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Los peces del mar de hielo

Por lo menos una vez al mes, y gracias a los peces del mar de hielo, Elías Hoisoi y su familia tienen un encuentro con el infinito universo.

Aunque desea con intensidad visitar la selva, Elías no ha podido conocerla personalmente, pues vive demasiado lejos de ella.

Una vez soñó que en las vacaciones iba toda la familia al gran Amazonas y que por los vericuetos de Amacayacu se perdían y debían vivir para siempre como aborígenes en la espesura.

Durante toda la noche Elías regresó a la vida seminómada de los makú subsistiendo de la caza, la pesca y la recolección de frutos silvestres y raíces de monte.

Casi a las cinco de la mañana estaban desarrollando una primitiva agricultura, el comercio del trueque y los rudimentos de un lenguaje para comunicarse con otras tribus tan libres y primitivas como la de los Hoisoi.

A las seis de la mañana sonó el despertador, en el instante en que Elías soñaba que su pueblo desarrollaba la escritura, la astronomía y la matemática. El ruido estridente del reloj fue posiblemente el cataclismo que antecedió la desaparición de aquella civilización.

Ese mismo día le contó su sueño a la señora María Pa y a las pequeñas María Jo y Valentina Fa.

Por la tarde se dedicó a verificar aspectos relacionados con la posibilidad de vivir en la selva sin destruirla, como proponía el compadre Chico Mendes.

—En los libros está todo si uno no puede ir personalmente —decía a las niñas mostrándoles el tomo I de La vida de los animales.

Elías tiene una repisa de palo con los tres tomos (algún día escribirá uno sobre los dragones), además de algunos fósiles de los seres que hace millones de años poblaron las aguas de un mar interior sobre cuyo lejano recuerdo navegan la ciudad y los sueños de Elías.

Tiene también caracoles y un viejo cuchillo de monte, con cacha de asta de ciervo, que perteneció a su abuelo.

El abuelo tenía mucha sangre de los antepasados Curripacos.

Fue cazador, aventurero y general de las guerras civiles. Era un hombre recio y decidido, de frente amplia y mirada melancólica, únicos bienes de herencia que, junto con el cuchillo, dejó a Elías.

En la repisa hay también una brújula de su tío Alex, veterano de la gran guerra en las selvas amazónicas, cuando los soldados no morían de herida de bala sino de soledad y manigua.

En la pared cuelga una fotografía del jaguar aburrido en el zoológico de la Santa Cruz, tomada por su amigo Raúl Osorio.

Su museo de Historia Natural se completa con una caparazón de tortuga, que compró en el mercado de las pulgas, y el cráneo de un gato:

—Mi compadre Jairo Aníbal dice que “el gato es una gota de tigre”, y a Víctor Hugo le leí que “Dios hizo el gato para dar al hombre el placer de acariciar el tigre”.

Por ese amor a la selva no pierde la oportunidad de husmear en los almacenes de peces y mascotas.

En una atmósfera que huele a caca de pájaro, cruzada de chillidos y cantos, relucen las escamas multicolores de miles de peces que le traen a Elías noticias del gran río.

—Al menos estos están vivos —dice Elías, absorto.

—¿Cómo dice? —pregunta el dependiente del almacén.

—Digo que por lo menos aquí hay vida, porque los peces del mar de hielo desafortunadamente están muertos —responde y sale a visitarlos.

El mar de hielo queda en los grandes supermercados, en la sección de carnes, que Elías recorre como un angustiado familiar en una morgue buscando los parientes desaparecidos después de la catástrofe.

Allí están los moluscos, los crustáceos y los peces muertos, acomodados en lechos de hielo molido, ramitos de perejil y rodajas de limón.

Contempla el arcoíris desvanecido de las truchas muertas, la diminuta boca inmóvil de los bocachicos, los bigotes tiesos de los atigrados bagres, la tornasolada plata y los ojos hundidos de las mojarras. Entran en sus ojos como mensajes tristes los rojos desleídos de los pargos rojos, las acorazadas langostas, los diminutos camarones y los soberbios cangrejos. No les sirvieron los dientes, las pinzas o las escamas para derrotar la parca de los buques pesqueros.

Elías Hoisoi quisiera verlos vivos, devolverles su capacidad de remontar corrientes y desafiar oleajes.


Imagina cómo las poderosas redes de arrastre habrán arrasado el fondo de los mares, cómo los chinchorros y las atarrayas habrán arado el fondo de los ríos para venir a petrificarlos en este mar de hielo.

Mientras Elías está allí, contemplando los cadáveres, llegan señoras elegantes y sin preguntar a cómo es la libra, dicen ese y se llevan los rollizos lebranches, los gordos sábalos, las largas sierras, los tesoros del agua.

—Los van a devorar como carne blanca que no engorda, se los van a comer en banquetes elegantes —piensa Elías Hoisoi, quien ya siente que el vendedor de pescado lo mira como un estorbo.

—¿El señor qué desea llevar?

Elías Hoisoi, consciente de que estos peces son la vida que prodiga un mar azul, sereno, inmenso, conjugado con los soles y las lunas, se decide a llevar una libra de mojarras, hermanas de las olas, los lejanos aguaceros y las tremendas tempestades.

El domingo es el banquete.

Es una bienvenida a los peces que por fin logran llegar a su destino.

Después de recorrer los abismos silenciosos y la penumbra de las profundidades, entran en la vida de Elías Hoisoi, señora y familia.

Elías disfruta este plato como una comunión con el resto del universo. Pone en su cuerpo los átomos que vagaron por el espacio durante centenares de millones de años y ahora son su responsabilidad.

Es como si el pez del mar de hielo dijera:

—No muero porque ahora vivo en ti, y mientras mires los atardeceres los miraré contigo. Ahora somos uno solo en el milagro del amor.

Así se lo hace saber a la señora María Pa y a las pequeñas María Jo y valentina Fa.

Ellas sonríen incrédulas, pero a él le parece que el brillo de sus ojos alegres es luz de estrellas, destello del fondo del inmenso océano, y se siente feliz.

Dice que es una suerte estar allí, sentados alrededor de la humilde mesa, compartiendo los secretos del ilimitado universo.


Elías Hoisoi

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