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Uno

Amanece. Mi niñez se despierta y sube, sigilosa, la escalera aún oscura. La puerta se abre con un chirrido y el frío se cuela a través de mi camisón y me inunda. La azotea. Un tejado naranja desafía mis pies. Subo despacio, cuidándome de no pisar aquella teja rota, conocida delatora de otras veces.

Llego a la cumbrera, me siento y encojo las piernas mientras el valle se despereza y avanza sin prisa, hasta el mar. Apunto con el índice al centro de la isla y señalo el volcán, como si ese gesto fuera suficiente para confirmar su existencia. Muy cerca, el barranco verdinegro recoge el misterio de esas tardes en las que, desafiando imaginados fantasmas, pisadas nuevas invadían su cauce.

Bastaba entonces con mirar las cosas para poseerlas. Era el comienzo.

Luego vinieron las palabras. Sin apenas notarse se colaban por cualquier intersticio de silencio y todo existía cuando lo nombrábamos. Mi hermana me las repetía: mar, mar…, nieve, nieve…, roca, roca; yo la imitaba a media lengua y, de pronto, me inundaba un olor a algas, la roca estallaba con la espuma y la nieve cubría las cumbres, aunque fuera agosto.

Nuestra amistad fue el reclamo de los sueños y el valle recogía nuestras voces, guardándolas, como si presintiese que llegarían momentos en los que habría que olvidar nombres y fechas.

Fue en aquel invierno, acababa yo de cumplir los ocho años, cuando todo empezó a cambiar.

La casa se llenó de un silencio raro y oscuro. Teníamos que hablar a media voz, tener cuidado al cerrar las puertas, entrar despacito en la habitación donde nuestro padre, muy enfermo, se iba despidiendo de nosotras. Aún sonreía y nos apretaba las manos, como si quisiera darnos ánimo. Madre nos miraba con cierta serena tristeza que nos daba fuerzas para sonreír.

Nos despertó una madrugada. Se notaba que había llorado, pero ahora estaba contenida; no quería contagiarnos su desconsuelo. A los pies de la cama había puesto unos vestidos negros. No tuvo necesidad de hablar. Nos abrazó. Yo miré a mi hermana. Estaba a punto de echarme a llorar, pero vi que ella se mordía el labio inferior –siempre lo hacía cuando pasaba por un momento difícil– y, a pesar de que tenía los ojos arrasados, consiguió que no le cayese ni una lágrima. Las mías sí que brotaron, pero en silencio.

Vinieron días extraños, llenos de personas, muchas de ellas desconocidas, que se acercaban con pretendidas frases de consuelo.

Comíamos en la cocina con los tíos, que querían distraernos contándonos historias felices, pero nosotras sentíamos el dolor en el aire; era como si siempre hiciera frío, a pesar de que aquellos fueron unos días de invierno luminosos.

Acaso fuera la soledad, que quería disfrazarse con palabras, pero nosotras la descubríamos en los ojos ausentes de nuestra madre, cada vez que nos servía el desayuno. Era la hora más triste, cuando la mirábamos y ella no nos podía dar esa claridad de otros días. De pronto nos dimos cuenta de que algo en nuestro mundo se había roto; algo profundo, algo que había dejado de ser nuestro y ya para siempre.

Fueron también días de toma de decisiones y creo que fue mi tío Daniel quien lo propuso:

–Julia, tienes que venirte con nosotros. ¿Qué vas a hacer tú aquí sola con las niñas?

Mi madre iba a iniciar una protesta, pero mi tío continuó.

–Ya sé que tú siempre has dicho que «cada uno en su casa», pero no se trata de que te vengas a la mía ni a la de Nicolás. Estoy seguro de que en el pueblo hay más de una casa en alquiler. Así, por lo pronto las chicas podrán seguir estudiando: Lupe en la Academia y Sara en mi escuela. Esta casa la puedes poner en alquiler y, con ese dinero más tu pensión, podrás defenderte, al menos por ahora.

Mi tío Nicolás reforzó la idea y lo mismo hicieron los tíos Juan y Ernesto.

–No solo por ti. Piensa en las niñas; también a ellas les vendría bien un cambio.

Nosotras los mirábamos sin decir nada. Yo, más

novelera, empecé a ilusionarme con la idea de un

traslado a lo que llamaban la Isla Baja, otro lugar para vivir, nuevas gentes… Claro que estaban las amigas. A lo mejor no íbamos a hallarnos sin ellas y, con el tiempo, se olvidarían de nosotras.

–¿Tú qué dices, Lupe? –le pregunté a mi hermana, cuando ya estábamos solas en nuestra habitación. Ella era la mayor y de eso, estaba segura, sabía mucho más que yo.

–No te preocupes, Sara. Allí también haremos amigas.

Lupe no se parecía nada a mí. Era reservada y no hablaba mucho. Parecía como si midiera las palabras para no hacer daño. Claro que a veces, cuando nos íbamos a la cama, me contaba historias y yo la escuchaba como embobada. Y cuando eran de miedo se me ponía la carne de gallina y me forraba toda con la manta. Ella, entonces, se reía y me decía que era una miedosa, que ninguna de aquellas historias era real. Pero a mí sí que me lo parecía.

Llegó el día de la partida. Unos días antes habíamos recibido la visita de doña Emilia, una vecina que informó a mi madre de que un militar y su esposa estaban interesados en alquilar la casa.

–¡Fíjate, Julia –le dijo–, están dispuestos a pagar hasta cien pesetas! Creo que no puedes desperdiciar esta ocasión.

Al día siguiente tocaron a la puerta. Yo fui a abrir.

–¡Madre, que aquí hay un soldado y una señora!

–Teniente, niña, teniente –me corrigió el señor vestido de militar.

Cuando mi madre empezó a enseñarles la casa, sentí una especie de desasosiego, como si les estuviera revelando un secreto, como si dejara que invadieran algo que hasta entonces había sido solo para nosotras. Según iban entrando en las habitaciones, yo sentía que algo muy nuestro se perdía, como cuando el viento desprende una ropa del tendedero, la levanta y se la lleva para siempre.

Antes de que entraran en nuestra habitación, salí corriendo, entré yo primero, cogí los juguetes y los libros y los escondí debajo de la cama.

–Pero si no se van a llevar nada –me tranquilizó mi hermana.

–Por si acaso…

Unos días después llegó un camión. Todo estaba ya embalado, desmontados los muebles, y la casa se fue quedando vacía. Claro que no del todo. Había cosas que no podíamos llevarnos a la nueva casa y se las encomendamos a los futuros inquilinos. Entre ellas una Inmaculada, casi de mi tamaño, heredada de mis abuelos y una alacena llena de libros y revistas. También estaba el piano, pero, en el último momento, mi tío Juan decidió llevárselo a su casa. Bueno, tampoco estaba tío Ernesto, que, según nos dijo, se iba invitado a casa de unos amigos, aunque se despidió de nosotras y nos dio muchos ánimos, o eso quiso hacer, pero en ese momento yo al menos estaba un poco asustada.

Cuando el camión se iba alejando, apareció mi tío Daniel a buscarnos, en un coche de alquiler.

Los vecinos se habían asomado a las ventanas para vernos marchar. Doña Emilia y doña Carmen, las más próximas y habladoras, se habían acercado hasta la puerta.

Lupe me cogió la mano y me la apretó.

–Si tienes ganas de llorar, muérdete los labios y no lo hagas. Ahí está doña Carmen, dispuesta a no perderse detalle, para después contarlo todo a su manera, así que no le des facilidades.

Realmente yo no tenía ganas de llorar. Pensaba que aquella no era una despedida para siempre, y mi expectación era mayor que mi tristeza; pero si las hubiera tenido, no creo que, a pesar de la advertencia de mi hermana, me hubiera podido contener. Yo no era tan fuerte como ella, y me daba lo mismo lo que pudiera decir doña Carmen.

Más adelante nos enteramos de que había dicho que estábamos desconsoladas y que nos habíamos resistido a abandonar la casa.

–Mira para lo que nos ha servido lo de no llores, no llores…

El coche de alquiler olía a gasoil. Mi tío nos dijo que abriéramos las ventanillas para que entrara el aire y no nos mareáramos.

Emprendimos el viaje. Lupe y yo nos pusimos de rodillas sobre el asiento para mirar por la ventanilla trasera del coche y ver cómo nuestra casa se alejaba. Entonces me llegó la tristeza. Empezó con un vacío en el estómago que luego llegó hasta la garganta y siguió hasta que los ojos empezaron a picar y a llenárseme de lágrimas. Miré a Lupe: se estaba mordiendo el labio. Yo hice lo mismo, pero fue inútil; me oculté la cara con el brazo y me apoyé en el respaldo.

Mi madre miraba al frente. No se movió. En sus ojos una tristeza dura y honda.

–Siéntate, Lupe, y tú también, Sara. Así se pueden caer.

Me sequé las lágrimas con la manga de la chaqueta. No quería que se diera cuenta de que había llorado. Estaba al lado de la ventanilla y empecé a mirar lo que dejábamos atrás. Marchábamos lentos. Pasamos la plaza donde terminaba nuestra calle, atravesamos la calle principal, dimos la vuelta a la rotonda, salimos del pueblo y cogimos la carretera.

El coche aceleró. La carretera era estrecha y a los lados surgían aún algunas flores de pascua. Descendimos y tomamos una carretera que bordeaba la costa. A la izquierda se alzaban unos macizos rocosos llenos de vegetación que descendían, abruptos, hacia el mar. En su descenso, entre rocas y mar, unas llanuras permitían el asentamiento de unos pequeños pueblos, rodeados de huertas plantadas de plátanos, millo, papas y algunas coles.

Más adelante, a nuestra izquierda, un pueblo de medianías que la niebla cubría ahora parcialmente me hizo recordar algunas historias de fantasmas que se confundían entre las brumas.

Todos aquellos lugares que estaba descubriendo sirvieron, al menos, para distraer la nostalgia que ya había empezado a sentir cuando, al salir de la última rotonda, dejamos atrás el valle.

Claro que, de tanto mirar por la ventanilla y con tanta curva, me fui sintiendo mareada y el desayuno luchaba por salir de mi estómago.

El coche se paró en una cuneta, justo a tiempo.

–No tenías que haber estado mirando para los lados por la ventanilla –me dijo mi tío.

«¡A buenas horas!», pensé, mientras vomitaba todo el desayuno.

–¡Ánimo, que ya queda menos!

No entramos en la ciudad del gran drago. Había que llegar a tiempo para ayudar a colocar las cosas en la nueva casa. Sorteamos viñedos, mientras nuestro tío nos contaba, para distraernos, la leyenda de Las Hespérides y el fiero dragón que vigilaba su jardín.

Entonces me di cuenta de que las nubes se habían marchado por detrás de los macizos y el sol daba a las viñas un color de esmeralda que contrastaba con el azul limpio del cielo.

El coche discurría ahora más cerca de la costa y pudimos ver el gran Roque, en medio de un mar que rompía en él con fuerza y amenazaba con sobrepasar el malecón e invadir la carretera.

Yo estaba encantada, pero el chófer y los demás ocupantes no las tenían todas consigo.

–Mejor es pasar deprisa, no sea que el mar siga subiendo –dijo el conductor.

–¡Un castillo! –grité.

–Sí –dijo mi tío sonriendo–, desde ahí nos defendíamos del ataque de los piratas.

Era el comienzo de una nueva historia, mientras pasábamos entre platanares.

De pronto, la carretera se transforma en una calle empedrada y allí, en la base de una montaña y junto al frondoso Monte del Agua, el que había de ser nuestro nuevo pueblo, Los Silos.

–Niñas, ¿saben por qué este pueblo se llama así?

Sin esperar a que contestáramos nos dijo que el nombre se debía a la gran cantidad de depósitos de grano que habían excavado los guanches en la Montaña de Aregume y que reciben ese nombre: silos.

Fue la primera lección de mi tío Daniel y yo supe que eso no había hecho más que empezar.

Pero, como todo niño que sacia su curiosidad, pronto me olvidé de las explicaciones.

Lo que me interesaba era todo lo que estaba viendo.

–¡Ya llegamos! Verán qué bonita es la casa que les hemos conseguido.

Miré a mi madre, que había hecho todo el trayecto en silencio. Me sonrió y entonces sentí que ese temblor de su sonrisa me abría el camino de par en par.

Mientras maduran las naranjas

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