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2 ENTRADA EN EL DISPOSITIVO Y PRIMEROS EFECTOS
ОглавлениеEn este y en los siguientes capítulos centraremos nuestra atención en un caso, al hilo del cual iremos intercalando comentarios y digresiones, que conciernen al caso en particular y a cuestiones generales sobre el autismo y sobre la subjetividad en general.
El caso es el de un niño, Dídac, que inició su tratamiento siendo muy pequeño: un año y siete meses, edad frecuente de inicio en atención precoz.
Su presentación era muy aparatosa y grave, invadido por la angustia y la agitación. A pesar de eso, desde el principio hubo por su parte una docilidad al dispositivo de tratamiento, que daba cuenta de su deseo de alivio y de cambio. El tratamiento de Dídac conmigo duró dos años y medio.
CUESTIONES PREVIAS
Sus padres consultan porque el niño es «muy nervioso» y «no hace caso». Ellos, dicen, «no saben cómo educarlo»; él «no presta atención», «se enfada si le insistes, te da un empujón». Respecto al lenguaje, según los padres, dice «palabras sueltas», pero no queda claro en la entrevista inicial cuáles ni cuántas. Respecto a la motricidad, está empezando la marcha autónoma, hace menos de un mes en el momento de la entrevista. «Aletea si está contento».
Los padres se sienten desbordados por la situación. Creen que no pueden educarlo. Proceden de otro país, se sienten solos aquí, sin apoyo de familiares. La madre tiene otro hijo, mucho mayor, que «no le trajo este tipo de problemas» y que ya no vive con ellos. Hasta que el pediatra no lo mencionó «derivando a Dídac a nuestro centro por retraso del desarrollo global», ellos no se habían preguntado por una posible alteración en el desarrollo del niño. Atribuían sus problemas a su dificultad para obedecer.
TRANSCURSO DE LA PRIMERA SESIÓN
La primera vez que lo vi estaba atrozmente angustiado. Apresado por una agitación desenfrenada, gritaba de forma estridente e inarticulada, escondía los ojos dejándolos en blanco mientras torcía la cabeza hacia atrás, agitándola, se golpeaba contra la pared, huía si las personas se le acercaban a dos metros. Avanzaba caminando o corriendo con los brazos abiertos, torpemente, dando la sensación de que podía perder el equilibrio y caer.
En la primera sesión, sin embargo, tras un tiempo de errancia en la situación descrita, pudo entrar en el despacho, aunque con dificultad, y se aferró a sus padres, que se sentaron a un lado de la mesa. Dídac estaba allí, agarrado a ellos, gritando, moviendo todo su cuerpo aunque sin desplazarse.
En esa circunstancia, pasado un breve tiempo, permanecí ostensiblemente inmóvil al otro lado de la mesa y dije con suavidad, sin mirarlo y en tercera persona, que él quería estar con sus padres.
Entonces, pasados unos segundos, se separó de ellos y se dirigió a un juguete que había en una estantería baja, detrás de mí, y se me acercó mucho. Lo tocó de manera fugaz y volvió junto a sus padres, moviéndose y asustado. Tras unos momentos, le dije, quieta y en tercera persona, que le gustaba el coche rojo.
Inició así una breve alternancia entre estar junto a sus padres y acercarse a rozar el coche rojo detrás de mí y cerca.
De pronto, en vez de venir hacia mí desde el lugar junto a sus padres, se acercó a la puerta, gritando y asustado, como queriendo huir. Dije que quería salir y di por hecho que autorizaba su deseo, lo acompañé a distancia por las salas del local. En el recorrido, no se detenía mucho tiempo en ninguna de ellas, pero sí lo suficiente para ir señalando algunos objetos. Era una errancia en la que podía captarse algún pequeño amago de lo que luego fue una repetición ordenada, apaciguándose él levemente.
Cuando llegó el momento de terminar la sesión, volvió a angustiarse; se aferraba a puertas y muebles, gritaba. Le dije que le gustaba estar aquí y que vendría otros días. Ese día se marchó en el mismo estado tremendo en que llegó, sin aceptar ninguno de los objetos que le ofrecí para que se llevara.
PRIMER MOMENTO. OBSERVACIÓN E HIPÓTESIS
De su situación general en el primer momento, observamos el estado de agitación y angustia extremadamente acentuadas; percibimos desorientación, que es paradójica, pues en realidad tiene una orientación que consiste en huir de la proximidad de las personas.
Se observa la descoordinación motriz también acentuada, coherente con el dato de que ha iniciado recientemente la marcha autónoma.
El aleteo «cuando está contento» que mencionan los padres es una estereotipia, uno de los signos característicos de personas con TEA u otros desórdenes afines. Tiene que ver con la regulación o, más bien, con los escasos recursos simbólicos e imaginarios para regular lo que afecta a su cuerpo en esa «alegría»: un estado de excitación muy difícil de localizar en su cuerpo, y que por eso resulta excesivo. El suyo es un cuerpo que, si bien desde el punto de vista biológico está ahí y «funciona» en el sentido de la salud fisiológica, subjetivamente no está constituido como tal ni como propio. Los fenómenos clínicos que dan cuenta del cuerpo —en el campo de la motricidad gruesa e inmediatamente observables— son el retraso en la adquisición de la marcha autónoma y la dificultad motriz que aún arrastra bajo la forma de la inestabilidad.
En la misma línea, observamos en sus gritos inarticulados y en su ocultación de los ojos que la voz y la mirada son ámbitos pulsionales especialmente difíciles de soportar para Dídac. En este momento son muy invasivas para él. Podremos constatar en el transcurso del caso cómo van tomando un nuevo lugar.
SOBRE LA ENTRADA. ALGO QUE DECIRLE
A veces hay niños que tardan meses en realizar la sesión entera en el despacho y, algunos, muy pocos, que incluso no llegan a realizarla. Dídac es uno de ellos. Durante todo su tratamiento, excepto una temporada, en algún momento de la sesión acudíamos a otras salas a buscar asuntos de su interés que ya comentaremos.
En situaciones así, lo importante no es la permanencia o no en el despacho, sino mantener las condiciones para poder poner en acto el tipo de trabajo que proponemos y para que el sujeto pueda hacer su elección.
Así, yo procuraba evitar cualquier gesto, acento o declinación que connotara demanda o invasión, tanto con mi cuerpo, mi presencia, como con mis palabras. Permanecía ostensiblemente inmóvil por su mencionado horror a la proximidad de las personas, para transmitirle en acto que he entendido sus condiciones, las acepto y las respeto.
También sabía que Dídac aún no hablaba, salvo esas hipotéticas «palabras sueltas». Gritaba inarticuladamente. Sin embargo, hablo. Hablo con él, de él.
Cuando intervenimos en sesión, tal como dijimos en el primer capítulo, no lo hacemos según un protocolo, sino según lo que ocurre allí mismo, en ese encuentro. Lo que hacemos o decimos no está planificado.
Después de cada sesión, desde el primer día se hacen hipótesis y se revisan. Se establece así una dirección para el trabajo, siempre revisable y modificable, pues acaecen cambios que lo hacen necesario. Pero, en esos primeros momentos solo tenemos los signos del sujeto y lo que hayan podido transmitirnos quienes lo trajeron y quienes lo derivaron.
SABER Y NO SABER EN LA INTERVENCIÓN
Apoyándonos en la teoría, en la experiencia clínica, asumiendo nuestra subjetividad, es decir, en este caso, nuestro deseo, nuestra posición es, al mismo tiempo, la de ignorar lo que «sabemos» sobre el autismo o sobre la clínica para dejarnos sorprender y dejar abierta la posibilidad de un encuentro. Desde ese lugar realizamos nuestro acto, asumiendo siempre un riesgo.1
En este caso concreto había un contraste entre la aparatosidad de su rechazo a la proximidad y el hecho de que entró al despacho en respuesta a nuestra invitación.
La intervención verbal se debe a que entendemos que, si lo hemos invitado, hemos de decir para qué, en especial si él ha aceptado entrar. Las cosas se juegan en esa sesión y las sucesivas. Hemos de definir o, al menos, dar una orientación sobre cuál será nuestro lugar, nuestra oferta, qué puede esperar.
Optamos por hacerlo hablando, un hablar que es una puesta en acto. En esta puesta en acto, hablamos con él, de él, sin dirigirnos a él. No decimos «a ti te gusta...». Ni nos dirigimos a sus padres para hablar de él en su presencia, lo que lo dejaría en posición de objeto. Hablamos con él dirigiéndonos a un tercero que está ausente, apuntando a introducir un tercero entre él y la terapeuta.
Hablar es, entre otras cosas, pedir: pedir ser escuchado, ser entendido, pedir reconocimiento, en fin. Este pedido implícito, esta demanda, puede ser un abismo para un niño autista que no tiene el andamiaje simbólico e imaginario para situarlo y tratarlo. Con esta maniobra de evitar el «tú», la comunicación se vacía en alguna medida de esa demanda y de la espiral de goce que podría desencadenar.
En las frases que le han sido dichas en sesión, se ha mencionado algo de lo que, suponemos, a Dídac le gusta o quiere. Eso es arriesgado, pues podría resultar invasivo si partiera de una posición de que sabemos lo que él quiere. Pero no es así, no solo porque nuestra posición es calculadamente otra, sino porque él mismo la capta tal cual, según podemos ver por los efectos. Lo que se le dice no es un saber previo, sino una glosa sobre las cosas que hace, como si él hiciera declaraciones a través de lo que hace, declaraciones que deduzco y traduzco. El modo en que se le dice es respetuoso con su subjetividad, al formularlo en tercera persona, y hay cierto tono de interrogación en nuestra enunciación, dejando margen para que pueda ser un error.
Nuestra suposición, ante su aceptación de entrar al despacho, fue que lo habitaba algo de una expectación y que allí podía habitar también el deseo.
Si hemos hablado de deseo bajo la forma del gustar o querer, lo hacemos apuntando a velar su horror. Nombrando algo de su deseo, de la posibilidad misma y legítima de desear, podemos tomar apoyo en esa brizna para potenciarlo con nuestra palabra.
SOBRE EL RECORRIDO
Va y viene varias veces, atolondrado. Eso le satisface. Pero las condiciones para regular sus satisfacciones no están aún creadas en su subjetividad. Se angustia ante la proximidad de ese objeto —coche rojo— que, efectivamente, le gusta mucho, y ante nuestra proximidad. Y quiere huir. Como decíamos, hay un exceso de satisfacción que no puede regular.
Lacan decía que la angustia no engaña; que cuando hay angustia es señal de que el objeto de goce se presenta fuera de lo simbólico. Demasiado real, en el sentido de que el objeto queda desprovisto de lo que lo humaniza, dignifica, embellece2 como objeto de satisfacción. Introducir el sentido de deseo en esos momentos, apunta precisamente a producir ese velo de humanidad, a que Dídac se engañe un poco con nosotros, con los que creemos y compartimos una realidad común.
Él está tenso, agitado, vacilante, siempre amenazado por la posible irrupción de la angustia. En el recorrido por el local, oscila entre momentos de gran agitación y gritos, que acompañan todos los movimientos de su cuerpo descritos al inicio, y momentos en los que se puede detener un poco en alguno de los objetos que encuentra. Lo que espontáneamente hace es tocarlos, agitarlos un poco y dejarlos caer sin volverse. Con algunos de esos objetos se entretiene un poquito más antes de dejarlos caer: en una de las salas, con las cortinas de un gran ventanal; también con el teléfono y el ordenador. En la sala de fisioterapia le interesa una pelota más grande que él, que intenta abrazar y que hace botar, asustándose en extremo.
En el pasillo hay cuatro salas más, idénticas al despacho que ocupamos nosotros, y que están ocupadas por terapeutas con niños o familias; hay también una pequeña habitación con estanterías, armarios y juguetes, sin objetos de despacho. Al final del pasillo, a la derecha, hay dos cuartos de aseo, y una zona de recepción y sala de espera.
Su recorrido, sin embargo, se limita a nuestra sala y las dos que he mencionado, que están en el extremo izquierdo. Es decir, Dídac, en posición activa, elige por dónde transita. Incluye y excluye diferentes zonas del espacio, prefiriendo el extremo interior, ya en la primera sesión.
La crisis de la hora de la salida merece un comentario específico. Aparentemente similar a una rabieta infantil, no debemos confundirla con eso. Es un tema importante, porque para muchos niños autistas este punto es un auténtico problema. Entendemos que en ese momento para Dídac se abre un abismo de separación radical, separación que hay que contextualizar en relación con el Otro como instancia subjetiva. Lo tomaremos como pregunta. Intentaremos ser breves, simplificando en una pequeña digresión algo que es pura complejidad.
EL SUJETO Y EL OTRO: ¿QUÉ ARTICULACIÓN EN EL AUTISMO?
En el capítulo anterior nombrábamos como «exterior» e «interior» los campos en los que el sujeto organiza su experiencia, aceptando como propios o rechazando como ajenos los objetos del mundo. En efecto, es así, pero mucho más complejo.
La clínica del rechazo y del retorno de lo rechazado atraviesa toda la historia del psicoanálisis, desde los primeros textos de Freud (incluso su correspondencia con el doctor Fliess), pasando por Lacan —sus escritos y seminarios— hasta los más recientes cursos y conferencias de Miller.
La clínica nos interroga sobre estos términos, «interior» y «exterior», de muy diversas maneras:
1. Por ejemplo, cuando hay algo muy íntimo que escapa al saber del sujeto, como en el caso citado en el primer capítulo: la paciente de Freud3 que padecía neuralgia facial y evocó en el dispositivo analítico una ofensa verbal que había sentido como una bofetada. En este caso, vemos que el recuerdo como tal, que es «interior», no está al alcance de la mujer. Solo desplegando una narración, dirigida a Otro que la escucha, ha podido acceder a ese recuerdo. Freud situó ese lugar de lo rechazado en el interior, un interior inaccesible para el propio sujeto. Lo rechazado, en este caso, decimos que está reprimido y que retorna en forma del síntoma que, si usamos terminología lingüística —puesto que el lenguaje está implicado—, podemos decir que es una metáfora encarnada.
Una metáfora porque hay una sustitución, aparece «bofetada» en lugar de «ofensa»; y encarnada porque aparece como dolor en la carne, en la cara.
Lacan llamó «éxtimo» a ese lugar tan íntimo y tan ajeno. Porque vemos que no es solo que sea inaccesible, sino que es desplegándolo al dirigirse al Otro cuando puede formularse como un saber que, de algún modo, es nuevo.
2. Otra cuestión clínica que nos intriga: la alucinación auditiva y el delirio. Citaremos brevemente un fragmento: una joven de unos veinte años se escapa de la institución donde está ingresada en horario diurno, porque los elefantes le dicen que tiene que ir al zoo. En este caso, evidentemente grave, el retorno de lo rechazado no proviene, para ella, de su interior. Precisamente, ella atribuye al exterior y a una voz que realmente oye aquello que los que estamos en la realidad común atribuiríamos a un pensamiento suyo, procedente de su interior. Pero lo que cuenta es cómo lo vive ella. Para ella no son sus pensamientos, ni se le ocurre entenderlo así, ni afirmarlo ni negarlo. Directamente, con absoluta certeza y tranquilidad, los elefantes le hablan, le dan órdenes, ella obedece.
Lo rechazado en este caso retorna, pues, no como metáfora, sino como real. Ella no dice «es como si hubiera algo que me empujara a ir al zoo», o no evoca un recuerdo infantil ligado a los elefantes..., sino que oye la cadena de sus pensamientos, hecha de lenguaje, como voz. El Otro le habla y es él quien goza. Ella, como si no tuviera nada que ver con la satisfacción en juego, solo obedece. Sin embargo, entendemos que ella, por algún motivo, desea ir allí, aunque no puede asumir ese deseo como propio.
Este ejemplo hace problemática la cuestión de situar al Otro. Vemos que el Otro no es simplemente una persona diferente. Hay una instancia subjetiva que es el Otro, y es ahí donde, para el sujeto del inconsciente, se juega la partida. Cuando lo rechazado retorna de este modo, en lo real, ya no hablamos de represión, sino de un modo de rechazo más radical: la forclusión. Es un rechazo por mor del cual la huella que habría quedado como inscripción no se inscribe. Queda como ajena. En este caso —un caso de paranoia— lo rechazado retorna sobre el lugar del Otro.
3. Aún otra cuestión: la fragmentación —malformación, ruptura, etc.— delirante del cuerpo. Citaremos otro ejemplo de la misma institución donde tuve ocasión de trabajar hace tiempo. Una jovencita de unos dieciocho años se había sometido a lo largo de su adolescencia a numerosas operaciones de cirugía estética, tanto en el rostro como en el cuerpo. Pero la cuestión viró a otra cosa un día que, con desesperación, no veía reflejada en su imagen en el espejo la imagen de su boca, deduciendo de allí que no la tenía. En este ejemplo nos preguntamos cómo una parte de su cuerpo, algo que se daría tal vez por obvio y natural que sería propio, le resulta tan extraña que incluso cree que no la tiene. Lo rechazado, en este caso de esquizofrenia, retorna sobre el cuerpo.
A lo largo del libro iremos mostrando ejemplos de cómo lo rechazado puede retornar, en el autismo, sobre lo que el psicoanalista francés Eric Laurent situó como un «borde». Podemos decir, incluso, que el eje de este libro gira sobre esta cuestión. Por ahora solo la mencionamos.4
Entonces, ¿de qué hablamos cuando hablamos del Otro? Es el interlocutor fundamental del sujeto. Es también el lugar donde reside el lenguaje, que está ya en el mundo cuando el sujeto nace. Es el lugar de lo simbólico, de la ley.
Es necesario que alguien encarne a ese Otro. El lenguaje no atrapará al sujeto si no hay alguien encarnando, transmitiendo, a partir de su propio deseo, de sus propios modos de satisfacción, su versión sobre el mundo, de manera que, tomando eso, el sujeto pueda hacer su propia versión.
En el acto de constitución, el ser hablante propiamente se parte, queda dividido entre sí mismo y el Otro. En esa partición hay pérdida, pues un trozo de sí mismo se va al campo del Otro, y hay ganancia, en tanto un trozo del Otro es suyo.
Este «trozo» que se pierde y que se gana en esta operación es algo que tiene que ver, cómo no, con la libido, tanto propia como ajena, con el deseo, la satisfacción. Es el objeto.
El sujeto queda así alienado al Otro del lenguaje, identificado en él a un nombre, a una palabra, un significante, que buscará a otro (en el lenguaje, en el Otro) para acceder al sentido. Así, la pregunta «¿Quién soy?», en realidad se hallaría, en nuestra subjetividad, referida al deseo del Otro: «¿Quién soy para ti?».
Esto es precisado por Lacan con una pregunta, que se abre en cuanto el ser hablante entra en contacto con el lenguaje, con frases y palabras del Otro: «Dice eso, pero ¿qué quiere?». O también, simplemente: «¿Qué me quiere?».
En estos ejemplos, la intrincación del sujeto y el Otro está clara, aunque en cada caso es diferente. Para el caso del autismo, después de años de seguir las enseñanzas de Rosine y Robert Lefort sobre clínica infantil, Laurent propuso la tesis de que esta intrincación no sería tal: por el rechazo, precisamente, a esta pregunta que, de diferentes modos, acabamos de presentar.
Algo en la constitución subjetiva del sujeto autista —por su respuesta al encuentro con el lenguaje— ha tomado otro camino, de modo que el sujeto y el Otro quedan radicalmente excluidos el uno del otro.5
Es una tesis muy radical, pero realmente muy útil para explicar un sinfín de fenómenos clínicos y procesos terapéuticos.
VOLVIENDO AL CASO
Precisamente antes de iniciar esta digresión, estábamos comentando el momento de la salida de Dídac después de la primera sesión. En este caso y en este momento, para el sujeto la separación es total y absoluta, al no haber podido él recortar un objeto en el campo del Otro. Ese momento de separación es radical; él no puede llevarse nada del centro, nada que represente en ausencia al Otro que me toca encarnar.
La operación, por decirlo de algún modo, de «obtención» de un objeto del Otro no ha sido realizada por Dídac. Son cuestiones que no tienen que ver con la conciencia ni con el pensamiento, sino que se producen inconscientemente, no sin responsabilidad del sujeto. Es posible que, tal como dejaba caer los objetos que apenas manipulaba, se sintiera caído él; fuera del Otro, fuera de sí.
Tenemos que hacerle esperar necesariamente hasta la siguiente sesión, y solo podemos decírselo, con firmeza y tranquilidad, intentando transmitir que confiamos en eso. Confiamos, y así ocurrió, en que la continuidad de las sesiones se constituya en una rutina tranquilizadora.
De la primera sesión con Dídac podemos decir que:
• Ha podido separarse de sus padres y calmarse un poco, intermitentemente.
• Deducimos que espera algo de su asistencia al centro.
• En esta primera sesión aún no sabíamos qué objetos de los que le han llamado la atención se decantarían como elegidos.
Sí sabemos que ha sido selectivo en el recorrido.
TRANSCURSO Y COMENTARIO DE LAS SESIONES SIGUIENTES. REALIDAD ESPACIAL
La espera para la entrada a la sesión le resultaba muy difícil. En cuanto llegaba al centro, se acercaba a mi puerta y la golpeaba gritando para entrar. Para evitarle ese malestar, acordamos los horarios con la familia para que no acudieran con mucha antelación.
Pronto, Dídac se apaciguó significativamente, de modo episódico. Permanecía más tiempo en el despacho y en cada sala. En cada una había objetos que jalonaban el recorrido y que iban tomando relevancia. De alguna manera, iba ligando algunos objetos elegidos a una realidad espacial.
Su constitución no es solo perceptiva. Es especialmente libidinal. El sujeto, en edades muy tempranas, comprueba si aquello que él imagina existe en la realidad o es solo imaginado, y realiza esas comprobaciones a través de objetos en tanto, para él, estos tienen relación con el placer o el displacer. Estas posibilidades se sienten, claro, en el cuerpo, en las zonas corporales que «se cargan», se erogenizan.
La realidad espacial, pues —en este caso, más allá de un mero paisaje—, es la precaria e incipiente construcción de un campo donde él mismo, con su cuerpo y su subjetividad, encontraría su lugar. O incluso, podemos decir, el espacio es lo que rodea el cuerpo.
En este momento inicial que comentamos, los objetos del mundo están muy confusos para él. No los ha situado fuera o dentro de sí; especialmente, no están inscritos en su subjetividad, no han captado su libido lo suficiente para cobrar entidad, diferenciación. No parece haber ningún objeto especial. Así es como él coge todo lo que ve y lo deja caer y, en ese acto, es como si los objetos desaparecieran. Eso es lo que quiere decir, también, «radical exterioridad del Otro». No hay palabra ni representación interna para evocar lo que quedó fuera. El «fuera» no existe, no hay ese lugar para que queden allí algunas cosas, para rechazarlas, y diferenciar estas de las aceptadas y deseadas, para las que tampoco existe un dentro.
Poco a poco, tras varias sesiones en las que los circuitos más o menos se repetían, algunas cosas sí lo detenían unos momentos. En una de las salas eran las cortinas mencionadas, el ordenador y otros objetos que luego dejaron de interesarle.
Él tocaba y agitaba las cortinas; la terapeuta las subía y luego las bajaba poco a poco con un mecanismo manual que él miraba sucesivamente. Le cantaba, con voz muy baja, canciones populares catalanas relativas al sol y a la luna, alternativamente, acompañando los cambios de iluminación que se producían en la sala al abrir o cerrar las cortinas. Todo esto al principio era fugaz, fragmentario e intermitente. Él esboza en estos juegos alguna tenue sonrisa. No se puede decir que esté tranquilo; hay inquietud; no permanece en un lugar y, ciertamente, de pronto todo puede estallar imprevisiblemente en crisis de angustia que lo desbordan, y vuelve a gritar, a agitarse, a esconder los ojos, a huir.
Nuestra posición es de oferta cautelosa, con la marca de un deseo para él. Por ejemplo, la lentitud al bajar y subir las cortinas imprime una temporalidad menos agitada, apaciguada.
Ya no es necesaria la quietud pétrea de la primera sesión. Él soporta y hasta disfruta de una proximidad con esta condición tranquila, atenta con él pero también atenta a otros objetos que a él le interesan, lo que hace que no esté atenta directamente a él, y le producen alivio. Se contagia un poco de este nuevo tempo aunque él es quien marca verdaderamente el ritmo, sobre todo cuando, súbitamente, nos vamos a otra sala.
En este desplazarnos de a dos por el local y sus objetos, algo de lo imaginario se ha puesto en juego, en el sentido de lo especular, del cuerpo como globalidad, a modo de un «contagio» con la imagen de mi cuerpo que, así, no es tan real. Si ha ocurrido esto, pues, el suyo también está un poquito menos presente para él, menos real.
EFECTO DE UNA OPOSICIÓN SIGNIFICANTE
El juego con las canciones y las cortinas cumple una doble función. Por un lado, aporta una experiencia placentera y apacible —en el orden del principio del placer, del deseo— con ese objeto que él apenas toca, sacude y deja. Por otro lado, con la oposición luz/sombra usando las cortinas que le interesan; emparejándola a la otra oposición, sol/luna, apuntamos a transmitir algo de lo simbólico, que se caracteriza por ser un sistema de oposiciones y diferencias.
Apuntamos, también, a transmitirle algo de la belleza humanizadora, una belleza ingenua, infantil, apropiada a su edad. Intentamos transmitir, en tanto encarnamos a un Otro, algo de la cultura común. Hay allí algo de nuestro deseo, pues son canciones que tienen una carga subjetiva para la terapeuta misma. Es una invitación a formar parte de la pequeña comunidad que canta o ha cantado las canciones Sol, solet y La lluna, la pruna.
Sol, solet,
vine’m a veure, vine’m a veure.
Sol, solet,
vine’m a veure que tinc fred.6
La lluna, la pruna,
vestida de dol,
son pare la crida, sa mare no vol.
La lluna, la pruna i el sol matiner,
son pare la crida, sa mare també.7
Es sorprendente cómo localiza por momentos la mirada, antes enloquecida: espera la sombra o la luz y, por un instante, me mira fugazmente, esbozando una sonrisa.
Localizar la mirada, objeto libidinal,8 por muy brevemente que sea en este momento inicial, tiene un gran valor en este caso, si nos atenemos a cómo esconde los ojos cuando está angustiado. Ante las cortinas y las canciones, el sujeto realiza una incipiente operación de localización de goce en la mirada. En un encuentro con la mirada del Otro, él ha podido consentir.9
Este incipiente cambio se podría entender como efecto de un vaciamiento de goce. En efecto, Dídac ha consentido antes al juego de alternancias con las cortinas, que entraña las oposiciones simbólicas mencionadas. Ese goce vaciado se localiza en la mirada (él contempla la luz, sin moverse, expectante), y decimos que, así, el objeto mirada se recorta, en el sentido de que toma entidad como tal, diferenciado en el cuerpo; de alguna manera, la mirada ha sido extraída, produciendo un borde, en tanto Dídac puede consentir a «dármela» cuando me mira y obtiene la mía.
OBJETO PRESENTE/AUSENTE EN LA REALIDAD
Vamos a centrar un poco el comentario en el coche rojo, el objeto que Dídac usó en la primera sesión. Es un aparato con mecanismos y diversas posibilidades manipulativas. En el despacho, su lugar está detrás de una puertecita, en la misma estantería baja en la que él lo encontró el primer día (la primera vez estaba a la vista y a su alcance).
En las sesiones que siguieron a la primera, Dídac iba a buscarlo siempre al llegar, excitado, sin mirarme, sin pedir. Como hemos mencionado, hay una relación muy compleja entre el hablar y el pedir. Para que hablar-pedir sea posible, es necesario todo un soporte simbólico e imaginario que en el caso de Dídac aún está en construcción. El propio coche y otros objetos, precisamente, servirán para ir elaborando y construyendo ese andamiaje.
Dídac cogía el coche e iniciaba lanzamientos sin un rumbo definido, o giraba con una manivela un tambor interior que producía un ruido, llevándose las manos a los oídos, asustado, pero disfrutando de la actividad. O lo vaciaba, extrayendo piezas geométricas del interior, arrojándolas sin recogerlas.
Los lanzamientos del coche se fueron organizando como lanzamientos de ida y vuelta, entre él y la terapeuta. A veces, yo lo escondía, sustrayéndolo de la escena con la intención de provocar su extrañeza y de que captara su desaparición, en aras de promover lo simbólico.
A estas alturas, la regularidad de los encuentros ha instaurado un nuevo lugar en su mundo en construcción, al que él acude con interés.
Hay algo nuevo en su modo de hacer, algo incipiente. Ya no se trata del caos invasivo en el que la única referencia era la huida de la proximidad de las personas, en aquel goce atroz que lo atormentaba y que entendemos como un exceso de presencia.
Hay algo que ha cambiado para el sujeto, que se mueve en el espacio y usa los objetos de otro modo. En efecto, en el espacio hay unos itinerarios definidos, que incluso algún día pueden variar en orden o no completarse; pero hay lugares incluidos y lugares excluidos del recorrido. Es un espacio señalado, localizado, donde hay cosas que él vuelve a reencontrar una y otra vez.
MATRIZ DE UN BORDE
Lo que caracteriza lo simbólico es nombrar la ausencia; en cambio, en lo real todo está presente, sin el menos que introduce la simbolización. El lenguaje —una dimensión fundamental de lo simbólico— es un sistema de términos que, ordenados según leyes también simbólicas, forma palabras y frases. En lo imaginario, situamos las representaciones en imágenes.10 Si Dídac busca el coche detrás de la puerta es porque ha podido representárselo sin verlo y confía en encontrarlo en la realidad.
¿Cómo ocurrió? Fue necesaria la continuidad en el tiempo y la regularidad para desplegarlo y constituirlo efectivamente, pero nuestra tesis es que ya en la primera sesión se instauró de forma incipiente lo que hizo posible el despliegue posterior. En esa primera sesión se había constituido una matriz: un objeto —el coche rojo— entre él y el Otro; la matriz de un borde.
No se podía saber, en aquel momento, qué grado de estabilidad tendría eso que se reveló con el tiempo como recorte de un objeto de la realidad. Retroactivamente, sabemos que lo que vino después fue ampliación y enriquecimiento de esa matriz inicial. El sujeto pudo ausentarse del lado de sus padres —recortarse él mismo, separarse— en aquel instante en que, sostenido por el dispositivo al que accedía, recortaba un objeto del mundo entre los demás;11 un objeto cualquiera, que dejará de ser cualquiera y será central, necesario, en el día a día de su tratamiento.
La matriz empezará a repetirse. De esta manera se ampliará, incluirá otros objetos y elementos, tal vez ya presentes de algún modo en su mundo, pero sin lugar: el coche, las cortinas, la lavadora, el ordenador, la pelota. Ganará y perderá cosas, cambiará, y seguirá repitiéndose, y dejará cosas atrás...
Es importante para Dídac, sin embargo, que el coche siempre esté allí. Si bien es cierto que se puede decir, retroactivamente, que ha habido efectos de ordenamiento por la incidencia de lo simbólico, la certeza sobre ese objeto, que está siempre en el lugar donde él sabe que está, tiene que ver con la fijeza de un orden que él necesita introducir, a falta precisamente del orden simbólico, que puede ser móvil y equívoco.
La repetición, en la que él busca encontrar cada vez la satisfacción que encontró antes, como en todo juego de niños, es un trabajo del sujeto.
La operación en juego en esos primeros momentos del tratamiento tiene que ver, pues, con el recorte y la fijación del goce, la localización en zonas corporales, iniciando un trazado en el cuerpo que delimitará unas condiciones de satisfacción. Tenemos, en efecto, que con ocasión de los juegos de luz y sombra asociados a canciones, algo de la mirada y de la voz se ha recortado en el orden del placer, distanciándolo del goce invasivo, displacentero.
Por otro lado, con el coche rojo, que es suyo pero está fuera de él, también se opera una extracción de goce, que él redobla cuando lo vacía de piezas.
La libido se acota, ya no es aquel derrame de exceso que desbordaba al sujeto, invadiéndolo todo indiferenciadamente.
En el curso de estas primeras sesiones, Dídac articuló sus primeros fonemas (pa-pa) al regresar en dirección hacia sus padres. Concretamente, ocurrió en la cuarta sesión. Era una conquista importantísima. En los capítulos siguientes comentaremos varios aspectos sobre el desarrollo del lenguaje en este caso.