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Capítulo 2
ОглавлениеCUATRO días más tarde, Sophie decidió ver con sus propios ojos qué estaba pasando en la mansión Ashdown.
No paraba de escuchar comentarios sobre la remodelación de la vieja casa y se dijo que la curiosidad la obligaba a comprobar los rumores. Por otra parte, razonó, tenía un día libre, Jade estaba en el colegio, y aunque hacía frío, el día era soleado, e invitaba a pasarlo fuera de casa.
Y para más seguridad, Gregory Wallace estaba en Londres, según los informes ofrecidos por Kat, que parecía estar al tanto de su vida íntima mejor que su propia secretaria. Lo que no era extraño en Ashdown, donde la intimidad era inexistente y la vida secreta una ilusión.
Tras dejar a Jade en la guardería, volvió a su casa y sacó de inmediato la bicicleta. Se puso cuantas capas de ropa era posible añadir sin entorpecer los movimientos del cuerpo y se dirigió alegremente hacia la casa.
El lugar no estaba alejado del pueblo, pero se situaba en un paraje pintoresco, en la cima de una colina que dominaba los campos adyacentes, ofreciendo una hermosa vista del conjunto.
En su día, había sido el lugar más importante del pueblo. Ángela Frank había vivido allí con su marido y su hijo. Hermosos cuerpos jóvenes habían desfilado por aquellos jardínes, bebiendo champán y vistiendo a la última. Habían organizado partidas de croquet seguidas de fiestas que duraban hasta el amanecer. A Sophie las historias le habían llegado de segunda o tercera mano, por lo cual no les otorgaba demasiada credibilidad.
Lo único que sabía con seguridad era que el día en que el marido y el hijo de Ángela Frank murieron en un accidente de coche, la vida social de Ashdown se detuvo dramáticamente. Aquello había sucedido treinta años atrás, y hasta el día en que decidió vender la propiedad, Ángela había vivido sola, rodeada de sus recuerdos, con la casa semi abandonada y cada vez más triste y decadente.
Hasta el presente, pensó Sophie pedaleando colina arriba. El viento enredaba su cabello, y la joven sabía que tardaría horas en desenredarlo. Hasta que el caballero de la armadura brillante, Gregory Wallace, se dignó aparecer en el pueblo, despertó al bello durmiente a la vida, y ahora se disponía a hacerse el amo del lugar.
Ante la idea, frunció el ceño instintivamente, y siguió con gesto de censura hasta llegar a la casa por la parte trasera, dejando tras ella los vastos campos que la rodeaban.
Oyó los ruidos de la obra, pero en lugar de dirigirse directamente a la parte frontal, dejó la bicicleta sobre la hierba y siguió a pie. Paseó por la fachada trasera, mirando por las ventanas abiertas y comprobando que, efectivamente, las cosas estaban cambiando.
No podía ser de otro modo, con un hombre rico y experto en construcción. Probablemente bastaba con que chasqueara los dedos para tener el mejor equipo trabajando para cumplir sus deseos, pensó mientras procuraba ver el interior entre los maderos apoyados en la ventana. Porque lo cierto era que él era el dueño.
El tipo se comportaba como la encarnación misma del encanto y la seducción, pero ella sabía de sobra que aquella imagen no hacía sino ocultar la determinación egoísta de los oportunistas de nacimiento. Podía ser divertido y cálido con el mundo exterior, pero cuando cerraba las puertas y se quitaba la máscara, no era más que otro hombre capaz de pisar a los más cercanos con tal de permanecer arriba.
Se rodeó el cuerpo con los brazos, repentinamente helada, y miró por otra ventana a un cuarto en el que los hombres trabajaban con eficacia. Estaban empapelando las paredes y los rollos de papel pintado descansaban en una esquina de la habitación. Intentó ver el dibujo, pero no lo logró.
Katherine no había mentido al decir que el lugar estaba viviendo una revolución. Evitó una mata de flores bajo una ventana y se apoyó en el alféizar de la siguiente, mirando al interior sin disimulo, cuando una voz sonó a su espalda.
–¿Te diviertes?
La sorpresa de ser descubierta cuando se creía sola, casi la hizo caerse sobre las matas de lilas. Pero logró darse la vuelta con dignidad y enfrentarse al propio Gregory Wallace, que la miraba con gesto divertido.
–¿Qué hace aquí? –Sophie hizo la incoherente pregunta mientras se sonrojaba profundamente por la vergüenza de ser pillada haciendo algo que jamás hubiera hecho en circunstancias normales, es decir, espiar a un vecino.
–¿Qué hago aquí? –el hombre reflexionó con intensidad unos instantes y luego su rostro se iluminó como ante una revelación–. ¡Oh, ya me acuerdo, vivo aquí!
Una ráfaga de viento hizo que el pelo de Sophie le tapara el rostro y lo retiró con rabia mientras replicaba:
–Me dijeron que estaba en Londres.
–No hay que fiarse mucho de los chismes, ¿verdad? –la miró con comprensión fingida mientras el rostro de Sophie se volvía granate–. Pues sí, tenía que estar en Londres hasta mañana, pero cambié una cita para volver hoy y comprobar cómo va la obra.
Sophie pudo observar que llevaba un traje gris bajo el abrigo y que el atuendo urbano parecía aumentar su estatura y fuerza, haciéndolo aún más impresionante.
–Siento haber entrado en su propiedad –dijo Sophie con rigidez y buscó con la mirada su bicicleta.
–Pero resulta que pasaba por aquí… ¿no?
–No.
–Entonces quiere decir que ha venido especialmente a ver qué pasaba.
–Eso es –ahora que no se movía le parecía que hacía mucho más frío de lo que había creído en un principio. Estaba helada.
–No vi un coche en la entrada.
–He venido en bicicleta –hizo un gesto en dirección a la abandonada bicicleta y reprimió el deseo de correr hasta ella y salir huyendo.
–Hace frío aquí fuera –el hombre miró a su alrededor, disfrutando, pensó Sophie con rencor, del mal rato que estaba pasando su víctima. El viento obedeció a su indirecta y una ráfaga más violenta sacudió los árboles cercanos–. ¿Por qué no entramos en la casa? Puedo enseñarte qué estamos haciendo con todo detalle y colmar así tu curiosidad.
–No siento tanta curiosidad, gracias.
–Oh, por Dios, pero, ¿qué te pasa?
–No me pasa nada, y hace demasiado frío para seguir aquí, discutiendo. Si me lo permite, me marcharé…
–No seas ridícula –la cortó con impaciencia–. Todo el pueblo siente curiosidad por la reforma y es lo más normal. Si no lo reconoces, eres una maldita hipócrita.
Sophie abrió la boca por la sorpresa.
–¿Quién se cree que es usted para hablarme así? –su voz sonó aguda por la indignación.
–El propietario de esta casa y un hombre que no soporta a las mujeres cabezotas que ocultan sus sentimientos.
Sophie lo miró, atónita.
–Puede que suela hablar con las mujeres que conoce de ese modo, señor Wallace, pero yo no…
–Oh, por favor. Es la segunda vez que te veo en mi vida y empiezo a creer que nunca he conocido a nadie tan cabezota. Qué te cuesta dejar esa actitud de dignidad ofendida, dejar de pasar frío y entrar a ver la casa. No hay peligro. Está llena de trabajadores.
Su mirada decía que, aunque la casa hubiera estado completamente vacía, ella no hubiera tenido nada que temer de él, y Sophie lo sabía.
También sabía la imagen que estaba dando. Aún más, contaba con su imagen de provinciana y mojigata para defenderse. No llevaba ni una gota de maquillaje, tenía el pelo revuelto por el viento, la ropa ocultaba perfectamente sus curvas, y para completar la imagen erótica, llevaba leotardos de lana, botas e incluso una camiseta térmica. Los mitones eran el toque final a tan hermosa estampa.
–Si no es molestia –dijo al fin Sophie, sonando pueril.
–Si me molestara –replicó el hombre acercándose a ella–, no te lo habría dicho.
Sophie se encogió de hombros y miró al jardín, preguntándose si también pensaría en arreglarlo. Quizás pensaba poner alguna fuente, o una estatua entre los árboles. A saber en qué pensaba aquel hombre.
Pero claro que le interesaba ver el interior de la casa. Había estado en varias ocasiones y siempre le había entristecido su decadencia.
¿Acaso no daría Kat su ojo derecho por ese privilegio?, pensó con una repentina sonrisa. Y acompañada por el señor importante en persona.
–Has sonreído –dijo Gregory a su lado, mostrando que la estaba observando–. Empezaba a preguntarme si sabías hacerlo.
–¿Qué quiere decir, señor Wallace?
–¿No te parece que es hora de dejar las formalidades? –caminaron alrededor de la casa, hasta llegar a una parte donde trabajaban varios hombres. Algunos eran de la zona y Sophie les saludó y se detuvo a charlar con uno que conocía bien.
–James, ¿puede saberse por qué nunca trabajaste con este ahínco cuando me arreglaste la cocina? –sonrió ampliamente al hablar, sujetándose el pelo con una mano. James tenía su edad y habían ido juntos al colegio.
–No parabas de ofrecerme tazas de té y me hacías perder la concentración –rió el hombre.
–¿Cómo están Claire y los niños?
–Ten cuatro hijos y no tendrás que hacer esa pregunta –de nuevo rieron,
–Me habías mentido sobre tu incapacidad genética –dijo Gregory con seriedad cuando entraron en la casa.
–¿De qué hablas?
–Eres amable. Así que sólo te molesto yo –se detuvo en la puerta y miró a su alrededor, captando todos los detalles.
Sophie ignoró su comentario, se olvidó de él y se puso a pasear, asombrada por los cambios. Las viejas alfombras raídas habían desaparecido. El suelo de baldosas blancas y negras ampliaba enormemente el vestíbulo. Las paredes estaban preparadas, aún sin cubrir de papel, y la escalera central rehecha.
–Te enseñaré todo esto –dijo Gregory y la tomó del brazo. Con educación y firmeza, Sophie se apartó.
–No pensaba molestarte –dijo el hombre con un gesto burlón.
–No pretendía indicar que así fuera –replicó Sophie fríamente, mirándolo sin pestañear–. Pero prefiero caminar sola.
El hombre masculló algo inaudible y comenzó a guiarla por la obra. La casa era una hermosa mansión victoriana, amplia y algo siniestra. La reforma se estaba haciendo con gusto impecable y cuidado de los detalles. Ya había varias habitaciones completas y el resto avanzaba velozmente.
–¿No es mucha casa para una persona sola? –preguntó Sophie mientras entraban en un salón cuya alegría contrastaba agudamente con el oscuro y decrépito lugar que ella recordaba. Reconoció sin embargo algunos muebles pertenecientes a la antigua propietaria, sin duda demasiado voluminosos para caber en su nueva y más modesta residencia–. A menos –continuó Sophie, mirándolo todo y reconociendo a pesar suyo el acierto de los cambios– que seas muy ambicioso en cuestión de hijos.
–Oh, me bastará con una docena –declaró él con seriedad–. ¿Alcanzo así la categoría de ambicioso en cuestión de hijos?
–Alcanzas la categoría de mentiroso compulsivo –replicó Sophie.
Gregory rió de buena gana y continuó mirándola, lo que no la molestó lo más mínimo. Podía mirar lo que quisiera mientras no pretendiera tocar. No se sentía amenazada porque sabía que el hombre la miraba con abierta curiosidad, como un espécimen perfecto de pueblerina. Sin duda, él creía que el maquillaje o la peluquería eran lujos sofisticados que nadie podía obtener fuera de Londres. Ya cambiaría de opinión cuando conociera a las joyas sociales de Ashdown, las damiselas residentes de fin de semana.
–Bueno –comentó cuando regresaron al vestíbulo–. Muchas gracias por la visita guiada. Ha estado muy bien.
–¿Por qué no tomas una taza de té antes de marcharte? –y añadió como explicación–. La cocina es lo primero que terminaron los obreros, como podrás comprender.
–Les gusta hacerse un té –confirmó educadamente Sophie. Miró el reloj y declaró que tenía que irse.
–¿Adónde?
–¿Cómo que adónde? –aquel tipo era un impertinente. ¿A él qué le importaba lo que tuviera que hacer?
–¿Vas a la biblioteca?
–No –estuvo a punto de añadir que no era asunto suyo, pero mientras él permanecía con la cabeza ligeramente ladeada a la espera de una respuesta, decidió morderse la lengua–: Tengo mucho que hacer en casa.
–¿Y las tareas no pueden esperar media hora? –comenzó a avanzar hacia la cocina, y Sophie lo siguió a su pesar. Cuando llegaron, le pareció inútil perder diez minutos discutiendo, así que se sentó a la mesa de madera y esperó a que le preparara el té.
–¿Dónde vives? –preguntó Gregory sentándose frente a ella. Se había quitado el abrigo, pero seguía teniendo un aspecto incongruente con el traje de ejecutivo en la cocina semiacabada. Habían quitado los muebles viejos sin colocar los nuevos, salvo la cocina y un aparador que mostraba las huellas de los trabajadores: la cafetera sobre la alacena, el enorme paquete de café, azúcar, leche, todo de tamaño gigante.
–Estoy a la distancia justa para ir en bici –respondió Sophie–. Como todo el mundo en el pueblo.
–¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?
–Mucho –bebió de la taza, disfrutando del calor que emanaba de ésta, y deseó que abandonara esa línea de conversación, o tendría que pararle en seco. Era obvio que no le interesaba ella como mujer, pero cualquier clase de interés sobraba. No tenía ganas de ponerse a hacer confidencias sobre su vida privada.
–Eso lo aclara todo.
Sophie no respondió.
–No pretendes vivir aquí todo el tiempo, ¿verdad? –preguntó a su vez, sin pedir perdón por su reserva.
–Puede que lo haga –fue la respuesta de Gregory–. ¿Por qué? ¿No te parece buena idea?
Sophie se encogió de hombros.
–Puedes hacer lo que quieras, pero francamente, no creo que este pueblo sea adecuado para una persona como tú –frase que sonó, a sus propios oídos, mucho más impertinente de lo que pretendía. Por su expresión, podía verse que a él tampoco le había gustado el comentario.
Pero, ¿por qué debía disimular lo que sabía? Los hombres como Gregory, como Alan, no estaban hechos para lugares tranquilos y aburridos. Alan la había acompañado tres veces a Ashdown y lo había odiado.
–Esto es como vivir en el cementerio –había dicho. Tumbada en la cama junto a él, llena de la energía y la sorpresa de su nueva vida en Londres, de su nuevo trabajo, de su nueva relación con un hombre del que había desconfiado al principio para luego dejarse embaucar, Sophie había enterrado la sensación de malestar que aquel comentario poco benévolo le produjo.
Salvo tres años en la universidad y seis meses en Londres, había vivido en Ashdown toda su vida y lo amaba. Si odiaba Ashdown, ¿qué pensaría de ella? Cuando pudo descubrirlo, ya se había convertido en la señora Breakwell.
–¿Una persona como yo? –preguntó con frialdad Gregory.
–Oh, perdona –Sophie se terminó el té y se puso en pie–. No quería ser grosera.
–¿Pero? –él no se levantó y, cuando sus ojos se encontraron, Sophie pudo ver que toda huella de humor había desaparecido de su semblante. De pronto, vio al hombre que había ganado millones y levantado una empresa. Se preguntó a cuántas mujeres habría roto el corazón, cuántas se habrían enamorado de aquel aire duro y voluntarioso bajo la capa de encanto mundano. Aunque era inmune a esa mezcla, Sophie no era idiota. Sabía que el hombre la atraía, y la tensión brillaba como un faro en la noche.
–Pero –dijo, dejando el bolso sobre la mesa, pero sin sentarse– pareces la clase de hombre que vive intensamente. Ashdown no ofrece oportunidades. La vida es lenta y previsible, señor Wall…, perdón, Gregory. No hay diversión, ni teatro, ni restaurantes de moda.
–¿Y por qué vives aquí? Eres una mujer joven y soltera. ¿No te atraen las luces de la gran ciudad?
Sophie lo miró con seriedad.
–Eso es asunto mío. Gracias por enseñarme la casa y por el té. Me marcho.
Antes de que pudiera responder, Sophie se dio la vuelta y salió de la casa.
Mientras pedaleaba hacia su casa, intentó reunir sus pensamientos fantasiosos y encerrarlos en el fondo de su mente. Se puso a pensar en las comidas de Navidad, en la invitación de Kat para pasar con ella y sus padres alguna fiesta, en si debía o no aumentar sus horas en la biblioteca ahora que Jade tenía una jornada escolar completa.
Pero Gregory Wallace volvía a su mente una y otra vez. «Admítelo», se decía, «ese hombre te ha gustado y te da rabia, pues no sentías algo así desde Alan». Y esto era diferente. El señor Wallace no sólo le gustaba, sino que además la sacaba de quicio. Su bien armada desconfianza hacia los hombres, nacida de la amarga experiencia, le servía para plantar cara a la fuerte personalidad de Gregory, pero sabía que ésta seguía ahí, dispuesta a saltar sobre ella y dominarla, si es que bajaba la guardia.
Pasó la siguiente semana manteniendo ocupada su mente con diferentes asuntos. Había empezado a reunir regalos para Jade y para sus amigos. Iba guardando los juguetes de Jade en el desván, y cada vez que subía, le asombraba comprobar la cantidad de cosas que había comprado. Por fortuna, la Navidad se acercaba. De lo contrario, tendría que abrir una tienda para dar salida a tanto capricho.
Sabía de sobra que mimaba demasiado a Jade, intentando compensar así que no tuviera padre, pero nunca logró dominarse a la hora de los regalos. La Navidad era un momento para el exceso.
Un día, al salir de casa, se encontró con una carta en su buzón y al abrirla descubrió que se trataba de una invitación.
Cualquiera hubiera pensado que ya la habrían dejado por imposible, se dijo mientra se guardaba la carta y pedaleaba hacia la biblioteca. Hacía tanto frío que no sentía las mejillas, y pensó que tendría que haber sacado el coche, que sin duda no arrancaría por la falta de uso.
Cuando llegó a la biblioteca, ya había olvidado la invitación, y no volvió a recordarla hasta la noche, cuando Katherine entró en su casa preguntando si estaba invitada.
–Oh, sí –dijo Sophie, que estaba preparando arroz con verduras y pescado, un plato delicioso pero de aspecto poco atractivo.
–¿Y? –Kat la miraba con emoción–. Vas a asistir, ¿verdad?
–No.
Katherine se llevó las manos a la cabeza y gimió teatralmente.
–¿Se te ha ocurrido alguna vez que tener cierta vida social sería bueno para ti?
–Ya tuve una vida social, Kat. En Londres descubrí que era algo opuesto a mi forma de ser –Alan era un animal social. Y no le faltaban las invitaciones. Sophie se había visto arrastrada a un torbellino de fiestas, que al principio encontró excitantes, luego aburridas y al final monstruosamente falsas y casi abyectas.
Había odiado la falsa alegría de la gente que le era presentada, la competencia entre mujeres, la falta de tiempo para uno mismo o para la intimidad. Aquello había sido un tema de continua disputa entre ellos. La sola idea de volver a retomar esa clase de vida la llenaba de espanto.
–Además –añadió, ya que su amiga la miraba en silencio–, tengo una vida social. O algo así.
–Es verdad. De vez en cuando comes con la madre de una compañera de Jade.
–A veces ceno –protestó Sophie, sabedora de que su argumentación estaba perdida de antemano.
–Oh, vamos. Me sorprende que puedas soportar tanta variedad y diversión.
–No seas injusta –se quejó Sophie.
–Nunca vas a Londres. ¿Cuándo viste por última vez a tus amigos?
–Hace meses –admitió Sophie, probando el arroz.
–Antes solías invitarlos a pasar algún fin de semana. Otra cosa que has dejado de hacer.
–Es que resulta cansado. Soy madre, Kat. ¿Qué quieres que haga con Jade?
–Buscar alguien que la cuide, como todo el mundo.
–¿Quién? Oh, vale, sé que hay gente, pero…
–Pero nada. ¿Tienes algo qué hacer la noche del treinta de noviembre?
–No lo creo –suspiró Sophie.
–Pues entonces te espero en la fiesta y punto. ¿Con quién quieres que hable toda la noche en la casa de Annabel? Sabes que la casa estará llena de toda esa gente elegante de Londres. Me sentiré como un pez fuera del agua.
–¡Oh, vamos! –rió Sophie–. Tú nunca te sientes como un pez fuera del agua. Eres capaz de hablar con cualquiera de cualquier cosa, aunque no sepas nada del tema. ¿Por qué crees que eres tan buena vendiendo casas? Puedes convencer a alguien que tiene cinco casas de que se muere por tener la sexta.
–Entonces, ¿vendrás?
–¿Qué celebran exactamente? –preguntó Sophie sin ceder, mientras recogían la mesa. Miró la vajilla sucia amontonada en el fregadero y decidió dejarlo para la mañana siguiente.
–La habitual excitación prenavideña –respondió Kat con ligereza–. Una ocasión para que Annabel y sus amigas se pavoneen en sus fantásticos trajes de diseño y aprovechen para mostrarnos a las chicas de aquí lo provincianas que somos.
–Oh, bien, suena como la clase de fiesta por la que yo me muero.
–La del año pasado no estuvo mal –dijo Kat preparando la cafetera con gestos precisos–. Hubo champán a raudales. Bebí para los doce meses siguientes –dio un bocado a una chocolatina y sonrió–. Me parece que también es para dar la bienvenida al nuevo chico de la zona.
–¿Nuevo chico?
–El divino Gregory Wallace. Lo recordarás. Ya sabes, el que te enseñó su choza.
Sophie se sonrojó y deseó que su amiga dejara de mirarla con unos ojos que contenían un centenar de preguntas sin respuesta.
–Otro motivo para que no vaya a esa fiesta.
–¿En serio? ¿Te importaría explicarme por qué?
En realidad, sí le importaba, pues no era capaz de explicárselo a sí misma.
–No me cayó bien –dijo con languidez hipócrita–. Me da mala espina. Se parece demasiado a Alan.
–No se parece en nada a Alan. Vale, admito que tienen en común el estar forrados, pero ahí termina el parecido. Alan, si no te importa que hable de tu ex, estaba enamorado de sí mismo. Se creía el astro rey y pensaba que todo el mundo giraba a su alrededor. Y no perdía un minuto por nadie que no halagara su ego, lo cuidara, le hiciera quedar bien o tuviera algo que ofrecerle.
–¿Y Wallace es distinto? –preguntó Sophie, amargamente consciente de que las críticas a Alan, aunque perfectamente acertadas, todavía le hacían daño.
–Ven y descúbrelo. Por otra parte –Katherine dedicó a su amiga una mirada larga, especulativa–… podría malinterpretar tu actitud.
–¿Cómo?
–Bueno, ya sabes cómo son estas cosas. Él podría llegar a pensar que tiene un efecto excesivo en ti si no te comportas con indiferencia.
Aquello había sido un golpe bajo, pensó Sophie mientras, más tarde, se desnudaba para acostarse. ¿Cómo podía rebatir el comentario de su perspicaz amiga? Le daba rabia que Gregory Wallace llegara a pensar que ella estaba interesada por él y el tipo era demasiado guapo para no pensarlo si no actuaba con normalidad.
Y por aquel motivo, en la tarde del treinta de Noviembre, Sophie se encontró en su habitación, mirando con desconsuelo los pocos vestidos que había conservado del periodo de su matrimonio. La mayor parte de su ropa frívola había sido regalada cuando aún actuaba con rabia y dolor. Después, sólo se había ocupado de su hija, y su colección había sido olvidada en varias cajas y maletas guardadas en el ático.
Jade estaba tumbada sobre su cama, vestida con un camisón antiguo, color crema, que su madre había rescatado de un rastrillo, y contemplaba cada prenda con mirada crítica.
Señaló un vestido negro escotado, tan breve que parecía caber en una polvera y su madre hizo un gesto negativo:
–Demasiado pequeño –comentó y ambas rieron a un tiempo.
–¿Y esto? –dijo mirando a su hija y poniéndose ante el cuerpo un vestido verde, largo, y algo menos provocativo que el resto.
–Aburrido –escribió Jade en un papel–. Pruébatelo –añadió y firmó–: Te quiero, mami –a eso siguió un ristra de corazones y besos que fueron convirtiéndose en flores mientras Sophie pensaba que si a su hija le parecía aburrido, estaría bien para ella.
Al menos no olía ya a cerrado. Había llevado al tinte algunos de los trajes, aquél entre otros. Annabel y sus amigas la consideraban ya una loca sin necesidad de que llegara oliendo a moho.
Se metió en el vestido, sin ni siquiera mirarse en el espejo del dormitorio y se sentó ante el tocador, pensando en qué hacer con su pelo. Jade se sentó a su lado y su madre reconoció el brillo en sus ojos. Comenzaba la operación peluquería, uno de sus juegos favoritos de los últimos tiempos. Pacientemente, se dejó cepillar el cabello por su hija y procuró no gemir cuando los pequeños dedos desenredaban sus nudos. Ojalá se hubiera decidido a cortarse los rizos tiempo atrás, pero por algún motivo, siempre le había dado pena.
Tras un cuarto de hora de operaciones, alzó los pulgares, la señal de triunfo para que su hija parara, aunque su cabello presentaba el mismo aspecto que antes, una masa de rizos indisciplinados y enredados.
Después, se puso maquillaje, extrañada de que sus productos, tan poco usados, no hubieran caducado. Comenzó con un toque de colorete rosado, con desgana se aplicó el rímel en los ojos y se pintó los labios. Cuando al fin se echó hacia atrás para mirarse, tuvo que reconocer que estaba guapa, aunque se sentía como la Sophie Breakwell de años atrás, la chica del brazo de un hombre que había sido el mejor partido de su círculo social, una joven cuya belleza había sido mucho más admirada que su inteligencia.
La canguro y Katherine llegaron a la puerta al mismo tiempo.
–¡Vaya! –exclamó Kat al verla, y expresó sincero asombro mientras Sophie suspiraba con desgana.
–Es culpa de Jade –dijo, y tomó del sofá su bolso de fiesta, ridículamente pequeño–. Ella ha elegido el vestido, me ha arreglado el pelo y –se volvió hacia Ann Warner, que vivía a pocas manzanas de su casa–… No muestra señales de cansancio –Jade, pegada a ella, sonrió con ganas aunque no había escuchado el comentario.
Sophie se arrodilló, besó a su hija, la informó de que le convenía portarse bien, pues quien ella sabía llegaría pronto sin regalos si no era buena chica, y se estiró para marcharse.
–Volveré antes de medianoche –declaró.
–No te preocupes. Jade y yo lo pasaremos muy bien.
–Así es –comentó Katherine mientras iban hacia el coche, apretándose los abrigos contra el cuerpo para protegerse del frío intenso–. Vas a estar tranquila y lo vas a pasar muy bien, y vas a ser la impresión de la fiesta.
–Es una orden, ¿no? –rió Sophie, entrando en el coche de su amiga.
–Terminante.
–En ese caso, querida, debo recordarte que odio obedecer órdenes.