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Capítulo Uno

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La doctora Mariama Mandara nunca había tenido mucho éxito en las clases de gimnasia. Lo cierto era que el atletismo no era lo suyo. Sin embargo, cuando se trataba de deletrear palabras, exponer investigaciones y ganar competiciones de matemáticas, había sido la mejor.

Por desgracia, sus cualidades académicas no le servían de nada para correr más deprisa por el pasillo del lujoso hotel.

Necesitaba darse más prisa que nunca para escapar de los mirones que la acosaban en aquel complejo turístico en la costa de Cabo Verde. Ella se alojaba en Santiago, la mayor de las islas que formaban una especie de Hawái africano.

Pero, por mucho que intentara esconderse, sus acosadores estaban demasiado ansiosos por capturar una foto de la princesa. ¿Por qué no podían aceptar que su presencia allí no era para hacer relaciones públicas, sino para asistir a una conferencia de trabajo?

Jadeando, Mari tropezó con una palmera decorada con luces de Navidad. Dar esquinazo a voraces perseguidores no era tan fácil como parecía en las películas, sobre todo, si no se era experta en volar edificios por los aires ni en saltar por las ventanas. Las escaleras estaban bloqueadas por una pareja de turistas que leía un mapa de la ciudad. Un carrito de la limpieza tapaba la otra salida. Solo podía seguir hacia delante.

Recuperando el equilibrio, continuó caminando deprisa. Si corría, llamaría más la atención o acabaría de bruces en el suelo. Quería que aquel congreso médico terminara cuanto antes y regresar a su laboratorio de investigación, donde podía refugiarse de la locura de las Navidades, enfrascándose en sus estudios.

Para la mayoría de la gente, la Navidad significaba amor, paz y familia. Pero, para ella, esa fechas solo despertaban cruentas rencillas familiares, incluso veinte años después del divorcio de sus padres. Si su madre y su padre hubieran vivido cerca o, al menos, en el mismo continente, las vacaciones no habrían sido tan difíciles. Sin embargo, habían jugado al tira y afloja con sus hijos en una interminable batalla transcontinental durante décadas. De niña, se había pasado más tiempo en el aeropuerto y en los aviones que celebrando las fiestas junto a la chimenea. Incluso, en una ocasión, había tenido que celebrar la Nochebuena en un hotel, cuando su vuelo de conexión había sido cancelado por la nieve.

Por eso, desde que había llegado a la edad adulta y había tomado el control de su vida, Mari prefería que la Navidad fuera lo más sencilla posible.

Aunque la sencillez no estaba siempre al alcance de la mano de una princesa. Su madre se había derrumbado bajo la presión constante que suponía ser la esposa de un príncipe en el oeste africano y había regresado a su Atlanta natal. Mari, sin embargo, no podía divorciarse de sí misma.

Si, al menos, su padre y sus súbditos comprendieran que la mejor manera en que podía servir a su pequeña región era a través de su investigación científica y no sonriendo ante las cámaras y asistiendo a ceremonias de alto rango… Ella prefería las ropas cómodas y sin artificios, en vez de la sofisticada etiqueta real.

Al fin, vio una escalera de servicio despejada y comenzó a subir. Solo necesitaba llegar a la quinta planta, donde estaba su habitación y podía esconderse durante el resto del día antes de acudir a las demás conferencias del simposio. Agotada después de catorce horas de presentaciones de su investigación sobre medicamentos antivirales, estaba hecha un desastre y no tenía ni pizca de ganas de sonreír ni de ser tomada por sorpresa por las cámaras de los móviles de sus admiradoras adolescentes.

Agarrada a la barandilla, comenzó a subir a toda velocidad. Se detuvo solo un momento en el tercer piso, para tomar aliento. Nada más abrir la puerta que daba a la quinta planta, se topó con una mujer y su hija adolescente. Cuando la chica se giró para mirarla mejor, como si la hubiera reconocido, Mari le volvió la espalda y comenzó a caminar en sentido contrario.

Maldición, se dijo. No podía darse la vuelta para encaminarse a su habitación hasta que no estuviera segura de que el pasillo estaba despejado. Si, al menos, tuviera algún disfraz que pudiera hacerle pasar desapercibida…

Entonces, por el rabillo del ojo, vio que a su lado estaba la solución perfecta. Un carrito del servicio de habitaciones. Miró alrededor para ver si había alguien de uniforme, pero solo vio a una camarera retirándose.

Mordiéndose el labio un momento, levantó una esquina de la tapa de la bandeja y se le hizo la boca agua al ver un plato de cordero al azafrán y, de postre, tiramisú. Por un momento, estuvo tentada de esconderse con el carrito en un armario y devorarlo todo, pues estaba hambrienta después de un largo día dando conferencias. Cuanto antes pudiera llegar a su habitación, antes podría relajarse, darse una ducha caliente y pedir su propia cena, pensó.

Y llevar aquel carrito era el mejor disfraz que tenía a mano. Incluso había una chaqueta de camarera colgada en el manillar y una hoja de entrega, donde se explicitaba que la suite A5 era la destinataria de aquellos suculentos manjares.

El sonido de las puertas del ascensor abriéndose le hizo entrar en acción sin pensarlo más.

Mari se puso la enorme chaqueta color verde sobre su traje negro. Un gorro de Papá Noel rojo se cayó del bolsillo de la chaqueta y se lo colocó también, pensando que así se camuflaría todavía mejor. Acto seguido, comenzó a empujar el carrito por el pasillo.

–¿La veis? –preguntó una adolescente en portugués–. Dicen que la han visto subir al quinto piso.

–¿Estás segura de que no era el cuarto? –preguntó otra a su vez.

–Muy segura. Preparad el teléfono. Podemos vender estas fotos por una fortuna.

Mari empujó el carrito, bajando la cabeza. Su única oportunidad era entrar en la suite A5, que estaba a unos pasos de ella. Las adolescentes se acercaban.

–Igual podemos preguntar a esa mujer que lleva el carrito si la ha visto…

A Mari se le pusieron los pelos de punta. La cosa podía ser peor de lo que había pensado si la fotografiaban disfrazada.

Sin pensárselo más, llamó a la puerta.

–Servicio de habitaciones.

Nadie respondió. El riesgo de tener que ocultar su identidad ante una persona le parecía menos grave que quedarse allí en el pasillo y tener que enfrentarse a un implacable grupo de jovencitas.

Justo cuando iba a entrar en pánico, se abrió la puerta de la habitación. Sin levantar la cabeza, Mari entró, dejándose envolver por un aroma a jabón masculino.

Entró tan deprisa que se tropezó con el carrito. No era algo muy digno de una princesa, pero ella nunca había sido una chica glamurosa.

A pesar de la urgencia por escapar de sus perseguidoras, le picó el aguijón de la curiosidad. ¿Quién sería el hombre que ocupaba aquella suntuosa suite y olía tan bien?

Sin embargo, Mari no se atrevió a mirarlo. Con la cabeza gacha, echó un vistazo a su alrededor, para ver si había alguien más. Aunque la comida que había pedido era solo para uno. La habitación parecía vacía, con la iluminación baja. Las persianas de los enormes ventanales estaban levantadas y fuera brillaban la luz de la luna y las estrellas. En la costa, las palmeras se mecían con la suave brisa nocturna y algunos yates flotaban rozando el horizonte.

–Se lo prepararé en la mesa –indicó ella, tras aclararse la garganta.

–Gracias –repuso una voz familiar–. Pero puedes dejar el carrito ahí junto a la chimenea.

Mari necesitó menos de un segundo para identificar aquel profundo tono de voz y se quedó petrificada.

El destino debía de estar carcajeándose de ella. Acababa de escapar de una humillación segura para verse atrapada en otra mayor. De todas las habitaciones del hotel, tenía que haber elegido precisamente la del doctor Rowan Boothe, su mayor enemigo profesional.

Hacía pocas horas, ella había ridiculizado los inventos de aquel hombre en público.

¿Qué diablos estaba haciendo él allí? Mari había revisado la lista de participantes y no había visto su nombre.

Entonces, oyó sus pasos acercándose. Su aroma la envolvió. Ella mantuvo la mirada baja, rezando porque no la reconociera.

–Lo dejaré aquí entonces. Que tenga un buen día.

Pero el alto y musculoso cuerpo de él le bloqueó el camino. Le clavó los ojos en el pecho. Sonrojándose, recordó la última vez que lo había visto, en una conferencia en Londres hacía cinco meses. Pero no había podido olvidar su atractivo rostro bañado por el sol, su pelo color arena, ondulado y un poco largo, como el de un hombre demasiado sumergido en sus investigaciones como para molestarse en ir a la peluquería.

–Señorita, ¿hay algún problema? –preguntó él, inclinando la cabeza para poder verla.

Debía mantener la calma, se dijo Mari. Lo más probable era que no la reconociera.

–Feliz Navidad –dijo él, tendiéndole una propina en la mano.

Si no tomaba el dinero, resultaría sospechoso, pensó ella. Así que agarró los billetes doblados, con mucho cuidado de no rozarle.

–Gracias por su generosidad.

–De nada.

La suya era una voz demasiado aterciopelada y envolvente, sobre todo, cuando provenía de un cuerpo tan perfecto. Soltando aire, Mari se volvió hacia la puerta y agarró el picaporte para abrir y salir.

–Doctora Mandara, ¿te vas tan pronto? –preguntó él con sarcasmo, a pocos centímetros de ella.

Maldición, la había reconocido.

–Y yo que pensé que te habías tomado la molestia de entrar en mi habitación para seducirme… –añadió él, acariciándole la mejilla con su aliento.

El doctor Rowan Boothe esperó que sus palabras causaran el efecto esperado. Mariama Mandara lo excitaba sin remedio cada vez que la veía.

Sin embargo, ella siempre lo había tratado con desdén. Algo que, tal vez, formaba parte de su atractivo.

Cuando Rowan había rechazado su lucrativo puesto de trabajo como médico en Carolina del Norte para abrir una clínica en África, todo el mundo lo había considerado una especie de santo. Pero él tenía dinero de sobra, después de haber inventado un programa de diagnóstico médico por ordenador, un programa que, por cierto, Mari no dejaba de criticar. Por eso, fundar la clínica no le había supuesto ningún sacrificio y él mismo no se consideraba un filántropo. Al contrario, era un hombre acostumbrado a conseguir lo que quería.

Y, en ese momento, quería tener a Mari.

Aunque, por el gesto horrorizado de ella, su insinuación no había tenido mucho éxito.

Mari abrió y cerró la boca un par de veces, como si se hubiera quedado sin palabras. A él no le importaba. Le bastaba con poder disfrutar de contemplarla. Era una mujer esbelta y bien proporcionada, algo que podía adivinarse a pesar de las ropas demasiado grandes que se había puesto.

–Debes de estar de broma –repuso ella–. No creerás que iba a intentar algo contigo y, menos aun, algo tan burdo.

Maldición, la indignación le hacía estar todavía más atractiva, incluso con aquel gorro de Papá Noel, observó él, sin poder dejar de sonreír.

–No te atrevas a reírte –amenazó ella.

–Bonito gorro.

Con una mueca, Mari se quitó el gorro y la chaqueta de camarera de hotel.

–Te aseguro que, si hubiera sabido que estabas aquí, no me habría escondido en esta habitación.

–¿Esconderte?

Cuando vio cómo la blusa blanca se le pegaba a los pechos al quitarse la chaqueta, Rowan no pudo evitar excitarse un poco más. Llevaba más de dos años intentando no sentirse atraído por aquella mujer cada vez que la veía, pero no había podido lograrlo. Ni siquiera le había bajado la libido escuchar cómo ella vilipendiaba en sus conferencias el programa de ordenador que él había inventado. La sonrisa se le desvaneció al recordar cómo Mari lo había acusado de deshumanizar la medicina.

Sin embargo… ¡cómo deseaba hacer que ella perdiera su fría coraza y cerrara los ojos pletórica de placer, agotada de gozar bajo las sábanas!

Diablos. Si no controlaba sus pensamientos, le faltaba muy poco para tener una tremenda erección. Era mejor que se concentrara en la razón que la había llevado a su habitación, se dijo a sí mismo.

–¿Es una especie de espionaje profesional?

–¿De qué hablas? –replicó ella, estirándose la falda, que le llegaba por debajo de la rodilla.

De nuevo, Rowan fantaseó sin remedio con quitarle esa falda y llenarle de besos la sedosa cara interna de los muslos… Se aclaró la garganta.

–No te hagas la tonta. No te sienta bien –señaló él. Sabía que Mari tenía una inteligencia privilegiada–. ¿Esperabas obtener información de la última actualización de mi herramienta de diagnóstico?

–Nada de eso –aseguró ella, colocándose el pelo–. No imaginaba que fueras un paranoico, ya que eres un hombre de ciencia. Bueno, más o menos.

–Así que no has venido buscando información –concluyó él, arqueando una ceja–. ¿Entonces qué haces en mi habitación?

Suspirando, Mari se cruzó de brazos.

–Bien. Te lo diré. Pero debes prometerme que no te reirás.

–Palabra de scout –dijo él, llevándose la mano al pecho.

–¿Has sido boy scout?

Antes de eso, Rowan había ido a un reformatorio del ejército. Sin embargo, no quería recordar esos días en que había hecho cosas por las que nunca podría pagar. Ni aunque se pasara el resto de la vida abriendo una clínica al día. Aunque, al menos, intentaba lavar su conciencia salvando vidas.

–Ibas a contarme qué haces aquí.

Mari se sentó en el brazo del sofá.

–Una bandada de admiradoras reales y de paparazzi me han estado siguiendo para tomarme fotos. Un grupo de adolescentes me estaba esperando con las cámaras de sus móviles listas cuando terminé la última presentación.

–¿Tu padre no te pone guardaespaldas?

–Prefiero no llevarlos –repuso ella con la barbilla levantada, dejando claro por su tono de voz que no estaba dispuesta a discutir el tema–. Me vi acorralada en el pasillo. La camarera que llevaba este carrito se fue a atender una llamada. Me pareció una buena oportunidad para pasar de incógnito.

Su padre debería haberla obligado a llevar guardaespaldas, pensó él.

–Supongo que debería haber sonreído a las cámaras sin más, pero las fotos que me toman no son… profesionales. Tengo mucho trabajo que hacer y una reputación que mantener –afirmó ella, y apretó los labios frustrada–. No quiero participar en ese circo.

Al ver su expresión de agotamiento, Rowan tuvo deseos de darle un suave masaje relajante en los hombros. Aunque ella le respondiera dándole con la bandeja del carrito en la cabeza.

–Pobre princesita –comentó él, dando unos pasos hacia ella.

–No eres muy amable.

–Eres la única que piensa eso.

–Perdona por no pertenecer a tu club de fans –replicó ella, poniéndose en pie con mirada desafiante.

–¿De verdad no sabías que era mi habitación? –preguntó él de nuevo, parado a solo unos pocos centímetros de ella.

–No –negó ella con el pulso cada vez más acelerado–. El carrito tenía este número de habitación, no tu nombre.

–Si hubieras sabido que esta era mi suite… ¿habrías preferido rendirte ante la brigada de fotógrafas adolescentes antes que pedirme ayuda?

–Nunca lo sabremos, ¿verdad? –dijo ella, esbozando una suave sonrisa–. Que cenes bien.

Sin embargo, Rowan siguió bloqueándole el paso.

–Hay comida suficiente para los dos. Podrías acompañarme y esconderte un poco más de tiempo aquí.

–¿Me estás invitando a cenar? –preguntó ella con un brillo de humor en los ojos–. ¿O es que intentas envenenarme?

Rowan alargó la mano y le apartó un mechón de pelo negro de la cara.

–Mari, hay muchas cosas que me gustaría hacer contigo, pero te aseguro que envenenarte no es una de ellas.

Ella lo miró confusa. Al menos, no se rio ni salió corriendo. De hecho, él hubiera jurado que lo estaba mirando con cierto interés. Qué pasaría si…

De pronto, un gemido lo sacó de su fantasía.

El sonido no provenía de Mari.

Ella también miró hacia el carrito de la comida, mientras el quejido se transformaba en un instante en llanto a pleno pulmón.

–¿Qué diablos es eso? –inquirió él, mirando a Mari desconcertado.

–A mí no me mires –repuso ella, alzando las manos.

Con dos grandes zancadas, Rowan llegó hasta el carrito, levantó el mantel y, debajo, encontró un bebé.

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