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Capítulo I

Rosendo Bucurú inicia su maravilloso viaje


Mucho antes de descubrir el mundo fantástico que se ocultaba en el río, en la noche y en el bosque, el niño Rosendo Bucurú ya era un pequeño trabajador.

Empezó a jornalear apenas aprendió a caminar: su primer oficio consistió en llevarle al papá una botella de fresca limonada, endulzada con panela, hasta el rastrojo donde tumbaba malezas con un gran machete.

La botella, tapada con una tusa de mazorca, se balanceaba en la mochila de fique terciada al hombro del pequeño. Con paso seguro, a pesar de andar descalzo, cruzaba la tierra reseca bajo el claro cielo de verano, agachándose bajo el alambre de púas para pasar de potrero a potrero y seguir el sendero abierto por el ganado. Las vacas, sin asustarse, lo miraban andar tranquilamente por entre ellas, y lo seguían con las orejas atentas y los ojos dulces; le olisqueaban la espalda y lo saludaban con un suave mugido, atraídas por el aroma de la limonada.

Desde bien lejos percibía el tintinear de la herramienta cortando los espinos.

−Oooooh... La limonadaaaa... −gritaba el niño.

−Oooooh... Don Rosendoooo... −respondía el papá volviendo la mirada, guardando luego el machete en la funda y secándose el sudor con el trapo rojo que cargaba al hombro.

El niño se acurrucaba en alguna sombrita y miraba al papá desde abajo, con ojos entrecerrados ante tanta luz del mediodía. Era tan grande, era como un gigante que se tomaba la limonada casi sin respirar, a grandes tragos, pero siempre dejándole unos sorbos.

−Ah, qué cosa si está buena −decía con satisfacción y le pasaba la botella a Rosendo diciéndole con cariño−: Tómese ese cuncho, mijo, luego lávela en el río y vuélvase para la casa.

El río rumoroso rompía rápidas espumas entre piedras de musgos y rocíos, a la sombra de grandes caracolíes y tupidas matas de guadua.

Frente al agua fresca que lavaba el arenal de la orilla, Rosendo se sentó en una piedra y se acomodó para beber su limonada.

Cogió la botella con las dos manos, la llevó a los labios y la levantó, pero la limonada no quiso salir. El líquido seguía en el fondo negándose a bajar.

Miró a los lados como preguntando qué pasaba, y sus ojos se encontraron con la mirada, no sabía si burlona, de una rana verde de ojos amarillos que parecía sonreír acurrucada en el follaje.

Puso la botella boca abajo y la sacudió con fuerza, pero nada: como unida al cristal, la limonada permanecía inmóvil allí dentro. Levantó el pico hasta la altura de los ojos, miró por entre el cuello de vidrio como quien mira por un catalejo y vio allá dentro el paisaje del agua teñida por la panela, titilando como un cielo de dulce, los hollejos verdes claro del limón. Y no vio nada más porque la botella salió volando de entre sus manos.


Así fue, como si estuviera viva, pegó un brinco y se paró en la arena de la orilla, invitándolo a jugar al corre­que­te­agarro. Atraído por el juego, el niño se levantó despacito, cauteloso, con los brazos abiertos y el cuerpo inclinado, como si fuera a agarrar una gallina que se queda quieta, acezando con el pico entreabierto, y se escabulle cuando se le acerca el perseguidor.

Eso hizo la botella: rodó y brincó cuando estaba casi entre las manos de Rosendo, huyó con cabriolas de animalito arisco, con gambetas de comadreja y picardías de zorrito.

El tiempo se le iba en ese jaleo feliz de allá para acá, en pleno juego y completa fiesta, sin acordarse de cuántas veces a la semana lo reprendían por quedarse horas y horas sentado en una piedra, embelesado con las torcazas que venían a beber como caballitos en el río; o por jugar a las canoas en las pocetas bullentes de renacuajos; o por gastarse medio día hechizado con el embeleco de las mojarras, que lucían sus escamas peleándose bajo el agua las migajas de arepa que el niño les traía.

La rana verde de ojos amarillos no le perdía un solo paso a las carreras del niño, como si supiera lo que iba a suceder y sus razones tendría para estar tan atenta, porque en uno de sus brincos de conejo, la botella saltó al agua y Rosendo Bucurú, por seguir en la emoción del juego y retozar entre el río, se metió al agua entre carcajadas de alegría. Por seguir tras ella, que ahora nadaba como un pato y se consumía como un pescado, la rápida corriente alejó al niño de la orilla; pero ni tiempo de asustarse tuvo cuando sintió que sus pies no tocaban fondo, porque súbitamente alguien, desde abajo, lo levantó con su lomo sobre la espuma del torrente: era la rana verde de ojos amarillos que le servía de cabalgadura.

−Agárrese bien duro don Rosendo que por fin nos encontramos; vamos para la ciudad de los peces bigotudos, que su majestad el rey Bagre lo manda llamar.

Se lo dijo con una voz que inspiraba tanta confianza, que el niño presintió que este era el comienzo de una gran aventura.

Zambulléndose en la frescura del caudal de su río, la rana avanzó a grandes zancadas. Rosendo Bucurú no podía dejar de reírse, con las traviesas burbujas haciéndole cosquillas en los pies descalzos.

El maravilloso viaje de Rosendo Bucurú

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