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Capítulo X

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Hasta aquí he contado con detalle los sucesos que conformaron mi insignificante existencia. He dedicado a los diez primeros años de mi vida casi el mismo número de capítulos. Pero esto no va a ser una autobiografía al uso; solo pienso evocar aquellos recuerdos que sé tendrán cierto interés. Por lo tanto, pasaré casi por alto un espacio de ocho años. Solo harán falta unas líneas para mantener la conexión de la narración.

Cuando la fiebre tifoidea hubo cumplido su misión de devastación en Lowood, fue desapareciendo poco a poco, pero no sin antes llamar la atención del público hacia la escuela, por su virulencia y el número de víctimas. Se investigó el origen de la epidemia, y gradualmente salieron a la luz hechos que provocaron una gran indignación en la opinión pública. La naturaleza malsana del lugar, la cantidad y la calidad de la comida, el agua fétida con la que se preparaba, la ropa y el alojamiento deficientes: todas estas cosas se conocieron, y su conocimiento produjo un resultado mortificante para el señor Brocklehurst pero prometedor para la institución.

Varios personajes ricos y caritativos del condado donaron dinero para la construcción de un edificio mejor acondicionado en un lugar más adecuado, se establecieron nuevas normas, se introdujeron mejoras en la dieta y el vestuario, y los fondos fueron confiados a un comité para su gestión. Al señor Brocklehurst, dada su riqueza y la importancia de su familia, no se le pudo dar de lado, y le fue reservado el puesto de tesorero, pero unos caballeros más amplios de miras y comprensivos fueron nombrados para ayudarlo a desempeñar sus funciones. También compartió el cargo de inspector con personas capaces de combinar lo razonable con lo riguroso, la comodidad con la economía y la compasión con la rectitud. Con estas mejoras, la escuela se convirtió, con el tiempo, en una institución útil y noble. Yo continué entre sus muros, después de la reforma, ocho años, seis de alumna y dos de profesora, y, tanto en un caso como en el otro, doy fe de su valor e importancia.

Durante esos ocho años, mi vida fue uniforme, pero no desdichada, porque me mantuve activa. Tuve a mi alcance el medio de lograr una esmerada educación. Me impulsaron la afición por algunas de las asignaturas y el afán de medrar en todas ellas, junto con el gran placer que sentía al complacer a mis profesoras, sobre todo a las que quería. Me aproveché al máximo de las ventajas que se me brindaron. Con el tiempo, me convertí en la primera de la primera clase, y después en profesora, cargo que desempeñé con gusto durante dos años, hasta que cambió mi situación.

La señorita Temple, pese a todos los cambios, siguió siendo la directora de la escuela. Yo debía a sus enseñanzas la mayor parte de mis conocimientos, y su amistad y su compañía fueron un constante consuelo para mí. Me hizo las veces de madre, maestra y, en la última época, compañera. En este periodo, se casó y se trasladó con su marido, un clérigo, muy buena persona y casi digno de tal esposa, a un condado lejano, como consecuencia de lo cual la perdí.

Desde el día de su partida, yo no fui la misma. Con ella se marcharon mi sensación de estabilidad y las asociaciones que habían hecho de Lowood casi un hogar para mí. Me había imbuido parte de su manera de ser y muchos hábitos suyos. Mis pensamientos se habían hecho más armoniosos, y mi mente se había poblado de sentimientos más controlados. Me había sometido al deber y al orden, estaba tranquila, creía estar contenta. A los ojos de los demás, y generalmente incluso a los míos propios, parecía una persona disciplinada y sumisa.

Pero se interpuso entre la señorita Temple y yo el destino, en forma del reverendo señor Nasmyth. La vi montar en un coche de posta con su ropa de viaje poco tiempo después de su boda, y vi cómo el coche subía la colina y desaparecía al otro lado. Después, me retiré a mi cuarto, donde pasé a solas la mayoría del medio día de fiesta que nos habían concedido en honor a la ocasión.

Estuve casi todo el tiempo paseando por la habitación. Creía que solo lamentaba mi pérdida y pensaba en repararla, pero cuando acabé de reflexionar, me di cuenta de que había acabado la tarde y, avanzada la noche, hice otro descubrimiento: se había obrado en mí un proceso de transformación. Había desechado mi mente todo lo que esta se había apropiado de la señorita Temple, o mejor dicho, ella se había llevado consigo el espíritu sereno con el que me había rodeado, y, al marcharse, me había dejado en mi elemento natural, y sentí removerse viejas emociones. No tenía la sensación de haber perdido un apoyo, sino una motivación; no me faltaban fuerzas para estar sosegada, sino los motivos para el sosiego. Lowood había sido mi mundo durante algunos años, sus normas y sistemas eran mi única experiencia. Me acordé de que el mundo real era grande y que, a los que tenían el valor de lanzarse a él para buscar la verdadera vida, ofrecía una amplia gama de esperanzas y temores, de sensaciones y emociones entre sus peligros.

Me acerqué a la ventana, la abrí y me asomé. Allí estaban las dos alas del edificio, el jardín, los alrededores y el horizonte montañoso. Mis ojos pasaron por alto todos los objetos salvo las lejanas cimas azules. Quise traspasarlas, pues me pareció una cárcel todo lo que encerraban sus límites de roca y brezo. Seguí con la vista la blanca carretera que serpenteaba al pie de una montaña y desaparecía en un desfiladero. ¡Cómo me hubiera gustado seguirla más allá! Recordé que había viajado por esa misma carretera en un coche, recordé haber bajado por aquella colina en el crepúsculo. Pareció haber transcurrido una eternidad desde el día de mi llegada a Lowood, y jamás había salido desde entonces. Había pasado todas las vacaciones en la escuela porque la señora Reed nunca me llamó a Gateshead. Ni ella ni ningún miembro de su familia me había visitado jamás. No había tenido ningún contacto, ni por carta ni de palabra, con el mundo exterior. Todo lo que conocía de la vida eran las normas de la escuela, las obligaciones y hábitos de la escuela, las ideas, voces, caras, frases, costumbres, preferencias y antipatías de la escuela. Pensé que no era suficiente. En una tarde me cansé de la rutina de ocho años. Anhelaba la libertad, ansiaba la libertad, recé por conseguirla, pero parecía alejarse, llevada por el suave viento. Desistí e hice un ruego más modesto, por un cambio, un estímulo; pero también se disipó. «Por lo menos —grité desesperada—, ¡concédeme una nueva servidumbre!».

En ese punto, una campanada me llamó a cenar.

No pude reanudar el hilo de reflexiones hasta la hora de acostarme, y entonces una profesora que compartía conmigo la habitación me impidió volver al tema que me atraía tanto con su profuso charloteo. ¡Cómo deseaba que el sueño la hiciera callar! Pensé que si podía volver a las ideas que me habían llenado la mente al mirar por la ventana, se me ocurriría una solución para aliviarme.

Por fin roncaba la señorita Gryce, una galesa gruesa, cuyos problemas respiratorios siempre me habían parecido un fastidio. Pero esa noche oí con satisfacción las graves notas, que significaban que me libraba de interrupciones; renacieron inmediatamente mis pensamientos medio borrados.

«¡Una nueva servidumbre! Tiene posibilidades —me dije para mí, pues no hablé en voz alta—. Sé que las tiene, porque no parece demasiado atractivo. No se parece a palabras como Libertad, Emoción o Goce, que son palabras verdaderamente encantadoras, pero solo son sonidos para mí, tan huecos y fugaces que escucharlas es perder el tiempo. ¡Pero Servidumbre! Debe de ser viable. Cualquiera puede servir; yo he servido aquí durante ocho años, ahora solo quiero servir en otro lugar. ¿Conseguiré mi propósito? ¿Es factible? Sí, mi objetivo no es tan difícil, si tuviera un cerebro lo bastante activo para encontrar el medio de lograrlo».

Me incorporé en la cama con el fin de que se despejara mi cerebro. Hacía frío esa noche y me cubrí los hombros con un chal antes de ponerme a pensar de nuevo con todas mis fuerzas.

«¿Qué es lo que pretendo? Un nuevo puesto en una nueva casa, entre caras nuevas, y bajo circunstancias nuevas. Esto es lo que quiero, porque es inútil querer algo mejor. ¿Cómo hacen los demás para conseguir un puesto nuevo? Acuden a sus amigos, supongo; yo no los tengo. Hay muchos otros que no tienen amigos, que deben buscar sin ayuda y velar por sí mismos, ¿cómo se las arreglarán?».

No pude saberlo, no encontré respuestas, así que di orden a mi cerebro de que buscara una solución rápidamente. Se puso a funcionar cada vez más intensamente. Noté cómo latía el pulso de mis sienes, se esforzó caóticamente mi cerebro durante una hora, pero sin hallar resultados. Febril a causa de mis vanos intentos, me levanté y di vueltas por el cuarto, corrí la cortina, miré las estrellas, tirité de frío y me deslicé de nuevo en la cama.

Un hada buena debió de depositar la solución sobre la almohada en mi ausencia porque, al tumbarme, acudió del modo más natural a mi mente: «Los que buscan empleo se anuncian; debes poner un anuncio en el Herald del condado de…».

«¿Cómo? Si yo no sé nada de anuncios».

Las respuestas acudían ahora rápida y fluidamente:

«Debes enviar el anuncio y el dinero para pagarlo en una carta dirigida al editor del Herald; debes echarla al correo en Lowton a la primera oportunidad. Las respuestas deben ir dirigidas a J. E. en la estafeta de correos. Puedes ir a preguntar si ha llegado alguna una semana después de mandar tu carta, y si es así, actuar en consecuencia».

Repasé dos o tres veces mi plan y lo asimilé mentalmente hasta plasmar claramente su forma. Sintiéndome satisfecha, me dormí.

Al despuntar el alba, me levanté. Tenía el anuncio escrito y metido en un sobre con la dirección puesta antes de que sonara la campana para levantarse. Ponía:

«Una joven con experiencia en la enseñanza (¿acaso no llevaba dos años de profesora?) desea encontrar un puesto con una familia con hijos menores de catorce años (pensé que, al tener yo apenas dieciocho, era mejor no encargarme de la instrucción de alumnos más cerca de mi propia edad). Está cualificada para enseñar las disciplinas normales de la educación inglesa, además de francés, dibujo y música (en aquel entonces, lector, esta ahora corta lista de talentos hubiera sido bastante completa). Dirigirse a J. E., Estafeta de Correos, Lowton, Condado de…».

Permaneció encerrado todo el día en mi cajón este documento. Después de la merienda, pedí permiso a la nueva directora para ir a Lowton, con la excusa de realizar algunos pequeños recados para mí y una o dos compañeras. Me lo concedió y me marché. Eran unas dos millas de paseo y llovía, pero las tardes aún eran largas. Visité una o dos tiendas, deslicé la carta en el buzón y regresé bajo una fuerte lluvia con la ropa empapada, pero con el corazón ligero.

La semana siguiente se me hizo larga, pero por fin acabó, como todas las cosas bajo el sol, y me encontré una vez más camino de Lowton al final de un día agradable de otoño. Por cierto, era un camino pintoresco, que pasaba junto al arroyo y por los bonitos recovecos de la cañada. Pero ese día pensaba más en las cartas que pudieran estar esperando en el pueblo al que me dirigía que en los encantos de los prados y las aguas.

Mi supuesto propósito en esta ocasión era hacerme medir los pies para encargar un par de zapatos, por lo que primero atendí ese asunto y, una vez realizado, crucé la calle apacible y limpia desde la zapatería a la oficina de correos. Cuidaba de esta una anciana con anteojos en la nariz y mitones negros en las manos.

—¿Hay cartas para J. E.? —pregunté.

Me miró fijamente por encima de sus anteojos, después abrió un cajón entre cuyo contenido hurgó largo rato, tanto, que empezaron a disiparse mis esperanzas. Por fin, habiendo sostenido ante sus ojos un documento durante casi cinco minutos, me lo pasó por encima del mostrador, acompañando su acción de otra mirada curiosa y desconfiada: era para J. E.

—¿Solo hay una? —pregunté.

—No hay más —dijo. La guardé en el bolsillo y me encaminé a casa. No podía abrirla, puesto que eran ya las siete y media y el reglamento exigía que estuviera de vuelta a las ocho.

Me esperaban varias tareas a mi regreso: vigilé a las chicas durante la hora de estudio; luego me tocó leer las oraciones y acompañarlas a la cama, y después cené con las demás profesoras. Incluso cuando por fin nos retiramos a dormir, la ineludible señorita Gryce era aún mi compañera. Nos quedaba un corto cabo de vela en la palmatoria y temía que siguiera hablando hasta agotarlo. Afortunadamente, la cena pesada que había comido tuvo un efecto soporífero sobre ella, y antes de terminar de desvestirme, ya roncaba. Quedaba una pulgada de vela; saqué la carta y rompí el sello, que llevaba la inicial F; el contenido era breve.

«Si J. E., que se anunció en el Herald del condado de… del jueves pasado, posee los conocimientos que menciona y puede proporcionar referencias satisfactorias en cuanto a su carácter y eficiencia, se le puede ofrecer un puesto para instruir a una sola alumna de menos de diez años de edad, con un sueldo de treinta libras al año. Se ruega a J. E. que envíe las referencias, el nombre, dirección y todos sus datos a: Señora Fairfax, Thornfield, cerca de Millcote, Condado de…».

Estuve mucho tiempo examinando el documento; la letra era anticuada y un poco vacilante, como la de una anciana. Esta circunstancia era satisfactoria, ya que me había preocupado el secreto temor de que, al actuar por mi cuenta y sin consejos, me arriesgaba a hallarme en un apuro, y, por encima de todo, deseaba que el resultado de mis esfuerzos fuese respetable, correcto y en règle. Pensé que una señora mayor no era mal ingrediente del asunto que tenía entre manos. ¡La señora Fairfax! La veía vestida con un traje negro y un velo de viuda, quizás distante, pero amable, un modelo de respetabilidad inglesa. ¡Thornfield! Indudablemente era el nombre de su casa, un lugar primoroso y ordenado, estaba segura, aunque fracasaron mis esfuerzos por imaginar un plano de la propiedad. Millcote, Condado de…: repasé mis conocimientos del mapa de Inglaterra, y los vi, tanto el condado como el pueblo. El condado de… estaba a setenta millas más cerca de Londres que el lejano condado donde residía, lo que me parecía una recomendación. Ansiaba estar en un lugar lleno de vida y movimiento. Millcote era un pueblo industrial grande a orillas del río A…, seguramente un sitio de bastante actividad. Tanto mejor: por lo menos sería un cambio total, aunque no me atraía mucho la idea de las altas chimeneas con sus nubes de humo. «Pero —me dije— seguramente Thornfield estará alejado del pueblo».

En aquel momento se hundió la base de la vela y se apagó la mecha.

Al día siguiente había muchas cosas que organizar. Ya no podía guardar para mí mis planes, sino que debía comunicarlos para lograr mi propósito. Pedí entrevistarme con la directora y me recibió durante el recreo de mediodía. Le conté que tenía la posibilidad de conseguir un nuevo puesto con un sueldo dos veces mayor que el actual (en Lowood me pagaban solo quince libras al año). Le rogué que comunicara la noticia al señor Brocklehurst o a otros miembros del comité, para averiguar si me permitirían nombrarlos como referencias, y consintió, solícita, en hacer de intermediaria en el asunto. Al día siguiente, informó al señor Brocklehurst de la noticia, y este dijo que había que escribir a la señora Reed, puesto que era mi tutora natural. Se redactó una carta para esta señora, a la que contestó que yo podía hacer lo que me viniera en gana, ya que hacía tiempo había renunciado a interferir en mis asuntos. Esta carta pasó al comité y, finalmente, después de lo que me pareció una demora fastidiosa, se me dio permiso formal para mejorar mi situación si podía. También añadieron que, como siempre había tenido un buen comportamiento, tanto de alumna como de profesora, en Lowood, me entregarían inmediatamente un certificado, firmado por los inspectores de la institución, dando fe de mi buen carácter y aptitudes.

Al cabo de una semana recibí este certificado, del que envié una copia a la señora Fairfax, y me llegó la contestación de esta señora, declarándose satisfecha y fijando una fecha quince días más tarde para que asumiera el puesto de institutriz en su casa.

Me puse a hacer los preparativos enseguida y los quince días pasaron volando. No poseía mucha ropa, aunque sí suficiente para mis necesidades, y me bastó el último día para preparar mi baúl, el mismo que había traído de Gateshead ocho años atrás.

Se ató el baúl con cuerdas y se le fijó una etiqueta. Media hora después, había de recogerlo un mensajero para llevarlo a Lowton, adonde yo misma iba a dirigirme al día siguiente de buena mañana para coger el coche. Había cepillado mi vestido de viaje de tela negra, y preparado mi sombrero, guantes y manguito. Busqué en todos los cajones por si me olvidaba de algún objeto y, no teniendo otra cosa que hacer, me senté e intenté descansar, pero no pude. Aunque había pasado todo el día de pie, no podía reposar ni un instante, por estar demasiado nerviosa. Se cerraba una fase de mi vida esa noche, y se abriría una nueva al día siguiente. Era imposible dormir en el intermedio: debía vigilar ansiosa el cumplimiento del cambio.

—Señorita —me dijo una criada en el pasillo, donde erraba como alma en pena—, abajo hay una persona que quiere verla.

«Será el mensajero, sin duda», pensé, y me apresuré a bajar sin hacer preguntas. Cuando, camino de la cocina, pasé por el cuarto de estar de las profesoras, cuya puerta estaba entreabierta, alguien salió apresuradamente.

—¡Es ella, estoy segura! ¡La habría reconocido en cualquier sitio! —gritó la persona que se puso ante mí y me cogió de la mano, deteniéndome.

Miré y vi a una mujer vestida como una criada bien arreglada, una matrona, aunque todavía joven, guapa y vivaz, con el cabello y los ojos negros.

—Bueno, ¿quién soy? —preguntó con una voz y una sonrisa que reconocí a medias—. ¿No me habrá olvidado, señorita Jane?

Inmediatamente la abracé y besé extasiada. «¡Bessie, Bessie, Bessie!» fue lo único que dije, haciéndola reír y llorar a la vez. Entramos ambas en la sala, donde, junto a la chimenea, se encontraba un niño de tres años, con traje de pantalón de cuadros escoceses.

—Es mi hijo —dijo Bessie enseguida.

—Entonces, ¿estás casada, Bessie?

—Sí, desde hace casi cinco años, con Robert Leaven, el cochero, y además de este, que se llama Bobby, tengo una niña a la que he puesto Jane.

—¿Y no vives en Gateshead?

—Vivo en la portería, ya que se ha marchado el antiguo portero.

—Bueno, ¿cómo están todos? Cuéntamelo todo, Bessie. Pero siéntate primero, y tú, Bobby, siéntate aquí en mis rodillas, ¿quieres? —pero prefirió acercarse tímidamente a su madre.

—No se ha hecho muy alta, señorita Jane, ni muy gruesa —prosiguió la señora Leaven—. Supongo que no le han dado demasiado bien de comer en la escuela. La señorita Eliza le saca la cabeza y los hombros, y la señorita Georgiana le dobla en anchura.

—Georgiana será guapa, ¿verdad, Bessie?

—Mucho. Se fue a Londres el invierno pasado con su madre y la admiró todo el mundo y se enamoró de ella un joven lord, pero la familia de él se opuso al matrimonio, y ¿qué le parece? él y la señorita Georgiana trataron de escaparse, pero los encontraron y los detuvieron. Fue la otra señorita Reed la que los descubrió. Creo que le tenía envidia. Ahora ella y su hermana se llevan como el perro y el gato, siempre están riñendo.

—¿Y qué hay de John Reed?

—Bueno, no le va tan bien como quisiera su madre. Estuvo en la universidad pero le… dieron calabazas, creo que se dice. Entonces sus tíos querían que fuese abogado, que estudiase leyes, pero es un joven tan disipado que no sacarán nada de él, me parece.

—¿Qué aspecto tiene?

—Es muy alto. Algunos dicen que es bien parecido, pero tiene unos labios tan gruesos…

—¿Y la señora Reed?

—La señora está robusta y tiene buen aspecto, pero creo que está muy inquieta, no la complace el comportamiento del señorito John, que gasta grandes cantidades de dinero.

—¿Ella te ha mandado aquí, Bessie?

—Desde luego que no. Pero hace mucho que yo tenía ganas de verla y cuando me enteré de que había llegado una carta suya, y de que se marchaba a otra parte del país, decidí ponerme en camino para verla antes de que se alejara.

—Me temo que te he decepcionado, Bessie —dije riendo, pues me di cuenta de que la mirada de Bessie, aunque expresaba afecto, no mostraba ni un atisbo de admiración.

—No, señorita Jane, en absoluto. Es usted refinada, parece una señora, y no esperaba más, porque de niña no era ninguna belleza.

Sonreí por la franqueza de la respuesta de Bessie. Me pareció correcta, pero confieso que su contenido no me dejó indiferente. A los dieciocho años, la mayoría de nosotros queremos agradar, y el convencimiento de que nuestro aspecto no acompaña este deseo nos produce todo menos placer.

—Pero me imagino que será muy lista —continuó Bessie, como para consolarme—. ¿Qué sabe hacer? ¿Sabe tocar el piano?

—Un poco.

Como había uno en la sala, Bessie se acercó a él y lo abrió, pidiéndome que me pusiera a tocarle una melodía. Toqué uno o dos valses, y quedó encantada.

—¡Las señoritas Reed no tocan tan bien! —dijo ufana—. Siempre dije que usted las superaría en los estudios. ¿Sabe dibujar?

—Ese cuadro que está sobre la chimenea es uno de los míos —era una acuarela de un paisaje, que había regalado a la directora en agradecimiento por su intervención en mi favor ante el comité, y ella la había mandado enmarcar y barnizar.

—¡Qué precioso, señorita Jane! Es tan bonito como los cuadros del profesor de dibujo de la señorita Eliza, por no hablar de los de las señoritas, que no hacen nada parecido. ¿Y ha aprendido francés?

—Sí, Bessie, lo leo y lo hablo.

—¿Y sabe hacer labores en muselina y lienzo?

—Sí.

—¡Oh, qué señora está hecha, señorita Jane! Sabía que sería así. Usted saldrá adelante con o sin la atención de sus familiares. Hay una cosa que quería preguntarle, ¿ha tenido noticias de la familia de su padre, los Eyre?

—Jamás.

—Bueno, ya sabe que la señora siempre ha dicho que eran pobres y desdeñables. Puede que sean pobres, pero creo que son tan señores como los Reed, porque un día, hace casi siete años, vino a Gateshead un tal señor Eyre, que quería verla. La señora le dijo que estaba usted en la escuela, a cincuenta millas de distancia. Pareció muy decepcionado, pues no podía detenerse, porque se iba de viaje al extranjero en un barco que salía de Londres un día o dos después. Tenía todo el aspecto de un caballero, y creo que era hermano de su padre.

—¿A qué país extranjero se iba, Bessie?

—A una isla a miles de millas, donde hacen vino, me lo dijo el mayordomo…

—¿Madeira? —sugerí.

—Sí, sí, esa palabra era.

—¿Y se marchó?

—Sí, no se quedó mucho tiempo en la casa. La señora lo trató muy altivamente, y después lo llamó «comerciante ruin». Mi Robert cree que era comerciante en vinos.

Bessie y yo estuvimos conversando sobre los viejos tiempos durante una hora más, después de lo cual se vio obligada a dejarme. La vi de nuevo unos minutos al día siguiente en Lowton, mientras esperaba la diligencia. Nos separamos finalmente en la puerta de la posada Brocklehurst Arms. Cada una emprendió su propio camino: ella, hacia la cima de la colina de Lowood para coger el coche que la había de llevar de regreso a Gateshead, y yo me subí al vehículo que me iba a conducir hacia nuevas obligaciones y una nueva vida en desconocidos parajes cerca de Millcote.

Jane Eyre

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