Читать книгу Rendición ardiente - CHARLOTTE LAMB - Страница 5
Capítulo 1
ОглавлениеA ZOE le gustaba conducir y, generalmente, le agradaba bastante hacerlo después de un largo día de trabajo. Le daba la oportunidad de desconectar de todo. Ponía el piloto automático y dejaba que su mente volara sola. Generalmente, se le ocurrían nuevas ideas mientras iba al volante.
Pero aquella noche estaba demasiado cansada, y pálida, una palidez que resultaba aún más exagerada en contraste con su pelo rojo intenso. Las ojeras dejaban también constancia de su agotamiento. Sus ojos verdes, generalmente expresivos, tenían una expresión mortecina.
Se había levantado a las cinco de la mañana y a las seis ya estaba en el lugar en que habrían de rodar, junto con el cámara, Will.
–¡Lo sabía! –había dicho Will nada más llegar–. El cielo rojo al amanecer, ¡un aviso claro! Ayer estaba muy húmedo el ambiente y estoy seguro de que esta noche habrá tormenta.
Will no solía equivocarse. Tenía un sexto sentido para saber qué tiempo tendrían en las próximas horas. Era como un animal cuyo olfato le indicara si había una tormenta en ciernes o si se aproximaba lluvia.
Habían aprovechado hasta las siete de la tarde, hora en que la lluvia había empezado a caer con fuerza, por si acaso al día siguiente no podían rodar exteriores.
–¿Te vienes a cenar conmigo? –le había preguntado Will, con una mirada de súplica.
A Zoe le gustaba Will, pero no del modo que él quería, sino sólo como amigo.
–Cenaremos todos juntos –respondió ella diplomáticamente y llamó la servicio de catering para que sirvieran algo caliente.
Will no había disimulado su descontento cuando todos se habían metido en la caravana, en la que Will dormía con su amada cámara.
Will era un tipo alto y fuerte, con una musculatura particularmente bien desarrollada. Siempre afirmaba que las cámaras eran féminas sin rival posible y que, por eso, nunca se había casado. De vez en cuando, salía con alguna de las chicas que trabajaban en las películas, pero sus relaciones nunca duraban. Sus novias siempre se aburrían de estar en segundo término.
Zoe tenía la esperanza de que si seguía diciéndole que no, acabaría por dejarla en paz. No se podía creer que Will fuera en serio. Lo único que buscaba era tener éxito en algo que otros habían fracasado. Zoe tenía reputación de ser bastante difícil, lo que la convertía en un trofeo para muchos hombres. La verdad es que aquello estaba empezando a resultarle bastante aburrido.
Les sirvieron chile con carne, la comida perfecta para un tiempo como aquel. Pero Zoe estaba a régimen y no había comido nada. Por eso, a aquellas horas de la noche, ya a punto de marcharse para casa, sintió un retortijón en el estómago. ¿Qué tendría en la nevera que se cocinara en dos minutos y no fuera muy calórico? ¿Huevos, sopa…?
Frenó el coche al llegar al cruce con la calle principal. Miró al reloj del salpicadero: eran casi las once. La verdad era que estaba agotada. ¿Qué necesitaba más dormir o comer? En realidad necesitaba las dos cosas. Bostezó y esperó a que pasaran dos camiones.
De pronto, un hombre apareció junto a la ventana del coche. Zoe se sobresaltó. ¿De dónde había salido aquel tipo?
Durante unos segundos pensó que se trataba de un espejismo conjurado por la climatología, hasta que él trató de abrir la puerta.
Zoe era una mujer dura y ya hecha, tenía treinta y dos años y se asustaba de muy pocas cosas. Pero, tal vez por cansancio, sintió pánico ante el gesto del extraño, hasta que recordó que había cerrado todas las puertas.
Al darse cuenta de que no podía entrar en el coche, golpeó el cristal, mientras decía algo ininteligible, con toda la lluvia cayendo por su cara.
Zoe abrió ligeramente el cristal.
–¿Qué quiere?
La voz del extraño era profunda y desgarrada.
–Mi coche tiene una avería. ¿Me podría acercar a un taller?
Era un hombre grande, con una espesa mata de pelo negro, con más aspecto de vagabundo que de alguien que pudiera ser el dueño de un coche. Llevaba unos vaqueros viejos y no demasiado limpios. De cualquier forma, no habría metido a nadie en su coche a aquellas horas de la noche. Zoe había oído demasiadas historias sobre mujeres que meten en sus coches a extraños.
–El taller más cercano cierra a las nueve de la noche. Hay una cabina de teléfonos enfrente de la iglesia. Puede llamar a un taxi desde ahí.
–¡No puede dejarme así, en mitad de la calle con lo que está cayendo! Estoy empapado. Ya he probado a llamar, pero la cabina está rota. No le costará nada llevarme a un pub que he visto abierto a un par de millas de aquí.
–Llamaré a un taxi desde mi móvil –dijo ella.
Agarró el bolso y sacó el teléfono. Se lo mostró al extraño.
–Bien. Llame y dígales que vengan cuanto antes, o me moriré de neumonía.
Zoe tecleó su número personal y el teléfono le avisó de que no tenía batería.
–Lo siento, pero no funciona.
El hombre estaba realmente empapado y la lluvia corría por su cara a raudales. Realmente su situación era lamentable. De haber sido una mujer no habría tenido ningún problema en ayudarlo, pero no se iba a arriesgar con un extraño.
–Mire, llamaré a un taxi en el momento que llegue a casa –le prometió–. Espere aquí.
El hombre sujetó el mango de la puerta y se inclinó sobre ella.
–¿Cómo sé yo que va a cumplir con su palabra?
Zoe empezó a impacientarse. Estaba cansada y tenía ganas de meterse en la cama.
–Tendrá que confiar en mí, no le queda más remedio. Ahora, por favor, apártese, si no quiere que me lo lleve enganchado en la puerta.
–¡Seguro que sería capaz de hacerlo! –dijo él con sarcasmo y trató de detener la ventana que se cerraba, pero no pudo hacer nada.
Zoe aceleró, con la certeza de que él no sería tan estúpido como para seguir agarrado a su puerta.
Así fue. La siguiente visión que tuvo de él fue a través del retrovisor.
Desde la distancia, parecía medir casi uno noventa. Era fuerte, con piernas largas y bien formadas, pues la tela mojada de los pantalones dejaba adivinar el contorno de su musculatura.
A pesar de las circunstancias, la oscuridad y lo extraño del encuentro, no podía negar que era un hombre muy atractivo. Sabía de muchas mujeres a las que les encantaba ese tipo de hombres. Ella no era una esas.
Le recordaba a alguien, pero estaba demasiado cansada como para poderse poner a dilucidar de quién se trataba.
Muy pronto, vio el tejado de su casa emerger entre los árboles.
Zoe se había comprado Ivydene porque estaba en un lugar tranquilo y había unas magníficas vistas del bosque y porque le daba cierta sensación de aislamiento. De hecho, había algunas casas escondidas entre los árboles, pero no tenía vecinos cerca.
Pero, el encuentro con aquel extraño hombre la había dejado algo confusa. Por primera vez, habría deseado no haber estado tan aislada.
Giró a la derecha y, por fin, llegó a la casa.
Dejó el coche, bajó a toda prisa y se metió en el porche. Desde allí cerró las puertas del vehículo con el mando a distancia.
Se quitó el chubasquero y lo dejó en la percha que había junto a la puerta. Luego, se quitó las botas y las dejó junto a la pared del porche.
Abrió la puerta y encendió la luz. Se quedó inmóvil durante unos segundos, escuchando el silencio sólo perturbado por el tic-tac del gran reloj. Ya llevaba tres años viviendo allí.
Cuando la compró, la casa estaba hecha un verdadero desastre. Había estado deshabitada durante un año. El techo estaba lleno de goteras, el papel pintado enmohecido y las ventanas habían sido rotas por piedras que tiraban los muchachos de la zona.
Zoe no tenía dinero para las reparaciones, pero poco a poco, trabajando en su tiempo libre, había conseguido hacer de aquel un lugar muy agradable.
La casa era de la época eduardiana, con grandes habitaciones y techos altos decorados con molduras de yeso.
Había una despensa y la casa tenía todo el aire de una mansión en miniatura.
Zoe se decidió por una expedición a la cocina y se dirigió hacia allí en calcetines.
Abrió la nevera. No había nada demasiado excitante. Estaba claro que tampoco podría dormir si se daba un gran banquete. Lo mejor sería una sopa de tomate y una tostada de pan.
Tardó sólo dos segundos en abrir la lata y en meter el contenido de la lata en un cazo, después lo puso todo al fuego. Cortó un par de rebanadas de pan y las metió en el tostador.
Pasó al cuarto de estar y encendió el contestador automático. La voz de su hermana llenó la habitación.
–Hola, soy yo. No te olvides de la barbacoa del sábado. Empezará a las seis. Tráete a alguien si quieres. ¿Quién es tu último ligue? ¡Ah, y una botella de algo! Limonada, vino, lo que te apetezca.
Al fondo de la grabación había un ruido reconocible.
–Canta un poco más bajito, cariño –dijo Sancha, dirigiéndose al pequeño monstruo de hija que tenía. Flora era su nombre. ¿Se suponía que ese horrible gemido era cantar?
Zoe encendió la imitación de fuego que había puesto en la chimenea. La calefacción central se encendía a las seis de la tarde todos los días. Pero en días como aquel necesitaba el apoyo moral del fuego, aunque no fuera real.
–Zoe, tengo noticias para ti… ¡No le hagas eso al gato! –dijo Sancha de pronto.
¿Qué le estaría haciendo al pobre animal? Los maullidos competían con lo que Sancha denominaba cantar en Flora.
–¡Me tengo que ir! Está intentado meter al gato a través de los barrotes de la cuna. Zoe, no olvides lo del sábado, y no llegues tarde. Nos vemos.
El mensaje terminó y dio paso a otro.
–Zoe, por favor, tengo que verte. Seguro que podemos hablar y aclarar las cosas.
Zoe adelantó la grabación. No quería oír nada más.
Había sido divertido salir con Larry durante una semana. Pero eso había sido todo. Era un buen tipo. Pero, en cuanto él había empezado a tomárselo en serio, ella había decidido que era mejor que dejaran de verse. Zoe no quería hacer daño a nadie, pero tampoco estaba dispuesta a seguir con alguien a quien no amaba.
Sin embargo, Larry no parecía dispuesto a dejar las cosas así. Desde que le había dicho que no quería volver a verlo, no hacía sino llamar varias veces al día y le escribía, continuamente, ese tipo de cartas abrasadoras, pero que te hacen sentir vergüenza si tú no compartes lo mismo.
Zoe empezaba a estar preocupada.
Ella no era la primera mujer de su vida. Ya había tenido otras novias. Él mismo había insistido en contarle todo sobre ellas, a pesar de que Zoe no tenía ningún interés en oír las historias.
Al principio, le había gustado Larry porque parecía un tipo divertido. Pero según había ido descubriendo la obsesión que tenía con sus relaciones pasadas, Zoe se había ido distanciando.
Zoe nunca le hablaba a un hombre de otros hombres. Odiaba que el pasado estuviera presente. Desconectaba los recuerdos como apagaba el televisor. La vida era el presente, el hoy. El futuro no era más que una incógnita y el pasado algo que se había quedado atrás, sin más. ¿Por qué perder el tiempo pensando en lo que se había ido y ya no volvería jamás?
Al decirlo todo aquello a Larry, él se había limitado a soltar una sonora carcajada triunfal. Acto seguido, le había asegurado que no tenía porqué estar celosa. Ninguna de sus novias habían significado tanto para él. Ella era todo lo que había estado buscando durante toda su vida y preferiría morir a perderla.
Había sido en ese preciso instante que Zoe había tomado la decisión de decir adiós. Las cosas se estaban poniendo demasiado serias para ella. De hecho, nunca habría salido con él de haber pensado que era tan obsesivo. Ese tipo de actitudes le parecían raras y le daba miedo la gente rara.
Ojalá no lo hubiera conocido nunca.
Pero, la realidad era que poco podía hacer deseando algo así, pues no había solución. Lo que tenía que encontrar era el modo de que la dejara en paz. Mañana mismo le escribiría una carta fría y distante y, si continuaba molestándola, tendría que recurrir a un abogado. Si ella no podía lograr que la dejara en paz, tendría que ver las armas legales que la protegían.
La siguiente llamada del contestador era una voz ya muy familiar.
–Zoe, no estoy en absoluto contento con el presupuesto de la película…
–¡Vaya, qué novedad! –se dijo Zoe con una sonrisa burlona en los labios, mientras se dirigía a la cocina. El contable de la productora le estaba haciendo una lista de todos los costes de producción. Zoe apagó la sopa y se puso una gruesa capa de mantequilla en las tostadas.
Philip Cross seguía hablando cuando Zoe se sentó en el sillón con su sopa y sus tostadas.
–Por favor, busca el modo de reducir costes como sea, Zoe. Las facturas de esta producción son excesivamente altas. Te envío una lista de sugerencias. Por ejemplo, los gastos de transporte son excesivos. Seguro que hay modos de reducir eso. Por favor, llámame en cuanto puedas y me dices lo que piensas.
El contestador cesó y Zoe le sacó la lengua.
–¡Maldita rata! Si quieres te digo lo que pienso, pero no te va a gustar nada.
Se acomodó en el sillón, dispuesta a disfrutar de su sopa y de su pan con mantequilla. No iba a preocuparse por nada en aquel preciso momento. El calor de la chimenea y la comida hacían que su cuerpo estuviera cada vez más cómodo y relajado.
Terminó de cenar y se quedó unos segundos allí medio tumbada.
Sin embargo, si no se movía, acabaría por entrarle sueño, se quedaría dormida y, a la mañana siguiente, se levantaría con unas agujetas terribles.
Se levantó y se estiró.
Menudo día había tenido, incluido el broche de oro que había puesto aquel hombre barbudo… ¡Oh, no! Se le había olvidado por completo llamar a un taxi. Zoe miró al reloj y se dio cuenta de que ya había pasado media hora desde que había llegado a casa. ¿Tendría sentido llamar a un taxi aún?
Bueno, le había dado su palabra y tendría que cumplirla. Agarró el teléfono y marcó el número de los taxis que ella siempre utilizaba. Respondió un hombre.
–Buenas noches, soy Zoe Collins –dijo y le explicó a su interlocutor lo del automovilista–. No sé si seguirá allí, pero, si no es así, yo correré con los gastos.
–De acuerdo, señorita Collins.
Zoe apagó las luces del salón y llevó los platos a la cocina. Los metió en el lavaplatos.
Subió a su habitación y pensó darse una ducha antes de meterse en la cama.
Había sido un día de intenso trabajo, con muchos problemas.
Era un trabajo duro, que exigía muchas horas y mucha dedicación. Le dolía todo el cuerpo y se sentía pegajosa de sudor. Necesitaba quitarse todo aquello de encima.
Se desnudó en su habitación y se metió en el baño.
Cuando el agua empezó a deslizarse por su cuerpo, ella comenzó a revivir. Se sentía más humana.
Después, se secó, se puso un pijama verde de algodón y se dispuso meterse en la cama. Pero, en ese instante, recordó que se había dejado el guión abajo.
Antes de dormir quería comprobar unas notas que había tomado.
Bajó y agarró el cuaderno. Pero, cuando se disponía a subir las escaleras, oyó algo en el recibidor. El suelo crujía. Se le puso la carne de gallina.
Rápidamente, buscó un arma. Podría agarrar un cuchillo de la cocina… No, demasiado agresivo… ¡La bandeja de madera! Con eso podría darle a quien fuera un buen golpe y podría salir a pedir ayuda.
Dejó él guión en la mesa y se fue a buscar la bandeja.
De puntillas, se dirigió a la entrada y esperó junto a la puerta.
En el momento en que la puerta se abría y una sombra comenzó a aparecer, ella levantó la bandeja y se lanzó sobre el bulto.
Pero lo mismo hizo el extraño, agarró la bandeja y se la arrancó de las manos. La lanzó contra el suelo.
Segundos después, Zoe reconoció al individuo. Era el mismo tipo del cruce.
–¡No se atreva a acercarse a mí! –Zoe agarró una silla–.
–¡Si piensa que quiero algo de usted, lo lleva claro! –dijo el individuo con tal desprecio que ella se ruborizó.
–¿Qué quiere? ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
–Andando. Y estoy más mojado de lo que había estado nunca. Todo gracias a usted.
–¿Por qué es mi culpa? Yo no soy la que ha hecho que llueva.
–Me prometió que llamaría a un taxi.
–Lo hice. ¡Está claro que usted no esperó lo suficiente! –lo acusó ella. Pero su insistente mirada la obligó a confesar la verdad–. Está bien, se me olvidó al principio, pero luego me acordé y llamé. Puede llamar de nuevo para que le envíen el taxi aquí. Siéntase como en su casa.
–Eso es lo que pensaba hacer –dijo él con insolencia.
–¿Qué quiere decir con eso?
–Estoy calado hasta los huesos, tengo frío, estoy cansado y hambriento y no tengo intención alguna de esperar así a un taxi. Lo que necesito en estos momentos es una ducha caliente, ropa seca y algo de comer, en ese orden. Y puesto que no cumplió su palabra de mandarme un taxi, creo que tiene la obligación moral de darme lo que necesito.
–Escuche, siento mucho lo del taxi, pero yo no soy responsable de sus problemas. Ni he estropeado su coche, ni he hecho que llueva. Así que deje de culparme de todo. ¿Cómo demonios me ha seguido hasta aquí? ¿Cómo sabía que vivía aquí?
Zoe apreció un brillo evasivo en sus ojos que la alarmó. ¿Qué quería decir aquella mirada? De pronto, tuvo la sensación de que la conocía o, al menos, de que sabía dónde vivía. ¿Qué demonios era todo aquello? ¿Quién era aquel hombre?
–Es usted uno de mis vecinos –conocía a casi todo el mundo de vista y no lo relacionaba con la zona. Si lo hubiera visto por allí lo recordaría.
Lo miró fijamente.
«¡Un momento! Hace un rato me pareció reconocerlo». Zoe trató de recordar dónde lo había visto, si era cierto que lo había visto antes.
Pero no conseguía situarlo.
–No –el extraño se encogió de hombros–. Yo vivo en Londres.
Eso no explicaba cómo había llegado hasta allí y como la había localizado.
–Todavía no me ha dicho cómo ha llegado hasta aquí y cómo ha entrado en mi casa.
Él le lanzó una mirada hostil.
–Esperé bajo esa maldita lluvia torrencial durante veinte minutos antes de decidirme a andar. Seguí la carretera por la que había ido usted, pues pensé que encontraría alguna casa. Vi las luces de ésta y me acerqué. Al llegar, reconocí su coche. Llamé varias veces a la puerta, pero nadie respondió.
Debió de ser mientras estaba en la ducha. No lo había oído.
–Me di cuenta de que la puerta no estaba cerrada.
–¡Eso es una mentira! ¡La cerré!
–No, no lo hizo. Estaba abierta. Vaya y compruébelo si quiere –le dijo él.
La verdad era que no podía recordar si la había cerrado o no. Generalmente lo hacía. Pero estaba tan cansada y tan ansiosa por entrar en casa que, tal vez, no se había acordado de echar la llave.
Miró al extraño de arriba a abajo. Realmente, tenía un aspecto patético. No pudo evitar sentir cierta compasión por él.
–Puedo darle algo de comer y alguna bebida caliente, pero no tengo ropa de hombre. Sería estúpido que se diera un baño si no puede ponerse luego ropa limpia y seca. Llamaré al taxi. Podrá comer algo mientras llega.
–Hal tiene toda la razón. Es usted una verdadera arpía –dijo él con rabia.
–¿Hal?
–Mi primo, Hal Thaxford.
La luz se encendió.
–¿Es usted primo de Hal Thaxford?
Lo miró de arriba a abajo. ¡Claro, por eso le resultaba tan familiar! Se parecían mucho, el mismo color de pelo y de ojos, el mismo tipo de complexión, el mismo corte de cara, incluso el mismo tipo de mirada de ceño fruncido que había hecho a Hal la más famosa estrella de televisión del momento.
Zoe tenía en muy poca consideración a Hal como actor, pues se limitaba a hacer siempre papeles superficiales y se refugiaba en su imagen y su sex appeal. Por suerte para él, las mujeres se desmayaban cada vez que él aparecía en escena y trabajaba mucho y muy bien pagado. ¿Por qué iba a molestarse en trabajar la parte interpretativa?
–¿Es usted actor?
–No –respondió él–. No lo soy. No tengo nada que ver con el mundo del cine, pero lo conozco a la perfección. Hal me ha contado todo, y también me habló de usted.
Su mirada hostil la recorrió de arriba a abajo. De pronto, sintió el enorme pijama de algodón como un picardías que dejara adivinar la turgencia de sus pechos pequeños, sus caderas y sus piernas largas y delgadas.
Ella se ruborizó.
De acuerdo, a Hal no le gustaba nada ella. Era absolutamente mutuo. Ella no era una de sus fans. ¿Pero qué le habría contado a aquel hombre para que la mirara de aquel modo?
No tardó ni medio segundo en obtener la respuesta a esa pregunta.
–Sé cómo manipula a los hombres, con qué frialdad. Coquetea con ellos hasta conseguir que se enamoren de usted y luego se deshace de ellos en cuanto le cansan. Había visto fotos suyas y no podía creer que nadie con su físico pudiera ser realmente así. Pero ahora que la conozco, me ha demostrado que Hal no exageró en absoluto.
Se quedó tan anonadada que le llevó unos segundos reaccionar cuando él, sin pedir permiso, entró en su salón y se dirigió al teléfono.
–¿Qué se cree que está haciendo? –empezó a decir–. Deje ese teléfono ahora mismo.
Se acercó a ella y la agarró del brazo. Ella clavó los pies en el suelo y se resistió a moverse.
–Déjeme ir y márchese ahora mismo de mi casa.
–No tengo tiempo de discutir con usted –dijo.
Le rodeó la cintura con el brazo y la levantó como si fuera una niña.
–¡Bájeme, bájeme! ¿Qué demonios está haciendo?
Haciendo caso omiso de sus protestas, se la echó sobre el hombro.
–Me la llevo arriba –dijo él con absoluta frialdad.
Zoe sintió un escalofrío.