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La actualidad del pensamiento de

Cesare Beccaria*

Luigi Ferrajoli

1. TRES ASPECTOS DE LA ACTUALIDAD DEL PENSAMIENTO DE BECCARIA

¿Cuáles son las razones por las que Cesare Beccaria es universalmente considerado el fundador del derecho penal moderno? ¿Cómo se explica la radicalidad de su pensamiento, el cambio de paradigma del derecho penal producido por Dei delitti e delle pene y la extraordinaria e inmediata fortuna de este pequeño-gran libro en el siglo de las Luces? Ciertamente, muchas de las tesis garantistas de Beccaria, a comenzar por las relativas a la pena de muerte y a la tortura, fueron innovadoras y rupturistas. Pero otras habían sido ya formuladas con anterioridad. Y, en todo caso, sería reductivo limitar a las relevantes propuestas reformadoras el extraordinario papel que este libro ha desempeñado en la cultura jurídica y política.

A mi juicio, la radicalidad revolucionaria de la obra de Beccaria se explica, principalmente, por el hecho de que puso en cuestión todo el sistema de la justicia penal de su tiempo merced a la asunción de un punto de vista externo a ella. Más precisamente, merced a la adopción de un punto de vista filosófico, antes que jurídico, sobre el derecho penal vigente. Este enfoque filosófico consistió en afrontar la cuestión penal desde el punto de vista de los fundamentos y las razones ético-políticas que justifican ese artificio que es el poder de castigar y que, por eso, donde faltasen, no lo justificarían, sino que tendrían el efecto de deslegitimarlo. Más exactamente, la razón del cambio de paradigma del modelo de derecho penal promovido por Beccaria, reside en el hecho de haber concebido tal punto de vista, externo y filosófico, no ex parte principis, sino ex parte populi, y, dicho todavía con más precisión, identificándolo con el punto de vista de los oprimidos, de los sujetos más débiles, víctimas de la justicia, incluso en el caso de que fueran delincuentes. Basta pensar en la invectiva de Beccaria cuando, asumiendo el punto de vista «de un ladrón o de un asesino, quienes no tienen otro contrapeso para no violar las leyes que la horca o la rueda», se lanza contra esas leyes «que dejan tanta distancia entre el rico y yo», hechas por «hombres ricos y poderosos», que no saben nada de la miseria que lleva al delito, e invita a romper «estos lazo–s, fatales para la mayor parte y útiles a unos pocos e indolentes tiranos» y a atacar «a la injusticia en su fuente».

Es en este vuelco del punto de vista sobre el derecho en lo que consiste la verdadera diferencia, de carácter epistemológico, entre Dei delitti y la literatura jurídica, aun la progresista, de quienes le precedieron. El punto de vista de los juristas, el de la ciencia jurídica, es siempre un punto de vista interno al derecho, prevalentemente descriptivo incluso si fuera crítico de su objeto de indagación y, por eso, inevitablemente ex parte principis: es decir, del lado del derecho vigente. En cambio, el punto de vista adoptado por Beccaria es un punto de vista filosófico-político, externo al derecho en cuanto ex parte populi: esto es, del lado de las personas de carne y hueso, y no solo de las víctimas de los delitos sino también de las víctimas de las penas injustas o excesivas. Por eso, es un punto de vista normativo, sobre el deber ser del derecho, asumido no como instrumento de gobierno y de control social sino como instrumento de garantía de todos. De ello es un signo, entre otros, el estilo literario de Dei delitti, apasionado y directo, bien distinto del estilo burocrático, críptico y jergal de los juristas.

De aquí la permanente actualidad de Beccaria. Una actualidad debida al dato de que su modelo de derecho penal es un modelo normativo, nunca actuado en su plenitud y por eso revolucionario, no solo con respecto al derecho penal de su tiempo, sino también en relación con el derecho penal actual. En los tres párrafos que siguen señalaré tres aspectos de esta extraordinaria actualidad.

El primero de ellos es el específicamente penalista. Beccaria puede muy bien ser considerado el padre del moderno derecho penal, concebido por él como un sistema de garantías del individuo, o sea, como un conjunto de límites racionales al arbitrio y a los excesos represivos, dirigido a minimizar la violencia punitiva. Desde entonces, durante dos siglos y medio, ese modelo garantista ha informado la cultura penal liberal. Y, sin embargo, más allá de los homenajes de fachada, ha sido ampliamente negado por las legislaciones y las prácticas penales, incluidas las de los ordenamientos democráticos. Así, resulta ser un modelo normativo límite, siempre irrealizado, pero perfectamente realizable y todavía en gran parte por realizar.

El segundo aspecto, más relevante todavía, es de tipo filosófico-político. Tiene que ver con la reflexión sobre los fundamentos de la pena, y más en general del artificio jurídico, identificados por Beccaria en las garantías de la persona frente al arbitrio punitivo y el poder sin reglas. Con este fundamento, Beccaria inauguró, junto con los demás pensadores ilustrados, la doctrina del poder público limitado, es decir, la teorización de un modelo normativo de derecho como sistema de límites y vínculos, apto para ser ampliado, más allá del derecho penal, a todos los poderes y en garantía de todos los derechos fundamentales. Y esto, a mi juicio, es lo que justifica la caracterización de su pensamiento y, más en general, del pensamiento ilustrado, como pensamiento político constituyente.

En fin, el tercer aspecto de la actualidad de Beccaria tiene que ver con la dimensión pragmática injertada en la teoría del derecho por su doctrina de los fundamentos ético-políticos del derecho penal y, más en general, del derecho y del estado. Esta dimensión pragmática —que será contestada y amputada por la escuela técnico jurídica cuya afirmación se produjo a comienzos del siglo pasado— se manifiesta en el papel crítico y proyectivo en relación con el derecho, a partir de los valores que lo justifican, asignado a la ciencia jurídica por la filosofía de la justicia. De aquí el carácter militante en defensa de aquellos valores que asume, en Beccaria, la reflexión teórica y filosófica sobre el derecho penal y que su obra sigue inspirando todavía a la cultura jurídica y política en su conjunto.

2. LA MINIMIZACIÓN DE LA VIOLENCIA PUNITIVA A TRAVÉS DE LAS GARANTÍAS

Comencemos por el primer aspecto de la actualidad del pensamiento de Beccaria. Beccaria teorizó un modelo garantista de derecho penal y procesal basado en la minimización de la violencia punitiva. «Derecho penal mínimo», quiero recordar, es una expresión acuñada por mí hace aproximadamente treinta años, con ocasión de una polémica ponencia realizada en Barcelona contra las doctrinas abolicionistas, posteriormente retomada en mi libro Derecho y razón. Teoría del garantismo penal1 y presente desde entonces no solo en el léxico penalista, sino también en el del debate público2. Pero es claro que esta expresión me fue sugerida por los diversos momentos en que Beccaria formula su proyecto de minimización de la intervención penal.

Recordaré tres de ellos: El primero es la célebre «Conclusión» de De los delitos y de las penas, donde Beccaria enuncia, a propósito de las penas, su teorema general: «para que la pena no sea la violencia ejercida por uno o por muchos contra un ciudadano particular, debe ser esencialmente pública, pronta, necesaria, la mínima posible en las circunstancias dadas, proporcionada a los delitos, dictada por las leyes»3. El segundo es la tesis filosófico-contractualista sobre los fundamentos del «derecho de penar», enunciada en el segundo parágrafo: «Fue pues la necesidad lo que obligó a los hombres a ceder parte de la propia libertad: es cierto por tanto que cada uno solo quiere colocar en el público depósito la mínima porción posible, la indispensable para inducir a los demás a defenderlo. La suma de estas mínimas porciones posibles forma el derecho de penar: todo lo que exceda es abuso y no justicia; es hecho, no derecho»4. El tercer pasaje es del parágrafo XXVIII contra la pena de muerte, donde Beccaria retoma el argumento contractualista sosteniendo que el derecho «de despedazar a sus semejantes que los hombres se atribuyen» no puede formar parte de la «suma de mínimas porciones posibles de la libertad privada» entregadas por cada ciudadano al estado. Y se pregunta: «¿Quién ha querido nunca dejar a otros hombres el arbitrio de matarlo? ¿Cómo el mínimo sacrificio de la libertad de cada uno puede incluir el de la vida, el máximo entre todos los bienes?»5.

Pues bien, un aspecto extraordinario del pensamiento de Beccaria, generalmente desatendido, consiste en el complejo fundamento filosófico-político de sus tesis sobre la minimización de la violencia punitiva y sobre la inadmisibilidad de la pena de muerte. Es a él a quien debemos las dos máximas morales en las que reside este fundamento, y con las que anticipa las dos corrientes principales de la actual filosofía moral y política, habitualmente contrapuestas, pero felizmente integradas en su pensamiento: una de tipo contractualista, utilitarista y relativa, la otra de tipo anticontractualista, categórica y absoluta. El primer principio es el utilitarista por él formulado desde la Introducción a De los delitos y de las penas: «la máxima felicidad dividida entre el mayor número»6 como objetivo de cada legislación racional; la célebre formula que será retomada por Jeremy Bentham7 y en torno a la que gira toda la filosofía moral utilitarista. El segundo principio es el formulado categóricamente por Beccaria con otra máxima sumamente expresiva: «no hay libertad cuando las leyes permiten que en algunas circunstancias el hombre deje de ser persona y se convierta en cosa»8; que es la no menos célebre máxima recuperada por Immanuel Kant como fundamento de su moral categórica9.

Generalmente, las dos fórmulas se consideran opuestas10. Expresan, puede decirse, los dos principios o postulados de las dos principales y divergentes corrientes de la filosofía moral. Por lo demás, sobre la base de la segunda fórmula, anticipada por Beccaria, Kant desarrolló su durísima crítica a todo utilitarismo moral11. En el pensamiento de Beccaria, en cambio, la contradicción entre las dos máximas es en realidad solo aparente. En el modelo penal garantista por él inaugurado, que ciertamente no es el modelo kantiano, el condenado no es en absoluto tratado como un medio para fines que no sean suyos. Una crítica semejante puede valer contra el que he llamado «utilitarismo demediado», que se encuentra en la base de todas las doctrinas utilitaristas que justifican la pena solamente como medio de prevención de los delitos12. No vale, en cambio, para el modelo de derecho penal mínimo, en virtud del cual la justificación del derecho penal se funda no en uno, sino en dos fines justificativos: no solo en la prevención de los delitos, sino también en la prevención de los castigos injustos, arbitrarios, excesivos o informales, que se producirían en su ausencia; por tanto, no solo en el fin de la máxima utilidad para los no desviados, sino también en el de la mínima aflicción para los desviados13. Y son precisamente los límites teorizados por Beccaria en lo relativo al poder de castigar —en otras palabras, el conjunto de las «garantías» penales y procesales— los que minimizan la violencia punitiva, satisfacen la segunda finalidad justificativa del derecho penal, se establecen en interés de los desviados, considerados por tanto no como medios, sino como fines en sí mismos y, en tal sentido, permiten, sobre la base de un utilitarismo penal reformado, la conciliación de las dos citadas máximas de la moral, ambas coherentemente anticipadas por Beccaria.

En suma, entre el utilitarismo contractualista que hace de Beccaria un precursor de Bentham, y el valor por él asociado a la persona como fin en sí mismo, que le hace un precursor de Kant, no solo no hay contradicción, sino que existe incluso una implicación. Es en este punto donde reside la originalidad de Beccaria y el fundamento filosófico del garantismo en general. En efecto, la hipótesis del contrato social, aunque utilitarista, se erige precisamente sobre la idea de los derechos fundamentales —a comenzar por el derecho a la vida— como derechos indisponibles. Es decir, como cláusulas rígidas que designan la razón de ser del pacto, y por tanto permiten fundar, por un lado, la idea de que las personas no son cosas sino fines en sí mismas, y, por otro y correlativamente, la idea del derecho y del estado como artificios, es decir, como instrumentos para finalidades que no son propias, como la tutela de la vida y de los demás derechos de las personas. En definitiva, el contrato social es para Beccaria el pacto de convivencia mediante el que se estipula lo que no es negociable, ni disponible, ni derogable: la vida de las personas, que, por consiguiente, afirma el autor: no son cosas ni medios sino fines en sí mismos cuya tutela es la razón y el objetivo del pacto social.

Pero ¿cómo se alcanza, o mejor, como debería alcanzarse esta minimización de la violencia punitiva, realización de la segunda finalidad justificativa del derecho penal en garantía del reo? Deberá obtenerse, según Beccaria, a través de las garantías penales y procesales, es decir, a través de los límites impuestos a cada uno de los tres momentos en los que se articula el poder punitivo: la pena, el delito y el proceso penal.

En primer lugar, por medio de la limitación de las penas. En este sentido Beccaria formula dos principios. El primero es el principio de necesidad: «Como dice el gran Montesquieu, toda pena que no se derive de la absoluta necesidad es tiránica»14; de lo que se sigue, como corolario, la concepción del derecho penal como extrema ratio, cuya intervención se justifica solo si no es posible reducir los delitos con medios no penales: «no puede llamarse precisamente justa (que quiere decir necesaria) la pena de un delito, mientras la ley no haya utilizado el mejor medio posible en las circunstancias dadas de una nación para prevenirlo»15. Y ¿cuáles son estos mejores medios extra-penales? Beccaria los identifica sobre todo con la educación: «el medio más seguro pero más difícil de prevenir los delitos es perfeccionar la educación»16. En general, diríamos hoy, la prevención de los delitos depende principalmente de las políticas sociales en materia de educación, salud y subsistencia, mucho más eficaces, como instrumentos de prevención de los delitos, que las políticas penales invocadas como una varita mágica por la demagogia populista.

El segundo principio de mitigación de las penas es el humanitario que Beccaria llamó «benignidad» de éstas: «uno de los mayores frenos de los delitos», escribe Beccaria, «no es la crueldad de las penas, sino su infalibilidad [...] La certeza de un castigo, aun moderado, producirá siempre una impresión más honda que el temor de otro más terrible, unido a la esperanza de la impunidad»17. Por otro lado, agrega el autor retomando una tesis de Montesquieu sobre la suavidad de las penas como medida de la civilización de un país18, existe un nexo entre la ferocidad de las penas y el incremento de los delitos de sangre: «Los países y los tiempos de los suplicios más atroces fueron siempre los de las acciones más sanguinarias e inhumanas, pues el mismo espíritu de ferocidad que guiaba la mano del legislador, regía la del parricida y del sicario. Desde el trono dictaba leyes de hierro para almas atroces de esclavos que obedecían. En la privada oscuridad estimulaba a inmolar a los tiranos para crear otros nuevos»19.

Pero ¿de qué dependen esta certeza y esta minimización de las penas? dependen —dice Beccaria en una de sus páginas más hermosas— de la certeza y de la minimización de sus presupuestos, es decir de los delitos, una y otra realizables a través del principio de legalidad y, antes aún, del principio de economía: «prohibir una multitud de acciones indiferentes no es prevenir los delitos que de ellas pudieran nacer, sino crear otros nuevos […] ¿Queréis prevenir los delitos? Haced que las leyes sean claras, simples, y que toda la fuerza de la nación se concentre en defenderlas y ninguna parte de la misma se emplee en destruirlas […] Haced que los hombres las teman, y las teman solo a ellas. El temor de las leyes es saludable, pero el de hombre a hombre es fatal y fecundo en delitos. Los esclavos son más voluptuosos, más desenfrenados, más crueles que los hombres libres»20.

El eje que sostiene el modelo es, sobre todo, el principio de legalidad. De este principio Beccaria formula dos versiones, una formal y otra sustancial: el principio de mera legalidad, en virtud del cual «solo las leyes pueden establecer las penas correspondientes a los delitos, y esta potestad no puede residir más que en el legislador»21, y el principio de estricta legalidad, que se resume en el principio de lesividad, por cuya virtud «la única y verdadera medida de los delitos es el daño hecho a la nación»22. Merced al primer principio, nadie puede ser castigado sino por un hecho previsto en la ley como delito; conforme al segundo, la ley, a su vez, no puede prever como delitos hechos que no produzcan algún daño a terceros23.

En fin, en el proceso penal, la claridad y la simplicidad de las leyes es el principal factor de limitación del arbitrio punitivo, y, por tanto, la principal garantía de la libertad y de la dignidad de los ciudadanos. «Donde las leyes son claras y precisas», escribe Beccaria, «el oficio de un juez no consiste más que en comprobar un hecho»24. Naturalmente esta tesis —al igual que la del «silogismo perfecto» y antes aún la de la imagen del juez «boca de la ley»25 debida a Montesquieu— designa un modelo límite, nunca realizable y por consiguiente utópico. Pero su mayor o menor grado de realización depende de la semántica del lenguaje legal, es decir, del grado de determinación, taxatividad, claridad y precisión de las figuras de delitos. En ese orden de ideas, no hay que olvidarlo, cuando estas tesis fueron formuladas, aunque ingenuas e insostenibles de ser tomadas en su literalidad, expresaban un principio revolucionario: el principio de la máxima garantía de la persona frente al arbitrario despotismo de los jueces.

En el conjunto de estas garantías —los principios de economía, certeza, legalidad, taxatividad y lesividad de las figuras de delito— se basan, todavía hoy, los principales valores del garantismo penal y procesal. En primer lugar, la libertad de los ciudadanos: «La opinión que debe formarse cada ciudadano de poder hacer todo lo que no sea contrario a las leyes, sin temer otro inconveniente que el que puede nacer de la acción misma» —escribe Beccaria retomando otra clásica tesis ilustrada— «es el dogma político que debería ser creído por los pueblos y preconizado por los supremos magistrados con la incorrupta custodia de las leyes; dogma sagrado, sin el que no puede existir sociedad legítima»26. En segundo lugar, el modelo cognoscitivo de proceso, que Beccaria llamó «proceso informativo», es decir «la investigación indiferente del hecho» donde el juez es un «un investigador indiferente de la verdad», en oposición al llamado «proceso ofensivo», donde «el juez se convierte en enemigo del reo, de un hombre encadenado [... y], no indaga la verdad del hecho, sino que busca el delito en el preso, insidiándolo, y cree perder si no lo encuentra, y frustrada la infalibilidad que el hombre se arroga en todas las cosas»27. En tercer lugar, la separación de poderes: «Es pues necesario que un tercero juzgue sobre la verdad del hecho. De ahí la necesidad de un magistrado, cuyas sentencias sean inapelables y consistan en meras aserciones o negaciones de hechos particulares»28. Se trata, en síntesis, del conjunto de límites, separaciones y contrapesos que hacen del poder punitivo un «poder limitado».

3. UN PENSAMIENTO JURÍDICO CONSTITUYENTE

Es este el segundo y tal vez el más importante aspecto de la actualidad del pensamiento de Beccaria. A éste y, en general, al pensamiento de la Ilustración, se debe la elaboración teórica del modelo normativo del «poder limitado»29: un modelo que la filosofía política ilustrada teorizó con referencia al derecho penal, dado que el poder punitivo es el terreno en el que más dramática, violenta y virtualmente arbitraria es la relación entre la autoridad y la libertad, entre poderes del estado y derechos del ciudadano30.

Pero Beccaria no solo inauguró la reflexión teórica sobre el garantismo penal, es decir, sobre los límites que es necesario imponer al despotismo punitivo en garantía de la libertad y de la dignidad de las personas. El modelo del poder limitado, compartido por todo el pensamiento de la Ilustración, es un paradigma formal que, por consiguiente, puede ser ampliado, de una parte, a todos los poderes y no exclusivamente al poder penal, y, de otra, en garantía de todos los derechos, y no solo de los de libertad. Es lo que ocurrió con el desarrollo histórico del estado de derecho, inicialmente en forma de estado legislativo y posteriormente de estado constitucional. Y, sobre todo, es lo que la razón jurídica y política sugiere que debe ocurrir, a través de los ulteriores desarrollos del mismo paradigma, requeridos para afrontar los desafíos originados por los nuevos poderes y por las violaciones que causan a los derechos viejos y nuevos. Un paradigma que he llamado «garantista» porque la limitación y la regulación del poder que determina, se realizan mediante la introducción de «garantías», es decir, de otras tantas prohibiciones y obligaciones impuestas al ejercicio de los poderes, correlativamente a las expectativas negativas o positivas en que consisten todos los derechos que aquellas garantizan. Por eso, el papel crítico, proyectivo y constructivo que dicho paradigma —inaugurado por la filosofía política de la Ilustración y de manera ejemplar por Beccaria— confía al derecho, a la política y, antes aún, a la cultura jurídica y política. De lo anterior se deriva el carácter constituyente que cabe apreciar en el pensamiento político de la Ilustración y que hace de sus principales exponentes —Montesquieu, Voltaire, Beccaria, y antes Thomas Hobbes y John Locke— los verdaderos padres constituyentes del moderno estado de derecho y de las actuales democracias constitucionales.

Distinguiré cuatro expansiones del paradigma garantista, implícitas, puede decirse, en su interna sintaxis lógica, que le confieren actualidad y fecundidad proyectiva: las dos primeras se produjeron, al menos en el plano normativo, con el desarrollo histórico del estado de derecho; las otras dos están todavía en gran parte por cumplirse, a pesar de que sus líneas de desarrollo sean ya evidentes en el plano teórico; las cuatro han sido confiadas, por su rol constituyente, a la introducción legislativa de las garantías de los derechos, como límites y vínculos impuestos a otros tantos tipos y niveles de poder, y por ende a la construcción, por obra de la política, de las correspondientes funciones e instituciones de garantía.

La primera expansión es aquella en virtud de la cual el garantismo penal, para tutelar la inmunidad de las personas frente al arbitrio punitivo, se ha sido integrado con el garantismo social. Este segundo garantismo se ha ido consolidando a través del desarrollo de una forma ulterior de regulación del poder y de «poder regulado», en garantía de otra clase de derechos: no solo el «poder limitado», sometido a límites o prohibiciones de lesión, en garantía de aquellas expectativas negativas que son los derechos de libertad, sino también los «poderes vinculados», sometidos a vínculos u obligaciones de prestaciones en garantía de esas expectativas positivas que son los derechos sociales: a la salud, la educación, la subsistencia, la asistencia sanitaria, la seguridad social. Por consiguiente, no implica solo la imposición de un paso atrás al derecho y al estado bajo las formas del estado liberal mínimo y en particular del derecho penal mínimo, sino también un paso adelante de uno y otro en las formas del estado social máximo31. El instrumento de esta ulterior regulación del poder es, de nuevo, el principio de legalidad: ya no en la forma negativa de la limitación del poder, como se manifiesta en la estipulación legislativa de las garantías penales y procesales, todas equivalentes, a comenzar por la estricta legalidad de las figuras de delito, a otros tantos límites y prohibiciones a la potestad punitiva; sino también en la forma positiva de la activación de los poderes públicos, según resulta de la estipulación legislativa de las garantías sociales, que equivalen todas, como las de la asistencia sanitaria y la enseñanza pública, a los correspondientes vínculos y obligaciones de prestación impuestos a la administración pública.

La segunda expansión consiste en el fortalecimiento del estado de derecho, ya no solo con la estructura del estado legislativo sino con la del estado constitucional de derecho: en el tránsito, en síntesis, del garantismo legislativo al garantismo constitucional. También este fortalecimiento ha discurrido a través del desarrollo del principio de legalidad: precisamente, por medio de la subordinación de la ley misma a la constitución, en la que los derechos fundamentales han sido incorporados como normas sustanciales sobre la producción legislativa32. En el estado legislativo de derecho las garantías de los derechos de libertad y de los derechos sociales está confiada a la voluntad arbitraria del legislador y, en una democracia, a la omnipotencia de las mayorías. El constitucionalismo rígido, consolidado sobre todo con las constituciones posteriores a la Segunda Guerra Mundial, suprime esta última forma de gobierno de los hombres sometiendo a la ley, y precisamente a las normas constitucionales, la legislación misma, y ya no solo la administración y la jurisdicción. De esta manera. el paradigma garantista del «poder limitado» y «vinculado» se extiende a todo el derecho público y al conjunto de todas las instituciones estatales. Y así hace su aparición, con la virtual divergencia deóntica entre constitución y ley, el derecho legislativo ilegítimo, por acción o por omisión: de una lado las antinomias, es decir, la producción de normas de ley violando los límites o las prohibiciones correlativos a los derechos de libertad constitucionalmente establecidos, cuya remoción está atribuida al control jurisdiccional de constitucionalidad; y por otro lado, las lagunas, es decir, la omitida producción de leyes de actuación de los vínculos y de las obligaciones correlativas a los derechos sociales, igualmente establecidos en las constituciones, que deberá cubrir la legislación de actuación.

La tercera expansión está todavía en gran parte por cumplirse. Consiste en la ampliación del paradigma garantista más allá de la esfera de los poderes públicos, es decir, al conjunto heterogéneo de los poderes privados, comenzando por los económicos y financieros: en la integración, en definitiva, del actual garantismo de derecho público con un garantismo de derecho privado. En efecto, el «estado de derecho», como la misma palabra lo dice, se ha desarrollado únicamente como sistema de límites y vínculos legales concerniente a los poderes estatales. En cambio, los poderes privados, como los derechos patrimoniales de propiedad y los derechos civiles de autonomía contractual, han sido concebidos por la tradición liberal como libertades fundamentales, del mismo tipo de los derechos de libertad consistentes en simples inmunidades o facultades. Pero lo cierto es que estos consisten en derechos-poderes, entendiendo como «poder» cualquier facultad cuyo ejercicio interfiera en la esfera jurídica de otros33. Y como poderes que son deben, por tanto, ser sometidos a la ley, al no resultar compatible con el estado de derecho la existencia de poderes legibus soluti. Es una cuestión de gramática jurídica: el ejercicio de los poderes privados, como el que se manifiesta en los contratos y en los negocios, y más en general en la actividad económica y financiera, se coloca en un nivel normativo más bajo respecto del legislativo y más aún del constitucional34. De aquí, frente a la reinante supremacía incontrolada de los poderes financieros y a su insumisión a las reglas, sostenida por las actuales ideologías neoliberales, la necesidad, hoy más actual y urgente que nunca, de un garantismo y un constitucionalismo de derecho privado, que someta también a los mercados a los límites y a los vínculos que se requieren para garantía de los derechos fundamentales.

La cuarta expansión se refiere casi por completo al futuro del garantismo: el desarrollo de un garantismo supraestatal, en adición al actual garantismo estatal. El estado de derecho y la democracia, junto con sus instituciones de gobierno y de garantía, nacieron y se desarrollaron en el marco de los estados nacionales. Sin embargo, frente a la actual globalización, los poderes que cuentan —ya sean políticos y públicos, o, sobre todo, los económicos y privados— se han trasladado a la esfera global, fuera de las fronteras nacionales. Piénsese en las actuales instituciones internacionales —no solo en las formales, como el Fondo Monetario y la Organización Mundial del Comercio, sino también en las informales, como el G8, el G20, el G24 y similares— y, sobre todo, en el gran poder financiero especulativo. La consecuencia ha sido una asimetría entre el carácter global o supraestatal de los poderes y el carácter local o estatal tanto del derecho como de la política, y, por consiguiente, un vacío de derecho público supraestatal; el desarrollo de poderes salvajes que están de hecho atentando no solo contra los derechos de las personas y contra la democracia de los estados nacionales, sino incluso contra la conservación del medio ambiente y la supervivencia de la humanidad. Piénsese en las catástrofes ecológicas y nucleares, en las crisis económicas globales y en las emergencias humanitarias del aumento de la desigualdad y de la miseria provocadas por el desarrollo anárquico de la economía y de la política. De aquí la necesidad, cada vez más dramáticamente urgente, de un garantismo cosmopolita a través de la construcción de una esfera pública a la altura de los nuevos poderes globales.

Ciertamente, todas estas expansiones del paradigma garantista pueden parecer demasiado lejanas del garantismo penal de Cesare Beccaria. Pero la sintaxis lógica del paradigma es la misma: vínculos, no solo límites a los poderes públicos; impuestos constitucionalmente a la legislación, no solo legalmente a la administración y a la jurisdicción; dictados a los poderes privados, económicos y financieros, y no solo a los poderes públicos; estipulados respecto de los poderes supraestatales y globales, y no solo de los poderes estatales; en garantía de los derechos sociales y de los bienes fundamentales, y no solo de los derechos de libertad y de inmunidad frente al arbitrio punitivo. En todo caso, el secreto del paradigma garantista consiste en la feliz ambivalencia de las garantías: límites y vínculos a los poderes de cualquier tipo y nivel, y al mismo tiempo, técnicas de tutela y satisfacción de los derechos fundamentales de todos, que la política tiene la obligación de introducir en actuación de las tantas cartas constitucionales e internacionales.

4. UNA FILOSOFÍA JURÍDICA Y POLÍTICA MILITANTE

Abordo el tercer aspecto de la extraordinaria actualidad del pensamiento de Beccaria. Hoy el paradigma garantista se encuentra en crisis, en todas sus dimensiones y niveles. Está en crisis el garantismo social, por las políticas antisociales impuestas a los estados por los poderes financieros desregulados. Después de la disolución del derecho del trabajo y del desarrollo sin reglas de los mercados financieros, falta prácticamente cualquier tipo de garantismo supraestatal y/o de derecho privado. Pero está en crisis también el garantismo penal, debido a las políticas represivas y antigarantistas promovidas por el populismo penal en materia de seguridad, y por las culturas autoritarias que siempre invocan la perenne emergencia. En crisis con respecto a sus fundamentos filosóficos externos, los trazados por Beccaria, pero en crisis, además, con respecto a sus fundamentos jurídicos internos, acogidos en todas nuestras cartas constitucionales de derechos, sean estatales o supraestatales.

Frente a esta crisis, el libro de Beccaria sugiere a la reflexión jurídica y política un rol pragmático: crítico frente al derecho existente y proyectivo del derecho futuro. El mismo es consecuentemente un «libro militante»35, como lo ha llamado Perfecto Andrés Ibañez en su Introducción a la espléndida edición en español cuidada por él. Lo es, sobre todo, porque no se trata de un libro de derecho penal positivo, sino de teoría normativa y de filosofía del derecho sobre los fundamentos morales y políticos que justifican el derecho penal. Este carácter filosófico-jurídico ha sido incomprendido o, lo que es peor, refutado por gran parte de la cultura jurídica penalista. No fue comprendido por quienes, como recuerda Perfecto Andrés Ibáñez, lo manipularon, en sus diversas ediciones y versiones, para transformarlo en un «Tratado»36, es decir, en el género literario dotado de mayores pretensiones científicas en el campo jurídico. Y fue también duramente contestado, en Italia, por los promotores de la corriente técnico-jurídica, caracterizada por el abierto rechazo de toda contaminación filosófica y crítica del saber puramente «técnico» y «científico» en que únicamente debería consistir la ciencia penalista. Baste recordar la lección de Arturo Rocco del 15 de enero de 1910 en la Universidad de Sassari, que inauguró el método «técnico-jurídico» en las ciencias penales37; así como las primeras páginas del monumental Tratado de derecho penal italiano, del más importante penalista italiano del siglo pasado: Vincenzo Manzini38.

Mas la filosofía del derecho penal de Beccaria es una filosofía militante, como la filosofía política de la Ilustración en su conjunto39, por otro motivo: por la pasión civil, la fuerza polémica y la indignación moral que inspiran la crítica del derecho penal y de las practicas punitivas vigentes —de la pena de muerte a la tortura, de los métodos violentos del proceso inquisitivo y ofensivo a la inútil inflación de las normas penales, de los excesos punitivos hasta la oscuridad de las leyes— desde la perspectiva de los fundamentos racionales del derecho de penar elaborados por esa filosofía. Bajo este aspecto, lamentablemente, como escribe Perfecto Andrés Ibáñez, las reflexiones de Beccaria «no pueden envejecer»40: son siempre actuales, a causa de la degradación del derecho penal en sus prácticas abyectas, y en sus doctrinas de legitimación, incluso en los países de democracia avanzada. Piénsese en las leyes de excepción emanadas en nuestros países contra el terrorismo (comenzando por el Patriot Act estadounidense del 26 de octubre de 2011), en las horrendas torturas en las prisiones de Guantánamo y de Abu Ghraib, en los secuestros de personas encarceladas en prisiones secretas, y por otro lado, en las tesis de Alan Dershowitz sobre la legitimidad de la tortura en casos «excepcionales» y en la doctrina del derecho penal del enemigo elaborada por Gunther Jakobs en apoyo de la lógica de guerra en el tratamiento penal de los terroristas y del crimen organizado.

Las enseñanzas de Beccaria y su ejemplo de filósofo civilmente comprometido, son de permanente actualidad frente a estos horrores. Más aún, son hoy más actuales que nunca. En efecto, el carácter crítico y proyectivo de la cultura jurídica y su actitud militante en defensa de los derechos humanos son hoy necesarios no solo en el plano moral y político, sino también en el plano jurídico y científico. Los principios de razón y los fundamentos morales del derecho elaborados por Beccaria y la filosofía política de la Ilustración, por su positivización en constituciones rígidas, han dejado de ser principios políticos externos al derecho, para convertirse en principios jurídicos internos al mismo derecho positivo, y de grado superior al artificio jurídico en su totalidad. La divergencia entre justicia y legalidad, entre valores ético-políticos y prácticas efectivas, se ha transformado en gran parte, en una divergencia interna al derecho mismo: entre sus principios constitucionales por un lado y la legislación ordinaria y la práctica judicial por otro. Así, los parámetros de cientificidad exigidos a los discursos sobre el derecho, han experimentado un vuelco. El enfoque puramente descriptivo y avalorativo, reclamado a estos como condición de cientificidad por el viejo método técnico-jurídico, no es hoy científicamente sostenible. En efecto, pues la crítica del derecho vigente y la proyección del derecho futuro, ya no son competencia exclusiva de la filosofía política o de la filosofía de la justicia. Las mismas corresponden también, y como un cometido científico y no solo civil, a la ciencia jurídica positiva, que no puede ignorar, sino que, al contrario, debe comprobar las violaciones de la constitución, ya sean por acción, como las antinomias, o bien por omisión, como las lagunas, y además promover su superación por vía judicial o legislativa. De aquí se sigue el compromiso militante impuesto a toda la cultura jurídica y no solo a la penalista, por el paradigma constitucional y sus expansiones, de las que he hablado antes; además, ya no exclusivamente como fruto de una opción moral o política, sino como hábito científico41.

Por todo lo anterior, el mayor homenaje que hoy cabe brindar a Cesare Beccaria, a 250 años de distancia de la publicación de su libro De los delitos y de las penas, consiste en tomar en serio su enseñanza: asumiendo el modelo normativo del poder regulado —elaborado por él para el derecho penal, pero hoy ampliado a todo el derecho e incluso en gran parte constitucionalizado— como parámetro de la crítica, no solo del derecho penal, sino, en general, del derecho vigente, y como proyecto de construcción de un sistema político capaz de disciplinar a todos los poderes y hacerlos funcionales a la garantía de los derechos de todos. Está en juego el futuro, no únicamente del derecho penal, sino también de la democracia e incluso de nuestra propia supervivencia y de la convivencia pacífica.

1 Derecho y razón. Teoría del garantismo penal (1989), trad. cast. de P. Andrés Ibáñez, J. C. Bayón, R. Cantarero, A. Ruiz Miguel y J. Terradillos, Trotta, Madrid, 10ª edición, 2011.

2 «Il diritto penale minimo», ponencia presentada en el seminario celebrado en Barcelona del 5 al 8 de mayo de 1985, publicada en Dei delitti e delle pene, 3 (1985), pp. 493 ss. Hay trad. cast. de R. Bergalli, H. C. Silveira y J. L. Domínguez, «El derecho penal mínimo»: Poder y control, 0 (1986), pp. 25 ss. Ahora también en Luigi Ferrajoli, Escritos sobre derecho penal. Nacimiento, evolución y estado actual del garantismo penal, edición de Nicolás Guzmán, Hammurabi, Buenos Aires, 2014, I, pp. 113 ss. Derecho y razón, cit., pp. 213, 331-338, 344.

3 C. Beccaria, Dei delitti e delle pene, editado en Livorno en 1766. El texto aquí utilizado será De los delitos y de las penas, prefacio de Piero Calamandrei, edición bilingüe al cuidado de Perfecto Andrés Ibáñez, texto italiano establecido por Gianni Francioni, Trotta, Madrid, 2011 (el texto en italiano fue publicado en la Edición Nacional de las Obras de Cesare Beccaria de 1984, reproducido también en la versión, Des délits et des peines, de Ph. Audegean, Ens, Lyon 2009), § XLVII, p. 281. Se trata de la versión castellana utilizada en esta edición de Palestra.

4 Ibid., II, p.113.

5 Ibid., § XXVIII, p. 205. Y más adelante: «No es la intensidad de la pena, sino su extensión, lo que produce mayor efecto sobre el ánimo humano; porque nuestra sensibilidad resulta más fácil y establemente movida por mínimas pero reiteradas impresiones que por una fuerte pero pasajera agitación» (Ibid., p. 207). Poco antes Beccaria había escrito: «los males, incluso mínimos, cuando son ciertos, atemorizan siempre los ánimos humanos» (Ibid, § XXVII, p. 201).

6 Ibid., p.107. El principio es retomado por Beccaria en el § XLI: «Es mejor prevenir los delitos que castigarlos. Este es el fin principal de toda buena legislación, que es el arte de conducir a los hombres hacía el máximo de felicidad o al mínimo de infelicidad posible» (Ibid., p. 263).

7 J. Bentham, An Introduction to the Principles of Morals and Legislation, (1780), ch. I, § 4, en Works of Jeremy Bentham, ed. J. Bowring, Russell and Russell, New York, 1962, vol. I, p. 2 (trad. cast. «Principios de legislación», en Tratados de legislación civil y penal, ed. de M. Rodríguez Gil, Editora Nacional, Madrid, 1981, pp. 27 y ss.); Id., A Fragment on Government, (1776), Ibid., ch. I, § 48, p. 271; (trad. cast. de J. Larios Ramos, Fragmentos sobre el gobierno, Aguilar, Madrid, 1973).

8 C. Beccaria, De los delitos y de las pena, cit., § XX, p.185.

9 I. Kant, Die Metaphysik der Sitten, (1797), trad. cast. de A. Cortina Orts y J. Conill Sancho, La metafísica de las costumbres, Tecnos, Madrid, 1989, Primera parte, § 49, E, p.166: «el hombre nunca puede ser manejado como medio para los propósitos de otro ni confundido entre los objetos del derecho real». Y más adelante: «el hombre no puede ser utilizado únicamente como medio por ningún hombre (ni por otros, ni siquiera por sí mismo), sino siempre a la vez como fin, y en eso consiste precisamente su dignidad (la personalidad)». (Ibid, Segunda parte, § 38, pp. 335336).

10 Philippe Audegean recuerda las numerosas críticas dirigidas a Beccaria, en relación con el carácter contradictorio de las dos fórmulas, o al menos de la incongruente asociación del utilitarismo contractualista heredado de Hobbes y expresado en la primera fórmula, y el moralismo categórico expresado en la segunda (Introduction a Des délits et des peine, cit., pp. 97-100).

11 «La pena judicial [...] no puede nunca servir simplemente como medio para fomentar otro bien, sea para el delincuente mismo sea para la sociedad civil, sino que ha de imponérsele solo porque ha delinquido; porque el hombre nunca puede ser manejado para los propósitos de otro ni confundido entre los objetos del derecho real; frente a esto le protege su personalidad innata, aunque pueda ciertamente ser condenado a perder la personalidad civil. Antes de que se piense en sacar de esta pena algún provecho para él mismo o para sus ciudadanos tiene que haber sido juzgado digno de castigo. La ley penal es un imperativo categórico y ¡ay de aquél que se arrastra por las sinuosidades de la doctrina de la felicidad para encontrar algo que le exonere del castigo, o incluso solamente de un grado del mismo, por la ventaja que promete, siguiendo la divisa farisaica ‘es mejor que un hombre muera a que perezca todo el pueblo’! Porque si perece la justicia, carece ya de valor que vivan hombres sobre la tierra». (I. Kant, La metafisica de las costumbres, cit., Primera parte, § 49, E, pp.166-167). Pero recuérdese también la crítica explícita dirigida por Kant a Beccaria, ibid., pp. 171-172.

12 Cf. Derecho y razón, cit, § 20.3, pp. 263-264 y § 24.1, p. 331. El primer fin justificativo, el de la prevención de los delitos, es formulado, obviamente, también por Beccaria: «el fin de las penas no es atormentar y afligir a un ser sensible, ni eliminar un delito ya cometido […] El fin pues no es otro que impedir que el delincuente cause nuevos daños a sus conciudadanos y disuadir a los demás de hacer lo que el hizo» (De los delitos y de las penas, cit., § XII, p. 151). Es por lo que Beccaria llama a las penas «motivos sensibles» y «obstáculos políticos» contrapuestos a los delitos (Ibid, § I, p. 111 y § VI, p. 129).

13 Cfr. nuevamente Derecho y razón, cit., § 20.2, p.261, § 23.4, p.330 y, en general, todo el capítulo VI, pp. 321-349.

14 C. Beccaria, De los delitos y de las penas. cit., II, p.113. Y poco después: «por justicia no entiendo sino el vínculo necesario para mantener unidos los intereses particulares, que sin él se disolverían en el antiguo estado de insociabilidad: todas las penas que vayan más allá de la necesidad de conservar ese vínculo son injustas por naturaleza» (Ibid., p. 115). El pasaje de Montesquieu citado por Beccaria se encuentra en Del espíritu de las leyes (1748), trad. cast. de M. Blázquez y P. De Vega, prólogo de E. Tierno Galván, Tecnos, Madrid, 1972, lib. XIX, cap. XIV, pp. 252-253.

15 C. Beccaria, De los delitos y de las penas cit., § XXXI, p. 229.

16 Ibid., § XLV, p .277.

17 Ibid., § XXVII, p. 201.

18 Ch. Montesquieu, Lettres Persanes (1754), LXXX, en Oeuvres complètes, Gallimard, Paris 1951, vol. I, p. 252; (hay trad., cast. de J. Marchena, Cartas persas, Alianza Editorial, Madrid, 2000).

19 C. Beccaria, De los delitos y de las penas. cit., § XXVII, p. 201. El pasaje continúa así: «A medida que los suplicios se hacen más crueles, los ánimos humanos, que como los fluidos se ponen siempre al nivel de los objetos que los circundan, se endurecen, y la fuerza siempre viva de las pasiones hace que, después de cien años de crueles suplicios, la rueda espante lo mismo que antes la prisión. Para que una pena produzca su efecto, basta con que el mal de la misma supere al bien que nace del delito. En consecuencia, todo lo demás es superfluo, y por eso tiránico». La misma tesis es retomada en el último capítulo: «Las impresiones sobre los ánimos endurecidos de un pueblo apenas salido del estado salvaje deben ser más fuertes y sensibles […] Pero a medida que los ánimos se atemperan en el estado de sociedad, crece la sensibilidad, y al crecer ésta, debe disminuirse la fuerza de la pena» (Ibid., § XLVII, p.281).

20 Ibid., § XLI, p. 263.

21 Ibid., § III, p. 117.

22 Ibid., § VII, p. 133.

23 Ambos principios, por cuya virtud la legalidad es al mismo tiempo condicionante y condicionada, se encuentran enunciados en el artículo 5 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: «La ley no puede prohibir más que las acciones dañosas para la sociedad. Todo lo que no esté prohibido por la ley no puede ser impedido, y nadie puede ser obligado a hacer lo que ésta no ordene».

24 Ibid., § XIV, p. 159. El texto prosigue: «Si para buscar las pruebas de un delito se requiere habilidad y destreza, si al presentar el resultado se necesita claridad y precisión, para juzgar del resultado mismo no se precisa más que un simple y ordinario buen sentido, menos falaz que el saber de un juez habituado a querer hallar culpables, y que todo lo reduce a un sistema facticio prestado por sus estudios». De forma aún más explícita, Pietro Verri atribuía al juez «la verificación de los hechos: él debe encontrar la verdad, y buscarla con prontitud, y conocer bien cómo es la cosa; y una vez hecho eso, la ley hace el resto, es decir manda cómo debe ser» (Sulla interpretazione delle leggi, (1765), en Scritti vari, Le Monnier, Florencia, 1854, vol. I, p.170).

25 «Les juges de la nation ne sont que la bouche qui prononce les paroles de la loi; des êtres inanimés qui n’en peuvent modérer ni la force ni la rigueur» (Ch. Montesquieu, De l’esprit des lois cit., vol. I, liv. XI, 6, p. 301 [la traducción castellana reza: «el instrumento que pronuncia las palabras de la ley», Del espíritu, cit., l. XI, cap. VI, p. 156]); «De esta manera, el poder de juzgar, tan terrible para los hombres se hace invisible y nulo» (ibid., p. 152). Y Beccaria: «En todo delito el juez debe hacer un silogismo perfecto: la mayor debe ser la ley general, la menor la acción conforme o no a la ley, la consecuencia la libertad o la pena. Cuando el juez sea constreñido o quiera hacer más de un silogismo, se abre la puerta a la incertidumbre. Nada hay tan peligroso como el axioma común de que es preciso consultar el espíritu de la ley. Éste es un dique roto frente al torrente de las opiniones» (De los delitos cit., ibid., p. 121).

26 C. Beccaria, De los delitos, cit., § VIII, p. 139.

27 Ibid., § XVII, pp. 175 y 177. Es claro que esta imagen no es una representación descriptiva, sino una formula prescriptiva, que equivale a un conjunto de cánones deontológicos: el rechazo de la concepción del reo como enemigo y de la jurisdicción como lucha contra el crimen; la honestidad intelectual que, como en cada actividad de investigación, debe excluir condicionamientos externos, así como preconceptos y prejuicios en la interpretación de la ley y en la valoración de las pruebas; la independencia de juicio y el comportamiento de «tercero» o «imparcial» con respecto a los intereses de las partes en conflicto y a las diversas reconstrucciones e interpretaciones de los hechos presentados por las mismas.

28 Ibid., § III, p. 117. «Oficio» de los jueces, de hecho, «es solo comprobar si un cierto hombre ha cometido o no una acción contraria a las leyes» (Ibid., IV, p. 120), Estipuladas por un «código fijo de leyes, que deben observarse a la letra» (Ibid., p.122). Por otra parte, «El soberano, que representa a la sociedad misma, solo puede establecer leyes generales que obliguen a todos los miembros, pero no juzgar si uno de ellos ha violado el contrato social, porque entonces la nación se dividiría en dos partes, una representada por el soberano, que afirma la violación del contrato, y la otra por el acusado, que la niega» (Ibid., § III, p.117).

29 Cfr. al respecto los recientes volúmenes de L. Delia y G. Radica, «Penser la peine à l’age des Lumières»: Lumières. 20 (2012), y el de D. Ippolito, Diritti e poteri. Indagini sull’Illuminismo penale, Aracne, Roma, 2012, en particular el primer capítulo, sobre «El paradigma ilustrado del poder limitado», donde Ippolito cuestiona la asociación entre Ilustración y absolutismo, evocada por la formula historiográfica del «despotismo ilustrado», y enmarca el pensamiento político ilustrado «en el horizonte filosófico-jurídico del constitucionalismo moderno, a cuyo desarrollo el Siglo de las Luces ha proporcionado una contribución determinante» (Ibid., p. 21).

30 Recuérdese la representación del poder punitivo como «terrible» en el pasaje de Montesquieu citado en la nota 25, y como «odioso» por parte de M. Condorcet: «Le despotisme des tribunaux est le plus odieux de tous» (Idées sur le despotisme (1789), en Oeuvres de Condorcet, Firmin Didot, Parií, 1847, tomo IX, p. 155).

31 Sobre la relación de reciproca implicación entre las expectativas positivas o negativas, en que consisten todos los derechos, y las obligaciones y las prohibiciones que corresponden a los mismos, en las que consisten sus garantías, remito a Principia iuris. Teoría del derecho y de la democracia, trad. cast. de P. Andrés Ibáñez, J. C. Bayón, M. Gascón Abellán, L. Prieto Sanchís y A. Ruiz Miguel, Madrid, Trotta, 2011, vol. I, § 2.3, pp. 138-145, §§ 3.5 y 3.6, pp. 194-201, §§ 10.10 y 10.11, pp. 600-608 y § 11.9, pp. 729-733.

32 Sobre esta característica de los derechos fundamentales constitucionalmente establecidos como normas sustanciales sobre la producción legislativa, cfr. Principia iuris cit., vol. I, § 11.1, pp. 729-731 y §§ 12.10-12.18, pp. 890-937, y, más recientemente, La democracia a través de los derechos. El constitucionalismo garantista como modelo teórico y proyecto político, trad. Cast. de P. Andrés Ibáñez, Trotta, Madrid, 2014, pp. 44, 80-81, 96 y 111-112.

33 Es esta la noción de «poder» jurídico que he estipulado en Principia iuris cit., vol. I, § 10.1, pp. 556-561, con la definición D10.1.

34 Sobre la cuestión, reenvío nuevamente a Principia iuris cit., vol. I, § 2.4, pp. 151-155, § 10.10, pp. 600-603 y §§ 11.4-11.6, pp. 701-717 y a La democracia a través de los derechos, cit., pp. 51-52, 139-140 y 144.

35 P. Andrés Ibáñez, Introducción a De los delitos y de las penas, cit., p.10.

36 Ibid., pp. 16-18. Perfecto Andrés Ibáñez, Introducción cit., pp.16-18, recuerda ante todo la manipulación más notoria, que se impuso por largo tiempo también en las ediciones italianas, operada por el abate Morellet, que la publicó con el titulo Traité des Délits et des Peines, traduit de l’italien d’après la troisième édition, revue et corrigée et augmentée par l’auteur, avec des additions de l’auteur qui n’ont pas encore paru en italien, Lausanne (en realidad Paris) 1766; recuerda además la intervención más reciente operada en España por el penalista Quintiliano Saldaña, El Derecho Penal (De los delitos y de las penas), Librería y Casa Editorial Hernando, Madrid, 1930, que la justificó, escribe Perfecto Andrés Ibañez, «con el argumento de que “para la conciencia de un técnico, esta edición por fuerza había de ser ordenada”, con un orden que a su juicio no podía ser el de Morellet, quien —como Beccaria (al que atribuye un “caos técnico”)— “tampoco era técnico del derecho penal”, por lo que “la edición francesa […] queda tan desprovista de coherencia como la edición prínceps” que “no responde a un módulo sistemático”. […] “Así ordenado y dispuesto” —concluye Saldaña— “el libro de Beccaria adviene a la categoría de Tratado —un breve Tratado de Derecho penal— que bien puede servir, en las cátedras elementales para la enseñanza de esta ciencia”».

37 A. Rocco, Il problema e il metodo della scienza del diritto penale: Rivista di diritto e procedura penale, año I, fasc. X, 1910, Vallardi, Milán, 1910, pp. 4 y 3, realiza un duro ataque a la Escuela Clásica Italiana que, desde Beccaria hasta Carrara, «había pretendido estudiar un derecho penal por fuera del derecho positivo, se había ilusionado con poder forjar un derecho penal diverso de aquel consagrado por las leyes positivas del Estado», abandonándose así «a la desenfrenada voluntad de la crítica legislativa y de la reforma de las leyes penales vigentes». Contra estas «agrestes tendencias reformadoras» (ibid., p. 3), Arturo Rocco formula su programa metodológico: «Este es principal, si no exclusivamente, la tarea y la función de la ciencia del derecho penal: la elaboración técnico-jurídica del derecho penal positivo y vigente, el conocimiento científico, y no simplemente empírico, del sistema del derecho penal tal como, en virtud de las leyes que nos gobiernan» (Ibid., p. 25).

38 Recuérdese el pesado ataque de Vincenzo Manzini a la filosofía del derecho, y en particular a la reflexión sobre el problema de los fundamentos del derecho penal, en las primeras páginas de su célebre tratado: «Resulta del todo superflua, para nuestros estudios, la parte estrictamente filosófica que los criminalistas del siglo XVIII y XIX solían anteponer a sus tratados. Investigar los llamados fundamentos supremos y la noción del derecho […] es algo que hoy ya no está permitido a una disciplina eminentemente social, positiva y de buen sentido, como es la nuestra» (V. Manzini, Trattato di diritto penale italiano, Utet, Turín, 1933, vol. I, § 3, p. 6; hay trad. cast. de S. Sentís Melendo, Tratado de derecho penal, prólogo y notas de R. Núñez y E. Gavier, Ediar, Buenos Aires, 1948). Y sin embargo Manzini había escrito, treinta años antes, un brillante artículo filosófico claramente liberal e ilustrado sobre el problema de los fundamentos del derecho penal, donde —comentando una liquidación idéntica a la realizada por él treinta años después («Haciendo caso a Carnevale, el Estado penaliza porque penaliza, y al igual que no se siente la necesidad de justificar el ejercicio del derecho civil, asimismo es perfectamente superfluo indicar sobre qué principios de razón se funda la sanción penal»)— escribe: «la susodicha afirmación es mucho más digna de ser escrita sobre la puerta de un cuartel, que de ornamentar un propileo de uno de los templos de la “escuela crítica” del derecho penal» (V. Manzini, «Diritto penale» en Il Digesto Italiano, Utet, Turín. 1899, vol. IX, parte III, p. 60). La explicación de este viraje, considerando las diversas fechas de los dos escritos, la ofrece el propio Manzini: «La filosofía nunca ha tenido y nunca tendrá influencia alguna sobre las relaciones sociales, si no refleja la conciencia y la opinión de la colectividad dominante» (Trattato di diritto processuale penale italiano secondo il nuovo codice, Utet, Turín, 1931, I, p. 63; hay trad. cast. de S. Sentís Melendo y M. Ayerra Redín, Tratado de derecho procesal penal, con prólogo de N. Alcalá Zamora, EJEA, Buenos Aires, 1951-1954).

39 «L’illuminismo: una filosofia militante» es el título de la Introducción de Dario Ippolito a su libro Diritti e potere, cit. pp. 11-19.

40 P. Andrés Ibáñez, Introducción, cit., p. 11.

41 Sobre la mutación del estatuto epistemológico de la ciencia jurídica y en particular sobre su rol pragmático por efecto del paradigma constitucional, remito a mi libro La democracia a través de los derechos, cit., § 2.8, pp. 83-90.

De los delitos y de las penas

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