wiventhorpe.

–¿Podría venir ahora? –le pidió él, dándose cuenta de que era una petición completamente descabellada.

–¿Ahora? ¿De verdad? –preguntó ella sorprendida.

–Bueno, tal vez mañana…

–No, no. Está bien. Puedo ir ahora. No son más que las cinco y media, así que podría estar allí a eso de las seis… si no tiene usted ningún problema.

Dan miró a su alrededor… después de todo esa era su parte de la casa. Arriba no estaba tan desordenado. La consulta estaba impecable… aunque de la cocina no podía decir lo mismo.

–Bien, me parece muy bien –dijo él, antes de que ella pudiera cambiar de idea. Pronto se dio cuenta de que se le había escapado hacer una pregunta si no de vital importancia, sí de buena educación–. Por cierto, ¿cuál es su nombre?

–Doctora Blake, Holly Blake –ella se rió–. Nací en Navidad…

–En ese caso, feliz cumpleaños, Holly Blake –dijo él y se sorprendió a sí mismo disfrutando de aquella conversación.

Ella se rió.

–Gracias, doctor Elliott. Enseguida estaré allí –colgó el teléfono.

Dan se quedó pensativo, con el auricular en la oreja. Holly. Cuando por fin reaccionó, colgó el teléfono rápidamente.

–Vamos chicos, en marcha –les dijo a sus perros y a su gato–. Tenemos visita.

Dos colas se movieron al unísono, pero esa fue la única respuesta que obtuvo. ¿Para qué iban a moverse?

Se puso de pie y estiró la pierna. Le dolía. Volvió a encogerla y a estirarla varias veces. ¡Maldición! Le dolía todo. Quizás sí que tuviera fiebre. Le dolían las costillas de un modo insidioso.

Se dirigió a la consulta, encendió las luces y comprobó que todo estaba ordenado. Las revistas estaban bien colocadas, las sillas estaban correctamente alineadas… Sólo un colorido juguete se había quedado olvidado bajo la mesa, amenazando con desdecir lo que el resto de la habitación afirmaba. Lo colocó en su sitio.

Bien, ya estaba.

La oficina estaba un poco destartalada, pero Julia iría al día siguiente y la ordenaría. Hasta entonces sería mejor que dejara las cosas como estaban, no fuera que interceptara su modus operandis y se encontrara con una reprimenda.

Fue a la cocina y metió los platos en el lavaplatos a toda velocidad. La señora Hodges ya se habría echado las manos a la cabeza de haberlo visto. Pero como no estaba allí y, sin embargo, Holly llegaría muy pronto, no tenía más remedio que hacer las cosas a su modo. O sea, mal.

Se apoyó ligeramente sobre el mostrado de la cocina. Holly. ¡Qué voz! Ya sólo el recuerdo de aquel susurro provocaba extraños efectos en su interior.

Lentamente se dirigió al espejo que había en el recibidor. Se quitó las gafas que ocultaban menos de lo que él habría deseado.

La mitad derecha de su rostro era tal y como él la había conocido, con sus varias versiones, durante treinta y cuatro años. Pero la izquierda, era otra historia. Ya desde la raíz de su abundante pelo negro partía una profunda cicatriz que recorría parte de la frente, la sien, tocaba el ojo, atravesaba la mejilla y finalizaba en la comisura de sus labios. Junto a esa marca había otras pequeñas, producto de la cirugía que había tratado de reconstruir su rostro.

Su sonrisa había quedado torcida, como un privilegio del que sólo podía disfrutar la mitad de su cara. La sonrisa de un borracho siempre sobrio.

Su otro rostro, el entero, seguía siendo masculino, con rasgos marcados y labios gruesos y prometedores. Pero, ¿a quién interesarían ya nunca más sus promesas?

Cerró los ojos. La voz de Holly le provocaba todo tipo de tormentos interiores.

¿Y qué? Aquella cara no incitaba más que a salir huyendo.

Ni siquiera podría conducir durante al menos dos años. Los dolores de cabeza lo mataban y le dolían la pierna y las costillas con el frío.

Por fin sonó el timbre. Los perros dieron un único y vago ladrido y levantaron ligeramente la cabeza.

–¡Sois unos guardianes impresionantes! –dijo él y se colocó las gafas de nuevo.

Se quedó helado al abrir la puerta.

Era preciosa y quería aquel trabajo. Forzó una sonrisa y abrió la puerta del todo.

–¿Doctora Blake? –preguntó él sabiendo de sobra la respuesta–. Pase. Acabo de poner la tetera al fuego.

Holly alzó la cabeza para mirar al hombre que estaba en la puerta.

Era alto, de pelo oscuro y, a contraluz, parecía llenar todo el vano de la puerta. Podría decirse que, incluso, tenía cierto aire amenazante.

Durante un rato se quedó allí, mirándola a través de los cristales ligeramente tintados de sus gafas, con una expresión imposible de descifrar. Holly sintió que el corazón le daba botes en el pecho.

Por fin, se apartó y la dejó pasar. La luz, entonces, iluminó con crueldad la profunda señal que había en su cara.

Ella entró, conteniendo las ganas de extender la mano y tocar el surco dejado por no sabía que desafortunado incidente. ¿Qué le habría ocurrido? ¿Por qué se escondía de aquel modo entre las sombras?

Lo miró directamente a los ojos o trató de hacerlo. El oscuro tinte de los cristales de daba un aspecto de misterio. La boca, torcida en una mueca involuntaria, guardaba un gesto de amargura y desesperanza.

A pesar de todo, había algo reconfortante en él. Era un caballero.

Y el aire de crueldad que su deformidad le daba era evidentemente superficial. La única persona con la que aquel hombre podría ser cruel era consigo mismo.

–Dan Elliott –dijo él y le tendió la mano.

Ella se la estrechó, sin sorprenderse de que estuviera cálida y seca, de que el gesto fuera firme. Así era él.

Holly sonrió.

–Soy Holly –respondió ella, dándole directamente derecho a que la tuteara. No le gustaban las ceremonias e intuía que a él tampoco. Tal vez lo había deducido por los viejos vaqueros con que la había recibido o por el jersey casero de lana gorda, seguramente cortesía de su madre.

Le soltó la mano y cerró la puerta.

Al fondo, Holly vio una estufa de hierro forjado que ocupaba el hogar de la chimenea y, tendidos junto a ella, dos perros. Uno de ellos la observaba con curiosidad, mientras el otro, mucho más grande, estaba demasiado cómodo en su postura para molestarse en abrir los ojos.

En el sillón más cercano, había un gato de color canela que reposaba plácidamente panzarriba sobre un cojín.

Holly sonrió al hombre que estaba a su lado.

–Por lo que se ve, te gustan los animales también. Mi casa estaba siempre llena.

–La verdad es que aquí han llegado siempre por efecto del azar. El gato me adoptó. Ese perro grande y horroroso me lo trajeron de cachorro. Fue el regalo que me dio un paciente después de mi accidente. Tenía que caminar para recuperarme y lo del perro debió parecerle una buena idea. ¡Desde luego que hice ejercicio! No hice más que recoger excrementos durante los primeros meses. El otro también fue regalo de un paciente, o algo parecido. Me lo dejó una temporada, pero él acabó en un asilo.

–De modo que te lo tuviste que quedar.

Él se encogió de hombros.

–Una vez que tienes uno, te da lo mismo tener dos.

–O tres o cuatro –sonrió ella–. Mi padre es veterinario. Siempre teníamos varios perros y gatos y, por supuesto, el eventual erizo recobrándose de una herida, dos gansos, etc… Además, le fascinan las razas raras, así que teníamos un pequeño rebaño de ovejas, siempre dos o tres caballos recuperándose de alguna operación y alguna vaca en observación.

–No parece que lo vieras con frecuencia.

Holly se rió.

–Sí, la verdad es que sí lo veía. Iba con él a todas su visitas y lo ayudaba con los animales.

–¿Por qué no te hiciste veterinaria?

Ella lo miró a los ojos.

–Porque quería trabajar con personas. ¿Por qué no te hiciste tú veterinario?

–Porque todo el mundo dio siempre por hecho que sería médico. Además, jamás había conocido a un verdadero veterinario hasta que llegué aquí. En Londres, no pasaban de tratar gatos de angora con indigestión y algún que otro pez tropical resfriado. Jamás habrían sabido que parte de la vaca debían evitar.

Holly se rió. Le caía bien aquel hombre. Tenía sentido del humor y eso siempre era de agradecer.

Extendió la mano y señaló la entrada al cuarto de estar.

–Sentémonos un rato y te contaré en qué consiste el trabajo y lo que busco. Después, si te parece bien, te enseñaré el lugar. No sé si lo ponía en el anuncio, pero la consulta está aquí mismo, porque no puedo conducir. Eso implica que la gente se presenta a veces a horas intempestivas. También se da alojamiento.

–Eso podría estar muy bien –dijo ella y se preguntó por qué él no podía conducir–. Mis padres no viven muy lejos de aquí, pero las carreteras son bastante precarias en esta zona y en invierno es mejor no tener que viajar.

–No hace falta que me lo digas. Vamos. Será mejor que yo me siente en el sillón o acabarás llena de pelo.

Se acercó y empujó suavemente al gato, que protestó ligeramente. Se sentó y pronto el minino ya estaba sobre su regazo, acurrucado y feliz.

Holly se dirigió al sofá y esperó a que el doctor Elliott pronunciara las palabras que tan cuidadosamente parecía estar elaborando.

–Tuve un accidente el pasado mes de Enero, hace ya casi un año. No puedo conducir y eso hace de las visitas a pacientes algo realmente complicado. A pesar de mis dificultades, querían que volviera, así que llegué a un acuerdo. Durante el día, no hago visitas y por la noche voy en taxi a donde me requieren. Cuando una visita es imprescindible durante el día, también la hago. Pero la verdad es que es tremendamente caro e ineficaz. Además, es demasiado trabajo para una sola persona. Siempre lo fue y por eso tuve el accidente.

–¿Estabas demasiado cansado para concentrarte?

Él bajó la mirada sin expresión alguna en el rostro.

–Me dormí al volante. El otro médico que compartía conmigo la zona se había marchado hacía algunos meses y yo cada vez estaba más y más cansado. Es casi imposible conseguir un colaborador permanente en esta zona. Los médicos en prácticas consideran que no aprenden lo suficiente, que no hay bastantes clínicas y que el trabajo es muy duro.

Se encogió de hombros. No podía olvidar que aún no sabía cómo sería Holly.

–Tuvimos una epidemia de gripe muy fuerte y yo estaba agotado. Me dormí y me choqué contra un árbol. Estuve cuatro meses en el hospital.

–¿Cuatro meses? –Holly abrió los ojos realmente impactada–. ¡Dios Santo! Debió de ser grave.

Él se encogió de hombros.

–El fémur, las costillas, la cadera…

–¡Tuvo que ser horrible!

Él se rió.

–Bueno, no me enteré. Se me ha olvidado mencionar que me rompí el cráneo y estuve tres semanas en coma. Cuando me desperté lo peor ya había pasado. Lo único que tuve que hacer luego fue rehabilitación.

–¿Fisioterapia? –preguntó ella.

–Un poco. Pero funcionó y estoy andando. Lo malo es que hasta dentro de dos años al menos no podré conducir, pues tuve una serie de ataques convulsivos cuando estaba en la UCI y no saben si pueden volver a darme.

Ella frunció el ceño.

–¿Algo parecido a epilepsia?

–Sí, algo así. Tengo que esperar a ver que pasa. No me ha vuelto a dar ningún ataque desde entonces, pero sólo el tiempo podrá decir si fue algo ocasional o no. Mientras tanto, he enseñado a mis pacientes que son ellos los que deben visitarme a mí, cuando es posible. Lo que necesito ahora es alguien que haga guardias nocturnas una noche sí y otra no, que atienda las visitas diarias y cubra las horas normales de atención al público. Yo me ocuparía de las clínicas, las horas extraordinarias de atención al público y todas la emergencias que se den aquí durante las veinticuatro horas.

Eso era mucho trabajo aún incluso para dos personas.

–¿Quién te ayudaba hasta ahora?

Él soltó una curiosa carcajada.

–¿Estás de broma? Nadie. No me ayudaba absolutamente nadie. La vida en el campo sólo es atractiva cuando hace sol.

–Hoy hacía sol.

–No suficiente.

–Así es que llevas semanas solo.

–Di mejor meses.

No era de extrañar entonces que pareciera tan cansado. ¿Es que llevaba gafas para ocultar las bolsas que había bajo sus ojos?

–¿Hay alguien que te ayude por las noches?

–En teoría sí, hay un médico en Holt. Pero a las gentes de por aquí no les gusta, así que, aunque yo no esté de guardia me llama a mí.

–¿Querrán que los atienda yo?

–¡Sí! A todos les gusta disfrutar de una cara bonita. Fuera de bromas, si estás trabajando aquí, no sentirían que están cometiendo ninguna falta de lealtad. Ese es el problema fundamental. ¡Están tan preocupados por serme fieles, que van a matarme!

Ambos se rieron a carcajadas, pero aquella risa pronto se desvaneció con un fuerte ataque de tos de Dan. Se agarraba las costillas como si tuviera la impresión de que se le fueran a salir de su sitio.

–No estás bien, realmente no lo estás –dijo ella.

–Sí, sí lo estoy.

–Déjame que te ausculte.

–No. Yo puedo hacerlo y ya lo he hecho. No hay nada. Es sólo un resfriado.

Ella se encogió de hombros en un gesto resignado.

–¿Eres siempre tan cabezota? –preguntó ella.

–A veces soy realmente cabezota.

–Bien. Así sé dónde piso.

La miró a los ojos y torció la boca en una mueca risueña.

–Estoy bien, de verdad. Lo que necesito es ayuda.

–Bien. Aquí estoy. ¿Cuándo quieres que empiece?

–Bueno, mañana es fiesta, así que, ¿podrías empezar el viernes?

Ella sonrió.

–De acuerdo. Dijiste que el paquete incluía un lugar donde vivir…

–Sí. Ven, te enseñaré todo.

Dan echó al gato de su regazo, quien protestó indignado. La llevó hasta la cocina, que estaba en un estado ligeramente caótico.

–Esta parte es compartida. Es zona de trabajo y de recreo –sonrió–. Por cierto, tengo una mujer que viene todas las tardes, limpia y hace la cena para mí y para quien viva aquí, siempre y cuando no sea comida vegetariana ni ninguna dieta especial. Le costaría asimilar algo así.

–No soy ni vegetariana ni caprichosa. Me educaron para comerme lo que hubiera en la mesa. Y, la verdad, la idea de no tener que cocinar me resulta francamente agradable. No se me da demasiado bien.

Dan se rió.

–A mí tampoco. Acabé por contratar a alguien porque no podía soportar ya la comida congelada y porque la casa estaba llena de pelusas.

Abrió una puerta y pasaron a un corredor donde había varias puertas. En una había un cartel que decía servicios. Otra, estaba abierta y llevaba a una sala de espera. Había una oficina con una recepción al lado y tres puertas más de dos consultorios y una pequeña sala de curaciones.

–La casa, originariamente, eran dos chalets contiguos. Mi predecesor las unió y quitó unas escaleras, lo que es francamente incómodo. Se lograría mucha más intimidad si estuvieran como antes. Pero, es lo que hay.

Los consultorios daban al jardín. Al fondo, en el horizonte, se podía divisar el mar.

A pesar de que no podía haber tenido tiempo de trabajar en el jardín, estaba sorprendentemente limpio y cuidado, aunque no tenía de nada en abundancia. Holly llegó a la conclusión de que también debía de tener un jardinero.

–Está muy bonito en verano –le dijo él. Ella se sintió, de pronto, sobrecogida por la presencia de aquel hombre alto, grande, que se imponía sobre todo lo que les circundaba. Tuvo, incluso, tentaciones de apoyar la cabeza sobre su torso, para comprobar si era tan firme y musculoso como parecía a primera vista. No obstante, prefirió contener su necesidad de experimentación–. Te enseñaré las habitaciones. Quizás cambies de opinión.

–Lo dudo –respondió ella y lo siguió a través de la cocina y atravesaron el cuarto de estar.

Holly miraba entusiasmada el juego que uno de los perros tenía con el gato y tuvo que frenar rápidamente para no chocarse con Dan, quien se había detenido de improviso.

–Como verás el felino no tiene más remedio que tolerar a los otros dos.

–Yo diría más bien que le gusta picarlos…

Dan sonrió.

–Tienes toda la razón. Ven, esta es la habitación.

Abrió una puerta y apareció un pequeño dormitorio, muy agradable, decorado con papel y cortina de florecitas. Había una cama, una cómoda, un armario y un escritorio. A través de la ventana se veían los campos verdes y las torres de la vieja iglesia.

Era una habitación realmente agradable. Se volvió con una sonrisa en los labios, pero él ya no estaba allí. Se había encaminado a la siguiente puerta.

–El cuarto de estar –le informó.

Tenía una aire muy similar al dormitorio, con florecitas de color miel decorando las paredes y un ventanal desde el que se veía el mar. Había un calentador eléctrico, con una pequeña llama fingida que trataba de imitar el efecto del fuego. Había un televisor y un sofá. Pero Holly no se pudo imaginar a sí misma acurrucada allí en soledad.

Por muy agradable que fuera, no era nada comparado con el cuarto de estar de Dan, con los perros, el gato y el fuego real. Sabía de antemano dónde pasaría las horas muertas.

–Hay un baño al final del pasillo. El mío está en la habitación, así que no tendremos que compartirlo.

Holly se preguntó a quién de los dos preocuparía más tener que compartir baño y llegó a la conclusión de que, sin duda, sería a él. Ella se había pasado toda su vida compartiendo baño y no era algo que le preocupara. Estaba habituada a hacer cola, a lavarse y ducharse a toda velocidad y a usar poca agua caliente. No sabía porqué, pero le daba la sensación de que Dan no estaba habituado a compartir nada. Tampoco quería hacerlo. Por algún motivo, ese pensamiento le provocó tristeza.

–¿Y bien?

–Es precioso.

–Es adecuado –la corrigió él–. ¿Y bien? ¿Crees que podrás trabajar aquí?

Ella alzó la cabeza para mirarlo y sonrió.

–Sí, supongo que podré tolerarlo durante una semana o dos.

La miró a los ojos. O, al menos, eso le pareció a ella. No era fácil decir si miraba o no, pues las gafas ocultaban su expresión. Le daban deseos, casi irrefrenables, de quitárselas.

Sin mediar palabra, se dio media vuelta y bajó las escaleras.

Volvieron al cuarto de estar y con una buena taza de café delante establecieron el salario, las horas de trabajo, la fecha de comienzo, etc…

Cuando Dan se disponía a acompañarla hasta la puerta, le volvió a dar un ataque de tos. Esa vez fue tan fuerte que no tuvo más remedio que apoyarse en la pared y sujetarse las costillas para aplacar el punzante dolor que sentía.

–Tienes una infección de pecho –le dijo ella

–No –protestó él.

–Quiero auscultarte. Déjame que lo haga. ¿Dónde tienes el estetoscopio?

La miró sin responder. Pero Holly no se molestó en volver a preguntar. Había visto uno en la consulta y se fue a buscarlo.

Al regresar, se acercó a él y le levantó la ropa sin reparos.

–¿Se puede saber qué estás haciendo?

Ella se puso el estetoscopio en los oídos y comenzó a escuchar el agitado sonido de su pecho.

Dan maldijo. Holly pensó que, al menos, aquella tarde iba a aprender un montón de vocabulario nuevo.

–¿Estás tomando antibióticos?

Él gruñó.

–Tienes una infección. Necesitas antibióticos, descanso, calor, agua y dormir mucho. No deberías estar trabajando –se cruzó de brazos y lo miró preocupada–. ¿Tienes antibióticos o voy al coche a por algo?

–Tengo –rugió él.

–Pues tómatelos. Ahora.

Él resopló indignado y se pasó la mano por la espesa mata de pelo negro.

–¡Maldita mujer! –susurró–. Supe que era un error desde el primer momento que la vi.

Ella sonrió complacida: un triunfo completo. Pero con una victoria era suficiente. Tenía que ponerse manos a la obra.

–Voy a casa a por mis cosas –le dijo–. Volveré en una hora. No salgas a menos que sea una cuestión de vida o muerte, ¿de acuerdo?

–¡No, por supuesto que no estoy de acuerdo! –gritó él–. ¿Quién demonios te crees que eres?

Ella sonrió con dulzura.

–Tu ángel de la guarda, por supuesto. Y ahora, a tomar el antibiótico y a portarse bien. Hasta pronto.

De haber tenido algo arrojadizo cerca de él, Holly sabía que lo habría hecho volar hacia ella. Por suerte, no había nada y la puerta estaba cerca.

En cuanto salió, soltó una carcajada.

¡Maldita bruja! Dan tosió unas cuantas veces más, sin dejar de agarrarse las costillas con fuerza.

Se metió una pastilla en la boca y se la tragó con un poco de agua.

Bajó de nuevo al cuarto de estar y se sentó en el sofá. Miró la botella de bourbon, pero no llegó a servirse nada.

Debía reconocer que aquella mujer tenía toda la razón. No podía arriesgar su salud. Demasiada gente dependía de él.

Se tumbó en el sofá. Uno de los perros se tumbó a su lado, mientras el gato se le colocaba en el regazo.

Dan se quitó las gafas y las dejó sobre una pequeña mesa.

Cerró los ojos. Se quedaría así diez minutos… sólo diez minutos.

Por siempre

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