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Capítulo 2

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ESTÁS segura de que es un hombre como es debido?

Holly miró a su padre con una sonrisa socarrona.

–Sí, papá –dijo con cierto tono condescendiente–. Tiene dos perros y un gato.

–Muchos maníacos pervertidos tienen dos perros y un gato.

Ella se rió suavemente.

–Estoy segura de que no hay problema, papá. Parece un poco malhumorado, pero es sólo porque está a la defensiva. Tiene unas cicatrices bastante profundas. Tuvo un accidente muy grave.

–Ya me acuerdo… salió en el periódico el año pasado. Tardaron dos horas en sacarlo del coche. Tenía el volante hundido en el pecho.

–¡Vaya! –exclamó Holly impresionada ante la imagen mental que se creó–. Necesita ayuda.

–Bien. Ya sabes dónde estamos.

Se acercó a él y le plantó un beso en la mejilla.

–Gracias, papi. Y no te preocupes, ya soy una mujer. Tengo veintinueve años.

–Recién cumplidos –protestó él.

Ella sonrió.

–De verdad, me las puedo arreglar –dijo ella.

Lo comprendía. Debía de ser muy duro ver cómo la más pequeña de la casa abría las alas y echaba a volar. Le dio otro abrazo y salió en dirección al coche.

Su hermano Richard, que la había ayudado a cargar el coche, estaba esperándola con el motor encendido. Abrió la puerta en cuanto la vio acercarse y le dejó su sitio.

–¿Estás segura de ese tipo? –le preguntó, en una segunda versión de lo acontecido sólo minutos antes con su padre.

–Sí, lo estoy.

–Bueno, ten cuidado, y usa protección.

Ella le dio un ligero puñetazo en el hombro.

–¡No es más que un colega de profesión! Además, está enfermo. Si quisiera tener una aventura me buscaría a alguien en mejor forma.

Su hermano sonrió y la abrazó.

–Ten cuidado –repitió una vez más.

Su madre se había marchado al pueblo para preparar la fiesta de Año Nuevo. En cuanto llegara y se enterara de que su pequeña se había marchado sin despedirse de ella la llamaría por teléfono. No podía hacer nada. Además, prefería evitar otra charla.

Condujo despacio y con cuidado. Aunque no nevaba, el cielo indicaba que no tardaría mucho en hacerlo. Lo único que pedía era que esperara media hora, para darle tiempo a llegar a su destino.

Tuvo suerte.

Aparcó el coche casi en la puerta.

La luz de fuera estaba encendida, pero dentro no había señales de vida.

Sacó sus maletas y llamó al timbre. Los perros ladraron desganados.

Pero seguía sin haber señales.

Quizás estuviera en el baño.

Probó a abrir la puerta y ésta cedió. Se sintió aliviada al comprobar que podía entrar.

Dejó las maletas y cerró. Los dos perros la miraban con interés.

Y, junto a ellos, tendido en el sofá, estaba Dan.

Parecían realmente cómodos los tres.

Dan estaba agotado. Agotado y enfermo. ¡No le extrañaba que hubiera aceptado a la primera candidata que se le había presentado!

Por fin tendría alguien que lo ayudaría. Por fin podría descansar, tal vez por primera vez desde el accidente.

Se había quitado las gafas. Holly lo estudió con detenimiento. No parecía haber ningún motivo claro por el que debiera llevarlas. Quizás había perdido un ojo y prefería ocultarlo. ¿Quién sabía?

Se inclinó sobre él, le agarró la mano y le tomó el pulso. Él ni se inmutó. Lo tenía muy acelerado. Parecía caliente, pero también era cierto que hacía calor allí dentro.

Se fue a la cocina y se preparó un té. Cuando ya había saboreado media taza, le pareció oír el timbre.

Los perros medio ladraron y ella miró por la mirilla.

Efectivamente, había un tipo con la cabeza manchada de sangre en la puerta.

Holly abrió.

–¿Qué le ha ocurrido? –preguntó con urgencia, mientras lo llevaba hacia la consulta.

–Me he caído. Acababa de ordeñar a la vaca y me tropecé…

–¿Ha venido conduciendo hasta aquí?

Él sonrió como pudo.

–No. Vivo allí, al otro lado de la iglesia. Soy el capataz del señor Simpkin. He tratado de limpiarme yo mismo la herida, pero me da la impresión de que necesita puntos.

–¿Con qué se ha golpeado? –preguntó Holly, para sopesar los riesgos de tétano y la posible suciedad interior de la herida.

–Con el borde del cubo de ordeñar.

–¿Estaba limpio?

El hombre se rió.

–Debería estarlo. Allí es donde cae la leche…

–Bien. ¿Cuándo le pusieron la vacuna del tétano por última vez?

–El año pasado… o el anterior. La verdad es que no estoy seguro. Pero estará en mi ficha. ¿Es usted una enfermera?

–No. Soy médico… la doctora Blake. Estoy aquí para ayudar al doctor Elliott. ¿Y usted es…?

–Joel Stephens.

–De acuerdo. Venga conmigo, por favor, señor Stephens. Voy a buscar la ficha.

Comprobó el archivo y, efectivamente, le habían puesto la vacuna del tétano en marzo del año anterior.

Limpió la herida y la observó con detenimiento. Tendría que coserla lo antes posible, para que no quedara señal alguna. El hombre era bastante atractivo, y sería una pena dejarle una cicatriz.

Se puso manos a la obra y cosió con todo esmero la herida, tratando de que la cicatriz quedara justo en la línea del pelo.

–¡Buen trabajo! –dijo Dan, que había estado observándola entre sombras.

Ella levantó una ceja.

–Gracias –respondió, con ánimo controvertido, pues el tono del halago había sido demasiado paternalista.

Dan se acercó al paciente.

–Hola, Joel. ¿De vuelta a la guerra?

El muchacho sonrió.

–Me resbalé en los establos. ¡Menos mal que no acabé con la cara en el barro! –miró a Holly–. Muchas gracias, doctora.

Ella sonrió complacida.

–De nada, señor Stephens. Pero procure no pasarse mucho esta noche. No quiero oír que ha estado en el pub tomando cerveza hasta las tres de la mañana.

Él sonrió.

–¿Cómo lo ha adivinado?

Acompañó al paciente hasta la puerta y lo despidió con una profesional sonrisa que acompañó de unos últimos consejos médicos.

En cuanto cerró la puerta, Dan se acercó.

–Muy buen trabajo –repitió él.

–Ya me lo habías dicho.

–Podrías haberme despertado.

–¿Para qué? ¿Para que le hicieras una chapuza porque estás agotado y no puedes pensar claramente?

Dan farfulló algo entre dientes que ella prefirió no escuchar, ni tratar de adivinar. Se limitó a darse media vuelta con una bonita sonrisa dibujada en los labios.

–¿Te apetece una taza de té? –le preguntó ella.

–Yo lo haré. ¿Tienes hambre?

Holly se dio cuenta de que estaba realmente hambrienta. No había comido nada desde hacía horas.

–La verdad es que sí. ¿En qué has pensado?

–La señora Hodge dejó hecho un guiso. ¿Te apetece un poco de arroz?

–Sí, estupendo. Enseguida bajo.

Le gustó esa repentina muestra de hacendosa voluntad doméstica. Pero al regresar a la cocina dos minutos después, lo que se encontró fueron dos bolsas de plástico con arroz precocido hirviendo en una cazuela.

–¡Arroz en bolsas!

–¿No te gusta? –preguntó consternado.

–Me encanta. Me recuerda a la universidad.

Agarró la taza que él le ofrecía generosamente.

–¿Te sientes mejor después de haber dormido?

–Sí, gracias –dijo él en un tono cortante que ella ignoró por completo.

–Parecías agotado. Por eso no quise despertarte.

Él se ruborizó, como si lo hubieran sorprendido en un terrible acto de debilidad. Quizás se sentía vulnerable, no le gustaba la idea de que lo hubiera visto dormido.

–Lo necesitabas –continuó ella–. ¿Cuándo ha sido la última vez que has dormido toda la noche?

–No lo sé.

–Bien. Pues yo me encargaré de todos los avisos que lleguen por la noche para que te puedas recuperar para el viernes, ¿de acuerdo?

–Realmente, no es necesario que te quedes aquí –protestó una vez más–. No es que no valore tu ayuda, pero me las puedo arreglar yo solo.

Holly sonrió.

–Por supuesto, cómo no.

Agarró el plato en el que había servido el guiso y se lo acercó a la nariz. ¡Tres hurras por la señora Hodges! Aquella delicia bien valía un hombre gruñón, dos perros, un gato y mucho trabajo.

Si cada noche aquella iba a ser la recompensa a un duro día, podría vivir con ello.

Sus dos habitaciones eran cómodas y agradables, que era justamente lo contrario de lo que podría decir de Dan .

Después de cenar y tomar café en la cocina, descartó cualquier vana esperanza de ser invitada a una segunda taza en el cuarto de estar del doctor Elliott.

–Hasta mañana –dijo él, sin dar opción a más–. Despiértame si es necesario.

Se fue a su rincón privado y cerró la puerta. La dejó allí, con la taza en la mano y la boca abierta.

¡Estupendo!, se dijo ella. Subió a su habitación y decidió deshacer la maleta y ver la televisión tranquilamente en su correspondiente cuarto de estar.

«Noche Vieja y aquí estoy, sola, y en manos de un desagradecido y desagradable doctor, con peor carácter que un cocodrilo», pensó. «¡Y encima he elegido yo estar en esta situación!»

En otras circunstancias, se habría reído. Pero la soledad no era un buen aliado del sentido del humor.

Se recordó a sí misma que estaba allí para ayudar a aquel pobre hombre que había estado trabajando sin descanso y sin ayuda durante demasiado tiempo. ¡Cómo podía estar quejándose por unos minutos de soledad!

El problema era que no estaba acostumbrada a ese vacío. En algún momento de su vida pensó que le agradaría estar consigo misma y nada más. Pero las pocas ocasiones en que había tenido que vivir o estar en soledad no le había resultado nada agradable. Le resultaba imprescindible tener cerca a alguien con quien hablar, a quien sonreír, con quien compartir una taza de té. Se preguntó cómo sería vivir del modo que lo hacía Dan. ¡No le extrañaba que tuviera tantas mascotas!

Los perros ladraron e, inmediatamente después, se oyó el timbre de la puerta. Holly bajó corriendo las escaleras.

Dan ya había atravesado la cocina y se dirigía a la consulta cuando ella llegó.

–¡Perdón, este es mi trabajo! –dijo ella con una sonrisa.

–Pero…

–Pero nada –lo cortó ella firmemente y lo apartó con la mano. Abrió la puerta.

La mujer que esperaba en la puerta se sorprendió ante tan concurrida bienvenida. Miró a Holly con desconcierto durante unos segundos, hasta que finalmente se dirigió a Dan.

–Hola, doctor Elliott –dijo ella–. Querría que viera a Becky. Lleva tosiendo toda la tarde y al acostarla se ha puesto mucho peor.

–Por supuesto, pase señora Rudge.

Dan posó suavemente una mano sobre el hombro de Holly y la quitó de en medio para que la mujer entrara y lo siguiera hasta la consulta.

–Por cierto, esta es la doctora Blake –dijo él–. Me va a ayudar durante una temporada.

La señora Rudge sonrió cortésmente a Holly, pero sin perder de vista ni un momento a su hija. Dan colocó a la niña en la camilla.

–Casi se ahoga. Cada vez que tose hace un ruido muy fuerte al respirar… lo ve, así….

La niña, que debía de tener unos cinco años, según le calculó Holly, comenzó a toser. De pronto, parecía que no podía soltar el aire que había contenido en sus pulmones.

Holly no se lo pensó dos veces. Al ver que la niña no respiraba, se acercó, agarró a la pequeña, le apretó el pecho y liberó el aire contenido.

–Dan, pon la tetera –le dijo, sin ni siquiera mirarlo.

–Ya está puesta –le respondió–. Bien, Becky, creo que tienes tosferina. ¿Está vacunada?

La señora Rudge asintió.

–Sí. La vacunamos cuando era un bebé.

–Bien, me alegro, porque la ha agarrado muy fuerte.

–¿Cómo puede tener tosferina si está vacunada?

–A veces ocurre. Pero de no estar vacunada sería mucho peor. Vamos a la cocina.

Fueron todos juntos hasta allí. La tetera estaba hirviendo.

Mientras Holly situaba a la mujer y a la niña en un lugar adecuado, Dan echó el agua hirviendo en un cacharro y puso unas gotas de mentol y eucalipto.

Rápidamente el vapor oloroso llenó la habitación.

Dan llevó el recipiente junto a la niña, le cubrió la cabeza con una toalla y le pidió que aspirara con fuerza.

Tosió varias veces, pero dejó de ahogarse y se liberó de parte de la mucosidad que estaba atrofiando sus pulmones.

Mientras tanto, Holly preparó té y lo sirvió en tazas. Al observar a Dan en acción se dio cuenta de que era un hombre realmente atractivo. Se preguntó qué aspecto tendría sin esas gafas y con una ligera sonrisa dibujada en los labios.

Tampoco era momento de reír.

–¿Alguna vez vomita? –le preguntó a la mujer.

–Sí, cuando tose mucho.

–Manténgase alerta. Va a tener que dormir con ella, para ayudarla a respirar si le viene un ataque fuerte. No es que tenga peligro real, pero los pequeños se asustan mucho cuando les ocurre.

–Los padres también –dijo la señora Rudge.

–Sí, lo sé –le puso la mano en el hombro y la mujer sonrió con afecto y respeto–. No se preocupe. No vamos a permitir que le ocurra nada a Becky. Se pondrá bien. Evite las corrientes y que no respire ningún tipo de humo, ni de chimenea, ni de cigarrillos, ya sabe. Tendrá que ponerle vapor varias veces al día.

–¿Con ese olor?

–Sería lo ideal. ¿Tiene algo de esto en casa?

La mujer dijo que no con la cabeza.

–Llévese este bote. Yo tengo más. Si vomita con mucha frecuencia, avíseme. En ese caso habría que llevarla al hospital. Haga que beba líquidos continuamente. Déle de comer poco y a menudo, para que su estómago no tenga que hacer grandes esfuerzos. ¿De acuerdo?

Le quitó la toalla de la cabeza a la niña y sonrió.

–¿Qué tal?

La pequeña sonrió también, con la cara congestionada por el calor del vapor.

–A veces no puedo respirar –le dijo.

–Lo sé. Pero no te preocupes que te pondrás bien. Mamá sabe lo que tiene que hacer y si nos necesitas estamos aquí para ayudarte.

Los ojos de la pequeña brillaron intensamente. Dan agarró a la pequeña y la abrazó antes de devolvérsela a su madre.

–Llévesela a casa y no deje que salga. Los cambios de aire son lo peor. Ponga una toalla húmeda sobre el radiador y mantenga la calefacción encendida todo el día si puede hacerlo. Si me necesita, llámeme y yo iré a verla.

–No quería molestarlo –explicó la señora Rudge.

Holly intervino.

–Yo estoy aquí y tengo un coche, así que puedo ir a cualquier hora del día o de la noche –le aseguró–. Llame sin reparos.

La joven madre asintió y la acompañaron hasta la puerta.

Estaba claro que, después de aquello, tocaba irse cada uno a sus correspondientes cuartos de estar. ¡Qué se le iba a hacer!

–¿Quieres beber algo?

Holly estuvo a punto de rechazar la invitación. Acababa de tomarse una taza de té. Pero la idea de verse sola arriba era demasiado tortuosa. Se volvió a él con una amplia sonrisa.

–Sí. Pondré la tetera al fuego.

Él hizo un gesto de disconformidad.

–Tenía en mente algo más fuerte: un bourbon o un vaso de whisky.

Holly miró al reloj. Eran las doce menos diez.

–De acuerdo. Pero uno pequeño. Puede que tenga que conducir y tú no deberías beber alcohol mientras tomas antibióticos.

Él suspiró.

–¿Nunca dejas de preocuparte?

–No. Yo los serviré.

–Eso era lo que me temía –dijo él y sacó dos pequeños vasos de un armario de la cocina.

Juntos se dirigieron al cuarto de estar.

Una vez allí, Holly comenzó a acariciarle las orejas al perro color chocolate.

–¿Qué raza es? ¿O qué mezcla.?

–A ver si lo adivinas.

Ella sonrió.

–Pues… tiene el mismo color que podría tener un perro labrador, pero nada más de esa raza. La constitución y la cara son de collie. ¡Es un collie de color chocolate!

El perro dio un ladrido satisfecho y miró a Dan.

–¿He acertado? –preguntó ella.

Dan asintió.

–Su madre era un labrador, llamada Kahlua, y su padre un perro pastor. Buttons era el más bonito de la camada.

–¿Se llama Buttons?

Dan asintió de nuevo y ella se rió.

–¿Como el perro de El Príncipe Encantado? ¡Vaya! –continuó con sus sonoras carcajadas.

Dan se levantó, se acercó a la ventana y apartó la cortina.

–¿Por qué demonios te he contratado? –dijo él.

–Porque necesitabas ayuda. Además, era la única opción que tenías. ¿Alguien más llamó para el trabajo?

Dan dijo un no tácito.

–Lo ves. Esa es la respuesta a tu pregunta. Soy de la zona, conozco las carreteras como la palma de mi mano. Está claro que era la persona ideal para este trabajo. Tampoco me asusta la nieve.

–Está nevando ahora –le dijo él.

Ella se levantó y se acercó a él. Juntos miraron por la ventana.

–Me encanta ver cómo cae.

–A mí también. Tiene un aspecto tan inócuo. La nieve es la peor de las farsantes.

Los copos caían lentamente y se deshacían contra el cristal.

De pronto, Holly se dio cuenta de la fuerza que tenía la presencia de Dan. Lo sentía cerca, muy cerca, con ese olor masculino mezclado con el aroma a jabón. Era grande, muy grande…

El reloj de la iglesia dio las doce y en la distancia se escucharon los ruidos de claxon y voces.

Dan soltó la cortina y miró a Holly a través de los cristales oscuros de las gafas.

–Feliz año, Holly –murmuró él.

Y, sin previo aviso, se inclinó y posó sus cálidos labios sobre los de ella.

A Holly se le encendió una hoguera en el vientre y el corazón comenzó a martillear con rabia. Incluso le temblaban las piernas.

Se apretó contra él y hundió las manos en su cabello espeso, mientras recibió su lengua y se deleitaba con el juego de sus labios.

Holly se olvidó de todo, de sí misma, del mundo.

Él agarró sus glúteos con firmeza y se dejó arrastrar por el deseo.

Ella ahogo un grito de placer dentro de aquel beso apasionado.

La mano masculina ascendió hasta encontrarse con unos senos deliciosos, turgentes, provocadores.

Y, de pronto, se apartó, como si acabara de tocar una brasa ardiendo.

Holly estuvo a punto de caerse, pues la acción la tomó completamente por sorpresa.

–¡Maldición! Holly, lo siento mucho –dijo él, con la voz rasgada y la respiración entrecortada.

Se dio la vuelta, apartó la cortina y apoyó la cabeza sobre el cristal frío.

Poco a poco fue recuperando la respiración.

Por fin, levantó la cabeza y la miró. Ni siquiera las gafas podían ocultar su expresión de angustia.

–No sé lo que me ha ocurrido. Perdóname, por favor.

–No hay nada que perdonar. No ha sido nada más que un beso.

Pero los dos sabían que no había sido así, que había ido mucho más allá.

Él se dio la vuelta y se dirigió hacia la chimenea. Abrió la puerta de la estufa y removió los leños.

Ella decidió que era momento de irse.

–Será mejor que me vaya a la cama –dijo con la voz estrangulada–. ¿Está conectado el teléfono de arriba?

–Sí –respondió él–. ¿Estás segura de que quieres hacer la guardia de hoy?

–Por supuesto. No te olvides del antibiótico.

Él soltó una carcajada reconfortante, que relajó un poco el ambiente.

–¡No me atrevería a hacerlo!

Ella se dirigió hacia la puerta.

–¿Holly?

Se volvió.

–¿Sí?

–No volverá a suceder.

Ella se quedó inmóvil unos segundos y, después, sonrió.

–¿Por qué me imaginaba que ibas a decir eso? –murmuró. Se dio media vuelta y salió del cuarto de estar.

Tenía el cuerpo alterado aún por los besos y caricias.

Se puso el pijama y se metió en la cama.

Y deseó más que nunca no estar sola.

Por siempre

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