Читать книгу Ricos y despiadados - Cathy Williams - Страница 5

Capítulo 1

Оглавление

ES LA comidilla del pueblo.

Katherine Taylor, con el cabello rubio rizado, los ojos castaños y una boca que parecía hecha para sonreír a la menor provocación, estaba sentada sobre la mesa de la cocina y mordisqueaba con gesto perezoso una zanahoria, pues estaba en la «semana de dieta», en contraste con la semana anterior en que el lema había sido: «come de todo pues las dietas son una estupidez». Mientras hablaba observaba a su amiga preparar un plato a base de verdura.

–Se rumorea que va a vivir por aquí –añadió.

–¿Y qué?

Sophie daba la espalda a su amiga, pero podía imaginar el brillo maligno en sus ojos mientras se entregaba al placer del cotilleo. En un pueblo pequeño, y suponía que había pocos pueblos tan pequeños como aquel, el chisme era el aceite que engrasaba las ruedas de la vida cotidiana.

–¿Y qué? ¿Eso es todo lo que se te ocurre decir?

–¿Te parece poco? –Sophie añadió especias a la verdura y un poco de crema. Kat estaba a dieta, pero odiaría a cualquiera que la apoyara en su esfuerzo. Su amiga adoraba la comida y se sentiría ofendida si le ofrecieran algo sin calorías cuando se suponía que estaba de juerga, aunque la juerga consistiera en una cena casera para dos.

–¿Cómo puedes no morirte de curiosidad? –preguntó Katherine en tono acusatorio, como si Sophie intentara deliberadamente sabotear la conversación–. Todo el mundo habla de Gregory Wallace. Annabel y Caroline y las demás damiselas del lugar ya han previsto toda su vida social para los próximos quince años, si fuera verdad que va a vivir aquí.

–Pobre hombre. Bueno, la cena está lista.

Aquello desvió la conversación durante unos minutos, pero en cuanto estuvieron instaladas ante sus platos de espaguetis con verduras, Katherine recuperó el tema del día, empeñada en lograr que Sophie reaccionara.

Sophie escuchaba la charla incansable de su amiga, pero el asunto la aburría. Era la primera en reconocer que Gregory Wallace había hecho mucho por el pueblo. Su fortuna había estado detrás de la construcción del nuevo barrio residencial, que a pesar de las iniciales sospechas, se había hecho con buen gusto y respeto por el entorno. Era innegable que los nuevos habitantes, londinenses aburridos de la gran ciudad, harían despegar la maltrecha economía local.

Se hablaba ya de la apertura de un supermercado y el único hotel del pueblo, que había ido decayendo de año en año, se había visto obligado por los acontecimientos a un lavado de cara, y ahora parecía nuevo y casi elegante, dispuesto a recibir a los esperados turistas. Pero aquello no significaba nada. La gente se comportaba como si aquel hombre fuera un caballero vestido de armadura luchando por salvar al pobre Ashdown de su eminente ruina y decadencia, en lugar de lo que era realmente, un hombre de negocios que había encontrado un nuevo filón para aumentar su fortuna.

–No veo por qué ese hombre querría vivir precisamente aquí –comentó por fin Sophie, dejando cuchillo y tenedor sobre el plato vacío, y observando con indulgencia cómo su amiga se resistía unos segundos a repetir y luego sucumbía con un suspiro de placer–. Esa clase de hombres necesita las emociones de Londres. Y no me digas que piensa instalarse aquí, cultivar hortalizas y observar los pájaros en su tiempo libre.

–Eres tan cínica, Sophie –replicó Katherine tras un generoso sorbo de vino y una mueca de burla.

–Sólo soy realista. ¿Gregory Wallace es algo así como el soltero de oro y va a venir a vivir aquí? No es un lugar afamado por las bellezas locales.

–No digas eso delante de Annabel o le dará un ataque. Además –Katherine se irguió en la silla, acarició la copa de vino entre las manos y miró a su amiga con seriedad–… Estás tú. No eres exactamente una mujer fea, ¿verdad, querida? Aunque te pases la vida vistiendo como si quisieras serlo.

Sophie sintió que el calor subía por sus mejillas, y aprovechó para recoger los platos, ponerlos en el fregadero y abrir el grifo del agua.

–Por favor, no empieces con eso otra vez.

Odiaba que le hablaran de su aspecto. Todo el mundo parecía creer que la belleza física era una bendición, que abría puertas y hacía que todo fuera más fácil. Nadie se daba cuenta de que esa clase de físico cerraba tantas puertas como abría, y Sophie estaba harta de no ser comprendida por su amiga.

–¿Por qué no dejas de llevar esas faldas largas y esas botas de campesina? No será porque te falte el dinero.

–No –dijo Sophie con amargura–. Tengo dinero. Alan nos dejó lo suficiente, como sabes –se giró para mirar a su amiga–. La mala conciencia surte estos efectos.

Seguía costándole bromear. Incluso pasados cinco años, pronunciar su nombre se le atragantaba y la obligaba a carraspear.

–No me apetece hablar del tema –concluyó.

–¿Por qué? –replicó Katherine agresivamente–. Si no hablas conmigo, ¿con quién vas a hablar?

–No quiero hablar del tema con nadie, Kat –apretó los puños sin darse cuenta hasta que le dolieron los nudillos–. Jade y yo estamos bien. Soy feliz así. No quiero escarbar en el pasado –al pronunciar el nombre de su hija, los ojos de Sophie se dirigieron automáticamente hacia la escalera, pero sabía que la niña dormía profundamente.

–Vale –Katherine se encogió de hombros y aceptó el café que le tendía su amiga–. Pero te equivocas. Eres guapa, Sophie. Y no necesitas pinturas ni trajes para parecerlo. Pero te empeñas en encerrarte aquí y no dejarte ver.

–Tú también vives aquí. No te he visto correr a la estación y tomar el primer tren para Londres.

–Es verdad –Katherine sonrió y Sophie se relajó un poco.

Al menos la velada no iba a terminar con una nota amarga. Odiaba enfadarse con Katherine. Eran amigas desde que jugaban con muñecas, y a pesar de ello, el tema de Alan era demasiado doloroso para que pudiera hablar de ello abiertamente. Normalmente, Katherine respetaba su reserva.

Más tarde, cuando Katherine se hubo marchado, Sophie permaneció de pie en su dormitorio, pensando en lo que había dicho. Todo mentira. No era feliz. Al menos no era feliz en el sentido de despertarse cada mañana y sentirse llena de alegría de vivir.

Sólo se sentía así cuando miraba a Jade, pero la mayor parte del tiempo se sentía envuelta en una neblina de tristeza vaga y sin motivo. A veces lograba sacudirla, y percibir una bocanada fresca de alegría, pero en seguida la neblina volvía a asentarse alrededor de su cuerpo, como una segunda naturaleza de la que no podía desprenderse.

¿Cómo explicarle aquello a Katherine? Su amiga pensaba que el divorcio era algo habitual y que al menos ella había estado casada con un hombre rico que le había dejado el suficiente dinero como para vivir cómodamente. ¿Cómo podía hacerle entender toda la amargura y la humillación de su ruptura? ¿Cómo decirle que su autoestima había sido tan pisoteada que nunca pudo recuperarla del todo?

Dio la vuelta y en la semioscuridad del cuarto observó aquel rostro y cuerpo que según todos debían aportarle felicidad y suerte. Vio su cabello rojo resplandeciente, cayendo en rizos hasta su cintura, los ojos enormes y verdes, la nariz recta, la forma perfecta de la boca. Conocía de sobra la longitud de sus piernas, la delgadez de la cintura, la orgullosa curva de los senos.

Se miró con objetividad. De no haber sido tan llamativa, Alan no se hubiera fijado en ella y su vida hubiera sido diferente, sin duda mejor. Salvo por Jade, pensó, dándose la vuelta. Algo bueno había nacido de todo aquel desastre.

¿Era de extrañar que la idea de gustar a otro hombre, de utilizar su cuerpo como anzuelo la disgustara tan profundamente?

Eso era lo bueno de vivir en una pequeña comunidad. Los hombres eran todos conocidos y estaban comprometidos. Las pocas caras nuevas pasaban de largo. Cuando Annabel y sus amigas volvían de Londres para descansar en la casa de sus progenitores, inevitablemente se traían a unos cuantos amigos, pero le bastaba con rechazar las escasas invitaciones que recibía. En efecto, en Ashdown se sentía segura.

Cuando, unas semanas después, Katherine le anunció que efectivamente Gregory Wallace se instalaba en el pueblo, la noticia no la afectó en lo más mínimo. En lo que a ella se refería, podía vivir en Ashdown o en Tombuctú, igual daba.

–¡Lo he visto! –exclamó Katherine con excitación mientras tomaban un café en la nueva cafetería junto a Correos.

–Qué suerte –ironizó Sophie–. ¿Y la experiencia ha cambiado tu vida?

La réplica fue recibida con una mirada amenazante de su amiga.

–Es increíblemente guapo.

–Oh, en serio. En es ese caso, las solteras locales van a estar comiendo de su mano en pocas horas. Annabel y Caroline y las gemelas Stennor deben estar plantando las tiendas en su jardín. ¿Y dónde piensa vivir el hermoso salvador de nuestro pueblo?

–Ha comprado la casa Ashdown.

–¿La mansión Ashdown? –Sophie frunció el ceño–. Había oído que la anciana señora Frank no quería marcharse de la casa.

–Pues la ha convencido. Se ha instalado en una pequeña casa de campo junto a la mansión y las obras comienzan la semana próxima.

–Debe de tener mucha capacidad de persuasión.

–Ni te lo imaginas –suspiró Katherine y Sophie la miró con irritación–. Todo en él es persuasivo, empezando por su cuenta corriente. Y por favor, no me lances el pequeño discurso sobre que el dinero no lo es todo en la vida. Puedes sacar mucho de él para tu organización benéfica.

–No pienso correr hacia un extraño con la mano extendida –replicó Sophie secamente. Su obra caritativa era fruto del amor y no pensaba ponerse en la cola de gente dispuesta a conseguir algo del señor Gregory Arréglalo-todo. De hecho, todo el escándalo causado por el hombre la disgustaba y ofendía. En la biblioteca donde trabajaba, todo el personal estaba agitado por las historias de Wallace y sus mejoras imaginarias y reales.

–No, no lo conozco –tuvo que decir Sophie muchas veces en los días que siguieron. Y no podía evitar bostezar cada vez que el dichoso nombre salía a relucir.

Sin duda, acabaría por encontrárselo. En Ashdown era imposible evitarse, aunque el hombre saliera menos, según Katherine, desde que el otoño había dejado paso a un incipiente invierno que traía ya la promesa nevada de las Navidades.

–A lo mejor ha terminado su casa, se ha aburrido del pueblo y se larga de nuevo a Londres –dijo Sophie mientras su amiga suspiraba y abandonaba la biblioteca con un gesto teatral de ofensa.

Eran las cinco de las tarde y ya había anochecido, de modo que la biblioteca estaba prácticamente vacía. Ella misma saldría en pocos minutos a buscar a su hija y ambas dedicarían la tarde a decorar la casa para las navidades.

Dentro de pocos días, llegaría un regalo para Jade de parte de su padre, un presente extravagante y caro comprado en Nueva York que colocarían bajo el árbol. Aquella era la rutina de cada navidad, el regalo, la nota seca dando las gracias a un hombre sobre el que su hija nunca preguntaba. Jade tenía sólo cinco años y no había conocido a su padre, de manera que no hacía preguntas. Eso llegaría más adelante.

Sophie se disponía a marcharse y estaba cerrando los cajones de su mesa cuando observó que había alguien junto a la puerta de entrada. Ya había apagado casi todas las luces y en la penumbra sólo pudo distinguir que la forma era masculina y fuerte, lo que provocó en ella una reacción de temor.

–Estoy a punto de descolgar el teléfono –dijo en voz alta y clara que rebotó en la sala vacía y la hizo sentirse como la protagonista de una mala película de terror–. Si se acerca más, le aseguro que llamaré y la policía estará aquí en un instante.

Fuera quien fuera, era alto y fuerte. Su figura destacando en la penumbra lo decía y Sophie sintió que su corazón latía dolorosamente mientras se preguntaba si la policía no se habría marchado ya a casa.

–Qué dramático –comentó la voz masculina, una voz grave con una nota de ironía que la hacía no sólo interesante sino descaradamente sexy. Salió de las sombras y la voz se materializó en un hombre cuyo físico resultaba tan poderoso que entraba en la categoría de hipnótico. El cabello muy negro, los ojos negros, y un cuerpo, que incluso cubierto por el abrigo largo, mostraba ser fuerte, elástico, y lleno de gracia.

Conocía aquella clase de hombre. Le recordó mucho a su ex-marido, un hombre cuyo atractivo y encanto le habían hecho perder la cabeza. Comenzó a ponerse el abrigo tras guardar las últimas fichas.

–Es más dramático ser detenido por la policía –replicó secamente.

–¿La policía? ¿Se refiere a ese simpático agente que trabaja ahí cerca y hace de Santa Claus en la representación anual? –rió con ganas y siguió avanzando hacia la mesa de Sophie.

–¿Quién es usted? La biblioteca está cerrada. Si busca un libro, puede venir mañana –recogió su bolso y, como siempre, echó un vistazo alrededor para comprobar que todo estaba en orden.

–Soy Gregory Wallace –dijo el hombre y Sophie le dedicó una mirada de curiosidad sincera durante unos segundos. Después, se dirigió a la puerta.

–Pues yo me marcho, así que, si no le molesta, puede seguirme o quedarse aquí hasta las nueve de la mañana –al pasar a su lado, captó un aroma leve e intensamente masculino, y le sorprendió comprobar lo alto que era. No era habitual para ella encontrarse con un hombre al que no pudiera mirar a los ojos.

–He venido a por un libro –dijo el hombre y no la siguió, obligándola así a volverse, irritada porque la retrasara cuando tenía que recoger a Jade.

–Ya lo había supuesto –dijo con educada irritación–. La gente suele buscar libros en las bibliotecas –así que aquel era el hombre que había logrado convertir su tranquilo pueblo en un circo. Mirándolo con objetividad, era comprensible. Era guapo, nadaba en dinero y, si los chismes no mentían, estaba soltero. Si la gente pensara un poco más, podría ver los corazones rotos que aquel tipo había dejado en el camino.

–Y en general, esperan que les atiendan –dijo con ironía el hombre–. Ni siquiera sé su nombre.

–Soy la señora Turner –dijo Sophie sin molestarse en sonreír–. Y como ya dije, la biblioteca cierra a las cinco.

–Seguro que no le molesta buscarme un libro. Algo sobre la historia del lugar.

–Esto es demasiado pequeño para tener una historia. Si quiere saber algo, hable con el reverendo Davis –giró de nuevo, sacó las llaves y fue hacia la puerta sin volverse, apagando luces a su paso. Pensó que el hombre no iba a seguir hablando ante la evidencia de que Sophie lo encerraría dentro si no se daba prisa, y estaba en lo cierto. Pero no había previsto que se acercara tanto a ella: de pronto, el lugar le pareció claustrofóbico. Sophie no era una persona táctil por naturaleza. Odiaba que invadieran su espacio e, instintivamente, intentó poner distancia entre ellos.

–Es usted la primera persona que conozco que no se ha mostrado hospitalaria –comentó Gregory, mirándola a los ojos y obligándola de algún modo a sostener su mirada.

–¿Quiere decir aquí o en la vida en general?

–¿Le han dicho alguna vez que no parece una bibliotecaria?

–Aunque me encantaría seguir aquí charlando con usted, señor Wallace, tengo que irme –salió y cerró la puerta, asegurándose de girar la llave, aunque Ashdown no era precisamente un lugar con altos niveles de criminalidad. Era imposible asaltar a alguien que tomaba el té con tu madre los jueves y te había cuidado de pequeño, pensó Sophie.

Comenzó a caminar hacia su coche, aparcado a pocos metros, siempre con el hombre siguiendo sus pasos.

–¿Supongo –dijo Wallace mientras Sophie abría la puerta– que habrá oído que he comprado la casa Ashdown?

–Lo he oído –asintió Sophie sin comentar el hecho–. Bueno, adiós. Espero que encuentre lo que busca sobre el pueblo –se deslizó en el asiento, recogió su abrigo para que no lo pillara la puerta al cerrarse, algo que le sucedía a menudo, y encendió el motor.

El hombre golpeó la ventanilla y Sophie se vio obligada a bajarla.

–¿Puedo preguntarle algo? –dijo, inclinándose sobre el coche y provocando que el corazón de Sophie saltara alarmado, y esta vez no por temor. Su propia reacción la asustó. No le gustaba que los hombres se acercaran demasiado a ella. Deliberadamente, emitía toda clase de señales sobre su indisponibilidad para el amor y el sexo, y esperaba que los hombres las captaran y actuaran en consecuencia. Gregory Wallace le pareció entonces un hombre carente de sensibilidad hacia las señales que emiten los demás… la clase de hombre que sabe lo que quiere y lo persigue sin preocuparse por los sentimientos que pueda pisotear.

–¿Qué?

–¿A qué se debe esta manifestación tan clara de hostilidad?

–Es genético –replicó Sophie sin inmutarse.

–En otras palabras, ¿es usted así con todo el mundo?

–En otras palabras, tengo que irme, así que sea tan amable de apartarse de mi coche.

Obedeció. Sin perder tiempo, Sophie subió la ventanilla, maniobró para salir y se dirigió hacia la guardería de su hija. Llevaba casi media hora de retraso, y cuando entró se encontró a Jade sentada en el suelo del vestíbulo, dibujando felizmente con lápices de colores, totalmente inconsciente del retraso materno.

–¿Cómo se ha portado? –preguntó a Sylvia.

–Ha sido muy buena, como siempre. La pequeña Louise la ha invitado a tomar el té el viernes, y está nerviosísima.

Sophie sonrió y se alegró de la bendición de vivir en un lugar pequeño donde todos conocían a su hija y sabían reaccionar ante su problema. ¿Cómo se las hubiera arreglado de otro modo? Por supuesto que hubiera salido adelante, pero era grato estar rodeada de gente que la comprendía.

Se acercó a Jade y pasó unos minutos observando con pasión aquella miniatura de sí misma. Había pensado muchas veces que era muy triste que sus padres no hubieran vivido para conocer a su nieta. Después fue hacia Jade, poniéndose en su campo de visión, se detuvo y habló lenta y claramente, usando al mismo tiempo las manos para preguntarle cómo había pasado el día. Recibió una serie de gestos de las manos en respuesta.

–No es minusválida –le había explicado pacientemente el especialista años atrás, cuando Sophie empezó a observar que su hija no respondía a los sonidos–. Es sorda. No profundamente. Puede oír, pero los sonidos son muy distantes y no tienen sentido para ella. Pero no es algo que destroce la vida, Sophie. Necesitas tiempo para aceptarlo, pero te sorprenderá ver cómo Jade sale adelante.

Todo el mundo en el pueblo sabía que Jade era sorda, y como los niños habían crecido con ella, eran conscientes de que tenían que ponerse frente a ella para hablarle. Eran especialmente tiernos y considerados con ella, y su profesora, Jesse, había aprendido el lenguaje de las manos y se lo había enseñado a los alumnos, haciendo de ello un juego del que todos disfrutaban.

Sophie había leído todo lo posible desde que el diagnóstico se confirmó. Había aprendido a hablar con gestos y había comenzado a recoger fondos en el pueblo y en los alrededores para diferentes organizaciones de ayuda a la infancia. Al mismo tiempo, intentaba recuperarse de su fracaso matrimonial.

Poco a poco, había dejado de pensar que la sordera de Jade era una suerte de castigo por su incapacidad como madre y esposa, pero la ruptura con Alan seguía dejando un gusto amargo en su vida.

Intentaba no pensar en él, pero sabía que no volvería a confiar en un hombre, que no volvería a entregarse para ser brutalmente herida. En los cinco años transcurridos había crecido y había enterrado los sueños juveniles que la hacían vulnerable, creando una muralla a su alrededor para defenderse del mundo.

Por eso la enfureció aún más comprobar que aquella noche, mientras yacía desvelada, en su cama, la asaltaban imágenes de Gregory Wallace, como mosquitos en una noche tórrida, zumbando a su alrededor, dispuestos a picarla.

Por suerte, no volverían a encontrarse, o al menos a charlar, aunque se cruzaran. O siempre podía hacer como si no lo hubiera visto, lo que era como pretender no ver una mosca en un vaso de leche. Pero no era lógico pensar que aquel hombre se enterrara en Ashdown. Esa clase de hombres no buscan la paz del campo, sino un símbolo de estatus, la mansión campestre, en la que reposar de vez en cuando de la agitada vida londinense.

De manera que cuando al día siguiente, alzó los ojos del libro que leía y lo vio acercarse a su mesa de la biblioteca, no hubiera podido decir si se sintió desconcertada o asustada. Ambas cosas. Sólo supo que su estómago empezó a saltar espasmódicamente, y que su mesa, que normalmente la protegía, le pareció una jaula de la que era imposible escapar.

En la luz clara de la mañana, era aún más peligroso de lo que le había parecido la noche anterior. Podía observar su rostro con detenimiento, los rasgos duros, cortantes, la intensa luz oscura de la mirada, la línea agresiva de la mandíbula. Avanzaba con la confianza de un animal de la selva, sin titubeos, y se detuvo un momento para saludar a una persona que leía en la sala.

Para ser alguien recién llegado, no cabía duda de que se había dado a conocer, pensó Sophie con sarcasmo. Debía de ser por su natural encanto y belleza. Alan tenía un efecto similar sobre la gente. Había pasado toda su vida creando una impresión externa, recibiendo halagos de las personas que se dejaban seducir por su imagen sin preguntarse qué había debajo.

Así que Sophie lo miró con espíritu crítico mientras se acercaba a su mesa y se detenía frente al mostrador.

–He vuelto –dijo como si no fuera evidente.

–¿No me diga?

–¿Ha mejorado su humor este día frío y claro? –la miró y, aunque no hacía nada más que mirar, Sophie tuvo la desagradable impresión de que la estaba analizando, calibrando cada uno de sus gestos y rasgos.

Se sentiría muy decepcionado si había esperado encontrar una mujer provinciana fascinada por su mera presencia, o una belleza local, dispuesta a coquetear con él. Llevaba una falda larga, casi hasta los pies, un jersey amplio, y nada revelaba las formas del cuerpo. Se había recogido el cabello en un moño y no llevaba ni una gota de maquillaje.

–¿Supongo que ha vuelto a por su libro sobre la emocionante historia de Ashdown? –señaló una sección de la biblioteca a su espalda–. A lo mejor encuentra algo por allí.

–¿Le molesta enseñarme? –no sonreía, pero algo en su voz mostraba que lo hacía interiormente. Debía de ser una sonrisa mundana y divertida ante alguien que carecía por completo de modales.

–No puedo dejar mi puesto. Le diré a Claire que se lo enseñe.

–Es verdad. No puede alejarse del mostrador cinco minutos, por si se amontonan las personas buscando sus libros.

–Eso es –dijo Sophie, negándose a responder a la burla. Sabía que se estaba mostrando desagradable, pero no le gustaba esa clase de hombres y le daba igual no ser simpática.

–¿Por qué no le dice a Claire que la sustituya? ¿Dónde está?

–Oh, bueno –dijo Sophie y levantando la tapa del despacho, salió fuera–. Sígame, por favor –añadió mirando por encima del hombro. Y antes de que pudiera replicar, se dirigió a la sección local de la biblioteca, deteniéndose frente a una balda que señaló.

–Me temo que esto es todo –dijo–. Y lo mejor debe ser… éste –retiró un libro de tapas duras y se lo tendió al hombre, que lo tomó con gesto obediente.

–Muy bien –le sonrió y Sophie le devolvió una educada sonrisa.

–Como le dije ayer, señor Wallace, si quiere saber más cosas, lo mejor es hablar con algunos vecinos –aunque sin duda ya lo había hecho, pensó Sophie. A juzgar por los rumores, aquel extraño tenía una vida social mucho más intensa que ella.

–¿Y usted? –preguntó Gregory cuando Sophie regresó a su mesa y se dedicó a completar su ficha.

–¿Yo? –Sophie lo miró con sorpresa.

–¿Por qué no come usted conmigo –explicó pacientemente el hombre– y me habla de su pueblo?

–Lo siento –dijo Sophie al instante–, pero no puedo.

–¿Por qué?

–Porque trabajo a la hora de la comida.

Gregory miró a su alrededor, asombrado por la declaración.

–¿Por qué?

–Porque… –Sophie suspiró y cruzó los brazos sobre el pecho. Sin duda la biblioteca no era el centro de una agitada metrópoli. No había más de cinco personas leyendo, si descontabas un puñado de niños en edad preescolar acompañados por sus madres.

A veces, Sophie se ocupaba de los pequeños, les leía cuentos y les enseñaba el alfabeto mientras las madres descansaban de ellos y elegían lectura. Pero nada de todo ello le exigía trabajar durante la hora del almuerzo.

–Porque lo hago –terminó y, como el hombre no dejaba de mirarla, añadió–: Bueno, de acuerdo, no siempre trabajo a la hora de comer, pero me gusta quedarme aquí y leer –le lanzó una mirada desafiante que no le afectó en absoluto–. Y además, usted no debería tener tiempo. ¿No tendría que estar en su oficina de Londres? ¿Trabajando de sol a sol para construir emporios?

–Todo el mundo necesita descansar entre emporio y emporio –dijo el hombre y su boca ocultó la risa.

–No he dicho nada gracioso, señor Wallace.

–Por favor, deja de llamarme «señor Wallace». Ni siquiera mi gerente del banco me llama así.

Porque querrá hacerse el simpático con su mejor cuenta, pensó malévolamente Sophie. Alan tenía el mismo efecto en las personas, recordó. Todo el mundo parecía halagar su vanidad. Se estremeció interiormente, recordando su ingenuidad al principio de su relación, cuando estaba en las nubes, y pensaba tontamente que era su personalidad lo que le había atraído de ella.

Hasta que se dio cuenta de que había buscado un objeto ornamental que llevar del brazo. Todavía se ponía enferma de rabia al pensar en lo manejable que había sido entonces. Le había permitido que decidiera cómo debía vestirse, con vestidos que le parecían casi indiscretos y zapatos que la hacían sentirse como una gigante frente a otras mujeres.

–Te he perdido –dijo de pronto Gregory apoyándose en el mostrador, con una mano en el bolsillo.

–¿Qué? –Sophie volvió al mundo y se fijó en el hombre que la miraba. Ojalá no hubiera hablado nunca con él. La idea la asustó, y tuvo que recordarse que no tenía ninguna relación con él y que era imposible que aquel perfecto extraño tuviera el menor impacto en su regulada vida. Pero, de todos modos, se sentiría más tranquila si no exudara aquel increíble carisma.

–Estabas a cientos de kilómetros de aquí.

–Aquí está –Sophie ignoró el comentario y le tendió un carnet de la biblioteca que se guardó en la cartera.

–Y ahora que hemos dejado claro que no tienes que trabajar a mediodía, ¿aceptarás mi invitación?

Escuchó el encanto y la persuasión en su voz y se estremeció de terror.

–No.

Gregory la miró con impaciente perplejidad.

–¿Cuándo tengo que devolver el libro? –dijo, poniéndose recto y sin sonreír.

–Dentro de dos semanas como máximo o tendré que poner una multa.

–¿En qué consiste?

–No me acuerdo. Todo el mundo devuelve los libros a tiempo.

–Qué pueblo tan virtuoso.

–Es una comunidad virtuosa –dijo Sophie sin ironía aunque alzó las cejas.

–¿Tú incluida? –dijo él suavemente.

Sophie sintió que se sonrojaba y luchó contra el impulso de abofetearlo. No había dicho nada desagradable, pero el solo hecho de hacerla sonrojarse la irritó sobremanera.

–Yo especialmente –dijo, mirándolo sin pestañear–. Le conviene recordarlo –tras varios segundos en silencio, se dio la vuelta y comenzó a colocar libros sobre una bandeja para guardarlos.

Ricos y despiadados

Подняться наверх