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Capítulo II

La ciudad de los peces bigotudos


Bajo la corriente los colores eran más tenues, matizados por el agua y desdibujados por la profundidad. A veces le llegaba al pequeño jinete el brillo de las mojarras acercándose como estrellas fugaces, curiosas y tímidas, y alejándose presurosas al reconocer a la rana, enviada especial del rey Bagre.

Siguieron río abajo, más allá de la espuma que hace remolinos entre las piedras de la orilla, donde las mujeres lavan la ropa mientras conversan de amores y dolores.

Al llegar a un recodo donde el caudal forma un gran remanso, la rana se dirigió al fondo. Luego se detuvo en las cavernas de las profundidades, en medio del silencioso paisaje de los naufragios, y le mostró una antigua puerta de oro, apenas visible entre la velada luz submarina, medio oculta por las algas que movía la corriente. A lado y lado la custodiaban un par de fuertes bagres atigrados.

−La entrada a la ciudad de los peces bigotudos −le dijo la rana acercándose a los vigilantes con toda confianza. Los guardias les dieron la bienvenida y los invitaron a seguir.

La enorme y viejísima puerta se abrió lentamente. Con el balanceo movió su cabellera de siglos y dejó salir un resplandor: era la luz de una ciudad hecha toda de caracoles y conchas pulidas, deslumbrante de brillos y destellos reflejados en miles de escamas y lentejuelas suspendidas en el agua mansa.

Rosendo nunca había visto algo como aquello. Si acaso, el mejor recuerdo que tenía era el de su pueblo el día domingo; en la mañana le ponían zapatos y una muda de ropa limpia, y bien bañado y mejor peinado, la mamá lo cogía de la mano o él se asía al borde del canasto que ella cargaba; él recorría con emoción el bullicio de la multitud, maravillado por los colores de las frutas en la plaza de mercado, por los vendedores de baratijas, los comerciantes de pájaros y los culebreros de discurso interminable.

En el pueblo todo era enorme, siempre lleno de gente, de sol, de calor insoportable y de un terrible miedo a perderse de sus padres. Solo la iglesia era fresca, llena de ecos, de penumbra perfumada de incienso, con golondrinas y palomas que volaban sobre el altar, de lado a lado de la cúpula nunca terminada.

Pero esta ciudad en el fondo del río era maravillosa y distinta, como si fuera el eco submarino y mágico de su pueblo, con casas de fantasía llenas de puertas y ventanas abiertas, por las que constantemente circulaban lentos peces de larguísimos bigotes con los que acariciaban al niño en un saludo de bienvenida.

A nadie le corría la prisa. El ritmo de vida de aquella ciudad era la paz que se sentía a lo largo de la gran avenida por donde ahora los atigrados guardias escoltaban al invitado del rey Bagre. Al final de la alameda de caracoles y lentejuelas se erguía majestuoso el palacio de tornasolada conchanácar donde vivía el soberano de aquel país, el pez más viejo y sabio del reino.

En la entrada principal fueron anunciados:

−Don Rosendo Bucurú, caballero en la rana verde de ojos amarillos.

−Que siga −dijo desde adentro la voz de un anciano.

El niño desmontó y flotó suavemente al lado de la rana, se apoyó en uno de sus brazos y dejó que ella lo llevara hacia el claro interior de la gran sala de donde provenía la voz.

Reclinado en un colchón de algas bamboleantes que mullían su lecho de pulidas piedras de río, vio un bagre viejísimo, reposado y enorme.


A Rosendo se le conmovió el corazón al contemplarlo, pues muchas veces había visto a los pescadores sacando bagres con atarrayas y chinchorros, con anzuelos y nasas enormes, rematándolos a duros golpes de garrote, arrastrándolos hasta la orilla donde los destazaban y los cargaban en camiones con hielo que iban a parar a la gran ciudad. Comprendió que el rey de este país realmente debía tener muchos años y mucha experiencia, pues no solo tenía la piel arrugada por el tiempo, sino que esta se veía completamente cubierta de cicatrices; tenía las aletas melladas por las luchas con los hombres del río, y alrededor de la boca le tintineaban anzuelos, le colgaban sedales, y hasta uno que otro arpón partido le erizaba el lomo, como testimonio de las batallas que lo habían convertido en el rey de los dominios acuáticos, en el más hábil en el difícil arte de la supervivencia.

−Eres bienvenido, pequeño Rosendo Bucurú; estas son tu ciudad y tu casa si algún día deseas quedarte a vivir con nosotros. El espíritu del agua te localizó y la rana verde de ojos amarillos te trajo porque necesitamos tu ayuda. Siéntate, ponte cómodo y escucha lo que voy a contarte −dijo el viejo bagre.

El maravilloso viaje de Rosendo Bucurú

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