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ОглавлениеEl 1 de julio, Hugh está sentado con los pies sobre la mesa en su cubículo de vidrio de Bruckner Buick, poniendo a prueba las frases que podría utilizar al día siguiente o el jueves, cuando lleguen Dorsey y su marido. Mide esas frases por la gravedad específica de su estupidez. «Dorsey… cuánto me alegro de verte… ¿qué tal el viaje…? Simon… tienes buen aspecto… estás… como eres». Cada palabra que se le ocurre, cada frase de buena voluntad y de bienvenida, le parece sosa y bobalicona. Aunque la llegada de Dorsey y Simon es inminente, Hugh no sabe con exactitud cuándo va a ser, porque el par se niega a viajar por autopistas, a pedir indicaciones y a usar mapas. «Simon… qué agradable…». Enunciar frases de esta manera le hace pensar en su cuñado, el actor, el hombre de plástico, el experto en observaciones ingeniosas y cortantes. Con Simon no te das cuenta de que estás sangrando hasta dos o tres minutos después. Te encuentras en la escalera o en el baño y de repente comprendes cómo te ha menospreciado… Y ahí estás, sufriendo una hemorragia de orgullo y confianza en ti mismo, aleccionado una vez más.
«¿Cómo te ha ido, Dorsey? ¿Qué tal…?».
«Bienvenida a casa, Dorsey».
«Bien, bien».
Palabra a palabra las frases se encogen hasta quedar en nada. Hugh teme la llegada de Dorsey y Simon. Es un temor irracional: se siente más fuerte, más grande y más hombre que su cuñado. Si a Simon pudiera pegarle, golpearlo sin más, se sentiría bien. Pero aquí está, practicando su papel, él mismo convertido en actor. «Dorsey». Mira la carretera a través del ventanal. «Dorsey», repite, mientras contempla las vaharadas de calor que despide el asfalto. «Vamos a comprar fuegos artificiales».
Al otro lado de los siete grandes ventanales de vidrio de Bruckner Buick, el sol del mediodía veraniego hace que los transeúntes, agobiados y sudorosos, se apuren a buscar la sombra. No es día para comprar coches, ni para venderlos. En primer lugar, los autos exhibidos se han calentado al sol, la pegajosidad de los volantes es molesta y no es posible enfriarlos conectando el aire acondicionado unos momentos antes de que el cliente suba. Con este calor, el funcionamiento de los motores puede ser errático y hay que aumentar tanto la velocidad de los ventiladores que el cliente no puede oír al vendedor.
Aunque la sala de exposición es fresca y la hermosa música que ha elegido el director de ventas satura la atmósfera de una almibarada pieza para orquesta de cuerdas, Hugh y su compañero, Larry Hammerman, no tienen clientes. No hay nada que mirar ni que escuchar excepto la música insípida o la voz metódicamente serena de Larry cuando hace una llamada de seguimiento a un posible cliente, un profesor de biología de secundaria, un tal señor Peterfreund, que ha puesto los ojos en un Electra que probablemente no se puede permitir.
Mientras piensa en Dorsey y su marido actor, Hugh mira a su alrededor en el despacho abierto por un lado —la placa de símil metal con su nombre, sus galardones como vendedor enmarcados y colgados de ganchos en la pared, su fichero de direcciones y el libro inventario a la derecha de la decorativa carpeta con secante de Bruckner Buick, las fotos de Laurie, Tina y Amy al lado de la mesa, donde tanto él como sus desconfiados clientes pueden verlas— y contempla la carretera que reluce ese día cálido y sin viento, en que ni siquiera ondean las banderolas de la sección de coches usados. Prueba con una frase: «Cuánto hace que no nos veíamos, Dorsey». Espera un momento. «¿En qué estás trabajando? ¿Eres feliz? ¿Va todo bien?».
Las preguntas se desprenden de su mente como piedras, piedras que caen a un estanque y no producen ondas. Quien domina las frases acertadas es Simon. Las memoriza. Ese es su trabajo. El miembro de la familia que últimamente Hugh siente más cercano es su sobrino, Noah, que nunca dice nada, excepto con las manos. Sentado en su cubículo, tomando su café frío, Hugh experimenta el repentino impulso de aprender el lenguaje de señas norteamericano o el método inglés de signos, como sea. Sería más expresivo con las manos de lo que jamás he sido con la voz, reflexiona. Abre el cajón de su escritorio y saca una carta, cuyo papel se ha ablandado de tanto tocarlo. La carta está dirigida a Hugh y escrita con caligrafía infantil. Se la ha enviado Noah, por su cuenta. Hugh lo sabe porque el sello del sobre está al revés, un error que Dorsey es incapaz de cometer. Aunque se la sabe de memoria, Hugh lee la carta de todos modos.
Querido Tío Hugh:
Pronto nos veremos. Vamos a ir en coche y estaremos en tu casa. Espero con ilusión ver a mis primas, pero también estoy deseando verte. Te extraño.
Voy a llevarte un regalo.
Te quiere,
Noah
Hugh se guarda la carta en el bolsillo y va a la sala de exposición. Como de costumbre tiene el profundo convencimiento de lo útiles que son los coches. Antídotos de la vida tal como es. A Hugh le encantan los Buicks. Los quiere casi tanto como a su familia, casi tanto como a las mujeres. Sin embargo, uno no puede pasarse el día entero con mujeres. Hugh considera que la atracción que siente por las mujeres, el amor que siente por ellas, es un defecto de carácter. Los hombres resueltos no se obsesionan con las mujeres. Van a lo suyo. Distraído, da unas palmaditas al Skylark gris oscuro, en el paragolpes, por encima de la rueda delantera izquierda. El acero y la cera no dan sensación de piel, pero sí cierta aproximación, un condón metálico de potente erotismo.
Al contrario que ciertos vendedores, Hugh no considera que el cliente sea su víctima. Para él, cualquier hombre o mujer que entra en Bruckner Buick está buscando pareja y, por lo tanto, como vendedor su papel es el de casamentero. Specials y Skylarks para los jóvenes; Skyhawks para los matrimonios; Electras, Somersets, Regals y LeSabres para las personas de probado éxito. El cliente es la novia, el coche es el novio. Un cliente desdichado solo puede culpar al casamentero.
Al otro lado de la ruta 63, Hugh ve las banderolas inmóviles y los coches calientes como sartenes alineadas en el solar de Pentel Ford. El concesionario Ford le produce una ligera molestia física. Siente un interés antropológico por otros coches; son una competencia vana y absurda. Contempla los avisos comerciales y los folletos de la competencia a la vez fascinado y alicaído. Detesta a Lee Iacocca, se había hecho ilusiones con la bancarrota de Chrysler. Los demás automóviles son un error, el resultado de una sociedad entregada al libre albedrío.
Gracias a su radar de vendedor, Hugh sabe que Larry Hammerman ha finalizado la llamada al señor Peterfreund y que el profesor de biología se ha amedrentado. (Hugh sabe que era un coche inadecuado para él; el Electra era demasiado auto para ese hombre a quien, sin la menor duda, le cuadra un Skyhawk). Larry, encorvado sobre la mesa en su cubículo, examina la lista de nombres para hacer llamadas de seguimiento. En una población como Five Oaks nunca hay demasiadas personas a quienes llamar y, poco después, Larry suspira, maldice entre dientes y se pasa la mano derecha —a la que le falta medio índice (un accidente con la podadora en verano)— por ese rasgo tan acusado de su fisonomía que es la espesa cabellera. Larry tiene la piel rosada, el pelo de una tonalidad marrón óxido, y cuando se siente frustrado la pasión que anida en su pecho se extiende por el cuello y se hace visible en la frente. Su rostro adquiere un arrebol brillante y desolado.
Larry está atravesando una época de dificultades económicas. Su mujer, Stella Hammerman, es bellísima, pero le apasiona gastar dinero en muebles y ropa, y con la aprobación de Larry ha comprado hace poco una embarcación de fibra de vidrio de seis metros de eslora y motor de treinta y cinco caballos de fuerza. Según Larry, se pasan el fin de semana en la bahía de Saginaw, donde de vez en cuando lanzan algún anzuelo por la borda y en ocasiones pica un pez. Stella es una mujer que sabe pasarla bien (Larry le ha contado a Hugh, en privado, lo que también le gusta hacer a su mujer al aire libre en el barco mientras se deslizan por las aguas encrespadas), y Hugh respeta los esfuerzos de Larry por pagar todas sus facturas. Un hombre hará cualquier cosa por una mujer de piernas largas con antojos como los de Stella. Y encima tienen una hija de quince años a quien últimamente se ha visto en los asientos traseros de varias motocicletas, abrazada a conductores con gomina en el pelo y campera de cuero negro que cruzan rugiendo las calles de Five Oaks en dirección al bowling y el local de videojuegos. Digna hija de su madre, deseosa de complacer y de ser complacida. Los demonios de Larry empiezan a alborotarse; en los últimos tiempos lo mantienen insomne, y por eso a veces entra tambaleante por la mañana en la concesionaria, con pasos rígidos de muerto vivo y ojos de luna llena.
Larry se endereza, parece reconocer dónde está, se acerca al lugar donde Hugh permanece de pie y juntos miran por el ventanal.
—¿Nada?
—Se acobardó.
—¿Por qué?
—Su mujercita vio las especificaciones.
—¿Y qué?
—«Demasiado coche».
—¿Eso es lo que dijo ella?
—Las palabras exactas de la señora Peterfreund. «Demasiado coche». Me gustaría darle a ella demasiado coche.
—Yo vi al marido —dice Hugh—. Tiene razón.
—Lo que yo digo es que hasta un profesor de biología de escuela secundaria puede escapar de su condición.
—No estés tan seguro —dice Hugh—. Necesitaría mucho más que ese Electra.
—¿Por ejemplo?
—Para empezar, una nueva vida.
Larry se ríe quedamente, un jadeo rítmico con la boca cerrada.
—Tenía algo de fe en el hombre —dice—. Había empezado a hablar de las opciones. Ventanillas eléctricas y el aspecto de la visibilidad. Llegó hasta esos detalles.
Hugh asiente. Sigue mirando por la ventana.
—Hace calor —comenta.
—Nunca he vendido ningún coche un día con temperatura superior a treinta grados. No es posible. Excepto a las víctimas de accidentes.
—¿Las víctimas de accidentes?
—Sí. —Larry hace sonar las monedas que tiene en el bolsillo—. Ya sabes lo que quiero decir. Gente que ha destrozado completamente el querido coche de la familia. Nunca se lo toman con calma ni estudian las distintas posibilidades. No, entran bramando y compran lo primero que ven. ¿Recuerdas a la familia Klingerman?
—La ranchera LeSabre.
—La misma. No estabas en la sala de exposición cuando ocurrió. Llegaste el día en que tomaron posesión del vehículo. El viejo Klingerman entró tambaleándose, no, usted discúlpeme a mí, con un collarín ortopédico y un bastón de aluminio que le habían dado en el hospital. Señaló la ranchera con el bastón y dijo: «Me llevo ese». El cable del velocímetro era ruidoso, pero yo no iba a enfriar el entusiasmo del buen hombre. La temperatura en el exterior era de treinta y dos grados; yo ni siquiera tuve oportunidad de hacer una observación sobre el calor ni de preguntarle cuál era su grupo sanguíneo. —Esto último es una referencia a la teoría del casamentero que tiene Hugh acerca de la venta de coches—. Se sentó, sacó la lapicera y el talonario de cheques. Tienes que respetar a un hombre con collarín ortopédico, capaz de extender un cheque por más de diez mil dólares, en una ciudad como esta. Bueno, tal vez no. Las ventas cuando hace tanto calor son impredecibles. No sé. —Sonríe—. Reza por que haya accidentes. No reces por víctimas mortales. Si hay víctimas mortales pierdes a los clientes.
—¿Cómo está Stella? —pregunta Hugh.
Al instante le parece una pregunta fuera de lugar.
—Bien —dice Larry—. Acaba de comprar una consola de video con sonido estereofónico. Alquila películas con más rapidez de la que tenemos para verlas. De amor, de terror, de aventuras, musicales, porno… me resulta imposible estar al día. ¿Cómo está Laurie?
—Laurie está bien.
—¿Y las chicas?
—Como siempre.
—Viene tu hermana, ¿no?
—Así es.
—Con su marido, el marica.
—Simon no es exactamente marica. Es más complicado.
—Claro. ¿Cuándo llegan?
—A tiempo para celebrar el 4 de Julio. No lo sé exactamente. No usan mapas.
Larry asiente, como si eso fuera lo más natural del mundo.
—¿Adónde se dirigen?
—A Minneapolis —responde Hugh—. Simon ha conseguido allá trabajo como actor.
—¿Y tu hermana qué va a hacer?
—No lo sé. Tiene un cargo en Buffalo y tal vez vuelva allí porque su hijo va a una escuela privada para sordos que no los obliga a vocalizar ni a leer los labios. Utilizan los sistemas de lenguaje de señas norteamericano e inglés, y Dorsey quiere que siga ahí. Dice que el chico progresa. No sé si a ella le conviene quedarse ahí pero… es su vida.
—Buffalo —dice Larry, y su tono es un juicio.
—Ajá.
Hugh nota un instante de mareo, como si la cabeza se le llenara de helio de modo que, si no estuviera anclado, subiría al techo de la sala de exposición. Mucho café, piensa, y trata de volver al suelo. En el lugar donde se encuentra, el aire acondicionado zumba con ruido apagado, y la mezcla de la música y el pensamiento en su hermana le pone los pelos de punta. Tiene la sensación de que la sala de exposición de Bruckner Buick avanza hacia él y luego retrocede, a la manera de un acordeón.
—¿Qué te pasa? —le pregunta Larry—. Te has puesto pálido.
—No lo sé —dice Hugh—. De repente me siento muy mal.
—Tómate un descanso —dice Larry—. Te aconsejo que te tomes la tarde libre. Puedo ocuparme yo solo de este trajín en la sala de exposición. Y en caso de que no pudiera, Leachman no debe andar lejos. —Leachman es el director de ventas—. Te ves como la mierda.
—Así me siento —dice Hugh—. Creo que voy a seguir tu consejo.
Mira su cubículo, contempla un momento los galardones de ventas y se encamina a su coche, pensando en Dorsey y en el defectuoso sistema circulatorio que él ha heredado.
Una vez sentado al volante, mientras el aire acondicionado le lanza aire tibio (el sistema tiene algún problema) y sintoniza la radio en la emisora comunitaria WFOM, se siente un poco mejor, pero todavía está sofocado de calor. Como no tiene ningún lugar especial adonde ir, toma en dirección a su casa, hacia el norte de Five Oaks. En ese recorrido diario pasa ante Mason Motors (Chrysler-Plymouth), el supermercado Red Owl, Maderas Lampert, cruza las dos vías del ferrocarril Grand Trunk (la vía principal y la secundaria que enlaza con el aserradero), la tienda de radio y televisión Knapp y luego lo que se denomina el centro de Five Oaks. Las pocas personas que deambulan por la vereda del distrito comercial —a la mayoría de las cuales Hugh conoce— se ven patéticamente arrugadas y lánguidas. Ve a la señora Castlehoff, la esposa del farmacéutico, que tiene el pelo rojizo como fuego de turba y una cara que evoca la hambruna irlandesa de la papa, con una voluminosa bolsa de papel madera. Tiene el pelo apelmazado y en la cara de ave expresión de alarma reprimida. ¿Por el hecho de que la vean en la calle con una bolsa llena de abultados y sospechosos artículos personales? ¿O alarma por el calor que hace? ¿O alarma, sin más? Hugh sonríe, la saluda moviendo la mano y, aunque ella lo ve y responde al saludo con un leve e irritado movimiento de la cabeza bañada por el sol, no agita la mano a su vez. Aprieta la bolsa contra el pecho y se apura a meterse en el coche, un Escort al que le quedan dos años largos de vida.
Hugh frena bruscamente en el cruce de Lake Street y Cross, donde está uno de los semáforos colgantes de Five Oaks. Mientras espera, cierra los ojos e imagina la escena: Bacon Drug a la derecha, la tienda Quik-’n’-Ezy a la izquierda, sumergidas bajo las aguas que han dejado los glaciares derretidos. Piensa en enormes peces pleistocénicos nadando por la calle principal y en conchas de almejas depositadas a la entrada de la zapatería.
En el otro lado de la ciudad, cerca del parque, oye un tañido retumbante y al principio cree que el clamor se origina en su cabeza, el zumbido vibrante del oído medio. Se lleva la mano al cuello para examinar las pulsaciones. Pero no, al avanzar por la calle se da cuenta de que son campanas que repican, si eso es lo que hacen, en la iglesia católica de Saint Luke. Son los repiques de campana más fuertes, y en cierto modo más nítidos, que ha oído jamás. Hugh, que no es católico, solo ha entrado en esa iglesia para asistir a bautismos, bodas y funerales. Por eso el templo tiene para él un aura de crisis, de chillidos, besos y sollozos. Es una iglesia pequeña y el interior huele a pino blanco y barniz. No hay ningún coche estacionado afuera y las campanas repican sin razón alguna. Hugh tiene la frente húmeda de sudor y ningún lugar adonde ir. Estaciona y sube apurado los escalones de la iglesia.
La idea de que no haya nadie dentro le resulta agradable. Quiere oler el interior de Saint Luke, sobre todo la vieja y gruesa madera resinosa. En cuanto cruza las pesadas puertas y entra en el vestíbulo, aspira hondo y mira el altar cubierto por el paño blanco. El vitral circular en lo alto deja pasar densos rayos de luz solar coloreada, que tiñe el polvo del aire. La sensación es de pureza. Ahí de pie, Hugh piensa: virginidad.
Por una puerta del fondo en la que Hugh no ha reparado, sale un sacerdote, un joven a quien no conoce. Aunque Hugh no va a ninguna iglesia, sabe que el párroco de esta es el padre Yaeger, y el sacerdote que acaba de salir no es él. Camina rápido, pero disminuye el paso en cuanto ve a Hugh. Sonríe, sobresaltado, y Hugh observa sus grandes manos de dedos gruesos, en contraste con el rostro dócil y delicado del joven. El padre campesino, la madre camarera, piensa Hugh.
—Hola —dice el cura—. Bienvenido. Debe de haber oído las campanas.
—Sería difícil no oírlas —dice Hugh.
—Acabo de encenderlas —le informa el sacerdote, enfatizando la frase con el gesto de pulsar un interruptor—. ¿Cree que son demasiado ruidosas? —Parece sumirse en una reflexión superficial—. Porque en realidad no son campanas. Son, bueno, quiero decir que sí, son campanas, pero están grabadas. Es una cinta. Tenemos un nuevo amplificador en dos fases y un sistema de altavoces, Mackintosh y Micro-Acoustic. —Señala el techo un instante—. Suena muy bien, ¿no le parece?
—Muy bonito.
Hugh observa cicatrices en la cara del joven.
—El año pasado hicimos una colecta para la instalación. Nuestras viejas campanas no eran sólidas, se desplomaban y se resquebrajaban… bueno, estoy seguro de que no desea escuchar esta cháchara de iglesia. Soy el padre Albert Duquesne.
Le tiende la mano y Hugh se la estrecha.
—Yo… —Hugh acaricia la idea de darle un alias al cura, pero no se le ocurre uno con suficiente rapidez—, soy Hugh Welch.
—¿Qué puedo hacer por usted?
—La verdad es que nada —dice Hugh—. En el coche me sentí mareado del calor, en ese momento oí las campanadas y entré a refrescarme un rato.
—¿Quiere un poco de agua? —El sacerdote no espera a que Hugh responda. Aparece al cabo de un minuto con un vasito de papel—. Tome.
El agua no está fría, pero Hugh la bebe de todos modos. Debe venir de un mal pozo: sabe a hierro.
—No está fría, ¿verdad? —dice el sacerdote, tratando de reír—. Es del grifo que hay en el sótano, pero por lo menos es agua limpia.
—Gracias.
Hugh le devuelve el vaso.
El joven lo arruga, mira alrededor en busca de un lugar donde tirarlo, mira de nuevo a Hugh y se lo queda en la mano.
—¿Lo hemos… lo hemos visto aquí antes?
—No, no soy católico. Vivo cerca de aquí y he estado en esta iglesia varias veces, pero no soy practicante.
El sacerdote asiente y se limpia la otra mano con la sotana.
—Pero aquí está de todos modos. Un accidente de… supongo que deberíamos decir del destino. —Exhibe una sonrisa privada—. Discúlpeme un momento. Debo apagar esas campanas. —Sale apurado y de repente cesa el sonido de las campanas, sin reverberaciones ni eco. La atmósfera retiene su bolsa de silencio y el sacerdote regresa precipitadamente—. Es probable que la gente haya pensado que se trataba de una boda, supongo. Solo que es demasiado temprano. A la gente no le gusta casarse antes del mediodía. Podrían hacerlo, pero no lo hacen. No, quien haya pasado en coche por ahí delante habrá creído que había un funeral. Cualquier hora es buena para un funeral. ¿Por qué será? Debería reflexionar sobre el tema.
Hugh observa que de alguna manera se ha librado del vaso de papel.
—Mi mujer y yo nos casamos por la mañana —comenta Hugh—. Alrededor de las diez. No recuerdo por qué razón.
—Eso no es corriente —dice el sacerdote—. Casi que no le creo. ¿En una iglesia? Oh, no. Ha dicho que no es practicante. —Se rasca con intensidad el cuero cabelludo. Ve que Hugh lo observa y le explica—: Una picadura de nigua. Hace un par de días fui a pescar y olvidé ponerme sombrero.
—Esas picaduras pueden ser muy molestas —dice Hugh, fingiendo solidaridad—. No, no nos casamos en una iglesia. Lo hizo Harold, el primo de mi mujer, que es pastor presbiteriano. Pero aquella tarde tenía que ir a otra parte. A un partido de fútbol, creo. Era sábado. Vino a casa, nos casó, tomamos una copa de champaña y eso fue todo. Tenía que optar entre Harold o la municipalidad y no quería que nos casara un escribano.
—El escribano no está facultado. Lo hace un juez.
—El escribano municipal puede casar. Dispone de facultades.
—No, no las tiene —insiste el sacerdote—. Estoy bastante seguro. Al fin y al cabo, no es más que un administrativo. —Mira a Hugh con expresión de incertidumbre—. Bueno, ¿quiere que le muestre el templo? ¿Dispone de unos minutos?
Le muestra a Hugh la pila de agua bendita y luego lo precede a lo largo de las hileras de bancos hasta el altar. Se arrodilla, señala detalles del vitral y le resume la historia de la iglesia que, según él, se remonta a 1936, cuando la iglesia anterior —que también se llamaba Saint Luke y se alzaba en el mismo lugar— fue destruida por un incendio cuyo origen sigue siendo hoy un misterio.
—Me dijeron que fue un luterano —dice el sacerdote y se ríe por formulismo—. ¿Dice usted que vive aquí, en Five Oaks?
—Casi toda mi vida —responde Hugh.
Mira hacia el fondo, al lado sudoeste de la iglesia.
—Yo soy nuevo aquí. Soy el ayudante del párroco. ¿Pesca?
—A veces —dice Hugh. Decide hacerle un favor al cura e indicarle un buen lugar de pesca, pero no el mejor de los que conoce—. Pruebe en el lado sur del lago Silver, sobre todo por la tarde, cuando la sombra de los álamos cubre el agua. Cerca de la residencia de verano de Bill Martin, un poco más allá de su embarcadero. Tiene que evitar que el señuelo se enrede con las hojas flotantes de los lirios de agua. Si va, es probable que consiga buenas percas. Así de grandes. —Indica el tamaño con las manos.
El sacerdote asiente.
—Lo recordaré. Muchas gracias.
Hugh asiente a su vez.
Tras otro silencio, el sacerdote también mira hacia el fondo de la iglesia, como si allí hubiera algo, y, en voz queda, dice:
—Bueno, ¿en qué puedo serle útil?
Hugh señala algo junto a la pared.
—¿Qué es eso?
—Los confesionarios.
—¿Escucha confesiones?
—Sí, claro.
El sacerdote empieza a caminar en dirección a la puerta trasera. Con los dedos hace un rápido gesto de intranquilidad detrás de la sotana.
—Es muy joven.
—Sí, eso es lo que dice la gente. Sé que parezco un muchacho. Pero la verdad es que la edad de un hombre importa poco. El hombre no es más que un instrumento. El sacerdote es un intermediario.
—¿Se siente mejor la gente después de confesarse? —pregunta Hugh detrás del sacerdote.
—Se sienten mejor porque están mejor.
—Jamás le he confesado nada a nadie en mi vida —dice Hugh—. No lo he hecho desde sexto grado. No creo que pudiera. No parece muy…
Se detiene en el centro del pasillo, tratando de dar con la palabra, mientras el sudor se le desliza por los costados del pecho. El sacerdote se vuelve y lo mira con atención. Hugh observa que es una mirada de adulto, una mirada astuta.
—¿Muy digno?
—No —responde Hugh—. No es eso lo que estaba pensando. No es muy maduro.
—Ah. —El sacerdote se apoya en el lado de un banco, cuya madera cruje a causa del peso, y con gesto de profunda fatiga juvenil, se lleva las manos a la cara y las baja lentamente, como si tratara de despertarse—. Bueno, supongo que podría decir que en la iglesia, por lo menos en esta iglesia, todos somos niños ante Dios. Eso es lo importante: ser de nuevo un niño. Puede ocurrir, se lo aseguro. Pero creo que usted ya lo sabe y, además, no ha entrado en esta iglesia a escuchar esto. Ni para volver a ser niño.
Hugh sonríe.
—¿Para qué he entrado?
El sacerdote se aclara la garganta. Mira a Hugh y luego desvía los ojos.
—Déjeme conjeturar.
—De acuerdo.
De repente el sacerdote concentra toda su atención en Hugh. Este ve en sus ojos el frío e inteligente destello que pone de manifiesto por qué está el joven ahí, vestido con la sotana negra, atado por amor a Dios y la Santa Virgen.
—Su vida es lo que lo ha traído aquí esta mañana —dice.
—De acuerdo, pero ¿qué pasa con mi vida?
—Algo le pesa.
—¿Qué clase de peso?
—No puede hablar —dice el sacerdote—. Nunca puede hablar.
Al instante Hugh se lleva la mano al bolsillo izquierdo, donde está la carta de Noah. Noah: Excepto con las manos, piensa Hugh.
—No es desesperación, pero se siente desconsolado. Se siente mudo.
Hugh sonríe.
—¿Tiene una casa? —pregunta el sacerdote.
—Sí.
—Usted es como yo. Deambula por la casa a altas horas de la noche.
—A veces hago eso.
—Todo el mundo dice… quiero decir, seguro que todos sus amigos dicen que está todo bien. —El padre Duquesne sonríe, gozando del momento a pesar del calor, y Hugh piensa: Este chico actúa como si fuese un adivino—. La verdad es que me estoy pasando de la raya.
—No se preocupe.
—Seguramente usted, bueno, debe imaginar que, aparte de Dios, hay alguna manera de acceder al espíritu y es probable que se diga que toda esta estructura —hace un amplio gesto con el brazo derecho que engloba la nave de la iglesia— es un fraude colosal. Pero —añade—, de todos modos aquí está.
Los dos hombres intercambian sonrisas y esperan.
—Quería hablar de mi hermana —dice Hugh de repente.
—¿Qué pasa con ella?
Todavía están de pie en el pasillo. En el exterior suena dos veces una bocina. Toca la bocina si amas… algo.
—Va a venir de visita con su marido y su hijo. Mi hermana es muy brillante, es física de profesión. Ni siquiera sé en qué trabaja. No soy capaz de entenderlo. Pero, en ciertos aspectos, su vida ha sido muy dura y he tratado de ayudarla cuando le han ocurrido cosas. He tratado de ser un hermano. Nadie sabe cómo hacer eso en este país, cómo ser hermano. Pero ahora no estoy seguro de que ella haya necesitado mi ayuda. Creía que sí, pero tal vez no. He vivido pensando que ella necesitaba que la ayudara. Ahora no estoy seguro.
—Debe de quererla mucho —dice el padre Duquesne.
—La quería. —Hugh se corrige—. La quiero.
—¿Qué significa para usted?
—¿Mi hermana? ¿Qué significa? ¿Significa algo la gente? Una vez mi padre me pidió que la vigilara, que cuidara de ella. Lo intenté. Tal vez no sea algo que uno deba hacer, pero esas eran las instrucciones que me habían dado. Pienso mucho en ella. No es como estar casado. Es otra clase de amor. No tiene nombre. A veces pienso que me he pasado la vida vigilándola, velando por ella.
—Ah —dice el padre Duquesne, y pregunta discretamente—: ¿Qué cosa tan tremenda hizo usted?
—¿Cómo?
—En su vida —dice el sacerdote, con expresión tensa en el rostro juvenil— …como para tener que velar por alguien que no lo necesitaba. —Sacude la cabeza—. Bueno, escuche, Hugh. Debo… tengo que ocuparme de algunas cosas, pero podemos hablar más, si le parece. Podríamos fijar una cita.
—Tal vez.
—¿Quiere ir a pescar algún día este verano?
Hugh mira al sacerdote. Astuto.
—Gracias, pero probablemente no.
—Bueno, si quiere llámeme.
—Lo haré. —Hugh sonríe—. Ahora déjeme conjeturar a mí.
—¿Conjeturar? ¿Sobre qué?
—Déjeme conjeturar sobre su vida. Usted lo hizo con la mía. No hay razón para que yo no haga lo mismo.
El padre Duquesne se lleva la mano al cuero cabelludo, se da unos golpecitos en la zona calva que ha cubierto extendiendo el cabello desde un lado y mira por una de las ventanas emplomadas el tráfico que pasa en oleadas distorsionadas a través del vidrio grueso e irregular.
Se encoge de hombros.
—De acuerdo.
—A ver qué me dice de esto. Probablemente su padre fuera campesino y su madre camarera cuando se conocieron. O bien él era granjero y ella vivía en el pueblo, leía libros y se conocieron en una clase del colegio. Uno de los dos era tosco, el otro no. —Tiene ímpetu, energía, sabe que puede ir tan lejos como quiera y, aun así, el sacerdote aceptará lo que diga—. Su padre fue quien le enseñó a pescar y era su madre quien generalmente iba a la iglesia. Era a ella a quien quería de verdad.
El sacerdote se queda boquiabierto. Hugh no sabe si es debido a la sorpresa, el enojo o cierta curiosidad divertida, pero, de cualquier manera, está decidido a seguir.
—Usted era el inteligente de la familia —dice—, el brillante, el hijo en quien pusieron sus modestas esperanzas. Mayor, menor, en una familia católica eso no importa. Su madre lavaba los platos y siempre que usted estaba en casa ella decía sin volverse: ¿Dónde está el mejor de mis hijos? Y usted respondía: Aquí estoy. El mejor de los hijos está aquí. Sus hermanos y su hermana le pedían que los ayudara a hacer los deberes. Usted siempre estaba estudiando. —Hugh oye todo esto, como si se lo dictaran—. No salía mucho. Todos eran peores que usted. Siempre se metían en líos, pero usted no. Usted no formaba parte de ningún equipo y…
—No —lo interrumpe el padre Duquesne—. Eso no es cierto. Jugaba al básquetbol.
—De acuerdo. —asiente Hugh—. Hay un aro y un tablero fijados en el techo del garaje. En cualquier caso, usted fue el primero de la familia que llegó a la universidad. Tomó distintos cursos, pero sobre todo los de psicología, a fin de poder comprender por qué había llegado a ser así, tan poco corriente. Le gustaban las chicas, pero no tanto como para no poder prescindir de ellas. No se quedaba despierto por la noche pensando en ellas, como les ocurría a sus amigos. Después de graduarse, tomó los hábitos. Toda su extensa familia, todos sus primos asistieron a su… ¿cuál es la palabra?
—Ordenación.
—Eso es. Ordenación.
Hugh se detiene. Ha ido demasiado lejos. La cara del sacerdote ha enrojecido —en el fondo funciona la alquimia facial— pero ahora Hugh ve que el color aparecido en manchas variopintas, allí donde el acné ha dejado cicatrices que hacen pensar en un mapa estelar, refleja humor y regocijo. El sacerdote se está riendo. La risa surge impetuosa desde el estómago. Pone la mano en el alféizar de la ventana para apoyarse un momento. Tose dos veces. Busca a tientas un pañuelo en el bolsillo de la sotana. Se limpia la boca.
—Sí que tiene el don —dice.
—¿He acertado?
—En parte —dice el sacerdote—. Algo de lo que me ha dicho es cierto, no le diré qué. Pero hay una última cosa que me gustaría saber. ¿Dónde ha aprendido a hacer eso?
—Lo aprendí de mi madre. En mi familia abundan los videntes fracasados. Y soy vendedor. —Le tiende la mano y el cura se la estrecha—. Gracias por dedicarme su tiempo, padre.
Hugh gira sobre sus talones y, aspirando por última vez el aroma a madera de pino, se dirige a la puerta cuando el sacerdote le dice:
—¿Seguro que no quiere ir de pesca uno de estos días?
—Lo llamaré —responde Hugh, sin volverse. Luego, cediendo a un impulso, sí se vuelve para echarle una última mirada al sacerdote—. No vaya a bendecirme —dice—. No rece por mí.
Hugh cree oír que el cura replica «no lo haré», pero a lo mejor solo es su imaginación, porque ya está a medio camino del coche, que irradia oleadas de calor bajo el sol veraniego. Al abrir la puerta mira la iglesia y ve al padre Duquesne en la ventana trasera, mirándolo a su vez, con la cara reticulada y coloreada por los segmentos de vidrio repartido. El sacerdote sonríe y agita la mano que, atravesada por los marcos del vidrio, parece quebrada y espasmódica, como vista en una película empalmada una y otra vez que ha sido pasada demasiado a menudo por el proyector.
Conduce a lo largo de treinta kilómetros desde Five Oaks en dirección sur por la autopista interestatal, hasta que se desvía por una salida a la altura de un Holiday Inn. Es al comienzo de la tarde. Toma una habitación simple, da la vuelta con el coche hasta la puerta de acceso y entra. Enciende el aire acondicionado. Se quita los zapatos, se tiende en la cama y yace durante casi media hora. Le encantan las habitaciones de motel, siempre le han gustado. Contempla el papel de la pared, con el dibujo de un canal veneciano, sin que falte la góndola ni el gondolero, en burdo y rudimentario estilo impresionista. Marca un número, no obtiene respuesta y marca otro. Al cabo de una hora oye golpes en la puerta. Se levanta de la cama, abre y franquea la entrada en la habitación a una mujer alta, de aspecto discreto y muy elegante. Una vez adentro, se besan. Ella lleva una pequeña bolsa de papel madera, de la cual saca una botella de vino rosado. Brindan con los vasos del baño, se desvisten y se meten en la cama.
Los dos permanecen unas horas en la habitación. Hablan, hacen el amor, hablan un rato más, dormitan. Cuando Hugh despierta de uno de esos breves episodios de sueño, mira a la amante, la mujer de pelo y ojos castaños tendida a su lado. Está mirando la televisión, una película de gánsteres en blanco y negro. Mantiene el sonido bajo para no molestar a Hugh. Mientras mira la película despide partículas cargadas de satisfacción femenina, que Hugh nota en los hombros. Cuando pone la mano sobre la delgada y delicada cintura de la mujer, cruza por su mente la imagen del joven sacerdote, el padre Duquesne, saludándolo detrás de la ventana de vidrio repartido. Un saludo, se dice; no una bendición.
Está aturdido, un poco trastornado. La sensación es similar a la del desfallecimiento que experimentó en la sala de exposición esa misma mañana.
Durante toda su vida ha querido ser un hombre bueno, un soldado del ejército de la ternura. Sin embargo, aquí está, en esa habitación de motel patéticamente aterciopelada. Quienes dictaminan cómo ha de ser un hombre bueno desaprueban semejante conducta. Ellos mismos se han adjudicado autoridad para juzgar; igual que los gánsteres de la película en blanco y negro, también ellos salen en televisión. Para pasar las largas horas del día, Hugh necesita ayuda y el amor, sea cual fuere su origen, ayuda a pasar el tiempo. Cree en el amor, en dar tanto amor como tiene, como puede encontrar. Pero debe de haber algo equivocado en las formas de su afecto. Mientras contempla el cabello enrulado de su amante, piensa en cómo se aleja la gente de lo que él les ofrece. No lo necesitan. Pero Noah, su sobrino Noah, no lo hace. Hugh se recuerda a sí mismo que debe comprarle un regalo a Noah para dárselo cuando llegue, tal vez una pelota de fútbol. Esta mujer ahora acostada con él tiene muy poco tiempo para dedicarle. Se queja de las llamadas que le hace, pero a veces va a su encuentro. Algo es algo. Le llena la tarde. Se inclina y, contra todo lo que el mundo cree que debería hacer, la besa en el brazo, justo bajo la muñeca. La piel de la mujer, minutos antes humedecida de amor, ahora está seca. Le deja un sabor ligeramente ácido en la lengua, a sal, a agua salada, que a Hugh le evoca el mar.