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Capítulo Dos

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El eco de su llanto resonó en la habitación. Mari miró conmocionada al pequeño. Parecía tan indefenso… No debía de tener más de dos o tres meses. Llevaba un pañal, una camisetita blanca y una manta verde enrollada en las piernas.

–Oh, cielos. ¿Es un bebé? –dijo ella, tragando saliva, sin poder creerlo.

–No es un perrito, desde luego –repuso Rowan, y se agachó junto al carrito. Con la maestría de un médico experimentado, tomó al bebé en sus brazos.

El pequeño dejó de dar patadas y apoyó la cabeza con un suspiro en el pecho de Rowan.

–¿Qué hace aquí? –inquirió ella, echándose a un lado para dejar pasar a Rowan, rumbo al sofá.

–No soy yo quien ha traído el carrito –repuso él y le metió el dedo al bebé en la boca con suavidad, como si quisiera comprobar algo.

–Bueno, yo no lo puse ahí.

–¿Está bien? –preguntó ella tras unos segundos en que él seguía examinándolo–. ¿Es niña o niño?

–Niña –informó él, después de volver a colocarle el pañal–. Debe de tener unos tres meses, más o menos.

–Deberíamos llamar a las autoridades. ¿Y si quien lo ha abandonado sigue en el edificio? –señaló ella–. Antes vi a una mujer alejándose del carrito. Pensé que estaba contestando una llamada de teléfono, pero igual era la madre del bebé.

–Habrá que investigarlo. Espero que las cámaras de seguridad lo hayan grabado. Ahora repasa cada detalle de lo que vas a contarle a las autoridades, para que no se te olvide nada –sugirió él con tono profesional–. ¿Viste a alguien más cerca del carrito antes de llevártelo?

–¿No me estarás echando la culpa a mí?

–Claro que no.

Aun así, Mari no pudo evitar sentirse culpable.

–Igual metí la pata al llevarme el carrito. Tal vez no sea un bebé abandonado. ¿Y si su madre solo quería tener a su bebé con ella mientras trabajaba? Debe de estar buscándola como loca.

–O temiendo tener problemas –añadió él con tono seco.

–Tenemos que llamar a recepción ahora mismo –indicó ella.

–Antes de llamar, ¿puedes pasarme la bolsa que había junto a ella en el carrito? Igual tiene alguna pista de quién es. O, al menos, igual hay pañales para cambiarla.

–Claro. Espera.

Mari sacó una bolsa del carrito, dando gracias al cielo porque el bebé estuviera sano y salvo. Solo de pensar que alguien pudiera haberle hecho daño, apretó los dientes con frustración.

Después de entregársela a Rowan, descolgó el teléfono para llamar.

–Un momento, por favor –respondió una voz al otro lado del auricular y, acto seguido, comenzó a sonar un villancico por el hilo musical telefónico.

–Me han dejado la llamada en espera –informó a Rowan con un suspiro.

Él la miró con gesto de desesperación.

–Quien decidiera celebrar un congreso en esta época del año debe de estar mal de la cabeza. El hotel ya estaba lleno de turistas y ahora, encima, también de los asistentes a las conferencias.

–Por una vez, estamos de acuerdo –replicó ella, sin quitarle los ojos de encima al bebé y a Rowan. Con la pequeña en brazos, estaba todavía más atractivo, así que cambió la vista a la ventana, para pensar en otra cosa.

Los jardines del hotel estaban relucientes de decoración navideña. El país de su padre era una mezcla muy heterogénea de religiones y tenía una arraigada tradición cristiana, establecida por los portugueses.

Aunque Mari no solía celebrar en familia aquellas fiestas ni darles demasiada importancia, tampoco podía ignorar por completo el mensaje de paz y amor de la Navidad. Que un padre abandonara a su bebé en esa época del año le parecía especialmente dramático. Ansiando tomar a la niña en sus brazos para protegerla de todo mal, volvió a posar la vista en Rowan.

–¿Qué pasa? –preguntó ella, al ver que él rebuscaba dentro de la bolsa con el ceño fruncido.

–Puedes dejar de preocuparte porque alguna madre hubiera traído a su hija al trabajo de incógnito –señaló él, mostrándole una hoja de papel–. He encontrado esta nota.

–¿Qué dice? –preguntó ella, corriendo hacia él.

–La madre pretendía dejar el carrito, con la niña, en mi habitación –afirmó él y le tendió la nota–. Lee esto.

Doctor Boothe, es usted famoso por su generosidad. Por favor, cuide de mi niña, Issa. Mi marido ha muerto en un enfrentamiento fronterizo y no puedo darle a Issa lo que necesita. Dígale que la quiero y que pensaré en ella todos los días.

Mari releyó la nota, atónita, sin poder creer que alguien fuera capaz de renunciar a su hijo con tanta ligereza.

–¿La gente suele dejar bebés en tu puerta de forma habitual?

–Ha pasado un par de veces en mi clínica, pero nunca me había pasado algo así –repuso él, y le tendió el bebé–. Toma a Issa mientras llamo por teléfono. Tengo algunos contactos que pueden ayudarnos.

Mari dio un paso atrás.

–No tengo mucha experiencia con bebés.

–¿Nunca trabajaste de niñera cuando ibas al instituto? –preguntó él y se sacó el móvil del bolsillo mientras sujetaba al bebé en el otro brazo–. ¿O las princesas no cuidan niños?

–No fui al instituto. Me llevaron directa a la universidad –contestó ella. Como consecuencia, sus habilidades sociales y su sentido de la moda eran un desastre. Sin embargo, nunca le había importado hasta ese momento, reconoció, alisándose la falda arrugada–. A mí me parece que sujetas a Issa muy bien con un solo brazo.

Y no solo eso. Con la niña en brazos, tenía un aspecto irresistible. No era de extrañar que las revistas del corazón lo hubieran declarado uno de los solteros más deseados.

Sin poder evitarlo, Mari notó que le subía la temperatura. De todos los hombres del mundo, tenía que sentirse atraída precisamente por Rowan.

Debía de ser una cuestión hormonal, se dijo ella. Cualquier hombre en la misma situación la habría hecho sentir así… ¿o no?

Al menos, eso esperaba Mari. Porque no podía haber otra razón para explicar sus sentimientos hacia un hombre tan poco adecuado para ella.

–¿Puedo ayudarle? –respondió al fin la telefonista de la recepción del hotel.

Sí, quiso gritar Mari. Necesitaba que Issa estuviera a salvo. Y poner distancia con ese hombre tan atractivo que tenía delante.

–Sí. Han abandonado a un bebé en la puerta de la suite A5, donde se aloja el doctor Boothe.

No había manera de resolver el misterio de la niña abandonada esa noche, se dijo Rowan. La persona que había dejado a Issa en las manos de un desconocido, amparándose solo en su reputación profesional, debía de andar muy lejos en esos momentos.

Mientras Mari leía los ingredientes de un bote de leche de fórmula, él paseaba con el bebé, después de haberle sacado los gases. También habían pedido más pañales y ropa limpia.

Las autoridades no tenían ninguna noticia de que hubiera desaparecido un bebé que encajara con la descripción de Issa. Tampoco las cámaras de seguridad del hotel habían captado más que la espalda de una mujer alejándose del carrito. Mari había llamado a la policía, aunque no se habían mostrado muy alarmados, teniendo en cuenta que no había ninguna vida en peligro. El que la resolución del caso se retrasara solo daba más oportunidades a la prensa de descubrir la información. Rowan necesitaba tener las cosas bajo control. Sus contactos podían ayudarle con eso, pero no podían solucionar todo el problema.

Antes o después, la policía se presentaría con alguien se los servicios sociales. Al pensar en que ese bebé podía perderse en los abarrotados orfanatos del país, se le encogía el corazón. Por otra parte, aunque que no podía salvar a todo el que se cruzara en su camino, tampoco podía mirar con impasibilidad a esa pequeña.

Issa eructó de nuevo. Por lo rápido que se había bebido el biberón, Rowan sospechó que tenía más hambre.

–Issa está lista para tomar un poco más, si puedes prepararlo –dijo él.

Mari sacudió el siguiente biberón, mezclando la leche en polvo y el agua mineral con gesto estresado.

–Creo que está ya. Pero igual es mejor que compruebes si lo he hecho bien.

–Estoy seguro de que eres capaz de mezclar leche en polvo con agua, Mari. Tómatelo como si fuera un experimento de laboratorio –afirmó él con una sonrisa.

Al momento, Mari se sonrojó. ¿Tendría idea de lo guapa que estaba?, se preguntó Rowan.

–Si he puesto mal la proporción… –comenzó a decir ella, pasándose la mano por la frente sudorosa.

–No lo has hecho, confía en mí.

Con reticencia, ella le tendió el biberón, mirando a la niña.

–Es que parece tan frágil…

–Pues a mí me parece sana, bien alimentada y limpia –señaló él. Sin duda, alguien se había ocupado de cuidar bien a Issa antes de abandonarla. ¿Estaría su madre arrepintiéndose ya de su decisión? Eso esperaba–. No hay ninguna señal de que haya sido maltratada.

–Es adorable –comentó ella con una sonrisa llena de ternura.

–¿Seguro que no quieres tenerla en brazos mientras hago una llamada?

Mari meneó la cabeza.

–¿Vas a llamar a tus contactos?

Rowan sonrió ante su intento de distraerlo y librarse de que le pasara al bebé. Por otra parte, no pensaba compartir con ella la información de sus nada ortodoxos amigos.

–Sería más fácil si no tuviera que darle el biberón mientras hablo por teléfono.

–De acuerdo, si crees que no se va a romper… Pero deja que me siente primero.

Ver a Mari tan insegura y con aspecto tan vulnerable era nuevo para Rowan. Ella siempre inundaba la sala de conferencias con su seguridad y su sabiduría, aunque él no estuviera siempre de acuerdo con sus conclusiones. Sin embargo, el aspecto de indefensión que tenía en ese momento la hacía todavía más encantadora.

–Solo debes sujetarle bien la cabeza y mantener el biberón vertical, para que no trague aire –aconsejó él, colocando a Issa en sus brazos.

Mari miró el biberón con escepticismo antes de metérselo a la niña en la boca.

–Deberían inventar algo más preciso.

Al inclinarse, le envolvió el suave aroma floral de ella. Vio cómo el pulso le latía acelerado en el cuello y tuvo ganas de besarla justo ahí para saborear e inhalar su olor.

Cuando sus miradas se entrelazaron, Rowan creyó percibir algo parecido al deseo en los ojos de ella.

–Rowan… haz esa llamada ya, por favor –pidió Mari en un susurro.

Sí. Era buena idea pensar cuanto antes qué iba a hacer con el bebé… y con ella, se dijo Rowan, y salió al balcón. El aire de la noche era cálido y agradable. Desde la barandilla, podía ver a Mari con la niña, aunque estaba seguro de que ella no podría oírlo. Mejor, pues no deseaba que nadie supiera nada de aquellos viejos contactos que tenía desde el instituto.

Después de que hubiera sufrido un accidente de coche por conducir borracho en la adolescencia, Rowan fue enviado a un reformatorio militar, donde se juntaban chicos rebeldes como él. Allí entabló amistad para toda la vida con un grupo que se hacía llamar la Hermandad Alfa. Años después de licenciarse en la universidad, a todos les sorprendió saber que el jefe de su grupo había alcanzado un puesto destacado en la Interpol. Incluso había reclutado a unos cuantos de sus viejos amigos como agentes colaboradores y tenían contactos importantes.

Rowan solo tenía que desempeñar alguna misión de vez en cuando y estaba orgulloso de hacerlo. Le gustaba sentir que hacía algo por luchar contra el crimen.

–Dime, Boothe –respondió una voz al otro lado del teléfono.

–Coronel, necesito su ayuda.

–Qué novedad –dijo el coronel, riendo–. ¿Otro de tus pacientes tiene problemas? O…

–Es un bebé, señor.

–¿Tienes un bebé? –preguntó el coronel.

–No es mío –aclaró Rowan. Él nunca había pensado tener niños. Su vida estaba dedicada al trabajo. No sería justo para su hijo tener que competir con las necesidades del Tercer Mundo para recibir su atención. Aun así, posó con añoranza los ojos en Mari, que acunaba a la niña en sus brazos–. Alguien ha abandonado a una niña en mi habitación con una nota en la que me pide que me ocupe de ella.

–Yo siempre he querido tener una hija –comentó con nostalgia el coronel Salvatore, mostrando su lado más tierno, el que apenas nadie conocía–. ¿Y qué dicen las autoridades?

–Nadie ha denunciado su desaparición. Las cámaras de vigilancia tampoco nos dan muchas pistas, excepto la de una mujer alejándose del carrito donde fue abandonada. La policía no parece muy preocupada por el caso y todavía no ha hecho acto de presencia. Por eso, necesito que me eches una mano.

–¿Cómo?

–Los dos sabemos que los servicios sociales de atención a la infancia en Cabo Verde son desastrosos –comenzó a explicar Rowan, mientras un plan iba tomando forma en su cabeza–. Quiero la custodia temporal del bebé mientras las autoridades buscan a su madre o le encuentran un hogar.

Quizá Rowan no era el mejor candidato para cuidar del bebe, pero con él estaría mucho mejor que en un orfanato. Y, si alguien lo ayudaba…

Su vista volvió a posarse en la mujer que sostenía a Issa en brazos en el salón. Mari encajaba a la perfección en su plan y, además, eso implicaría pasar más tiempo con ella.

Sin embargo, había demasiados inconvenientes. ¿Cómo iba a convencerla para que lo ayudara? Mari no parecía cómoda ni siquiera dándole el biberón a la pequeña.

–Disculpa por preguntarte algo tan obvio, pero ¿cómo diablos piensas jugar a ser papá y salvar el mundo al mismo tiempo?

–Será solo temporal –aseguró Rowan, pensando que ni Mari ni él podrían permitirse cuidar de un bebé a largo plazo. Estaban demasiado volcados en sus trabajos–. Y alguien va a… ayudarme.

–Ah. Entiendo.

–¿Lo entiendes? –preguntó Rowan, molesto por ser transparente.

–Después de que mi mujer me dejara, cuando me tocaba estar con nuestro hijo los fines de semana, siempre tenía problemas para encontrar los conjuntos adecuados para vestirlo. Por eso, ella me lo mandaba todo conjuntado –señaló Salvatore, e hizo una pausa–. Pero, una vez, mi hijo revolvió su maleta y lo mezcló todo. Yo hice todo lo que pude, aunque parece ser que unos pantalones verdes, una camisa naranja a rayas y botas de vaquero no combinan muy bien.

–No me digas –repuso Rowan, sonriendo al imaginarse a Salvatore, siempre tan compuesto y arreglado, paseando junto a un niño vestido de esa guisa.

–Claro que yo me daba cuenta de que no combinaba, pero no sabía cómo arreglarlo. Al final, aprendí una valiosa lección. Cuando estás en el supermercado con un niño vestido así, todas las mujeres disponibles comprenden al instante que eres un padre divorciado.

–¿Utilizabas a tu hijo para ligar?

–No a propósito. Pero eso era lo que pasaba. A mí me parece que piensas utilizar la misma estrategia con esa persona que va a ayudarte.

Lo había calado a la perfección, se dijo Rowan. Aun así, sintió la necesidad de defenderse.

–Pediría ayuda con el bebé aunque Mari no estuviera aquí.

–¿Mariama Mandara? ¿Te gusta la princesa de Cabo Verde?

Rowan, sin embargo, a menudo olvidaba que era princesa. Pensaba en ella como científica y colega profesional, aunque a veces fueran adversarios. Pero, sobre todo, la veía como una mujer muy deseable. De todos modos, no era algo de lo que le apeteciera hablar con Salvatore.

–¿Podemos centrarnos en el tema? ¿Va a poder ayudarme a encontrar a sus padres?

–Claro que sí –afirmó el coronel, usando de nuevo un tono serio y profesional.

–Gracias, señor. Se lo agradezco mucho.

–Mándame fotos, huellas digitales y toda la información que puedas reunir. Y buena suerte con la princesa –añadió Salvatore con una risita antes de colgar.

Rowan inspiró el aire salado del mar antes de regresar al salón. Odiaba estar encerrado en una habitación de hotel y estaba deseando volver a su clínica, rodeada de espacios abiertos y de gente a la que podía ayudar de forma práctica, en vez de perder el tiempo dando conferencias.

Lo malo era que, cuando regresara a su clínica, su tiempo con Mari acabaría.

Cuando entró en el salón, ella no levantó la vista del bebé. Lo estaba sosteniendo con ambos brazos, envolviéndolo en su regazo con gesto protector. Aunque ella pensara que no sabía nada de niños, su instinto maternal parecía funcionar a la perfección. Él había visto a suficientes madres en su trabajo como para distinguir a las que podían tener problemas de las que no tenían dificultad en detectar las necesidades de un niño.

–¿Qué tal está Issa?

–Se ha terminado el todo el biberón –respondió ella, levantando la cabeza.

–¿Cómo es que estás aquí todavía? Tus fans deben de haberse ido ya.

Al decir eso, Rowan se dio cuenta de que debía hablarle a Salvatore de esos fans que acosaban a Mari. Quizá el coronel podía ofrecerle protección.

–¿Mari? ¿No vuelves a tu habitación? –repitió él.

–Me siento responsable de ella –admitió Mari, acariciándole a la pequeña la mejilla–. Y la policía querrá interrogarme. Si estoy aquí, será más rápido.

–No hay muchas probabilidades de que encuentren a sus padres esta noche, ¿lo sabes?

–Sí, ya imagino –repuso ella y le limpió a la niña una gota de leche de la comisura de los labios–. Eso no significa que no tengamos pronto buenas noticias.

–Pareces en tu salsa con Issa. Antes dijiste que nunca habías cuidado a un bebé.

–Siempre he estado muy ocupada estudiando –afirmó ella, encogiéndose de hombros.

–¿No había niños en tu familia? –quiso saber él, sentándose a su lado y dejándose envolver de nuevo por su perfume. De pronto, tuvo una tremenda curiosidad por averiguar a qué flor olía.

–Como mis padres eran hijos únicos, nunca tuve primos. Tampoco tuve hermanos.

Aquello era lo más parecido a una conversación personal que Rowan había tenido nunca con ella. Además, Mari parecía relajada y había dejado su habitual actitud a la defensiva.

¿Y si alargaba el brazo y le rodeaba la espalda por el respaldo del sofá?, se dijo Rowan. Sin embargo, mientras ella lo miraba a los ojos, fue incapaz de hacer ningún movimiento, temiendo romper la conexión que acababa de establecerse entre los dos.

En teléfono sonó en ese mismo instante.

Mari se sobresaltó. El bebé lloró. Y Rowan sonrió. Estaba decidido a explorar el persistente deseo que lo había asediado desde la primera vez que había visto a aquella excitante mujer.

Profunda atracción - Nuestra noche de pasión

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