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Elías y los migrantes

La atención de Elías Hoisoi respecto a lo que ocurre a su alrededor es constante, y de pronto siente que la vida lo ha puesto en la ruta de las aves migratorias.

Basta que salga de su trabajo y en una calle abun­dante en jardines se cruce con él un pajarito amarillo limón con alas negras.

—¡Qué maravilla! Es el tiempo del vuelo hacia el sur: se acerca la Navidad.

Elías Hoisoi vive en un país sin estaciones, muy cerca de la cintura de mujer embarazada del pla­neta. Está pendiente de los viajes de los pájaros que con frecuencia cruzan por su ciudad, a mitad de camino entre los polos de la Tierra.

Consciente de las dificultades que acarrea un viaje tan largo. Elías ha establecido en el techo de su casa una estación de servicio para los viajeros del aire. Los conoce por las referencias de su tomo II de La vida de los animales y sabe que los migrantes consumen granos, insectos, frutos o lombrices según como la magia de la evolución los haya preparado para la vida.

En diferentes cajones, tarros de galletas y latas de sardinas coloca los manjares, previa organización de perchas hechas con palos de escoba para que los viajeros puedan posarse cómodamente. En un platón organizó el bebedero con agua fresca “que se debe cambiar todos los días” según recomienda a las pequeñas María Jo y Valentina Fa, quienes le colaboran con más curiosidad que con interés naturalista.

Para ganarse la confianza de los pájaros, subió algunas materas con sus raquíticas plantas, que sin embargo, contribuyen a dar un toque de verdor al desolado tejado.

Conocedor de la importancia de la observación en el conocimiento de la vida natural, elaboró un escondrijo camuflado para mirar sin ser visto. Con una estructura simple de madera, recubierta de papel verde lleno de huecos, organizó un mirador portátil para estudiar el comportamiento de cualquier forma de vida silvestre que llegara a su techo.

La instalación completa fue bautizada SALMO (Sistema de Apoyo Logístico al Migratorio Ocasional) y el aprovisionamiento obedecía a la más simple de las filosofías:

—Un puñado de cada cosa que saque del cajón de la despensa no va a hacer rico ni pobre a nadie, y en cambio puede convertir esta casa en un santuario migratorio, objeto de un documental de la National Geographic Society.

Con estas palabras y en nombre de la vida, sacó del armario de la cocina un puñado de arroz, maíz, avena en hojuelas y cuanto alimento seco que consideró pudiera ser atractivo para los pájaros.

Las lombrices de tierra fueron conseguidas en una operación nocturna contra un lote enmalezado de la vecindad. Los tres naturalistas llegaron con los zapatos embarrados, con el consiguiente disgus­to de la señora María Pa, quien mantiene su casa como tacita de plata.

La provisión de gusanitos se logró mediante el expediente de dejar en la sombra húmeda dos guayabas y tres plátanos que pronto tuvieron encima una nubecilla de diminutas moscas de la fruta:

—Drosophilla melanogaster —dijo Elías a las pe­que­ñas María Jo y Valentina Fa mostrándoles la ilus­tración en el tomo III.

De los huevos puestos en la oscura pulpa de la fruta fermentada, muy pronto eclosionaron, bullen­tes, miles de larvas.

El sábado siguiente Elías Hoisoi madrugó a acurrucarse dentro de su observatorio y dio comienzo a la espera de las aves.

Imaginó las nubes de palomas americanas que oscurecían el cielo en su viaje al sur (pero no vinieron debido a que fueron cazadas hasta la extinción total).

Pensó en las ruidosas bandadas de patos que su padre recordaba haber visto en la infancia, cuando alrededor de la ciudad había lagunas de quietas aguas claras, que hervían de peces y de ranas. Allí se detenían los barraquetes y los patos reales, y se quedaban a vivir y a criar sus pequeños.

Ahora no hay nada, las lagunas están secas, o son pantanos de aguas negras o botaderos de basura. Los patos pico de oro se extinguieron en los años cincuenta…

No queda ningún viajero extraviado que venga a posarse en el platón de agua fresca que, tal vez demasiado tarde, Elías Hoisoi pone a disposición de los viajeros del aire.

Sin embargo, él tiene la paciencia que hace verdaderos sabios y espera los sarapitos esquimales que según el tomo II recorren el planeta del Polo Norte al Polo Sur.

Dicen los naturalistas que son aves que se pasan la vida volando, como los ángeles, que sí saben para qué tienen las alas.

Pero por la casa de Elías parece que no pasan los sarapitos ni los ángeles.

Donde bulle la ciudad, por las calles construidas sobre las lagunas desecadas solo pasan los raudos autos de los señores gordos y las elegantes damas hacia el Polo Club y los polos de desarrollo urbano.

Lo único que migra es la ganancia, desde los corazones de quienes sueñan con una casita, hasta las arcas de los urbanizadores dueños del paisaje.

Sin desperdiciar la calma, espera aunque sea una de las oscuras golondrinas que vuelvan en tu balcón sus nidos a colgar.

Pero ellas tampoco volvieron: la ciudad no les pertenece y los arquitectos ya no construyen casas con balcones donde se asomen las niñas enamoradas y aniden las golondrinas.

La larga e inútil espera empieza a incomodar a Elías Hoisoi. Para desentumecer el cuerpo se pone de pie, se reacomoda la mampara y da algunos pasos torpes por el techo para despertar los músculos de las piernas que le hormiguean con una desagradable sensación.

Se mueve balanceándose como un astronauta sobre el desierto lunar, atraviesa ese Mar de la Tranquilidad que tanto ama y que ha inventado para los pájaros, y se ubica de nuevo en el otro lado del techo.

Se seca el sudor de la frente: ya es cerca del mediodía y tiene sobre él el sol ecuatorial cayéndole perpendicularmente sobre su calva incipiente. Elías suspira, se aclara la garganta con una breve tos y retorna de nuevo al silencio y a la inmovilidad.

Espera la gritería de los pajaritos de vientre amarillo limón y alas negras. Lo hace con gran esperanza, pues al fin y al cabo el que vio al principio de la semana cruzándose con él seguramente era un guía de la bandada, un explorador de avanzada y si él pasó por aquí, los demás deben seguirlo.

Elías Hoisoi vigila todo el sábado y no viene ningún viajero.

—¿Será que cambiaron de ruta? ¿Será que los espanta la soledad de la ciudad, el humo, el ruido? ¿Será que no encuentran alimento por aquí cerca? ¿Será que viajan bordeando el mar?

Se hace todas las preguntas sin permitirle a la mente contemplar la idea de que tal vez se han extinguido. Esa posibilidad no cabe en el alma de Elías.

La ausencia de los amigos lo lleva a plantear una nueva estrategia:

—A lo mejor no se acercan porque no ven a nadie.

Y organiza en el patio de la casa la producción de aves de papel en serie.

Con la colaboración y los colores de las pequeñas María Jo y Valentina Fa, se dedican a dibujar, recortar, colorear y montar numerosas siluetas de pájaros.

Unos habitan en el tomo II, pero la mayoría les salen del corazón y de las ganas.

Los hay en pleno aleteo, en vuelo rasante, en picoteo en el tarro de granos, bebiendo en el platón, posados en las perchas acicalándose las plumas, con la cola abierta y las alas extendidas en actitud amorosa, etc.

El techo, antes desolado, se llenó de habitantes. Pegados en los cajones, colgados con hilos de costura o suspendidos en alambres para que el viento colaborara, se balanceaban esos pájaros de colores inverosímiles:

—Así sí es posible —calcula Elías—, que cualquier ave, aproximándose a alta, mediana o baja altura, pueda ver esta casa como el único jardín en un pedregal, como un oasis en el desierto de este barrio, y no dudará en descender en este techo, que parece tener un sombrero de pájaros.

La tarde se acerca y nada.

La luz empieza a irse y no llega ninguno. Un poco triste, Elías Hoisoi ve desde el escondrijo de su mampara cómo se pinta el cielo con el sol de los venados y las nubes se ponen de un extraño color de cobre.

Poco a poco el azul se vuelve violeta, disminuyen los ruidos y se dibuja en la oscuridad la silueta de la ciudad contra el último resplandor del ocaso.

Elías contempla la línea irregular de los techos, las dos torres de la iglesia de la Santísima Trinidad, los chamizos de las antenas de televisión, los macizos tanques del agua.

Suenan las campanas del ángelus, se enciende el alumbrado de las calles, empieza a hacer frío, sale Venus, el hermoso lucero de la tarde, y no llega ningún pájaro.

La señora María Pa sale al patio, lo llama haciendo una bocina con las dos manos pidiéndole que baje a tomar su café con leche y su pan de maíz de la noche, que ya está servido, que hace mucho frío, que ya va a empezar el noticiero de las siete y que se puede resfriar.

Elías Hoisoi baja entumido y su rostro no puede ocultar una gran tristeza, tan evidente, que la señora María Pa y las pequeñas María Jo y Valentina Fa tratan de consolarlo con frases como

—Será que viajan de noche.

—Será que ya pasaron.

—Será que no han pasado.

—Qué pesar los pajaritos.

—De todos modos hicimos unos lindos de papel.

Etcétera, etcétera.

Elías Hoisoi agradece las buenas intenciones, las buenísimas intenciones de quienes lo quieren tanto que lo acompañan en la pesadumbre de sus sueños fallidos.

Se hunde en sí mismo y toma su alimento sin saber que lo toma, come sin alimentarse y mira en el televisor las malas noticias del día sin saber que las mira, entristeciéndose hasta el fondo.

Cuando termina su cena dice:

—Voy a subir un rato, de pronto las veo pasar. Es cierto que vuelan de noche guiándose por las luces de las ciudades.

Su voz tiene otra vez un rescoldo de esperanza que anima también a las pequeñas María Jo y Valentina Fa que dicen a coro ¡sí, sí, qué rico, vamos!, de manera que la señora María Pa mira hacia el cielo raso del comedor, sin decir nada, pero con el gesto diciéndolo todo.

Un momento después tienen gorros de lana, suéteres y bufandas para iniciar la excursión nocturna al techo.

Cuando están arriba, sienten la ciudad y la noche de otra manera, las encuentran diferentes, como si fueran náufragos que flotaran sobre un mar congelado en trozos desiguales, con luces en las ventanas y sonidos de música y resplandores azules de los televisores encendidos.

En silencio miran las constelaciones, la gran pradera de la Vía Láctea donde corrieron el caballo y el bisonte levantando esa nube de estrellas.

Contemplan el callado espacio sideral cuajado de soles y de astros, y Elías Hoisoi se siente inmensamente triste por este pobre planeta perdido sin aves migratorias entre los luceros y los asteroides.

No puede evitar que por su mejilla ruede una lágrima.

Entonces ocurre.

Las pequeñas María Jo y Valentina Fa ven una estrella, y dos y tres que vienen hacia ellos.

Las señalan con el dedito y las siguen con la mirada hasta ver que se enredan en el espejo de la lágrima de Elías Hoisoi.

Las estrellas los envuelven en su resplandor y los arropan con su tibieza hasta que llenan todo el techo y alcanzan los pajaritos de papel dibujados por las niñas.

La casa borbotea de luz, se rebulle como una gallinita enamorada, los vecinos se asoman, salen a la ventana en piyama y a la puerta en chancletas y bata de baño.

Invaden la calle cubiertos con gruesas ruanas, coloridos ponchos y gorros en la cabeza. Salen y con gran exaltación le dicen mire, mire al que está mirando, y ven en la claridad celestial que las pajaritas se mueven: despiertan las que estaban dormidas con la cabeza debajo del ala, aterrizan las que estaban por descender, comen las que pintaron comiendo y beben las que colocaron a la orilla del platón con el pico levantado para bajar el trago de agua.

Todos los pájaros del techo se acicalan sus plumas de colores imposibles, alborotan sus alas de tonos inventados por las niñas, se comen el arroz, el maíz partido, los gusanitos, las lombrices de tierra, las provisiones todas del Sistema de Apoyo Logístico al Migratorio Ocasional (SALMO).

Las aves vivas de papel agradecen con su canto y su algarabía el desvelo de Elías Hoisoi, se elevan en bandada, suben revoloteando, ascienden entre el rumor de su propia luz como un volcán de Navidad.

Dan una vuelta, dos, tres y se ordenan para volar hacia el Sur, hacia donde señala la constelación de la inclinada Cruz.

Se van hacia la curvatura del planeta donde otros soñadores como Elías Hoisoi las deben estar esperando, con un corazón tan grande y tierno como la bóveda estrellada del alto cielo de la Tierra.


Elías Hoisoi

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