Читать книгу Post - Centro de Estudios Legales y Sociales - Страница 6
ОглавлениеHÁBITAT
Guernica. Tierra por tierra
Agustina Lloret, Diego Morales, Marcela Perelman
La reconstrucción y el análisis se realizaron de forma conjunta con Betiana Cáceres, Victoria Darraidou, Paula Litvachky, Luna Miguens, Federico Orchani, Ximena Tordini y Manuel Tufró
Cuando vos tenés tu tierra, ya progresás, pensás, proyectás: acá está el patio de nuestros hijos, hijas, donde puedan estar jugando. Podés planear, planificar un montón de cosas. Es como algo gratificante, algo que te enorgullece de tener un pedazo de tierra. Es lo más glorioso. Pero si no tenemos lo básico, que es un pedazo de tierra, ¿qué ciclo podés iniciar, si no se puede hacer nada? No se puede iniciar nada, ¿no?
Mariana, Barrio 20 de Julio, toma de Guernica
Un enfoque burocrático y penal
El 20 de julio de 2020, muchas familias que habían perdido sus ingresos durante la pandemia y no podían pagar el alquiler o sostenerse en viviendas compartidas se instalaron en terrenos que habían formado parte de un loteo fallido. Era un predio de varias hectáreas linderas a Villa Numancia, en la ciudad de Guernica, cabecera del partido bonaerense de Presidente Perón. La policía las desalojó de inmediato y un día después volvieron a tomar las tierras. En los días siguientes llegaron a ser alrededor de dos mil núcleos, entre familias y otros grupos, muchos integrados por personas muy castigadas por el ajuste social y económico de los últimos años, rematado por la pandemia: niñes, personas mayores solas, mujeres que habían huido de convivencias cargadas de violencia, maricas, bisexuales, lesbianas y chicas trans. Con una precariedad material extrema, organizaron el espacio común y montaron estructuras con palos y bolsas. Sobre cien hectáreas se organizaron cuatro barrios: 20 de Julio, San Martín, La Unión y unos días después, La Lucha.
El 25 de julio, un grupo de funcionarios del municipio, acompañado de la policía, se acercó a relevar información básica. En medio de la desconfianza, quinientas cincuenta personas respondieron a las preguntas, porque les dijeron que era necesario para incluirlas en una solución habitacional. Sin embargo, luego esa información fue utilizada en su contra como base de la acusación del fiscal Juan Cruz Condomí Alcorta por el delito de usurpación.
Ese día la policía ejecutó la prohibición de ingresar materiales. La acción, solicitada por el fiscal y decidida el día anterior por el juez de garantías de Cañuelas Martín Rizzo, es una medida de bloqueo muy tradicional para evitar la mejora o la consolidación de un asentamiento y forzar el abandono del lugar, lo que en la jerga se llama “ahogar la toma”. Los pedidos de reuniones y mesas de diálogo por parte de quienes estaban en el predio fueron rechazados. Ni las secretarías ni el defensor del pueblo municipales aceptaron las propuestas de conversar para buscar soluciones. Enseguida, la respuesta estatal se organizó mediante el sistema penal. La intendenta Blanca Cantero planteó que no había nada que negociar dado que existía una orden de desalojo, como si esto la eximiera de la responsabilidad política y social. Hubo diferentes denuncias por la usurpación de los terrenos: de una empresa que había comenzado un proyecto de barrio cerrado en la zona, que estaba interrumpido, de otras dos personas y hasta de un concejal, Guido Giana, quien denunció que un grupo había recolectado leña dentro de su propiedad como si eso implicara un robo.
El juez de garantías solicitó al fiscal que aplicara el “Protocolo de actuación judicial frente a ocupaciones de inmuebles por grupos numerosos de personas en situación de vulnerabilidad”. A partir de un reclamo social, en 2019 la Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires formuló ese protocolo para aplicar la Ley 14.449 de Acceso Justo al Hábitat en este tipo de situaciones. La Suprema Corte provincial estableció que, en circunstancias de “alta sensibilidad humana”, todes les jueces deben respetar “la dignidad de esas personas” y se deben proteger sus derechos por medio de una solución habitacional. Pero en lugar de una herramienta de protección de derechos efectiva, en Guernica el protocolo fue una formalidad que incluso contribuyó a acelerar los tiempos del proceso penal. El censo se realizó por exigencia del protocolo, pero la información fue utilizada para criminalizar a quienes respondieron.
El 7 de agosto, el juez Martín Rizzo dictó la orden de desalojo. La fundamentación fue burocrática. Pretendió mostrar que se habían cumplido las diligencias en oficinas y agencias municipales y provinciales encargadas del hábitat y la vivienda, pero sin indicar si habían logrado resultados. Refirió que el defensor del pueblo municipal se había esforzado en encontrar alternativas, aunque sin explicar ni detallar qué había hecho, qué había propuesto, ni qué respuestas había obtenido. Sí detalló que el fiscal le había dicho que quienes reclamaban el predio deseaban la restitución cuanto antes y no estaban dispuestes a dialogar con les ocupantes. El juez no explicó la real urgencia en un caso que se trataba de terrenos descampados.
Tierra para vivir, para producir y para criar
Mientras tanto, en la toma unas dos mil familias se organizaron y articularon con organizaciones sociales. Todo esto en pleno invierno y con recaudos para prevenir contagios por la pandemia. El coronavirus se agregó a los problemas económicos, sociales, familiares y de violencia que les habían llevado ahí. En asambleas al aire libre eligieron delegades por manzana, por barrio, comisiones temáticas −feminista, de loteo, de salud−, se distribuyeron lotes, se reservaron espacios de uso común. La consigna “tierra para vivir” −que luego se extendió a “tierra para producir y tierra para criar”− desmentía las acusaciones mediáticas y judiciales de que eran aprovechadores o que buscaban un negocio. También establecía un contrapunto con la respuesta, con un enfoque penal, del Poder Judicial y con la respuesta del Poder Ejecutivo provincial, que a lo largo del conflicto priorizó resolver las situaciones de manera individual, familia por familia. Sintetizaba un anhelo, un derecho y la búsqueda de una solución real. La organización territorial tuvo una fuerte impronta feminista, que se manifestó en las formas de articulación, en los reclamos y en la reivindicación de la tierra como soporte de la vida.
A diferencia de la situación décadas atrás, cuando los asentamientos se ubicaron en terrenos marginales y desvalorizados de los partidos del Gran Buenos Aires, en la actualidad esas tierras tienen un gran potencial rentístico para los desarrolladores de urbanizaciones cerradas. Ese es el destino prioritario del territorio en este municipio. En 2015, una ordenanza municipal estableció que cada desarrollador privado debe pagar un porcentaje en concepto de plusvalía para que el Estado destine esos fondos a políticas de vivienda social. Nunca se aplicó.
El 8 de septiembre, la Cámara de Apelaciones de La Plata confirmó la orden de desalojo. En ese momento, la posibilidad cierta de una intervención violenta del Estado movió a un conjunto amplio de actores a involucrarse en el conflicto: más de cien organizaciones sociales e instituciones públicas reclamamos que se buscaran alternativas efectivas al desalojo violento a través de una mesa con autoridades judiciales, políticas, instituciones de protección de derechos, delegades y familias. Recién entonces el juez reclamó al Estado provincial que presentara un plan de “contingencia, propuestas y/o soluciones”, pero al mismo tiempo fijó el desalojo para los días 23, 24 y 25 de septiembre.
Vengan de a uno
El desembarco de las agencias estatales provinciales vinculadas a la protección de derechos sociales se produjo luego de dos meses de iniciada la ocupación y pese a la renuencia de las autoridades municipales. Después de la intimación judicial, el Ministerio de Desarrollo de la Comunidad planteó una intervención interministerial para identificar “las alternativas de solución particulares de cada caso, que permitirían la relocalización de las personas que ocupan los predios en cuestión”, y a la vez se abrió una mesa de negociación con las organizaciones y delegades, representantes de las familias de la toma. Sobre ese tablero de lógica penal y con fecha de desalojo establecida, gran parte del esfuerzo organizativo debió dirigirse a resistir e intentar postergar el plazo. La intervención liderada por el ministro de Desarrollo Andrés Larroque en la causa penal permitió ganar tiempo e involucrar a otros actores. Se habilitó la participación de las organizaciones de derechos humanos y del defensor del pueblo provincial en el proceso.
Un episodio particular del vínculo entre el gobierno provincial y les ocupantes fue el censo que se realizó entre el 11 y el 13 de septiembre. El ministerio hizo un relevamiento que dio como resultado que en la toma vivían 1904 grupos familiares o personas adultas solas, que incluían 2797 niñes. De los 1810 que respondieron la razón por la cual habían llegado a la toma, 1544 declararon que lo habían hecho por estar desocupades, por falta de ingresos y por la imposibilidad de pagar el alquiler; 183 alegaron conflictos familiares; 51 por violencia de género y 32 por estar en situación de calle. Como parte de la consulta, el gobierno pidió a cada censade un teléfono de contacto, lo que después fue criticado por les delegades porque habilitó canales individuales de negociación. Además, les ocupantes señalaron que el censo tuvo varias fallas: debido a los resquemores del uso penal del primer censo mucha gente no había respondido esta vez, muches estaban trabajando fuera de la toma cuando se realizó el relevamiento y, por otra parte, les censistas se quedaron sin batería y muchas fichas no quedaron cargadas en el sistema de registro online.
Recién entonces, el juez convocó a dos audiencias en las que el punto central fue, otra vez, la fecha de desalojo. Les ocupantes pidieron noventa días de prórroga y la implementación de la mesa. El Ministerio de Desarrollo también solicitó una prórroga y fundamentó su pedido en que estaba avanzando, en que había realizado el censo y tenía en marcha el dispositivo interministerial que podía conducir a una solución alternativa al conflicto. El fiscal y el municipio se opusieron a cualquier prórroga. En la primera audiencia se había fijado el 1.º de octubre como plazo; en la segunda, el desalojo se postergó para algún momento entre el 14 y el 30 de octubre.
Las propuestas del estado provincial se centraron en subsidios económicos o de materiales, a lo que se sumó la eventual inclusión de las familias que firmaran un acuerdo en el Plan Bonaerense de Suelo, Vivienda y Hábitat. En ese primer momento, la impronta del gobierno provincial fue buscar soluciones “caso a caso”, sin reconocimiento de la organización colectiva, para lograr desocupar el predio y así evitar el desalojo por la fuerza. Les ocupantes tenían otra visión: proponían urbanizar parte del predio ocupado, aplicando la Ley de Acceso Justo al Hábitat y la Ordenanza 1082 del municipio. Eso suponía, por un lado, tomar una parte de esos terrenos baldíos como equivalente del pago de las plusvalías del emprendimiento inmobiliario contiguo, que estaba pendiente. En esos terrenos podrían ubicarse dos de los cuatro barrios de la ocupación sin necesidad de realojamiento. Los otros dos serían parte de un proceso de urbanización integrado a la trama urbana de Guernica. Esa propuesta fue respaldada por diferentes organizaciones, en particular por la Asociación Gremial de Abogados y Abogadas, que ejerció la representación y la defensa penal de les ocupantes ante las autoridades provinciales y en el expediente. Sin embargo, alegando problemas técnicos que no fueron explicitados ni en el expediente ni a las organizaciones, el gobierno de la provincia consideró que la propuesta no era viable.
El conflicto por el tipo de solución buscada fue permanente. Les funcionaries del dispositivo interministerial denunciaron que, desde la toma, no les dejaron instalar puntos de atención dentro del predio ni entregar insumos esenciales como agua, alimentos y pañales; pero tras una interlocución efectiva de la asamblea feminista, les ocupantes acordaron recibir los insumos y que el ministerio desplegara sus puestos en la plaza de Guernica. Cuando se acercaban las fechas del desalojo, el gobierno y las familias denunciaron la falta de compromiso de la otra parte para alcanzar una solución. El gobierno afirmaba que había acordado con muchas familias de forma particular, que no podía continuar este tipo de arreglos porque las organizaciones los obstaculizaban y que la decisión del desalojo era definitiva. En frente, las organizaciones y delegades denunciaban la falta de propuestas precisas, formales y colectivas. Tampoco veían resuelta la cuestión de los “alojamientos temporales” entre el desalojo y la asignación de un eventual lote o vivienda, y persistían en el reclamo de “tierra por tierra”: dejar el predio con un destino concreto.
Algunas de esas noches, helicópteros policiales sobrevolaron la toma a muy baja altura y apuntaban a las casillas con reflectores. Les niñes se despertaban por el ruido como si vivieran una pesadilla.
Un aspecto del conflicto tenía que ver con que el discurso oficial en los medios sostenía que, en realidad, no había tanta gente en el predio, que solo quedaba un núcleo de un centenar de familias. Para la organización de la toma era fundamental mostrar la fuerza y la vigencia del asentamiento. Cuando se estaban por vencer los plazos judiciales, el gobierno se acercó de otro modo al territorio, como una manera de que la salida política ganara fuerza ante la inminencia del desalojo. Más allá de las tensiones, las partes lograron negociar y coordinar un nuevo censo en el que se pudo demostrar el volumen vigente del conflicto y a partir del cual el gobierno provincial tuvo un mejor conocimiento y contacto con la situación.
Entre el 19 y el 21 de octubre se realizó el nuevo censo, esta vez organizado en conjunto, entre las familias, delegades, organizaciones y el dispositivo interministerial, con organismos de derechos humanos como veedores. El resultado fue que había cerca de 1400 familias con necesidad de una solución. El 26 de octubre aparecieron nuevas propuestas del gobierno que incluían lotes con servicios para 650 familias, la inscripción en el Plan Bonaerense de Suelo, Vivienda y Hábitat, el uso de once hectáreas y media para asentamientos transitorios y subsidios. La propuesta incluía la conformación de una mesa de seguimiento, con la participación del Serpaj y del CELS como veedores del proceso de realojamiento.
Un día después, el 27 de octubre, les delegades y referentes de las organizaciones visitaron los terrenos asignados al alojamiento de transición. Se estableció un circuito de validación del acuerdo en las asambleas de cada barrio; la propuesta del gobierno provincial comprendía diferentes tipos de respuestas que, en conjunto, implicaban una solución habitacional para todos los barrios. La construcción de este acuerdo, asamblea por asamblea y con la amenaza cercana del desalojo, era de por sí compleja, pero avanzaba. El 28, este proceso se interrumpió cuando el gobierno sostuvo que no podía ofrecer garantías de que no hubiera un desalojo, mientras continuaba el trabajoso proceso de establecer acuerdos en cada asamblea. El fiscal, que ya había coordinado los preparativos del operativo policial, presionó para concretar el desalojo en el plazo dispuesto por el juez Rizzo y el gobierno no pidió más tiempo. No resulta posible dar una única explicación de por qué no prosperaron el diálogo y la posibilidad de una solución política. Lo que sí puede afirmarse es que el desalojo ocurrió cuando todavía estaba en tratativas una salida acordada del predio.
Implacable
El llamado “operativo implacable” arrancó el 28 de octubre por la noche, con movimientos de patrullas, micros, ambulancias y agentes alrededor de la Escuela de Policía Juan Vucetich en Ezeiza. Cuatro mil efectivos bonaerenses al mando del ministro de Seguridad provincial, Sergio Berni, se trasladaron esa madrugada y a las cinco ya se encontraban en el predio. Cortaron el tendido de luz precario. A media luz, sin mediación ni aviso previo, comenzaron la represión. Incendiaron las instalaciones de la toma. Primero, las comunitarias: las postas de salud, un comedor, la escuelita. Dispararon munición de goma con armas largas y gases lacrimógenos. Cuando les ocupantes escapaban por el predio embarrado debido a la tormenta de los últimos días, la policía prendió fuego a muchas casillas con las pertenencias que habían tenido que dejar atrás.
La primera línea del despliegue fue de efectivos de la policía con la cara cubierta, sin identificación visible y pesadamente armados. Un avance propio de una fuerza antimotines y no de un operativo que busca intervenir sobre una población vulnerabilizada. Algunas autoridades señalaron que la gran dimensión del operativo tuvo que ver con ganar en número como forma de prevenir una intervención más violenta y que se tomaron recaudos para que fuera menos lesivo; por ejemplo, se habían previsto corredores abiertos fuera del predio para que las personas desalojadas no quedaran acorraladas. Sin embargo, el despliegue careció de medidas para minimizar el padecimiento en esa situación extrema, que constan en diversos protocolos. Los testimonios describen que las personas desalojadas de sus casillas corrían en medio del barro y la oscuridad, huyendo de las balas, los gases tóxicos, el fuego, el humo, los cuatriciclos, los helicópteros y las topadoras. Las imágenes son contundentes respecto de la desproporción en el uso de la fuerza.
Las familias que no llegaron a escapar resistían a los gritos y cubrían a les niñes con el cuerpo, para que no les llegaran las balas y para aliviarles el efecto de los gases. En defensa del operativo, les funcionaries dijeron después que casi no había familias y que no había niñes durante el desalojo, que solo quedaban grupos organizados para resistir, con los que se produjo el enfrentamiento. Es verdad que muches no pasaban la noche en la toma en estas fechas críticas, aunque permanecían allí numerosas familias. Si había menos chiques que en los días previos fue porque la organización de la toma les resguardó cuando se acercaban las jornadas más riesgosas. Algunes integrantes del Serpaj intentaron mediar para reducir la violencia, pero terminaron escapando de las balas y de los cuatriciclos policiales que aterrorizaban el predio y los alrededores. Les vecines de la zona también recibieron gases tóxicos y amenazas cuando intentaron asistir o resguardar en sus casas a quienes huían. Les herides, muches por balas de goma, fueron atendides por ambulancias y por las comisiones de salud de las organizaciones reprimidas. También hubo cuarenta y seis detenciones por resistencia y atentado a la autoridad.
Siempre hemos considerado que la presencia de la autoridad política y de funcionaries judiciales en los operativos puede limitar la arbitrariedad policial y reducir la violencia. Sin embargo, esas prácticas no tienen un sentido intrínseco de protección de derechos si la voluntad política es sacar un rédito de la represión. En este caso, que el ministro Berni y el fiscal Condomí Alcorta estuvieran presentes contribuyó a enfatizar la violencia. El fiscal incluso responsabilizó a las familias por la quema de sus propias casas y pertenencias: “Si se prendió fuego a algo fue por el propio accionar de las personas que estaban ahí adentro, que encima tiraban bombas molotov. Tuvo que ver con las gomas que pusieron en todos lados los propios ocupantes”. No hay que ser experte en análisis del discurso para captar la intención estigmatizante de las referencias a las molotov y las gomas. Horas después de iniciado el desalojo, se viralizó una selfie del fiscal junto a dos colaboradores: el paisaje de las casas quemadas, la luz del sol recién salido y un gesto dudoso de sonrisa sintetizaron la crueldad desplegada.
Tres puntos
Como ocurre con este tipo de acontecimientos, en los días siguientes se disputó la descripción y la evaluación política de los hechos. El gobernador de la provincia Axel Kicillof calificó el operativo como un éxito. Describió que la apuesta de su gobierno había sido disponer una respuesta integral para que el desalojo se desarrollara “voluntaria y pacíficamente”, pero que con la orden de desalojo fechada y ante la intransigencia de algunes referentes, más allá de las prórrogas, no fue posible alcanzar un acuerdo.
Destacamos tres puntos centrales en su valoración de la intervención y del operativo de desalojo: 1) como no hubo personas muertas, no hubo represión ni violencia; 2) la toma de tierras −sin distinciones− “no es la solución”, y 3) si no se llegó a un acuerdo, no fue por responsabilidad del gobierno. Tomamos estos argumentos del gobernador por ser la máxima autoridad de la provincia y porque estas ideas fueron ampliamente reiteradas para defender, e incluso reivindicar, el desalojo.
El primer punto reenvía con fuerza a un aspecto central del ciclo de gobiernos kirchneristas, que se conoce como “la política de no represión”. Pocos meses después de diciembre de 2001 y de la masacre de Avellaneda, la cuestión de cómo el Estado debía responder a la protesta social se volvió crucial. La posición general que construyó el gobierno desde 2003 −con marcadas variaciones a lo largo de los tres períodos kirchneristas− fue que la gestión de los conflictos sociales debía ser no violenta y eminentemente política. Es decir, había que restringir y regular el uso de la fuerza policial, y la presencia del Estado en la gestión de los conflictos debía involucrar a las áreas que podían responder de manera efectiva a los reclamos de fondo. Además, el gobierno y el control de los operativos policiales debían estar a cargo de la autoridad política y no ser delegados en las policías. De estas definiciones se desprendían dos consecuencias centrales. Una, la preponderancia del dispositivo político frente a la lógica policial y de seguridad para no reprimir los conflictos sociales. Y en los casos de intervención policial, el diseño de los operativos por parte de la autoridad política para evitar situaciones críticas de violencia. Esta segunda cuestión consideró la regulación del uso de la fuerza como un aspecto crítico y complejo que implicó una diversidad de normativas sobre la actuación policial: los avisos previos al uso de la fuerza, la obligatoriedad de usar uniforme y tener identificación visible, de registrar las armas utilizadas y de regular el uso de las llamadas “armas menos letales”, el modo de realizar las detenciones y muchos otros aspectos orientados a modelar operativos. En el momento de máxima controversia sobre cómo lidiar con la protesta, en 2004 la discusión se centró en un aspecto muy específico: la prohibición de portar armas de fuego en los operativos ante multitudes. Con la memoria social y política reciente de los homicidios de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, evitar muertes en las protestas sociales se volvió un imperativo y un objetivo central del gobierno nacional, que pudo sostenerse hasta fines de 2010. Ese año, en octubre, Mariano Ferreyra fue asesinado durante una manifestación, y en diciembre tuvieron lugar los homicidios de Bernardo Salgueiro, Rossemary Chura Puña y Emiliano Canaviri Álvarez durante los intentos de desalojo de la toma del Parque Indoamericano. Estos conflictos de 2010 tenían actores y lógicas muy diferentes de aquellos cortes de ruta y de calle para los que se había diseñado la política. Ahora bien, si el imperativo de “no matar” manifestantes fue una síntesis social y política de la “no represión”, eso de ninguna manera significa que una cosa se subsuma en la otra ni que la ausencia de muertes pueda ser considerada un equivalente de ausencia de violencia estatal. En Guernica se frustró una salida política y los protocolos más básicos de actuación fueron groseramente incumplidos, más allá de que nadie muriera esa madrugada. Reivindicar como exitoso un operativo cargado de violencia y crueldad con el argumento de que nadie murió allí es un umbral demasiado bajo para un gobierno que quiere inscribirse en la historia política de la no represión.
En un extremo del discurso oficial se colocó un spot del Ministerio de Seguridad, con sello de la provincia, que expone una marcada jactancia sobre la violencia desplegada. Ni siquiera justifica la represión como un mal inevitable, sino que en medio de una arenga militarista ostenta la vista aérea de las casillas ardientes de Guernica como prueba de una ejecutividad deseable. La idea central es que se necesitó un “operativo implacable” para defender “la vida, la libertad y la propiedad privada”, una apropiación perversa del discurso de derechos que pretende equiparar esos términos solo para reivindicar la propiedad a cualquier costo. Leído entre líneas, el énfasis del video sobre el entrenamiento previo y la “planificación al detalle” desmiente el discurso del gobernador de que se jugaron por la salida política hasta que se les impuso el plazo judicial, que no tenían más opción que acatar.
Es claro que la afirmación de que “las tomas no son la solución” niega legitimidad a esta acción colectiva. Esta posición, formulada como una generalidad sin matices, desconoce procesos nodales de nuestra democracia y de la movilización en nuestro país. Las tomas colectivas de tierra surgieron de la democracia en la década del ochenta. Decimos “de” la democracia porque tuvieron el sistema político de la posdictadura como condición de posibilidad y porque sus referentes provenían de trayectorias políticas colectivas de los años setenta. A diferencia de otras estrategias populares de acceso a la ciudad que tienen origen en el siglo XX, como las villas y los loteos populares, los asentamientos tienen como rasgo específico la organización social previa que planifica una toma colectiva y simultánea. Una vez realizada, la gestión del asentamiento, la resistencia al desalojo y la reivindicación del reconocimiento del nuevo barrio como parte de la “ciudad formal” también fueron procesos colectivos. Así, a lo largo de la democracia, la organización social dio forma al territorio y el territorio modeló la acción colectiva, ya que esos barrios populares fueron la base territorial del movimiento de desocupados bonaerense en los años noventa. Las tomas no son un hecho excepcional sino, por el contrario, la mayor modalidad de acceso popular a la tierra en democracia. Cuando se dice que “no son la solución” como argumento a favor del desalojo, se ignora esta historia y se vacía esta acción de su contenido reivindicatorio: ocupar tierra es parte del repertorio de la movilización social en todo el mundo y, de forma muy particular, en la Argentina. Como tal, le corresponden el reconocimiento y las protecciones de las otras modalidades de la protesta social.
Esta negación de la organización colectiva no solo marcó el discurso de autojustificación oficial, sino también, en buena medida, su praxis a lo largo del conflicto: la demora en ofrecer una salida colectiva, la preferencia por la negociación caso a caso, la interpelación por familia, el cuestionamiento y la desconfianza hacia algunas organizaciones y delegades, a quienes se señaló como obstáculos del acuerdo colectivo y hasta responsables del desenlace. Guernica se destacó en la historia reciente de las tomas por su capacidad y modalidad organizativas. En los últimos años habíamos visto cómo varias tomas oscilaban entre una organización débil y el poderío creciente de bandas –con connivencias varias– que lucraban con el mercado ilegal de tierras y otros negocios montados sobre la clandestinidad y generaban niveles de violencia elevados. Esas transformaciones en las dinámicas y los actores de las tomas se presentaron como una dificultad para la gestión política que diferentes funcionaries identificaron como causa de intervenciones fallidas. Desde ya que, para toda aspiración emancipatoria de construir ciudad por fuera del mercado y del Estado, esa nueva realidad resultó aplastante. El gobierno señaló en los medios que en la toma había “un esquema delictivo, con bandas pesadas que, se presumía, podían estar con armas de fuego”, pero justamente Guernica se distinguió de esa lógica por su calidad organizativa, de modo que caracterizar a esa comunidad a partir de otras situaciones resulta estigmatizante.
Otras dos críticas apuntan a los modos de organización. Muchas personas que participan de una toma no pasan la noche en el asentamiento. Son, no obstante, parte del reclamo y sostienen su participación de diversas formas. Cuando el gobierno minimiza el volumen del conflicto porque hay personas que no duermen allí, descalifica estas formas de organización colectiva típicas de las tomas, en que “el aguante” de los terrenos se organiza y sostiene de maneras variadas. La otra crítica se dirigió a la presencia de referentes, a quienes se descalificó por intervenir “por motivos políticos y no por una necesidad habitacional propia”, como si eso volviera ilegítima su participación.
Esta toma tuvo un tejido asambleario muy rico, organización entre familias, designación de manzanas, sectores, barrios, delegades; además, sus reivindicaciones ligadas a la “tierra para vivir”, la impronta feminista y sus modalidades de construcción atentas al cuidado mutuo configuran una novedad esperanzadora, aunque esta vez el gobierno no haya valorado la oportunidad que presentaban.
El tercer punto remite al compromiso del gobierno con el resultado alcanzado con respecto al problema de vivienda de miles de personas, que reconoció como legítimo y, como está claro, no es solo un “problema habitacional” sino de precarización integral de la vida. La ajenidad con la que el gobierno se presenta en relación con la frustración de los acuerdos no solo se explica por la negación de la praxis social y colectiva. La lógica de la negociación quedó condicionada por la resistencia del municipio a encarar una solución y por la demora de casi dos meses de la provincia en asumir el liderazgo para encontrar una solución política al reclamo, todo bajo la presión del proceso penal y de un desalojo decidido y programado. El gobierno mantuvo sus sospechas sobre algunas organizaciones. Tampoco se pudo despejar la desconfianza de les ocupantes, agudizada por el uso penal de los datos del primer censo. Ese antecedente hizo que, cuando el nuevo dispositivo interministerial organizó el segundo censo, primaran las sospechas sobre su finalidad y premura. Sin recibir información respecto de las alternativas y los instrumentos de intervención que manejaba el gobierno, las organizaciones, les delegades y las familias brindaron los datos que permitieron el primer relevamiento serio sobre las características y magnitud de la toma, y con esto se logró postergar la fecha del desalojo. Sin embargo, cuando semanas después las familias empezaron a recibir llamados dirigidos a establecer “soluciones individuales”, se reavivó la desconfianza por el uso de los datos censales. Recién cuando se coordinó el tercer censo, con participación de todas las partes y con veedores, se disiparon las desconfianzas y se estuvo más cerca de trazar un acuerdo.
En los años noventa, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas dictó una regla que pocas veces se aplicó: cuando les afectades por un desalojo no disponen de recursos, el Estado debe adoptar todas las medidas necesarias, en la mayor medida que permitan sus recursos, para que se les proporcione otra vivienda, reasentamiento o acceso a tierras productivas. En otras palabras, sin relocalización no debe haber desocupación; no puede haber un desalojo si no se garantiza una solución habitacional. Por eso, la demanda de “tierra por tierra”, no aceptar irse sin tener un lugar adonde ir, era el mejor norte para orientar un acuerdo. Hubo una constante pulseada entre esta visión de habitar la tierra o tener la certeza de alojarse en otra por parte de organizaciones, delegades y familias y la prioridad por desocupar el predio por parte del sistema judicial, el municipio y el gobierno provincial. Las posibilidades de zanjar estas diferencias estaban en manos de la política, pero quedaron muy atrás en una carrera marcada por los tiempos y la lógica penal.