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PRÓLOGO

CUANDO NGA-YEE SALIÓ DE SU apartamento a las ocho de la mañana, no tenía idea de que ese día iba a cambiarle la vida.

Después de la pesadilla del año anterior, sentía que les esperaban tiempos mejores solamente con que apretasen los dientes y se mantuviesen firmes. Estaba convencida de que el destino era justo y de que, cuando sucedía algo malo, después, naturalmente, seguía algo bueno. Por desgracia, a los poderes de turno les encanta gastar bromas crueles.

Pasadas las seis de la tarde, Nga-Yee, extenuada, decidió irse a casa. Mientras regresaba a pie desde la parada del autobús, calculó mentalmente si tendría suficiente comida en el frigorífico como para cocinar para dos. En apenas siete u ocho años los precios habían aumentado de forma alarmante, mientras que los sueldos se habían mantenido igual. Recordaba cuando medio kilo de carne de cerdo costaba veintitantos dólares, pero ahora con eso apenas alcanzaba para doscientos cincuenta gramos.

Seguramente en el frigorífico habría un poco de cerdo y algunas espinacas, suficiente para preparar un salteado con jengibre. Un acompañamiento de huevos al vapor completaría una cena simple y nutritiva. A su hermana Siu-Man, que era ocho años menor, le encantaban los huevos al vapor, y Nga-Yee a menudo preparaba ese plato suave y sedoso cuando la despensa estaba casi vacía: una buena comida con cebolleta y un toque de salsa de soja. Lo más importante de todo era que costaba poco. En el pasado, en la época en que estaban todavía más ajustadas económicamente que ahora, los huevos las habían sacado de apuros muchas veces.

Tenían suficiente para esa noche, pero se preguntó si debería probar suerte en el mercado, de todos modos. No le gustaba dejar el frigorífico completamente vacío; desde pequeña sabía que había que tener siempre un plan de apoyo. Además, varios vendedores bajaban los precios justo antes de cerrar, y tal vez encontraría buenas ofertas para el día siguiente.

Iiiii-uuuu-iiiii-uuuu.

Un coche de la policía pasó a toda velocidad, y la sirena interrumpió los pensamientos de Nga-Yee. Solo entonces se percató de la multitud congregada delante de su edificio, la Casa Wun Wah.

¿Qué podía haber sucedido? Nga-Yee siguió caminando a la misma velocidad. No era la clase de persona que disfrutase de sumarse a la excitación general, razón por la cual muchos de sus compañeros de clase la habían etiquetado como solitaria, introvertida, empollona, bicho raro. No la había molestado. Cada uno tiene derecho a elegir cómo vivir la vida. Tratar de encajar dentro de las ideas de los demás es pura tontería.

—¡Nga-Yee! ¡Nga-Yee! —Una mujer regordeta, de unos cincuenta años y cabello rizado la llamaba agitando desesperadamente las manos entre la docena de espectadores. Era Tía Chan, la vecina del piso veintidós. Se conocían lo suficiente como para saludarse, pero nada más.

Tía Chan cubrió a toda prisa la corta distancia que la separaba de Nga-Yee, la agarró del brazo y tiró de ella hacia el edificio. Nga-Yee no comprendía una palabra de lo que estaba diciendo, salvo su nombre; el terror hacía que su voz sonara como un idioma extranjero. Comenzó a entender, por fin, cuando reconoció la palabra “hermana”.

A la luz del atardecer, Nga-Yee avanzó por entre la gente y por fin pudo ver la horripilante escena.

La multitud se arremolinaba alrededor de un cuadrado de pavimento, a unos diez metros de la entrada principal, donde yacía una adolescente con uniforme escolar blanco y el cabello desgreñado sobre el rostro. Un líquido rojo oscuro formaba un charco alrededor de su cabeza.

Lo primero que pensó Nga-Yee fue: ¿No es alguien del instituto de Siu-Man?

Dos segundos después, comprendió que la figura que yacía inmóvil en el suelo era Siu-Man.

Su hermanita, tendida sobre el frío hormigón.

La única familia que tenía en el mundo.

En un instante, el mundo a su alrededor se volvió patas arriba.

¿Sería una pesadilla? Tal vez estaba soñando. Miró los rostros que la rodeaban. Reconoció a los vecinos, pero los sintió como desconocidos.

—¡Nga-Yee! ¡Nga-Yee! —Tía Chan la aferró del brazo y la sacudió con fuerza.

—¿Siu... Siu-Man? —Ni siquiera pronunciando el nombre en voz alta podía relacionar el objeto tirado en el suelo con su hermana menor.

Siu-Man tenía que estar ahora en casa, esperándola para que preparara la cena.

—Atrás, por favor. —Una agente de policía con uniforme cuidadosamente planchado se abrió camino entre los curiosos, mientras que dos paramédicos se arrodillaban junto a Siu-Man con una camilla.

El paramédico de más edad colocó una mano debajo de su nariz, le presionó con dos dedos la muñeca izquierda y, luego, le abrió un párpado e iluminó la pupila con una linterna. Todo eso llevó unos pocos segundos, pero para Nga-Yee fue como una sucesión de escenas congeladas.

Ya no sentía el paso del tiempo.

Su subconsciente estaba tratando de salvarla de lo que sucedería después.

El paramédico se incorporó y negó con la cabeza.

—Por favor, hacia atrás, despejen el camino —ordenó la agente de policía. Los paramédicos se alejaron de Siu-Man con expresión sombría.

—¿Siu... Siu-Man? ¡Siu-Man! ¡Siu-Man! —Nga-Yee apartó a un lado a Tía Chan y corrió hacia su hermana.

—¡Señorita! —Un policía alto se movió rápidamente para sujetarla por la cintura.

—¡Siu-Man! —Nga-Yee luchó en vano para soltarse, luego se volvió para suplicar—: ¡Es mi hermana! ¡Tienen que salvarla!

—Señorita, por favor, cálmese —dijo el policía, como sabiendo que sus palabras no surtirían efecto.

—¡Por favor, sálvenla! ¡Médicos...! —Nga-Yee, pálida, se volvió para implorar a los paramédicos que se alejaban—. ¿Por qué no la tienden en la camilla? ¡Rápido, tienen que salvarla!

—Señorita, ¿usted es la hermana? Cálmese, por favor —le indicó el policía con el brazo alrededor de su cintura, tratando de hablar con la mayor compasión posible.

—Siu-Man... —Se volvió para contemplar la figura desmadejada que yacía en el suelo, pero ahora otros dos policías la estaban cubriendo con una lona verde oscura—. ¿Qué están haciendo? ¡Deténganse! ¡Deténganse ahora mismo!

—¡Señorita! ¡Señorita!

—No la cubran, ¡tiene que respirar! ¡El corazón le sigue latiendo! —Nga-Yee se inclinó hacia delante, sin energía. El policía ya no la sujetaba, sino que la sostenía—. ¡Sálvenla, tienen que salvarla, se lo suplico! Es mi hermana...

Y así, en esa noche de un martes cualquiera, delante de la Casa Wun Wah, en la urbanización Lok Wah, del distrito de Kwun Tong, los vecinos, que por lo general eran locuaces, guardaron silencio. El único ruido que se oía entre los edificios fríos era el llanto desesperado de una hermana mayor; los sollozos golpeaban como el viento en los oídos de todas esas personas, llenándolos de un dolor indeleble.

Hong Kong Hacker (versión española)

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