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III

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CLARO QUE TODO ESTO NO EXPLICA NI MUCHO MENOS POR QUÉ yo me había bajado los pantalones en pleno día y en un lugar que no era mi casa, sentado en un mármol… Es rarísimo: raro que lo haya hecho, por ajeno a mis hábitos rutinarios y domésticos; y más raro todavía que no recuerde la ocasión. Sigo pensando que es uno de esos blancos momentáneos y caprichosos, que se disipan (o al contrario: se llenan y precisan) con tan poco motivo como se produjeron. En ese caso, solo es cuestión de esperar. Pero me impaciento, justificadamente.

La lapicera volvió a quedar suspendida un rato sobre el cuaderno. Aunque me consta que la memoria es refractaria al método, intenté acercarme por descarte. No hay tantas ocasiones posibles en que uno se saque la ropa fuera de su casa… ¿Un lance de sexo? Es lo primero que se le ocurriría a otro, lo último a mí; no, no hubo nada de eso. ¿El probador de una tienda? No, porque hace mucho que no me compro ropa. Tampoco voy a un gimnasio ni a una pileta de natación, ni me siento en los baños de bares o restaurantes.

No. Es en vano. Lo más que podría rendir este ejercicio de busca sería darme por asociación la punta del hilo que me llevaría al recuerdo. Y sospecho, no sé por qué motivo, que lo que me llevará a esa asociación de ideas será algo que no tenga nada que ver con nada, algo que venga del lado menos previsible… Pero aunque no fuera así, seguiría siendo en vano porque tengo el pensamiento en otra cosa: en los glóbulos de mármol.

¡Qué idea! “Glóbulos de mármol.” ¿A quién se le pudo ocurrir? Lo absurdo del concepto hizo su éxito popular. Aunque hablar de éxito o popularidad en este caso es exagerado; es algo de lo que se habla con una sonrisa, una de esas curiosidades raras que aparecen de vez en cuando, duran lo que dura un chiste, y después quedan como lujo de memoriosos (más o menos como los Sea Monkeys). Además, no creo que se hayan difundido fuera del círculo de los supermercados chinos, y no sé si todos o solo los de mi barrio —donde, es cierto, estos establecimientos proliferan hasta el exceso. No se justifica tampoco hablar de éxito por el hecho de que al fin de cuentas se los terminó usando solo para completar el cambio, señal de que nadie los compra espontáneamente. ¿Y por qué iban a comprarlos? ¿Para qué sirven?

Habían empezado a difundirse teorías al respecto, pero eran, precisamente, teorías, y nada más. Mitos urbanos. Cualquiera puede inventarle una función a un objeto imprevisto, con un poco de imaginación. Nada más fácil. Hasta yo…

Hablando con propiedad, la imaginación, ¿para qué sirve? ¿No es ella también, y ella en primer lugar, un objeto sin función aparente incrustado en la mente? Son los objetos extraños los que le crean una función… De esa circularidad debe de provenir la sensación de desconcierto y perplejidad que me asalta a veces.

Yo no le había prestado mucha atención al asunto. Como dije, tenía noticias de la existencia de los glóbulos, pero no una noción firme de su existencia real: supongo que había pensado, si es que lo pensé, que podía ser algo de la televisión, o el nombre metafórico de alguna golosina, o saldos del merchandising de una película fantástica. Pero no. En cualquiera de esas posibilidades habría estado apuntado a los niños, y una advertencia severa, que recuerdo haber oído, era la de no dejarlos al alcance de los niños: no son comestibles, lejos de ello, y su pequeño tamaño los hace peligrosos para criaturas que se los lleven a la boca o a los agujeritos de la nariz.

Una de las teorías hablaba de “fichas” para una especie de juego de estrategia china, lo que no sonaba convincente por la forma esférica y el tamaño minúsculo de las bolitas. Otras sostenían esto o lo otro. Remedio infalible para la ictericia. Aceleradores de imágenes que podían correr por dentro de los cables de televisión. Munición blanca para atontar aves. Una, más ingeniosa (quizás demasiado), proponía que su utilidad era la producción de efervescencia, pero en sólidos, no en líquidos; es decir que introducidos en un cuerpo sólido, se disolvían en él y lo volvían efervescente. A quién se le pudo ocurrir algo tan peregrino, lo ignoro; probablemente a alguien que intentó disolver los glóbulos en un líquido, no lo logró a pesar de mucho revolver, y supuso que si en lugar de un líquido fuera un sólido sí funcionaría.

Esta debió de ser la teoría más original; la última en la que se ejercitaba el ingenio colectivo después de postular muchas más. Su cualidad de última se asentaba, más que en su insuperable extravagancia, en el hecho de que no era comprobable: ¿quién podía introducir un sólido en otro sólido?

Por mi parte, si me hubieran preguntado, habría dicho que eran objetos inútiles, nada más que bolitas blancas que no servían sino para decorar una pecera o ponerlas en un frasco. O para calmar los nervios haciéndolas correr entre los dedos.

Mucho más realista que todo lo anterior habría sido remitirse al uso que se les daba en los hechos: completar el cambio. Al fin de cuentas, estaban sirviendo efectivamente para eso. Pero nadie se daría por satisfecho con tan poco.

A los chinos de los supermercados, que eran en definitiva quienes los ponían en circulación, era inútil preguntarles. No se les entendía nada. Aun cuando el que los interrogara tuviera mejor oído que yo para descifrar el mensaje a través de sus gruesas deformaciones idiomáticas, creo que no habría sacado nada en limpio. Pues no solo eran lenguas distintas, sino que esas lenguas eran expresión de diagramas distintos del mundo.

Y eso todavía no habría sido lo más grave. Los mismos chinos no debían de saberlo. ¿Cómo lo iban a saber? ¿Quién se lo podría haber explicado? Ellos eran lo menos eficiente del mundo en entender nuestra lengua, y aunque así no hubiera sido lo único que tenía para decirles era alguna de las ridículas teorías que corrían por ahí. Se había establecido un perfecto círculo de lo inexplicable. Porque nosotros los argentinos creíamos que eran ellos los que sabían, y no era así.

El malentendido venía de creer que los glóbulos de mármol eran una importación china, lo mismo que todas las otras pequeñas mercaderías inútiles que llenaban sus tiendas. Y en realidad, como vine a saber por la más curiosa de las circunstancias, los glóbulos eran una producción nacional.

Aquí se me antoja hacer una breve descripción de estos objetos, aun cuando soy consciente de que sigo alejándome de mi propósito inicial, que era… En fin, no sé exactamente cuál era. Recordar la circunstancia en que me sacaba los pantalones y veía mis piernas y mi sexo… Eso no es un propósito, porque se hace solo, cuando la memoria así lo quiere. Más cercano a la verdad sería decir que quise dejar por escrito el registro de un instante de felicidad y de satisfacción conmigo mismo, sentimientos ambos tan raros en mi vida.

Los glóbulos no eran de mármol en realidad, sino de algo que había sido llamado “pre-mármol”. Es decir, su estructura atómica era exactamente la del mármol, pero un instante antes de que esta se configurara en su forma definitiva. Su descubrimiento causó sensación en ciertos círculos científicos —círculos restringidos, es cierto, y no muy bien vistos por la comunidad científica en general, ya que confinaban con el fantaseo y la charlatanería. Se creyó que su estudio podía dar la clave del tiempo, o al menos de la preexistencia del tiempo. Pero por lo visto no hubo una mente lo bastante sagaz como para sacar las conclusiones pertinentes, y ahí quedó todo, en una promesa incumplida.

Esta decepción era la segunda que producía el tema. La primera había tenido lugar cuando al descubrimiento de la cantera, en algún lugar de la Argentina, le siguió el descubrimiento de que no sería mármol lo que iba a extraerse de allí, sino esas miserables bolitas.

La ilusión que se había creado era la del desarrollo sustentable en áreas de pobreza extrema. Era justamente en una de estas áreas donde se había descubierto la supuesta cantera. Con esa proyección imaginativa tan característica de mis connacionales, que nos ha costado tantos sinsabores y nos ha puesto a tanta distancia de la realidad, se pronosticó que tendríamos una Carrara propia, fuente de riqueza y bienestar. Y no se trataba, en este fantaseo prospectivo, solo de riqueza material: la “nueva Carrara” se contaminaba con las obras maestras del arte que se habían hecho con el mármol de la famosa cantera italiana, y entonces se volvía un sueño de refinamiento y cultura, de belleza, de juventud eterna. Es comprensible que cuando el globo se pinchó, y de él brotaron, como de una piñata en contra, los inútiles glóbulos solo aptos para supermercados chinos, que eran lo opuesto del refinamiento y la belleza, el público en general haya preferido olvidarlos, y fue por eso, supongo, que quedaron velados por el misterio.

Un misterio, es innecesario decirlo, trivial, casi risible. Uno de esos misterios que nadie se pone en serio a examinar, porque no vale la pena. Lo máximo que se podía lograr con una investigación en regla era una tercera decepción.

El mármol

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