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2. Preproducción y mi encuentro con Buttercup Londres, 2 de agosto de 1986
ОглавлениеUnas pocas semanas después de finalizar Maschenka, estaba otra vez en casa, en Londres, que era también la base para la producción de La princesa prometida. Muchos de los miembros del equipo y algunos del reparto ya estaban reunidos. De hecho, la primera lectura previa del guion con el reparto se hizo al cabo de unos días. Poco después de mi llegada, recibí una llamada del despacho de producción. Me dieron instrucciones de que fuera a hacer pruebas de vestuario con la diseñadora, Phyllis Dalton, que había hecho un trabajo fantástico con uno de mis directores favoritos, David Lean, tanto en Lawrence de Arabia como en Doctor Zhivago, por la que ganó un Oscar. Una cosa que sabía con seguridad era que mis atuendos iban a ser de primera categoría. Tenía que encontrarme con ella en Angels, una de las casas de vestuario más antiguas de Londres y ganadora de muchos premios Oscar en esa categoría. Cuando entré en el recibidor, lo primero que vi fue un surtido de trajes ornamentados elegantemente colocados en maniquíes. Tras inspeccionarlos más de cerca, me fijé en que algunos de ellos parecían ser auténticos, del siglo xviii.
En pocos minutos me encontré en la oficina del piso de arriba, donde Phyllis, una modesta y encantadora dama, se presentó educadamente. Nos sentamos y bebimos té mientras charlábamos un poco sobre el papel. Luego, se inclinó hacia delante, agarró una carpeta que había en una mesita de café cercana y procedió a mostrarme algunos de los bocetos que ya había hecho para Westley y el resto de los personajes de la película. Todo estaba ordenado con mucho cuidado y cada boceto incluía muestras de las telas que quería usar. Desde el primer momento, vi que había dado en el clavo en lo que respectaba al tono y el estilo del libro de Goldman. Los colores, las texturas, y el aspecto de los materiales iban más allá de lo que había imaginado. Para Humperdinck y Rugen había finos jubones de terciopelo con intrincados bordados. Para el español, Montoya, una mezcla de arpillera marrón y cuero. El vestido principal de Buttercup sería rojo, holgado y largo, hasta el suelo, y contrastaba bien con el cuero, la gamuza y el algodón negros del hombre de negro.
Después de estudiarlos cuidadosamente, me volví hacia ella y dije:
—¡Guau, Phyllis! Son muy bonitos.
—Oh, gracias. Sabes, es gracioso… Lo cierto es que no me gusta hacer bocetos —respondió de forma inesperada.
—¿De verdad? Pero si se te da genial —dejé escapar, tratando de llevar la conversación hacia una de mis películas favoritas de todos los tiempos—. ¿Qué hay de Lawrence? Seguro que hiciste algunos para esa.
—¡Oh, aquello! —dijo—. Bueno, para esa tuve que hacer más bocetos de los que había hecho jamás.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque muchas de las prendas tenían que confeccionarse en Damasco y era difícil conseguir que los sastres de allí hicieran exactamente lo que queríamos.
Me dijo entonces que ya había hecho algunas pruebas de los trajes para Westley y que le gustaría que me las probara para que la costurera hiciera los ajustes necesarios. Su asistente me condujo al vestidor, donde colgaba de un perchero el traje que se convertiría en icónico: un par de pantalones negros de ante, botas de cuero negro, un cinturón fino negro, un par de camisas negras con volantes y cordones, guantes negros y una máscara negra. Era todo muy elegante y sorprendentemente cómodo. Me probé la camisa ancha y de mangas enormes. Ya había llevado una muy similar para Lady Jane, así que me resultaba familiar. Luego, los pantalones ajustados de ante. Y, finalmente, las botas.
Una vez estuve completamente vestido, me miré en el espejo. Incluso sin la máscara, supe lo que debían de haber sentido Douglas Fairbanks o Errol Flynn al probarse sus trajes el primer día en cualquiera de sus clásicas películas de piratas. Un golpecito en la puerta me sacó de mi ensimismamiento.
—¿Se puede? —La voz de Phyllis atravesó la madera.
—Sí.
Abrió la puerta, me miró, y dijo:
—Aaah… No está nada mal. —Se detuvo a reflexionar—. Pero… hay algo que falta.
Entonces, llamó a su asistente y le pidió que fuera a buscar un poco de satén negro. Cuando esta regresó con la tela, Phyllis me ató un trozo alrededor de la cabeza y otro alrededor de la cintura como un cinto.
—Exacto —dijo—, ¡eso está mejor!
Luego me hizo probar unas máscaras provisionales que había diseñado, que, de hecho, no eran muy diferentes a las que llevó Fairbanks en La marca del Zorro. Pero ninguna de ellas quedaba del todo bien. Phyllis me explicó que, como la llevaría durante la mayor parte de la película, no solo tenía que encajar perfectamente, sino que, sobre todo, debía ser cómoda y que la única forma de conseguirlo era sacando un molde de yeso de mi cabeza. Este es un procedimiento bastante estándar en la producción de películas que incluyen acción, efectos especiales o superhéroes que llevan máscaras, aunque yo no lo había experimentado antes.
Apareció, entonces, una costurera, que colocó unos cuantos alfileres en los pantalones para que fueran todavía más ajustados. Le pregunté a Phyllis si podría ponérmelos sin dificultad una vez estuvieran listos. Me respondió que preferiría coserlos cada día una vez puestos, pero que no sería práctico dado que iba a hacer muchas escenas de acción con ellos. Y, siendo de ante, de todos modos, darían un poco de sí con el tiempo, me explicó. Yo bromeé sobre que ahora sabía cómo se debió de sentir Jim Morrison con sus distintivos pantalones de cuero ajustados.
Me probé un traje hecho básicamente de arpillera y algodón grueso, que serían las ropas de Westley como el famoso muchacho de la granja. Phyllis me dijo que se había inspirado en cuadros de N. C. Wyeth y Bruegel y, a mi parecer, eran muy auténticas, pero ella no estaba del todo satisfecha.
—No, volvamos con estas. Necesitas algún tipo de capucha.
Phyllis dijo que necesitaba un poco más de tiempo para resolverlo y que haríamos más pruebas de vestuario pronto. Después de sacar algunas fotos Polaroid para enseñárselas a Rob, volví a ponerme mis aburridos vaqueros y mi camiseta, le di las gracias a Phyllis, a su asistente y a la costurera, y me fui a casa. El hombre de negro comenzaba a tomar forma.
Al día siguiente, recibí otra llamada de la oficina de producción y me dieron instrucciones sobre dónde ir a que me hicieran un molde de la cara. Viajé hasta los estudios Shepperton, donde se encontraban nuestras oficinas de producción, y visité a la gente del departamento de efectos especiales (conocido como «FX»). Shepperton se encuentra en el condado de Surrey, más o menos a una media hora a las afueras de Londres, y en general está considerado como uno de los grandes estudios de cine europeos. Desde una perspectiva histórica, es el tipo de sitio que tiene un atractivo casi reverencial para la mayoría de gente del mundillo. Entre las películas que se han filmado allí figuran Lawrence de Arabia, ¿Teléfono rojo?, Volamos hacia Moscú, 2001: Una odisea en el espacio, El hombre elefante, Star Wars, Alien, Gandhi…, por nombrar solo algunas.
Trabajé como asistente de producción en mi adolescencia, así que sabía desenvolverme un poco en los platós de cine, pero estar allí, en los famosos estudios Shepperton, como protagonista de una gran película de Hollywood, era una experiencia totalmente distinta. Con el mapa en la mano, fui hasta una de las «tiendas» asignadas a nuestro departamento de FX en el set y me encontré con Nick Allder, nuestro supervisor de efectos especiales. Nick tenía una gran carrera: había trabajado ya en Alien (sí, es su criatura la que se escapa del pecho de John Hurt), El imperio contraataca (para los jedis que estéis leyendo esto, hay una fuerte conexión entre Star Wars y La princesa prometida, de la que hablaré más adelante), Conan el Bárbaro, y La joya del Nilo. Nick, un tipo muy afable, me presentó a su equipo, uno de los cuales estaba ya trabajando en un animatrónico sin terminar de un Roedor de Aspecto Gigantesco (RAG), el mismo que acabaría mordiéndome durante nuestra pelea en el Pantano de Fuego. Estaba hecho de gomaespuma blanca y no tenía pelo, lo que le daba un aspecto todavía más grotesco. Se veían todos los cables y roldanas unidas a los servomotores que permitían que el «titiritero» le moviera la boca. Incluso en esa fase parecía muy efectivo y estaban orgullosos de enseñármelo. Mientras miraba fijamente a los ojos muertos de la rata gigante, me pregunté si Bill Goldman se habría topado con las mismas ratas gigantes que yo me había encontrado cuando vivía en Manhattan; esas del tamaño de un gato y que te hacían detenerte en seco. Ese tipo de ratas que no se asustan de los humanos, caminan con ese contoneo y te miran de esa manera que parece que digan: «Venga, ¿qué vas a hacer?».
Nick me explicó que, mientras que el proceso de cubrirme la cara con yeso húmedo de París era relativamente indoloro, podía ser muy tedioso, ya que tendría que pasar mucho tiempo, tal vez una hora, sentado en una silla con la cara cubierta de dicho material. Me preguntó si sufría de claustrofobia, cosa que ya en sí misma me puso un poco nervioso, a lo que respondí: «No, la verdad es que no», sin tener ni idea de lo claustrofóbico que sería todo el proceso. Entonces, dijo:
—Vamos a cubrirte toda la cabeza, pero te daremos un par de pajitas para que te las metas en la nariz y puedas respirar.
Menos mal.
Él continuó:
—Si en algún momento te sientes incómodo, no puedes respirar o tienes algún tipo de ataque de pánico, simplemente haz un gesto con la mano como si te cortaras la garganta y te quitaremos el yeso.
—Vale —contesté, preguntándome cuántos actores habrían sufrido ataques de pánico antes.
—Solo para que lo sepas —añadió Nick—, si hacemos eso, tendremos que repetir todo el proceso para terminarlo.
Contesté que lo entendía.
—¡Genial! —dijo Nick—. Entonces, empecemos.
Él y sus colegas procedieron entonces a cubrirme la cabeza completamente con vaselina y, luego, con escayola, y me proveyeron de las ya mencionadas pajitas para que me las pusiera en las fosas nasales y respirara. Decir que era claustrofóbico sería quedarse corto, amigos. Era como si te encerraran la cabeza en una calabaza o un casco gigante, pesado y asfixiante, hecho de arcilla. Una hora después, acabaron, y el yeso finalmente se secó. Entonces, lo abrieron cuidadosamente, me lo quitaron de la cabeza, y el producto resultante se utilizó como molde.
Tenía que parecer un pirata. Y no solo un pirata cualquiera, sino el pirata Roberts (vagamente basado en el famoso corsario Bartholomew Roberts), el azote de los siete mares. Se suponía que su identidad debía ser un secreto. Y, mientras que era necesario dar un voto de confianza para asumir que los otros personajes de la película (sobre todo Buttercup) no notarían inmediatamente el parecido entre Westley y el hombre de negro, el público era libre de hacer la conexión (cosa que, por supuesto, hizo). Aun así, tenía que quedar bien. Pese a los muchos esfuerzos por crear docenas de máscaras perfectas, el departamento de maquillaje igualmente terminó poniéndome maquillaje oscuro alrededor de los ojos en algunas escenas para crear una transición sin interrupciones entre la máscara y la piel, de manera semejante a como entiendo que hacen con los actores que interpretan a Batman.
Tras limpiarme la cara, vino a buscarme un asistente de producción que me dijo que Rob quería verme en su despacho. Fuimos hacia la oficina de producción siguiendo las señales que decían BUTTERCUP FILMS, LTD y subimos al piso de arriba. Cuando entré, Rob se puso en pie detrás del escritorio y me recibió con esa cálida sonrisa suya.
—Hola, Cary. ¿Cómo estás? —Uno de los típicos estribillos cantarines de Rob.
—Genial, gracias.
—Me alegro de verte. —Me dio un abrazo de oso.
Habría que remarcar que todos los abrazos de Rob son abrazos de oso.
—Bueno…, ¿cómo ha sido lo del molde de la cara?
—Raro —respondí.
—Sí, ¿verdad? —Se rio—. ¿Te han metido las pajitas por la nariz?
—Sí. Y casi vomito a través de ellas.
Rob se rio entre dientes.
—Ven, quiero enseñártelo todo. Tenemos un equipo estupendo —comentó—. Y quiero que los conozcas.
Fue un detalle por parte de Rob extender la invitación; no hay muchos directores que hagan eso con sus actores durante la preproducción. Pero Rob era diferente. Más tarde sabría que había escogido personalmente a casi todos los miembros del reparto.
Conocí a muchos de ellos durante el día, desde los contables a la gente del departamento de arte y casi todas las personas que estaban en medio. Cada vez que nos cruzábamos con alguien, Rob se detenía y nos presentaba, y, con un entusiasmo constante, decía:
—Y este es Cary. Va a interpretar a Westley.
~
CHRIS SARANDON
El equipo era fantástico. Los equipos con los que he trabajado en Inglaterra, en general, son muy divertidos. Muchos de ellos son gente de clase trabajadora, hombres y mujeres, y de trato fácil. Son fabulosos.
~
En el departamento de arte conocí a nuestro diseñador de producción, Norman Garwood, con quien acabaría trabajando en dos películas más. Norman es un tipo entusiasta y dulce, y, obviamente, con mucho talento. Había trabajado en dos magníficas películas de Terry Gilliam, Los héroes del tiempo y Brazil, y en El misionero, todas ellas con uno de mis actores de comedia favoritos, Michael Palin (hablaré más sobre él luego). Norman era claramente uno de los favoritos de los Monty Python, lo que para mí lo convertía en alguien perfecto para nuestra producción, dado que yo mismo era un admirador de los Python. Cada centímetro de las paredes estaba cubierto de dibujos maravillosos y pinturas de todos los sets, desde la cabaña del Milagroso Max hasta la suite de Buttercup en el castillo de Florin, y de la habitación de Fred Savage hasta la Fosa de la Desesperación. Eran sencillamente mágicos. Realmente se veía cómo la mitología de la película tomaba forma. Cuando expresé mi emoción ante la imaginería visual que me rodeaba, Norman sugirió a Rob que me ofreciera un tour por los sets que ya se estaban construyendo.
—Oh, sí. ¡Tienes que verlos! —dijo Rob con entusiasmo—. Son una maravilla.
Rob me llevó fuera y caminamos hacia el escenario H, donde carpinteros, yeseros y pintores estaban inmersos en el proceso de construir el plató para el Pantano de Fuego, que comenzaba a llenarse de árboles falsos, enredaderas, lianas y setas gigantes. El nivel de detalle era extraordinario. Recuerdo volverme hacia Rob y decir:
—¡Guau! ¡Es como El mago de Oz!
—Es bastante chulo, ¿verdad? —respondió él.
Entonces, me llevó hasta el escenario C, y cuando entramos en el set me quedé maravillado ante la visión del enorme acantilado donde el famoso duelo entre Westley e Íñigo Montoya tendría lugar. En el estudio de sonido, con su telón de fondo de un cielo azul con nubes, sentí una palpable sensación de… no alivio, sino más bien alegría. No tenía ninguna duda de que Rob lo lograría; simplemente no había imaginado cómo iba a hacerlo. Ahora estaba convirtiéndose en una realidad. Sabía que era la producción más costosa en la que ninguno de nosotros había estado involucrado jamás, y gran parte de su éxito dependía de quien interpretaba a Buttercup y del tío que interpretaba a Westley.
¡Ups!
Mientras regresábamos a las oficinas de producción, le pregunté a Rob sobre el resto del reparto. Mencionó que ya había contratado a sus amigos Billy Crystal y Chris Guest, lo cual era genial. Y que Mandy Patinkin haría de Íñigo Montoya, el español vengador. No recordaba los papeles de Mandy en aquel momento, pero asumí, dado el meticuloso casting de Rob, que sería una elección perfecta. Luego, repasó una alineación estelar de talentos con los que aparentemente estaban en negociaciones, incluido a Wally Shawn para el papel de Vizzini.
—¡Oh, me encanta! —comenté—. Mi cena con André es genial.
—Fabulosa —dijo Rob—. Y creo que también tenemos a Chris Sarandon para hacer de Humperdinck y a Carol Kane para la mujer del Milagroso Max.
—No puede ser —respondí, incrédulo.
—Menudo casting, ¿eh? —Sonaba casi tan emocionado como yo.
Estaba resultando ser una producción mucho más grande de lo que me había imaginado al principio.
—Y tenemos mucha suerte. También hemos encontrado a nuestra Buttercup —añadió Rob—. Nos ha llevado un tiempo, pero hemos dado con ella.
~
CHRIS SARANDON
Mi exmujer, Susan Sarandon, había hecho una película con Robert Redford, y, en aquella época, Redford tenía los derechos cinematográficos del libro. Quería hacer la película y le dio una copia para que la leyera. Yo también la leí, y simplemente aluciné. Había una combinación tan maravillosa de aventura, romance, sátira y parodia; el autor se divertía con diferentes géneros. Y simplemente pensé: «Esto es maravilloso, espero que se haga esta película». Pero por supuesto, pasaron los años y no sucedió nada. Así que, haciendo un salto de imagen a muchos años después, de repente recibo una llamada de uno de mis agentes diciendo: «Rob Reiner y Bill Goldman quieren que hagas una prueba para La princesa prometida para el papel del príncipe Humperdinck», y yo contesté: «Madre mía. ¡Esto es un sueño hecho realidad! Adoro ese libro».
CAROL KANE
Tuve la grandísima suerte de formar parte de esto. Recibí una llamada de Rob para participar e interpretar el papel de la esposa de Billy. En aquel momento, estaba haciendo una obra en Williamstown. Creo que ni siquiera lo pensé demasiado. Simplemente dije que sí. La idea de ser la esposa de Billy en un enorme cuento de hadas era algo así como…, bueno, no es algo que te pienses. Simplemente lo haces. Luego leí el guion y me encantó. Entonces, Billy y yo nos juntamos más tarde en mi apartamento de Los Ángeles y nos construimos una especie de vida, una pequeña historia para nuestros personajes.
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Me intrigaba la fascinación de Rob con su descubrimiento de la Buttercup «perfecta».
—¿Cómo la has encontrado? —pregunté.
—Resulta que el director del casting había tenido su foto en la pared todo el tiempo. Pero por algún motivo nunca la convocamos, porque estábamos demasiado ocupados buscando actores británicos.
—¿Quién es? —pregunté con curiosidad.
—Se llama Robin Wright. ¿Has oído hablar de ella?
No era el caso, y lo admití.
Rob asintió.
—Está en ese programa de tele, Santa Barbara; es un culebrón diurno. Pero no te dejes engañar, es maravillosa. Llegó, hizo la prueba ¡y nos dejó alucinados! —continuó Rob—. Espera a conocerla. Oh, Dios mío, ¡te va a encantar!
~
ROB REINER
Vi a cientos de chicas, pero tenían que ser como se describía en el guion: la chica más hermosa del mundo. Y tenía que tener acento inglés. Y Robin, pese a que es estadounidense, tiene un padrastro inglés, así que dio con ello de manera muy natural. Era asombrosamente bella y tenía la edad adecuada. Era literalmente la única que vi que podía interpretar el papel.
WILLIAM GOLDMAN
Fui a California porque estábamos buscando a Buttercup. Tenía que ser la chica más hermosa del mundo, y vinieron todas esas chicas guapísimas, y eran preciosas, pero no eran Buttercup. Finalmente, Rob llamó y dijo: «Creo que la he encontrado», y entonces Robin entró en la habitación, hablamos un momento e inmediatamente llamé a Rob y le dije: «¡Cógela!», porque era, como sabéis, simplemente increíble. Y aún lo es.
ANDY SCHEINMAN
Robin era perfecta. Pero ¿sabes qué? La obligaron hacer un año extra en Santa Barbara a cambio de darle tiempo libre para rodar la película, cosa que me pareció bastante despreciable. Pero ella no se quejó. Robin era…, bueno…, quiero decir, es, una chica preciosa. Y el papel lo requería. Pero también había dulzura en ella. Hay muchas mujeres hermosas, muchas actrices hermosas, pero no hay muchas mujeres hermosas que además sean divertidas de verdad. No es que tuvieses que ser hilarante para interpretar a Buttercup, pero debía ser alguien capaz de entender qué partes del guion eran divertidas y el papel, y tener un gran sentido del humor.
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Acto seguido, continuamos caminando por el pasillo. Y justo cuando doblamos una esquina, menos de un minuto más tarde, allí estaba ella, subiendo las escaleras.
—¡Eh, ahí está! —la llamó Rob—. ¡Oye, Robin! Quiero que conozcas a alguien.
Era alta y esbelta, con el pelo rubio y largo y unos enormes y expresivos ojos azules. En dos palabras: era hermosa. También era muy joven, como pronto descubriría, apenas tenía veinte años, y sentí una ligera sensación de alivio al no ser la persona más joven de la película (sin contar a Fred Savage).
Nunca olvidaré el momento en que Rob nos presentó.
—Cary —dijo—. Esta es Robin. ¡Interpreta a Buttercup! La chica de la que te vas a enamorar.
Una enorme sonrisa se formó en el rostro de ella mientras se volvía hacia él y decía: «¡Oh, Rob! », como queriendo decir «¡Por favor!», y luego extendió la mano para estrechar la mía. «Hola», dijo en un tono muy dulce. Lo que le respondí, aparte de «Hola», no lo recuerdo. Probablemente no dijera gran cosa, ya que me sentía como si me hubieran noqueado. Recuerdo la descripción de Buttercup de Goldman en el libro:
«Era la mujer más hermosa que había existido en cien años. A ella parecía no importarle».
Y eso era completamente cierto en lo que respectaba a Robin. Era como si estuviera mirando a una joven Grace Kelly. Era así de hermosa. Mi incomodidad debió de ser obvia, porque Rob me dio un ligero codazo en las costillas y me lanzó una sonrisita que parecía decir «¿Qué, tengo razón o no?».
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ROBIN WRIGHT
Mi teoría es que estaban tan cansados de ver chicas (creo que yo era la número ciento cincuenta) en ese momento que pensaban: «¡Dale el papel! ¡Haz que sea la princesa!». Estaban muy aturdidos después de ver a todas las ingénues de Hollywood. Ese fue mi golpe de suerte: estaban exhaustos.
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Recuerdo a Robin imitando un perfecto acento inglés, algo que hace notablemente bien, y luego me desarmó totalmente con una risita que creció rápidamente hasta convertirse en la risa más maravillosa. Recuerdo pensar para mí mismo: «¡Guau! ¿Cuántas mujeres hay tan hermosas y a la vez tan divertidas?». Quiero decir, era obvio que Rob iba a encontrar a alguien con talento para hacer de Buttercup, pero que tuviera esa combinación de belleza y sensibilidad cómica… es algo escaso y maravilloso.
Robin había pasado por el estudio para su prueba de vestuario de último minuto. Creo que terminamos la conversación con ella diciendo que tenía muchas ganas de trabajar conmigo y yo tartamudeando algo estúpido como respuesta, como «Yo también». Para usar una frase que sería completamente apropiada en el reino de cuento de hadas de La princesa prometida, estaba embelesado. En pocos minutos, nuestros caminos se separaron: Robin se marchó a su prueba de vestuario, y yo, regresé a la oficina de producción para firmar algunos papeles y recoger una copia del programa. Pero, para ser sincero, no pude concentrarme mucho en nada después de ese primer encuentro con Robin. En mi imaginación, era la Buttercup perfecta. Me moría de ganas de comenzar.