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Capítulo 1

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TANYA sacó la invitación arrugada de la papelera, donde Imogen la había tirado, la alisó y dijo:

–¿Qué quieres decir con eso de que vas a escribir diciendo que no vas? La directora del instituto se va a jubilar y tu pueblo natal celebra su centenario. Es una oportunidad caída del cielo.

–¿Para hacer qué? –Imogen ni se molestó en levantar la cabeza del diseño en el que estaba trabajando para las ventanas de la señora Lynch-Carter.

–Pues para hacer las paces con tu madre. ¿O vas a esperar a que se muera para reconciliarte con ella? Porque si eso es lo que vas a hacer, te aseguro que vas a tener sentimiento de culpa durante el resto de tu vida.

–Si mi madre quiere verme, Tanya, sabe dónde vivo.

–Pero tú fuiste la que dijiste que no ibas a volver a su casa nunca más. Yo creo que tienes que ser tú la que dé el primer paso –Tanya adoptó un tono convincente, el mismo que utilizaba para dirigirse a los clientes que pensaban que el dinero y el buen gusto iban parejos de la mano–. Enfréntate a ello, Imogen. Te duele tener desavenencias con tu madre. Y seguro que a ella también.

–Lo dudo –respondió Imogen, recordando la rapidez con la que Suzanne Palmer la había echado del pueblo e incluso del país cuando supo que su hija había caído en desgracia–. Cuando más la necesitaba, mi madre me abandonó.

–¿Y te sientes mejor castigándola por ello? –insistió Tanya–. ¿Nunca has pensado que a lo mejor está arrepentida y que quiere reconocer su error? Si esperas más tiempo, puede ser demasiado tarde para rectificar. Hazlo ahora mientras puedes, ése es mi consejo.

A decir verdad, Imogen había pensado lo mismo muchas veces. Últimamente, echaba mucho de menos a su madre. Tener a alguien que quisiera manejar todo lo que hacías en la vida era mejor que no tener a nadie.

¿Podrían empezar una nueva relación, no como madre hija, sino como dos adultos que se respetan? La adolescente con problemas, que no supo dónde acudir, se había convertido en una mujer de veintisiete años, independiente. ¿Debería comerse su orgullo y tender una ramita de olivo?

–Es viuda y tú eres la única persona que tiene en este mundo –insistió Tanya.

La sola idea de imaginarse a Suzanne vieja le pareció ridícula. Seguro que su madre no se lo había permitido a sí misma. Habría hecho cualquier cosa, antes que someterse al paso del tiempo. Ya tenía sesenta años.

Notando que estaba ganando la batalla, Tanya intentó aprovecharse.

–Si lo que estás buscando es una excusa, ésta es una buena –le dijo, señalando la invitación–. ¿Qué mejor razón para ir a verla y decirle que pasabas por allí y decidiste visitarla, para ver qué tal le iban las cosas?

–Mi madre no es tonta, Tanya. Se dará cuenta de que es mentira.

–¿Y qué más da si se da cuenta? A veces una mentira piadosa es lo mejor, en especial si con ello se evita tener que restregarle a uno por las narices los errores que cometió en el pasado.

Visto de esa manera, le pareció un gesto de inmadurez no aprovechar la ocasión para poner fin a aquel distanciamiento. A Imogen le gustaba pensar que, durante todos los años que habían pasado desde que Joe Donnelly había entrado y salido de su vida, con el mismo impacto que causa un meteoro surcando el espacio, había madurado lo suficiente como para enfrentarse a lo que se tuviera que enfrentar, sin derrumbarse en el proceso.

Sin embargo, volver a Rosemont implicaba muchas más cosas que tener que enfrentarse a su madre.

–Claro que, si hay otra persona allí a la que temas ver, a lo mejor…

La sonrisa tan sagaz que Tanya le dirigió, dio en el blanco. Poniéndose a la defensiva, Imogen le preguntó:

–¿Quién?

–A mí se me viene a la mente Joe Donnelly, por ejemplo.

–No sé por qué. Llevo años sin pensar en él.

Tanya era una mujer alta y delgada, muy guapa y sofisticada, con cultura y muy agraciada. Pero, sin embargo, no pudo evitar gritarle, como si fuera una niña:

–¡Mentirosa, mentirosa, mentirosa!

Lo peor de todo era que tenía razón. Si tenía que ser franca, tendría que admitir que nunca había podido olvidar a Joe Donnelly. Y no era porque no lo hubiera intentado. A veces casi lo había logrado. Semanas, incluso meses, pasaban sin que se acordara de él, en especial cuando estaba realizando algún proyecto. Ayudar a un cliente a decidir entre mármol o pintura sintética para las paredes no eran situaciones muy evocadoras.

Pero cuando salía con algún amigo, no podía evitar compararlo con un rebelde de pelo negro, y una sonrisa tan varonil y peligrosa que incluso podría pervertir a un santo.

Lo más probable sin embargo sería que en los nueve años que había pasado sin verlo se hubiera convertido en un señor con barriga, que habría perdido el pelo como su padre.

–Por tu silencio, puedo decir que he tocado la fibra sensible –comentó Tanya.

–En absoluto.

–¡No me digas eso, Imogen! Todavía estás colgada de ese tipo. Admítelo.

–Me acuerdo de él, por supuesto –dijo Imogen, intentando ser objetiva–. Pero de eso a decir que estoy colgada de él va un abismo. La última vez que lo vi, tenía dieciocho años recién cumplidos y acababa de salir del colegio. Era una niña que se encaprichó de un hombre que parecía atractivo, porque era unos años mayor que yo, y tenía cierta reputación en el pueblo. He madurado desde entonces.

–Una mujer nunca pierde su fascinación por el hombre que le enseña a amar.

–Yo sí.

–Entonces no hay razón para que no vayas a tu casa, ¿no?

–Ninguna –le dijo Imogen, con el mismo orgullo que la había mantenido alejada de su madre.

–Y dado que eres tan madura, podrías ir a ver a tu madre y hacer las paces.

¿Por qué no? Imogen mordió el extremo de su lápiz y se quedó pensando en ello. Volver a casa suponía tener que volver a vivir algunos momentos dolorosos de su pasado, pero ya era hora de enterrar los fantasmas que habían estado acosándola durante años. Lo importante era ser selectiva en sus recuerdos, centrase sólo en la relación con su madre y no ponerse a pensar en arrepentimientos inútiles sobre un hombre que seguramente no había vuelto a pensar en ella.

Si lograba tener eso presente y controlaba sus emociones, nada podía salir mal. O al menos eso esperaba.

–Está bien, me has convencido –le dijo a Tanya–. Aceptaré la invitación y veré si logro solucionar las cosas con mi madre.

Pero nada le salió como lo había pensado. Empezando con su llegada, una tarde de finales del mes de junio, en Deepdene Grange, la finca de su familia y posiblemente la única propiedad en el pueblo a la que se le podía dar el nombre de «mansión».

–La señora no está en casa –la criada, a quien no conocía, le informó, quedándose en la puerta, como si temiera que Imogen entrara en la casa.

Imogen se quedó mirándola, sin decir una palabra. El mes antes de haber salido de Vancouver, se había planteado varias veces si volver a casa de nuevo era una decisión acertada, sensación que fue más acuciante cuando se subió al coche que había alquilado. ¿Y si lo único que conseguía era empeorar las cosas?

Cuando llegó a Clifton Hill y cruzó las puertas de hierro de Deepdene, se le hizo un nudo en la garganta. Había hecho un camino muy largo para arrepentirse en ese momento.

Pero lo que no esperaba era aquel recibimiento.

–¿No está en casa? –preguntó, moviendo la cabeza de la misma manera que la mueve la gente que no está segura de que hayan entendido el idioma en que le están hablando.

La criada ni siquiera parpadeó.

–Mucho me temo que no.

Eran las cuatro de la tarde y sábado, la hora en la que, desde que Imogen se acordaba, Suzanne Palmer tomaba el té en el solarium, antes de vestirse para asistir a algún acto social.

Para verificar que no se había confundido de sitio, Imogen miró por encima del hombro de la criada. La lámpara de cristal de Waterford brillo a la luz del sol, la balaustrada de roble también, al igual que la alfombra persa que cubría la escalera. Incluso el ramo de rosas que había sobre la consola, debajo del espejo con marco dorado, podría ser el mismo que había en aquel mismo sitio el día que ella se marchó de aquella casa, hacía nueve años, decidida a no volver nunca más.

La criada se puso de puntillas para impedirle que mirara al tiempo que cerraba un poco la puerta.

–¿Quién le digo que ha venido?

–¿Qué? –ensimismada en los recuerdos, la pregunta la pilló desprevenida–. Oh, su hija.

El imperceptible alzamiento de cejas dio cuenta de su sorpresa.

–La señora se ha marchado a pasar el fin de semana fuera, pero vendrá mañana por la tarde. No me dijo que fuera a venir nadie.

No dispuesta a darle la oportunidad a que su madre la rechazara una segunda vez, Imogen había reservado habitación en un hotel. Una buena precaución, al ver que Suzanne Palmer no había informado a sus criados de que tenía una hija.

–No me esperaba. Me voy a quedar en el Briarwood. De todas maneras, me gustaría dejarle una nota diciéndole dónde estoy.

–Yo le daré el mensaje.

–Prefiero dejarle una nota –sin darle tiempo a protestar, Imogen entró en el vestíbulo.

Imogen había pensado que la criada, al darse cuenta de que conocía aquel sitio, le iba a conceder cierta credibilidad, pero sin embargo no se despegó de ella en ningún momento.

–A la señora no le gusta que toquen sus papeles –objetó la criada, cuando Imogen se sentó a la mesa de despacho.

–No se preocupe, que no le haré responsable de mis actos –le respondió Imogen–, y para tranquilizarla le diré que no tengo intención alguna de fisgonear en los asuntos privados de mi madre.

Aunque de hecho era lo que estaba haciendo. Al intentar sacar una hoja de papel, por accidente, se cayeron varios cheques pagados, algunos de los cuales fueron a parar a sus piernas y otros al pulido suelo de madera.

La criada, después de una exclamación, se agachó y recogió los que había en el suelo, mientras Imogen recogía el resto.

–No ha pasado nada –le dijo, colocando el taco de cheques otra vez en su sitio.

–Pero es que estaban ordenados por número –la joven criada se quejó–. La señora es muy exigente en asuntos como éste.

Poco había cambiado.

–Siempre lo fue –le dijo Imogen–, pero si los dejamos como los encontramos, no se dará ni cuenta.

Empezó a ordenar los cheques por número. El 489 estaba extendido a nombre del Ayuntamiento de Rosemont, para el pago de los impuestos municipales. El número 488 era para el pago de un recibo del teléfono. El 487 era por una suma bastante considerable a nombre del colegio St. Martha, el colegio donde su madre iba de pequeña, en Norbury, a cuarenta millas al oeste de las cataratas del Niágara.

Aquello no le produjo a Imogen ni curiosidad, ni sorpresa. Suzanne siempre había contribuido generosamente a ese tipo de causas. Aunque no hacía lo mismo con su hija, ni con determinados grupos sociales de Rosemont.

Una vez ordenados y metidos en su sitio, Imogen le escribió una nota.

–Sólo me voy a quedar por aquí unos días –le dijo a la criada, mientras le daba la nota–. Le agradecería que le entregara esto a mi madre tan pronto vuelva a casa.

Tan pronto puso el pie en la calle, la criada cerró la puerta. Como le quedaba mucho tiempo por delante, sin nada que hacer, Imogen condujo despacio hacia el centro del pueblo, buscando sitios que le resultaran familiares y comprobando que había demasiados.

Las pancartas proclamando el centenario del pueblo adornaban las columnas de los juzgados. La calle Mayor estaba adornada con flores. La casa del juez Merriweather se había convertido en una gestoría y el centro médico de Rosemont, en un centro juvenil.

Pasada la estación de ferrocarril, la calle Mayor se dividía en dos, la de la derecha iba al lago y la de la izquierda a Lister’s Meadows, donde vivían los Donnelly.

–Es el sitio menos indicado para ir –le había dicho su madre, aquel verano, cuando tenía quince años, en el que Imogen había insistido en ir a la fiesta de cumpleaños que allí se celebraba. Pero a Imogen le encantaba aquella zona. Aunque las casas eran pequeñas y estaban muy juntas, con jardines también muy pequeños en la parte de atrás, no había vallas de separación, ni ninguna señal que prohibiese el paso a extraños.

La casa de los Donnelly estaba al final de la última calle. No sabía si se habrían trasladado. Hacía años que no tenía noticias de Patsy Donnelly. La última vez que la vio fue antes de que ella se fuese a la casa de la prima de su madre. Y Joe…

Joe Donnelly no se había preocupado demasiado en seguir la relación con ella y se había ido de Ontario a los pocos días de su aventura con la chica más rica del pueblo. No merecía la pena pensar en él.

Por tanto, no había ninguna razón para tomar el camino del este, camino que llevaba hasta la gasolinera de los Donnelly, abierta quince horas al día, siete días a la semana. ¿De verdad pensaba que podría ver a Sean Donnelly manejando el surtidor de gasolina, o arreglando algún coche? ¿O a Joe Donnelly en su Harley Davidson, con una corte de chicas dispuestas a hacer cualquier cosa, para que les diera una vuelta?

Más o menos fue lo que pensó. ¿De qué otra forma se podría explicar el sentimiento de decepción que la invadió, cuando vio que aquella gasolinera se había convertido en una estación de servicio moderna, propiedad de una empresa petrolera? Debería haberse alegrado de que no hubiera habido allí nada que la hubiera traído recuerdos.

–Compórtate como una persona adulta –se dijo a sí misma–. En vez de gastar el tiempo en un hombre que, a excepción de en una ocasión memorable, nunca se preocupó por ti, piensa en lo que le vas a decir a tu madre cuando la veas, porque haya pasado lo que haya pasado, nunca podrá negar que eres su hija.

Giró el coche en sentido contrario y se fue al hotel. Eran casi las seis. Cuando acabara de ducharse y de cambiarse, sería la hora de la cena.

La habitación de Imogen, en el segundo piso de Briarwood, estaba muy bien amueblada y tenía vistas al lago. Prefiriendo la brisa con olor a flores que el estéril aire acondicionado, abrió las ventanas y salió al balcón, que daba a los jardines. Justo debajo se estaba celebrando una boda, con las mesas en el césped y una novia con traje blanco bajo un arco de rosas.

Imogen no estaba preparada para el sentimiento de envidia que le produjo ver a aquella mujer. No porque ella tuviera marido e Imogen no, ya que había elegido estar soltera, sino porque la novia tenía un aire de inocencia que Imogen había perdido cuando era una adolescente.

Aunque sólo tenía veintisiete años, se sintió vieja. Amargada. Sin embargo, poseía todo lo que importaba tener en este mundo. Tenía éxito, dinero y los hombres la encontraban atractiva. Un par de ellos le habían propuesto matrimonio.

Pero, por dentro, que era lo que contaba, estaba vacía. Había estado vacía desde hacía nueve años. Y tendrían que cambiar muchas cosas para que sintiese la alegría y optimismo que sentía la novia.

Ojalá…

¡No! Podría haber nacido y crecido en Rosemont, pero su futuro estaba en Vancouver. Mejor sería que lo tuviera muy en cuenta.

El reloj del juzgado dio las siete. Estaba demasiado nerviosa como para irse a cenar. Se cambió el vestido que se había puesto para ir a ver a su madre, por un vestido de algodón y unas sandalias. Un paseo la ayudaría a relajarse más que una opípara cena en el restaurante del hotel.

Aunque no hacía frío, la brisa agitaba la superficie del agua del lago. Se puso unas gafas de sol. Giró a la derecha cuando salió del hotel y se fue hacia el embarcadero. Pasó al lado de la playa pública y se dirigió al parque, terminando, cuarenta minutos más tarde, en el Rosemont Tea Garden.

Como muchos otros sitios, aquel también había cambiado. Un elegante toldo cubría el patio donde las sombrillas habían dado en otros tiempos sombra a los clientes. Muebles de mimbre habían sustituido a las antiguas mesas y sillas de plástico. Y en vez de tortitas con mermelada y té, servido en tazas de loza, una cartel colgado de la puerta ofrecía una selección de sopas frías, ensaladas y platos de pasta.

Tentada por la ensalada de langostinos, Imogen atravesó la puerta y esperó a que la sentaran. Cuando se estaba dirigiendo a una mesa, oyó una voz que exclamaba:

–¿Es Imogen Palmer la que se esconde tras esas gafas de sol?

Se dio la vuelta y vio a Patsy Donnelly, levantándose de una mesa de al lado, sus ojos azul oscuro y pelo negro muy parecidos a su hermano. Todas sus resoluciones de no perder el control pasara lo que le pasara se desvanecieron en el aire.

Confundiendo su silencio por un no reconocimiento, Patsy le dijo:

–Imogen, soy yo. Patsy Donnelly. ¿Ya te has olvidado?

–Claro que no –respondió Imogen con voz débil–. Es que me ha sorprendido verte aquí.

Aunque le dio una respuesta con poco entusiasmo, Patsy ni lo notó. Invitó a Imogen a que se sentara con ella, retirando un poco una de las sillas.

–No sé por qué. Es el centenario de Rosemont. Casi todos los que íbamos al colegio han venido, incluso Joe. Yo soy una de las primeras caras conocidas que te vas a encontrar hoy. ¿Cuánto te vas a quedar?

–No mucho –le dijo Imogen , reprimiendo su impulso de salir corriendo hasta el hotel, hacer sus maletas, correr al aeropuerto y tomar el primer avión a casa. ¿Por qué habría ido Joe Donnelly, cuando el único interés que había demostrado en su vida por el colegio era cuando se celebraban los partidos de baloncesto?

Patsy llamó a un camarero y le pidió que llevara otro vaso. Después, se sentó y miró con expectación a Imogen.

–Cuéntame cómo te va. ¿Te has casado? ¿Tienes niños?

–No –le respondió de forma escueta, casi grosera, porque saber que Joe Donnelly estaba en el pueblo era demasiado para ella. No podía verlo. Tan simple como eso.

Patsy se inclinó hacia delante, mirándola con cara de preocupación.

–¿Te ha molestado mi pregunta?

Dándose cuenta de que estaba teniendo una actitud que habría hecho a su madre morirse de vergüenza, Imogen trató de recomponerse.

–No, no, es que… me sorprende que te acuerdes de mí.

Fue una respuesta tan estúpida. Había estado con una profesora particular hasta que tuvo trece años, y la habrían enviado a un colegio interna, si Suzanne se hubiera salido con la suya. Pero Imogen, deseosa de tener una vida como los demás jóvenes, había convencido a su padre para que la dejara ir al colegio de Rosemont.

Pero nunca se había integrado. Su círculo de amigos se había limitado a las pocas chicas que su madre había decidido eran buenas para una Palmer. De hecho, podía contar con los dedos de una mano a los que les habían permitido entrar en Deepdene, para jugar un partido de tenis o darse un baño en la piscina.

Aunque Patsy había sido muy popular entre sus compañeros, no cumplía los rígidos estándares de Suzanne, y la única relación que había podido mantener Imogen con ella había sido una especie de asociación, que, aunque siempre amable, sólo había sido mantenida en el recinto escolar.

–¿Cómo no me iba a acordar de ti? –exclamó Patsy, haciendo un gesto al camarero, para que llenara los vasos de vino–. Imogen, eres la única chica que estuvo en el colegio que no podría olvidar. Cuando no estábamos asustadas de ti, queríamos ser como tú. Eras –se detuvo y movió las manos, como invocando la intervención divina–… una princesa entre nosotros. Misteriosa. La Grace Kelly de Rosemont High. Por eso es por lo que…

–¿Qué? –sorprendida por el silencio de Patsy, Imogen se inclinó hacia delante, intrigada–. ¿Qué ibas a decir?

Patsy se encogió de hombros y colocó una servilleta alrededor de la base de la copa de vino.

–Solo que, bueno, pensaba que podrías estar con alguien…

–Pues no.

–Ya –dando muestras de incomodidad, Patsy continuó jugueteando con la servilleta–. ¿Dónde vives y qué haces?

Imogen la miró con gesto de curiosidad. La chica que ella había conocido en el colegio, nunca se había quedado sin palabras y, sin embargo, Patsy no sabía qué decir.

–Trabajo en una empresa de diseño de interiores, en Vancouver.

–¡Diseño de interiores! –su vivacidad resurgió y sonrió–. Eso es fascinante.

–Lo único que hago es ayudar a las señoras con dinero a decidir el color de sus cuartos de baño.

–No creo que hagas sólo eso. Siempre has tenido mucho gusto. Eres la única chica que conozco que puedes hacer que unos simples pantalones vaqueros y una camiseta parezcan lo último en moda.

–Posiblemente porque la única forma que tenía de convencer a mi madre de que me dejara llevar esa ropa era si era de marca. ¿Y tú qué tal? ¿Te has casado y tienes hijos?

–No tengo marido, pero sí sobrinos. Dennis tiene siete años y medio y Jack va a hacer seis en octubre. Son adorables, ya los verás –levantó la copa de vino–. ¡Salud! Me alegra verte. Joe se ha ido con los niños a pescar y yo he quedado con algunos compañeros del colegio. Como no tengo coche, va a venir aquí a recogerme.

Imogen se quedó petrificada, incapaz de emitir una respuesta coherente, ante aquella información que le acababa de dar Patsy. Nunca se habría podido imaginar que Joe pudiera llevar algo parecido a una vida familiar. Si le hubiera caído un rayo, el dolor no habría sido tan agudo.

–¿Estudiaste para enfermera, como querías? –logró preguntarle, intentando utilizar un tono normal.

–Sí. Conseguí el título y he estado trabajando en la maternidad de Toronto General desde entonces, cuidando de los niños prematuros. Me encanta, aunque a veces es triste. Pero el milagro de la vida nunca deja de impresionarme, especialmente cuando un niño logra sobrevivir.

El sol todavía se reflejaba en el lago, pero Imogen estaba perdida en la oscuridad. ¿Cómo era posible que pudiera sentir tanto dolor que le oscureciera la visión y sintiera como si una mano le estuviera estrujando el corazón?

–Tengo que irme –le dijo, levantándose de la silla, casi de forma violenta.

–¡Pero si acabas de llegar!

–Ya lo sé. Pero es que me he acordado de que…

En sus prisas, se tropezó con una mesa y tiró lo que había sobre ella. A ella se le cayó el bolso y se le abrió el monedero, desperdigándose las monedas por debajo de las mesas.

Como si hubieran estado esperando que algo parecido pasara, dos niños pequeños salieron de las sombras y empezaron a recoger las monedas, emitiendo gritos de alegría.

Imogen no tuvo que esperar mucho tiempo para darse cuenta de que había esperado demasiado tiempo para irse. Nadie más que los Donnelly tenían aquel cabello tan negro y los ojos tan azules. Los niños que estaban recogiendo las monedas eran una réplica de Joe. Si ellos estaban allí, Joe no podía estar muy lejos.

La hija oculta

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