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Capítulo 2

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DADLE el dinero otra vez a la señorita, chicos –suave y seductora como el negro satén, la voz de Joe casi le acarició el cuello.

Si por ella hubiera sido, los niños podrían haberle robado hasta el último céntimo. En ese momento, lo que más le preocupaba era no hacer el ridículo. La última vez que había visto a Joe Donnelly había estado destrozada. No estaba dispuesta mostrar la misma actitud. Si alguien tenía que estar en situación de desventaja, tendría que ser él.

Ejerciendo una altanería que ni siquiera su madre hubiera podido igualar, Imogen giró su cabeza y le dirigió una mirada por encima del hombro.

–Ah, hola. Tú eres Joe, ¿no?

Aquel esfuerzo mereció la pena, sólo por ver cómo se quedaba boquiabierto.

–¿Imogen? –su voz cambió. Perdió su resonancia de barítono y tomó una tonalidad oxidada.

–Así es –aunque ella por dentro estaba consumiéndose, le dirigió una mirada implacable y una sonrisa impersonal mientras metía sus cosas en el bolso.

–Imogen Palmer. Patsy y yo fuimos al colegio juntas y estábamos recordando viejos tiempos.

–¿Pero qué estás diciendo?

Sonó como si lo estuvieran estrangulando. Si no hubiera estado tan dolida, habría disfrutado con su desconcierto. Sin embargo, dado que no había otra forma de marcharse de allí, a no ser que fuera saltando por encima de la verja de hierro que separaba el patio del parque, se serenó y lo miró de frente.

Era guapísimo. Era el hombre que cualquier mujer deseaba. A pesar de la poca claridad que había bajo el toldo, pudo ver que su rostro estaba más cincelado que cuando tenía veintitrés años, definiendo más el carácter del hombre en el que se había convertido. Era un hombre alto, mostrando su orgullo, el rebelde que llevaba dentro controlado, pero no domado.

–Bueno –dijo ella, dándose la vuelta, antes de que él pudiera leer la desolación que ella estaba segura se reflejaba en su mirada–. Ha sido un placer verte de nuevo, Patsy. Siento no tener tiempo para quedarme a charlar.

Patsy la miró a ella y después a Joe, su rostro en total estado de confusión.

–Pero…

Uno de los chicos extendió una mano un tanto sucia.

–Aquí tiene su dinero, señorita.

–Gracias –dijo Imogen, evitando la mirada del niño. No podía mirarlo ni a él ni a su hermano. Pasó al lado de los niños y de Joe–. Siento tener que marcharme tan deprisa, Patsy, pero seguro que nos veremos mañana o pasado. Adiós, Joe. Tienes unos hijos encantadores.

Confió en hacer una salida digna. Con la espalda recta, trató de moverse con gracia, como una modelo en una pasarela repleta de mesas a las que había que sortear, hasta llegar a la puerta. Sólo después de haber recorrido unos cincuenta metros, a una distancia prudencial del restaurante, se apoyó en la pared que encontró más cerca y se cubrió el rostro con una mano temblorosa.

De pronto, descubrió que estaba llorando. No de la forma que había llorado cuando Joe Donnelly la había dejado nueve veranos antes. No con la misma desesperación con la que había llorado cuando había salido de la clínica Colthorpe esa misma primavera, con los brazos tan vacíos como su corazón, sino de forma silenciosa.

De pronto oyó pasos y un sentimiento de premonición se apoderó de ella, advirtiéndole que todavía no estaba a salvo. Un segundo más tarde, descubrió que no se había confundido.

–No tan rápido, Imogen.

Un poco confusa, sacó un pañuelo del bolso, se limpió las lágrimas y se sonó la nariz.

–¿Qué quieres? –le preguntó, agradeciendo la poca luz que había–. ¿Me he olvidado de algo?

La tocó, poniéndole una mano en el hombro, como si la estuviera arrestando por haber cometido algún delito.

–Eso parece.

–¿De verdad? –trató de quitarse su mano de encima, mirando en su bolso con mucha intensidad, como si esperara encontrar una serpiente escondida allí. Cualquier cosa, con tal de no mirarlo–. ¿Qué?

–De nosotros –le dijo, obligándola a darse la vuelta–. ¿O creías que había olvidado que Patsy no era el único de los Donnelly con el que te relacionabas?

–Es un hombre inmoral, insolente y socialmente inaceptable –le había dicho su madre a Imogen, cuando se había enterado de que Joe la había llevado a casa, después de una fiesta que celebró Imogen con sus amigos–. Si se le ocurre otra vez poner un pie en esta casa, haré que lo arresten por allanamiento de morada.

Pero aunque Joe tenía bastantes defectos, la franqueza había sido una de sus virtudes y no se acobardó con aquella advertencia. Mientras que otros chicos habrían fingido no tener ninguna relación con ella, él retó a su madre.

–Esperaba que te comportaras como un caballero y no me lo recordaras tú –le dijo Imogen.

–Pero yo no soy un caballero, Imogen. Nunca lo fui. Seguro que no te has olvidado de eso.

¿Qué tenía que responderle? ¿Le tendría que confesar que estaba deseando que la besara? ¿Tendría que admitir, para ser tan franca como él, que era el hombre más excitante que había conocido en su vida?

–¿Cómo podría haber olvidado? –le preguntó ella, abrumada por el recuerdo–. Un caballero habría…

–¿Qué? –le preguntó él, mirándola a la cara–. ¿Qué habría hecho un caballero que yo no he hecho?

Quiso responderle que un caballero se habría mantenido en contacto. Un caballero le habría escrito, habría ido a buscarla y se habría negado a apartarse de su lado. La habría apoyado cuando más lo hubiera necesitado, sin importar lo que pudiera pensar su madre. Habría compartido su desolación. Pero él no lo había hecho, porque al fin y al cabo ella le daba igual.

–¿Qué es lo que pasó con exactitud, Imogen?

Estaba retándola a que hablara con tanta franqueza como estaba hablando él. ¿Por qué no? ¿Por qué se tenía comportar de forma delicada, como si tuviera miedo de herir sus sentimientos mientras él estaba pisoteando los suyos?

–Nos acostamos juntos, Joe. Una sola noche. La princesa de hielo tenía que aprender y qué mejor que un chico que se había acostado con casi todas las chicas del pueblo. ¿Es eso lo que quieres oír?

–No –respondió él, quitándole la mano de encima–. Yo nunca me he engañado sobre por qué te acostaste conmigo aquella noche, Imogen. Pero te juro que yo pensaba que guardabas un mejor recuerdo de aquel encuentro.

–¿Qué más da, Joe? A ti seguro que no se te quemó el cerebro pensando en ello.

–¿Tú crees?

A unos cincuenta metros, la cúpula iluminada del hotel brillaba en la noche, como un faro. ¿Por qué no salía corriendo al refugio que la llamaba? ¿Por qué se dejaba provocar para desvelar sus verdaderos sentimientos?

–Estás casado, ¿no? –le dijo, mirándolo a la cara–. Tienes dos hijos, los dos van al colegio, lo cual quiere decir que has estado bastante atareado desde la última vez que te vi. Por lo que se ve, aquel encuentro no te ha impedido seguir con tu vida, sin ningún arrepentimiento.

–¿Y eso te molesta, Imogen?

–En absoluto –le respondió, sacando a relucir su orgullo–. ¿Por qué me iba a molestar?

–No lo sé –le dijo con un cierto tono de humor en su voz–. Aunque he de decirte que ni estoy casado, ni soy el padre de esos dos niños.

–Pero Patsy me dijo que era su tía, con lo cual tú eres… ¡Dios mío! La risa que trató por todos los medios reprimir sonó como un balido de una oveja–. Qué estúpida soy.

–Yo soy su tío –le aclaró él.

–Bueno, ha sido un error natural por mi parte –dijo ella, deseando desaparecer de allí lo antes posible, antes de que la pudiera humillar más–. Sean era un año más joven que yo. No se me ocurrió que él se hubiera casado.

–De nuevo te confundes, Imogen. Se casó con Liz Baker cuando tenían diecinueve años y Dennis nació a los seis meses.

En la última media hora, Imogen había ido de sorpresa en sorpresa. Esa era la única excusa que había para el comentario que hizo:

–¿Quieres decir que se tuvieron que casar a la fuerza?

La mirada que le dirigió, medio de pena, medio de disgusto, le puso la carne de gallina.

–Nosotros los mortales tendemos a cometer esos fallos Imogen. Nos dejamos llevar por nuestros apetitos animales. Aunque no creo que alguien de tu refinada sensibilidad pueda entender eso.

Claro que lo entendía, más de lo que él se imaginaba.

Pero no merecía la pena decírselo. Intentando buscar una forma de escapar de aquella situación, llegaron por fin a la puerta de entrada a Briarwood. No deseando otra cosa que desaparecer cuando antes, se obligó a mostrar la buena educación que le habían enseñado desde pequeña.

–Encantada de verte otra vez, Joe. A lo mejor nos encontramos otra vez.

Cualquier otro hombre habría entendido la indirecta, le habría dado la mano y se habría marchado. Pero no Joe Donnelly. Lo primero que hizo fue mirar la mano que ella tenía extendida, después la fachada iluminada del hotel, antes de mirarla de nuevo a la cara.

–¿Me estás diciendo que te alojas en el Briarwood, o es que quieres que me vaya cuanto antes para que nadie te vea conmigo?

–No, me alojo en este hotel.

–¿Por qué? ¿Por qué no te quedas en tu casa?

–Porque no está mi madre y no quise poner a los criados en un compromiso.

–¿Y por qué se ha ido si sabía que venías?

–Porque… –se detuvo y respiró hondo–. Haces muchas preguntas, Joe Donnelly.

–Supongo que eso significa que me vas a dejar que te invite a una copa mientras me cuentas lo que has hecho desde la última vez que nos vimos.

–No, gracias. Estoy cansada.

–En otras palabras, que no me meta donde no me llaman.

–Más o menos.

Se quedó mirándola durante un rato.

–Muy bien. Siento haberte molestado. No lo haré más.

Y a continuación hizo lo que ella había querido que hiciera. Se dio la vuelta y se fue por donde había venido. La dejó por segunda vez, sin siquiera dirigirle una segunda mirada. Y ella, como una tonta, sintió una punzada en el corazón.

Perdió todas sus fuerzas. Tanto fue así, que se tuvo que apoyar, por miedo a caerse. Una pareja que pasaba por allí, hasta pensó que estaba algo bebida.

–Parece que ésa ha agarrado una buena –comentó la mujer.

A Imogen poco le importó lo que pensaran. Porque sólo podía pensar en una cosa, en marcharse a su habitación a enfrentarse con sus emociones. Porque acababa de darse cuenta de que, a pesar de todos los años que habían pasado, todavía seguía enamorada de Joe Donnelly.

Había estado huyendo años para al final ir a Rosemont a enfrentarse a la realidad.

El teléfono estaba sonando cuando entró en su habitación. Era Tanya.

–Estas cansada –le dijo, cuando Imogen le contó sus sentimientos–. Has hecho un viaje muy largo en avión, además de lo que has conducido en coche.

Pero aquello no convenció a Imogen. Se estaba dando cuenta de que no era posible desenterrar sólo partes de su pasado. Era un todo o nada, y ella no estaba preparada para aquello.

Patsy estaba estirada en el sofá, viendo las noticias de las once, cuando Joe entró en casa.

–Hola –le saludó ella, apagando la televisión–. ¿Qué tal?

–Bien –se dejó caer en el sofá, al lado de ella y se quedó mirando la televisión–. ¿Has llevado a los niños a casa?

–Claro que sí. ¿Por qué estás de tan mal humor?

–Yo no estoy de mal humor.

–Pues yo diría que sí –le respondió, mirándolo a la cara fijamente.

–¡Deja de mirarme así, que no soy uno de tus pacientes!

–Parece que no te han ido muy bien las cosas con Imogen.

–Eso es agua pasada.

–Pues cualquiera lo diría, al verte salir corriendo detrás de ella…

–¡Déjalo, Patsy!

–Lo siento, no sabía que Imogen fuera tan importante para ti.

–No lo es –se apoyó en los cojines y miró el techo–. Es que hay algunas cosas que no cambian, por mucho tiempo que pase. Yo no me porté bien con Imogen Palmer y tendría que haber imaginado que no me lo iba a perdonar. Fin de la historia.

–Yo creo que siempre la has juzgado mal. Ella nunca fue una esnob.

–No me digas eso. Sólo tienes que ver a su madre.

–Papá bebe –comentó Patsy–. Y nosotros no somos alcohólicos.

–Lo sé –le respondió, suspirando de frustración–. Pero reconoce una cosa Patsy, la gente como Imogen Palmer se va al final con los suyos, con la gente que tiene dinero.

–Por lo que yo sé, tú no vives en la miseria, Joe. Y las mujeres se han estado rindiendo a tus pies desde que te empezaste a afeitar. ¿Cuál es el verdadero problema?

La culpa, eso era. Y la vergüenza. Pero no estaba dispuesto a abrir su corazón, y menos delante de Patsy.

–Y yo qué sé –le respondió–. A lo mejor es que está con otro hombre y no quiere complicarse la vida con…

–No está saliendo con nadie. Lo sé porque me lo dijo.

–Pues más a mi favor. Prefiere estar sola que pasar el tiempo con alguien como yo.

Patsy le dirigió una de esas miradas que tanto le molestaban.

–No debería decirte esto y no lo haría si no fuera porque te quiero, a pesar de su testarudez, pero sé que esa «diosa» a la que adoras tiene pies de barro como el resto de los mortales. No se fue del pueblo aquel verano después de licenciarnos sólo por un capricho…

–Lo sé –le respondió él–. Se fue a uno de esos colegios de Suiza, lo cual demuestra lo que yo digo.

–No, no fue allí. Estaba embarazada y su madre la envió a vivir con unos familiares que vivían en la otra punta de los Estados Unidos, donde nadie pudiera encontrarla.

Cuando Joe empezó a trabajar en un establo, uno de los caballos le había dado una coz en las costillas, solo de refilón. En aquel tiempo, pensó que se le había hundido el pecho. En esos momentos sintió lo mismo.

–Tú nunca has ido contando rumores falsos por ahí, Patsy, así que no empieces ahora.

–No es un rumor, Joe. Para sacar un poco más de dinero, estuve haciendo horas para el doctor Rush y allí fue donde vi su informe.

Los poros de su piel se empezaron a cubrir de sudor. Patsy nunca había contado cotilleos.

Sin embargo, él lo siguió negando.

–Yo creo que estás confundida –le dijo–. O eso, o es que viste el informe de otra persona.

–No.

–¿Por qué estás tan segura? Hay un montón de chicas que se quedan embarazadas. Mira Liz.

–Pero no chicas como Imogen Palmer, Joe. Piénsalo en serio. Casi nunca quedaba con ningún chico y, cuando quedaba, el chófer la llevaba a ella y al chico con el quedaba a donde quisieran. Ian Lang se vanagloriaba de que él sólo había quedado con ella por montar en aquel Mercedes negro.

–Ian Lang siempre fue un imbécil.

–Sí –Patsy lo miraba de aquella forma que tan poco le gustaba a él–. Y sé que lo que te acabo de decir no se lo vas a decir a nadie, Joe.

¡Qué confundida estaba! Porque había una persona a la que sí se lo diría.

–Es agua pasada y a nadie le va a importar.

–Te lo he contado para que dejes de tener ese ridículo complejo de inferioridad con respecto a Imogen.

–Seguro. ¿A quién le va a importar? –dijo mientras bostezaba–. Bueno, me voy a la cama.

–Y yo. ¿Quieres algo antes de irte a la cama?

Claro que quería, fundamentalmente respuestas, pero prefirió dejarlo pasar de largo.

–No, gracias. Vete a la cama, yo sacaré a Taffy a dar un paseo.

El porche de la parte trasera estaba muy oscuro. El brillo de la luna se reflejaba en la botella de Jack Daniel que había en el pasamanos. Apoyándose en uno de los pilares que soportaba el tejado, con Taffy, el perro que había encontrado abandonado hacía diez años, Joe se quedó mirando el jardín, preguntándose cómo podía permanecer todo tan tranquilo, considerando el torbellino de emociones que había dentro de él en conflicto.

El sonido de las campanadas del reloj de la casa anunciando la medianoche atravesó el aire. Otras nueve horas a esperar respuestas. ¿Qué iba a hacer para pasar el tiempo?

Taffy se estremeció, se quejó y movió sus artríticas extremidades, a la caza de los conejos que veía en sus sueños. Joe sabía todo sobre los sueños. Fueron los que lograron que no perdiera la esperanza cuando estuvo en Pavillion Amargo, la cárcel en la que le habían encerrado por la muerte de Coburn.

Se conocieron cuando se había enrolado en un barco que iba a hacer la travesía desde Ecuador a San Diego. Como todo el mundo a bordo, Joe sabía que Coburn era muy violento, pero los problemas empezaron en Ojo del Diablo, una isla en el Caribe donde echaron anclas, para aprovisionarse.

Coburn se enzarzó en una pelea y golpeó a uno de los del pueblo. Joe intervino para separarlos y Coburn se cayó y se partió el cráneo. A los pocos minutos, llegó la policía. Tenía las manos ensangrentadas, y había dos hombres en el suelo, uno de ellos muerto.

La justicia, como pronto descubrió, tenía principios muy básicos en las repúblicas bananeras. Antes de que se diera cuenta, le habían metido en la cárcel y los demás habían continuado su travesía.

Logró sobrevivir durante los meses siguientes recordando el lago de Rosemont, sus aguas impolutas, el olor a sábanas secadas al sol, el sabor del pastel de manzana recién sacado del horno… Tan sólo clichés, pero que le sirvieron para no volverse loco.

Y algunas veces, cuando las quejas de otros prisioneros se oían por la noche, soñaba con Imogen, toda vestida de blanco, agarrándose a él y llorando en sus brazos y en cómo él había sido capaz de hacerla sonreír. Se había preguntado si se acordaría de él si lo volviera a ver otra vez. Pero nunca, en ninguno de sus sueños, se habría imaginado que la hubiera dejado embarazada.

¿Sería verdad? Y si lo era, ¿qué había ocurrido con el niño?

Se bebió el vaso, agarró la botella y se marchó con lentitud al otro extremo del porche, donde estaba la vieja hamaca. Iba a ser una noche muy larga. Mejor sería ponerse cómodo.

Imogen estaba lista a eso de las ocho. Con la mente más despejada después de haber dormido, los temores de la noche anterior se habían desvanecido. Todo había sido por ver otra vez a Joe Donnelly. Por estar tan cerca como para tocarlo. Claro que se había puesto nerviosa. ¿Quién no se habría puesto?

Pero sin embargo, no quería encontrárselo de nuevo. Había visto en el periódico que había una subasta en un sitio cerca de Baysfield y aprovechó aquella oportunidad para escaparse.

Llego a Rosemont a las cuatro, y se fue directamente a Deepdene. Su madre le abrió la puerta. Y después de haber pasado años sin verla, lo único que se le ocurrió fue:

–Ah, eres tú, Imogen.

Decidiendo que aquel recibimiento ni siquiera se merecía un beso, Imogen le respondió:

–Sí, mamá. ¿Qué tal estás?

–Bueno… sorprendida. Cuando Molly me dio tu nota, no supe qué pensar.

Imogen reprimió un suspiro. ¿Qué había esperado, que la dama de la alta sociedad de Rosemont se hubiera transformado tanto como para que, por amor materno, la hubiera abrazado y llamado para que hicieran una opípara cena en su honor? ¡Ni hablar!

–¿Es tan sorprendente que, ya que estoy en el pueblo, me pase a verte?

–¿Pero por qué, después de tantos años?

–Porque tenemos que aclarar cosas, mamá. Yo te… he echado de menos.

–Bueno –le dijo Suzanne–. Será mejor que entres.

La hija oculta

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