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II

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PERO SUCEDE QUE REALMENTE PUEDO PENSAR EN OTRA COSA, porque de pronto se me ocurre algo intrigante… Intrigante en sí mismo, y también en su relación con lo que me estaba preocupando hasta aquí: el mármol. Es algo que he tenido dando vueltas en mi pensamiento desde ayer, y ha hecho volar mis ideas por cielos tan distantes que, quizás, fue lo que causó la feliz sorpresa de constatar la persistencia de mi volumen animal. Fue como volver, inesperadamente, de lo abstracto a lo concreto, de lo exótico e inexplicable a lo más íntimo y cotidiano, y darse cuenta de que por lejos que vaya el pensamiento el cuerpo y sus atributos siguen ahí, donde estuvieron siempre. Y el vehículo para este largo viaje instantáneo de regreso fue el mármol, si no la piedra así llamada la palabra que la nombra, “mármol”.

Me pasó ayer, como dije; no fue del todo una novedad porque ya me lo había contado mi esposa, y una vecina, y yo además lo sabía por haberlo oído o leído en alguna parte. Y hasta creo que me había pasado a mí mismo, pero no había terminado de registrarlo, o no me había pasado en todo su desarrollo, como ayer. Fue en el supermercado chino que hay en la esquina de casa. Hice una compra, pagué en la caja con dos billetes de veinte y esperé el cambio. El importe lo miré en la pantalla de la registradora, porque si esperaba a que me lo dijera el cajero estaba perdido. Si lo dicen no se les entiende, y como saben que nadie les entiende, y la cantidad aparece en grandes números en la pantalla, no se molestan en decirlo, todo lo más señalan desganadamente los números con un dedo. El cajero era un chino robusto y estólido. La tan mentada “cortesía china” debe de ser un mito, o la emplean solo entre ellos, porque entre nosotros exhiben una apabullante falta de modales. No creo que se pueda decir que se debe a que los chinos que emigran a Sudamérica a poner supermercados pertenecen a una clase comercial baja y pragmática, exenta de las normas culturales de su nación. Nunca podrán hacerme creer eso, al menos mientras yo siga siendo argentino. Un hombre siempre representa a su nación, quiera o no quiera.

La cantidad que indicaba la pantalla era muy precisa y caprichosa, una de esas cantidades que uno se pregunta de dónde salen, y salen de la suma de dos o tres o cuatro cantidades cualesquiera. Era inferior a los cuarenta pesos con los que yo pagaba. No recuerdo cuál era exactamente, pero supongamos que fuera de treinta y seis con cuarenta. Había que dar vuelto, y surgía el eterno problema del cambio. A eso ya estamos tan acostumbrados que ni siquiera nos damos cuenta de que hay un problema. Nadie tiene cambio, y si lo tiene no quiere darlo. Yo entro en las generales de la ley, así que no me quejo.

El chino dijo algo que sonaba como “¿uno cincuenta?, ¿dos?”. Tan defectuosa era la pronunciación que podía haber sido cualquier otra cosa. Era el pedido consabido de cambio, ya casi ritual. Negué con la cabeza, sin molestarme en entender. El chino abrió la caja y miró adentro. En los compartimentos metálicos había unos pocos billetes, y algunas monedas. En realidad esos supermercados tienen bastante movimiento, a pesar de su atmósfera desolada. Pero vacían las cajas cada hora o dos horas, llevan la plata a algún escondite, dejan apenas lo necesario para dar el vuelto, de modo de prevenirse contra los robos, que son frecuentes.

No debería haber sido tan difícil; en un país civilizado esas cosas no pasaban: si el monto de la compra hubiera sido, como puse por ejemplo hipotético, de treinta y seis con cuarenta, el vuelto sobre los cuarenta pesos habría sido de tres con sesenta. El chino sacó un billete de dos, y era el último que tenía: ese compartimento quedó vacío. Revolvió las monedas, que estaban mezcladas. Encontró una sola de cincuenta centavos, las demás eran de diez y de cinco; cuando se puso a contarlas resultó que eran casi todas de cinco. Pensé que me daría un puñado de moneditas que no me servían de nada y me harían un bulto en el bolsillo y producirían un ridículo tintineo que anunciaría mi presencia dondequiera que fuera. No pude reprimir un gesto de fastidio, y él debió de percibirlo aunque no me estaba mirando, porque dejó caer las monedas otra vez en la caja y me mostró el billete de dos y la moneda de cincuenta, lo único presentable que tenía. Faltaba algo. Siguiendo con mi ejemplo, faltarían solo un peso con diez centavos. Yo podría haberme marchado renunciando a esa modesta cantidad, que no iba a cambiarme la vida, pero para eso se habría necesitado una voluntad y una decisión que nunca tengo cuando entro a un supermercado chino; me sentía pasivo, sujeto a los hechos, así que esperé. Me dijo la cifra de lo que faltaba darme, con su dicción semiincomprensible. Había sacado la cuenta mentalmente, en segundos. En eso al menos no vi motivos para retacearle mi admiración. Primero había calculado cuánto vuelto tenía que darme de mis cuarenta pesos, y después cuánto faltaba restados los dos con cincuenta que tenía en la mano. Yo habría necesitado lápiz y papel, concentración y tiempo. Y aun así me habría dado trabajo. Estoy seguro de que yo habría tenido que hacer las cuentas dos veces, para asegurarme. Pero es cierto que no tengo práctica, porque nunca he ejercido el comercio.

Entonces, alterando levemente su gesto de indiferencia hosca, me señaló la percha múltiple de objetos pequeños que se alzaba en la punta del mostrador de la caja. Tardé un momento en entender, pero no mucho porque ya me había pasado antes, y es parte del nuevo folklore que ha florecido al impulso de las dificultades que enfrenta el comercio minorista con la cuestión del cambio: se completan las pequeñas cantidades residuales con artículos de bajo precio. La costumbre se inició en los quioscos, remplazando la última moneda faltante del vuelto con un caramelo, y en la medida en que el problema crecía y el público se hacía más reticente a aceptar caramelos que no tenía ganas de comer, se agregaron otros productos. Yo no había prestado mucha atención al proceso; ignoraba la extensión que había alcanzado; de ahí mi sorpresa al ver la profusión de objetos distintos que ahora me daba a elegir el chino. Por lo visto se había creado toda una industria de las cosas pequeñas y de poco o poquísimo valor.

De hecho, había demasiado. Una selva colgante en miniatura asaltaba la vista con una mercadería de Liliput, difícil de discernir a pesar de, o a causa de, sus colores vivos y las letras y dibujos de sus blísters. Las leyes no escritas del juego exigían que se eligiera rápido, sin pensar. Las señoras que esperaban detrás de mí en la cola tenían un potencial amenazante, y aun sin ellas la operación de la caja era veloz por naturaleza. Eso debía de estar calculado, una pequeña trampa más para que el cliente se llevara cualquier chuchería inútil, con tal de terminar el trámite. Pero también estaba ahí la gracia del asunto, lo que lo volvía instantáneo, sorpresivo, y un poco mágico.

Estiré la mano, antes de empezar siquiera a decidirme. La suerte me favoreció, porque vi unas pilas AAA y recordé que había estado pensando en cambiar las del control remoto del televisor, que andaba bastante remolón. Estas eran pilas chinas, bastante sospechosas con sus paisajes pintados para mirar con lupa, pero no me importó porque me daba la impresión de estar llevándolas gratis. Las tomé, metiendo los dedos entre racimos de muñequitos, pastilleros de nácar, zapatos de muñeca, hojitas de afeitar y cápsulas de perfumes franceses falsificados. No sé cómo no tiré nada, pero las agarré y se las mostré al chino. Al instante me dijo algo; creí entender “uno sesenta” (o lo imaginé, asociándolo con “uno se sienta”… a mirar televisión). Pero si era “uno sesenta”, es decir un peso con sesenta centavos, me había pasado del peso con diez que él me debía (siempre sobre la base del ejemplo que di); como hizo un ademán en dirección a los objetos pequeños, supuse que había dicho “sesenta”, es decir sesenta centavos… ¿Tan baratas eran las pilas? No me dio tiempo a pensarlo; yo también tenía prisa por terminar. Si las pilas costaban sesenta centavos, seguía debiéndome cincuenta y yo debía llevarme algo más. Estaba la posibilidad de que “sesenta” era lo que faltaba completar, en cuyo caso las pilas costaban cincuenta centavos; esta ambigüedad se mantuvo a lo largo de toda la escena.

Sea como fuera, ya debía de estar cerca de completar la cantidad, o sea que debía llevarme algo de menos precio que las pilas, para quedar a mano. En el apuro del momento, iba a tientas, entendía a medias, entendía apenas lo necesario para actuar. Solo ahora, en la calma reflexiva de escribirlo, puedo ponerlo en claro, en fórmulas. De los cuarenta pesos con que yo había pagado mi compra, debía recibir una cantidad equis de vuelto, llamémosla A; de esa cantidad A, el cajero solo tenía una parte, dos con cincuenta. El resto (A - 2,50 = B) debía completarlo con las chucherías; llamando C al precio de la primera de las chucherías elegidas (las pilas) ahora el resto, llamémoslo D, se calculaba con otra resta: B - C = D. El chino hacía estas cuentas mentalmente, y me tiraba el resultado en su castellano defectuoso, incomprensible para mí, que soy de los que si no les hablan claro no entienden.

Volví a tomar algo, ahora sí al azar. Era un ojo de goma, que al apretarlo desprendía una débil luminosidad roja; un juguete chino, seguramente, aunque era raro que le hubieran pintado el iris celeste, y que la luz que desprendía fuera roja, como si representara el ojo de un inglés borracho. Lo tomé pensando que algo de funcionamiento tan sofisticado (en mi infancia eso habría parecido de ciencia ficción) sería caro, y saldaría el resto, si es que no se pasaba. Me equivoqué. La industria hoy, sobre todo la china, hace masivamente objetos que incorporan mucha tecnología pero no valen nada; este ojo debía de ser extremadamente barato, y además el cajero era honesto (más que honesto: escrupuloso), porque bien podría haber dado por liquidada la operación y yo me habría ido sin más. Pero soltó un nuevo número, que sonó a “treinta”, aunque podría haber sido otro, y se quedó esperando a que yo sacara otra de esas naderías. Probablemente la clientela habitual en esos casos las tomaba de a varias; quizás yo había cometido un error al tomarlas de a una, pero ahora que lo había hecho no tenía más remedio que seguir así, sobre todo porque pensé que con una más ya llegábamos. Descolgué cualquier cosa, lo que primero tocó mi mano: era una tabla de proteínas.

El chino: “quince”. (¿O decía otra cosa?)

Yo ya había perdido la cuenta. Debían de faltar centavos. Pero me pareció descortés interrumpir la operación, que debía de ser una forma de la cortesía china, al fin de cuentas.

Volví a dejar actuar el azar; si la suerte me favorecía podía acertar con el objeto que costara exactamente la cantidad necesaria para cerrar la cuenta. La suerte actúa con el azar, no con la determinación. Tomé algo sin mirar: una hebilla dorada.

“Dos”. (¿O “doce”? Quién sabe.)

Con un solo ademán nervioso tomé otra cosa. Era una cucharita lupa. Nunca antes había visto una. Pero no pude demorarme en mirarla porque ya el chino había dicho algo como “siete”, o quizás “diez”, lo que debía de significar que yo tenía que seguir eligiendo y llevándome cositas.

No hice la cuenta en ese momento, no habría podido hacerla, pero ahora me pregunto cuál habrá sido la progresión, o regresión. Aun ahora, con tiempo de sobra, y calma para concentrarme, y papel donde ir haciendo la lista y las cuentas, no es fácil, en primer lugar porque la cifra que di como el resto del vuelto que yo debía completar en especie, uno con sesenta, fue una cifra que inventé a efectos de dar un ejemplo. En segundo lugar, porque las cantidades que me iba diciendo el chino, en su castellano mal aprendido, yo las entendía a medias, o menos que a medias, o directamente las adivinaba (y además ahora no las recuerdo). Y en tercer lugar porque no sé si las cantidades que me iba cantando correspondían al precio de cada chuchería o al resto que seguía faltando.

Con todas estas dificultades y reparos, un cálculo aproximativo sería el siguiente: si las pilas costaban sesenta centavos, el monto original de un peso con diez había disminuido gracias a ellas a cincuenta centavos. Luego, si realmente el ojo de goma costaba treinta centavos, había que restar estos de los cincuenta, y quedaban veinte. Después había venido la tabla de proteínas: “quince”. De modo que ahí habían quedado cinco centavos… ¿Por qué no me dio en ese momento una de las moneditas de la caja, que todavía tenía abierta, y me despachaba en paz? Seguramente porque sacaba alguna ganancia si yo me llevaba un objeto pequeño en lugar de la moneda. Era increíble que alguien descendiera a semejante microscopía del provecho, pero uno nunca sabe cómo funciona la mente ajena.

Ahí yo escogí la hebilla dorada, y él había dicho, o yo había creído oír: “dos”. ¿Sería posible que de cinco restara dos? ¿Se estaba manejando con unidades de centavo? La moneda de menos valor en circulación era la de cinco centavos. Pero sí, las monedas de un centavo existían, aunque no se usaban, y creo recordar alguna directiva del Banco Central en el sentido de que cuando los comercios no dispusieran de ellas debían redondear en favor del cliente. (El verbo “redondear”, por lo visto, no figuraba en el vocabulario de este chino.)

Como sea: si restaban tres centavos, y yo tomé la cucharita lupa, ¿cómo pudo ser que me haya dicho algo como “siete” o “diez”? ¿Había llegado a fracciones de centavo? Eso era imposible. Se me ocurre que lo que me dijo entonces no fue “siete” ni “diez” sino “bien”: quizás me quería decir que yo “iba bien”, que me faltaba poco…

No necesitaba que me lo dijeran porque intuitivamente yo estaba seguro de que faltaba poco… Desafiante, tomé un anillo de plástico dorado. No debía de costar nada, pero aun así tenía que tener un precio. Fuera este el que fuera, no acerté: todavía faltaba.

Subí la apuesta: tomé una cámara fotográfica del tamaño de un dado. Si, como calculo ahora, faltaba poco más o menos que un centavo, esa era la cámara más barata del mundo. Claro que era un juguete, y era dudoso que funcionara.

Cada vez que tomaba algo, se lo mostraba al cajero chino en la palma de la mano, donde los iba acumulando; cabía el conjunto entero en una mano, porque eran objetos realmente muy pequeños. El chino debía de tener todos los precios en la cabeza; seguramente esta ceremonia la repetía cincuenta veces por día.

El azar, o alguna ley matemática desconocida por mí, hizo que a pesar de todo no llegáramos al cero. Quedó un resto, y a juzgar por el hecho de que no hubo más invitaciones a elegir, supuse que ese resto era tan menor que cualquiera de los objetos, a pesar de sus precios ínfimos, lo superaría. Entonces el chino me hizo una pregunta que descifré como “¿glóbulos?” aunque sonaba “gróburo”. Asentí, sin saber a qué. Metió la mano en una lata que tenía atrás de la caja y sacó un puñado de bolitas blancas. Ahí recordé: eran los glóbulos de mármol, con los que terminaban de completar los restos de vuelto en los supermercados chinos. Para esta función tenían la ventaja no solo de ser baratísimos sino de ser divisibles, pues se vendían por unidad; su precio debía de ser de un peso el millar, o sea diez por centavo; no había cantidad pequeña tan caprichosa que no pudiera cubrirse con ellos. Pero los usaban solo como último recurso, para el resto más irreductible. No querían “quemarlos” abusando de su servicio.

Esa, y no otra, era la asociación con el mármol que yo había hecho.

El mármol

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