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Capítulo 3
Enamorada de José

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Con Lucía era distinto, debía ir despacio, era noble e inocente, de corazón puro. Él era su primer hombre, eso a José le gustaba y debía respetarla. Él sería su maestro en todo lo relacionado con la pasión. Sabía que debía tener paciencia, con ella debía tomarse su tiempo. Lucía no era mujer de un rato ni de una noche. Lucía era especial para formar una familia para toda la vida. Así que debía controlar sus más íntimos deseos por ahora. No quería asustarla ni aprovecharse de su pureza y candidez. Él sabía que ella bebía los vientos por él, a su vez, José estaba prendado de sus encantos y su forma de ser.

Fueron pasaron las semanas, donde cada vez se les veía más enamorados. Algunos domingos iban andando a la plaza España, donde se montaban en una barquita y remando se paseaban por el lago toda la tarde. Él, a veces, le cantaba algunos acordes de flamenco, tenía una bonita voz, a ella embobada le encantaba escucharlo. Lucía le contaba cosas de su trabajo y de sus gustos. José le contaba chistes y ella se partía de risa con sus ocurrencias. Estaba radiante y feliz con su amado.

A mediados de abril, la feria de Sevilla era cita obligada para todos los sevillanos. El recinto ferial se engalanaba con farolillos de colores y casetas donde la gente bailaba al son de sevillanas. Bebían y comían hasta bien entrada la noche. Las mujeres y niñas se vestían con el traje de flamenca de lunares, con varios volantes, desde el talle hasta las pantorrillas. Iban adornadas con mantón, flores en el pelo y peineta. Las flamencas y los hombres a caballo llenaban el recinto, donde la fiesta y la alegría adornaban la primavera.

Lucía y Rocío siempre acudían con algunas vecinas de la barriada. Este año no podía quedar todavía con José, pues las demás dudarían si ella nos las acompañase ¿Y si alguien los veía juntos? Ellas lo contarían a los cuatro vientos, estaba segura. Aún no debía contar nada a nadie, era pronto, debía esperar hasta que él hablase con su padre. Él la estaba pretendiendo en secreto. Llevaban poco tiempo y debían conocerse mejor.

El primer día de feria fue trágico, pues hubo un cortocircuito que prendió fuego en una caseta, propagándose por todo el real. El incendio arrasó unas sesenta casetas, pero al día siguiente los sevillanos no se rindieron y el jueves la feria resurgió de sus cenizas igual que el ave fénix. Volvieron a montar las casetas con las lonas de rayas y los farolillos de colores. Reanudaron el cante y el baile al son de las sevillanas, como si nada hubiese pasado.

Precisamente, el sábado, Lucía vestida de flamenca con su traje largo rojo entallado, de volantes y lunares blancos que le realzaban su figura, paseaba feliz por el real. Ella misma se lo había confeccionado el año anterior. Iba conjuntada con mantoncillo, pulseras, collares, abanico y flores en el pelo a juego con el traje. Esa tarde paseaba contenta junto a su hermana Rocío y algunas vecinas por la feria.

Un par de días antes, se lo había referido a José, mientras charlaban sentados en la orilla del río:

—José, pasado mañana voy a la feria con mi hermana y unas vecinas —le dijo ilusionada.

—¿A qué hora vas a ir? Así, doy una vuelta para verte.

—Iremos al medio día y volveremos al atardecer.

—¿Tienes caseta? —le preguntó mientras le acariciaba el pelo y la cara.

—Sí, una vecina tiene invitación en una caseta de su tío —le informó con cariño, dejándose acariciar—. Es la caseta número sesenta y cinco en la calle Infanta Luisa.

—Yo acudo algunas tardes a las puertas de la Maestranza. Esta temporada torean Curro Romero, Ángel Peralta y Manuel Benítez «el Cordobés». Me gusta ver salir a los toreros a hombros por la puerta grande. Me encantaría asistir a una corrida y ver cómo le dan oreja y rabo a los mejores de la tarde, pero no puedo permitirme comprar la entrada. Eso es para los más pudientes y los señoritos —le confesaba emocionado. Disfrutaba con el ambiente taurino que se vivía a las puertas de la plaza de toros—. Después, cuando termine me doy un paseo por la feria para verte. Aunque sea de lejos, veré a la flamenca más guapa y cariñosa de todo el real. —La piropeaba con una amplia sonrisa. Lucía, con cariño, le daba un beso en la mejilla.

—Ja, ja, ja, pues si te sirve de algo te daré una pista, llevo un vestido de flamenca rojo con lunares blancos —le decía ella con salero —. No te vayas a confundir y mires a otra.

—Mil flamencas que hubiera no te podría confundir. Aun con los ojos vendados, sin lugar a duda, mi corazón te localizaría entre la multitud —le declaraba zalamero con la mano en el corazón y moviéndola como si palpitara con fuerza.

De ese modo, José esa tarde, después de la corrida de toros y ver salir a hombros a los toreros por la puerta grande de la Maestranza, se acercó a la feria. Pasó un par de veces por la entrada de la caseta, donde Lucía le había dicho que estaría, pero no la vio por ningún lado. Las casetas eran solo para socios o invitados, así que no podía entrar a mirar. José dio dos vueltas más por toda la calle, y nada, no la encontró. Como él no tenía caseta, disgustado y aburrido de no encontrarla, se fue a su casa.

Rocío, esa tarde en la caseta se empeñó en tomar una copita de manzanilla.

—Chío, no bebas mucho que no estás acostumbrada —le aconsejaba su hermana Lucía.

—No te preocupes, hermana, es solo una copita. Solo me he tomado una y me refresca. ¿Quieres una? Hace calor y está fresquita.

Lucía negó con la cabeza, ella prefería tomar refresco de limón. Rocío, detrás de la primera copita, tomó un par de copas más y al rato empezó a sentirse mareada. Todo le daba vueltas y empezó a vomitar. Lucía con pereza tuvo que acompañar a su hermana a casa y abandonar la feria antes de tiempo. Por eso José no la encontró. Lucía, ya en su habitación, pensaba apenada cuánto le hubiese gustado que la hubiera visto su José. Estaba muy guapa vestida de flamenca. El traje le favorecía mucho. «Y todo por culpa de la loca de mi hermana, que siempre quiere vivir la vida muy deprisa», pensaba Lucía enfadada, sin poder olvidar que no había podido ver a su amado. Dos días llevaba imaginando la cara de él, al verla vestida de flamenca, y al final todo para nada.

En momentos como este, a Lucía le hervía la sangre, deseaba reñir a su hermana por su comportamiento, pero su madre sufriría al verlas discutir, así que respiraba hondo e intentaba relajarse y, al final, terminaba perdonando a Rocío por su inmadurez.

Un día a finales de mayo, José esperó a Lucía a salida de la casa donde trabajaba. La sorprendió con una rosa roja y una caja de bombones. Era 28 de mayo, ese día Lucía cumplía veintiún años. Ella al verlo sonrió radiante y emocionada.

—Feliz cumpleaños, morena mía, ojalá todos tus deseos se te hagan realidad y cumplas muchos años más. Y por supuesto, que sea a mi lado, querida Lucía —le dijo besándola en los labios y le entregó los regalos.

—Gracias, José. ¡Qué feliz soy, pese a que hoy sea más vieja! —contestó sonriendo.

—¡Qué dices de vieja! Tú serás siempre una chiquilla, mi morena, mi esperanza.

Ella nerviosa y feliz lo abrazó, le dio un beso apasionado, estaba ilusionada. Fueron a la orilla del río donde merendaron, y entre bromas y risas pasaron una tarde inolvidable. Esa noche al acompañarla a la entrada de su barriada, en un rincón no muy transitado, él le cogió las manos, tiró de ella y la besó con loco deseo y empezó a acariciarla. Ella le respondió de igual manera. Lucía era recatada y se daba a respetar, pero sentía que lo deseaba con todas sus fuerzas y al final se dejaba llevar. A él cada vez le costaba más controlarse. Entre besos y caricias, el tiempo se paraba para ellos. Durante un rato, no pararon de achucharse y él la abrazaba con pasión. Lucía sentía que, jugando al amor la fiebre le empezaba a subir por su interior. José despertaba en ella un deseo incontrolado. Él le acariciaba los pechos y sus manos recorrían su cuerpo, mientras besaba su cuello. Al verlo lanzado, Lucía le sujetó las manos y lo frenó, pues temía perder la vergüenza y dejarse llevar hacia el pecado.

—José, puede vernos alguien. No vayas tan rápido, dame tiempo, por favor. No puedo hacer algo de lo que me arrepienta —le suplicó nerviosa. Temía no poder controlarse, pues su cuerpo ardía en esos momentos—. Es tarde, debo irme ya o me van a reñir mis padres. Nos vemos pasado mañana ¿vale?

—Cada vez me cuesta más controlarme. Lucía, te deseo y te me escapas de mis manos.

—Lo siento, José, no podemos ser irresponsables. Dame tiempo. Gracias por esta tarde tan maravillosa.

José de mala gana la dejaba marchar. ¡Cuánto la deseaba! Esta mujer lo volvía loco. Sentía el pulso acelerado y el latir acalorado de su corazón cuando la tenía entre sus brazos. Por otro lado, debía respetarla, ella era una mujer para compartir la vida, para crear una familia, no solo para beber un rato de su cuerpo y de su inocencia.

De camino a su casa, Lucía no dejó de pensar que se había enamorado perdidamente de José. Ya no podía negarlo, lo deseaba. Su cuerpo ardía de ansias cuando él la acariciaba. Esa noche, ella estaba feliz y excitada. No podía ocultar que estaba prendada de José. Al llegar a su casa, tras la cena, ya en el dormitorio le confesó a su hermana que había conocido a un joven.

—Chío, voy a contarte un secreto, ven aquí a mi lado. —Señaló con la mano su cama y la invitó a sentarse a su lado.

Ambas compartían la misma habitación. Era pequeña, pero acogedora, Lucía había confeccionado las alegres cortinas de flores y bordado las iniciales de sus nombres en cada una de las colchas. Había dos camas iguales donde dormían desde pequeñas.

—Venga, cuéntame, con lo que me gusta a mí un cotilleo. Dime, Chía, ¿qué secreto es ese? —la interrogaba Rocío mientras se sentaba junto a su hermana y hacía gestos de loca—. Ya me tienes intrigada.

—No me hagas reír o entonces no podré contarte nada.

—Ah, de eso ni hablar. Más callada que en misa me quedo. Venga, dime algo, por Dios, o esta noche no duermo. —Rocío la miraba con atención esperando a que hablase.

—Vale. Hace unos tres meses he conocido a un chico. Nos vemos algunas tardes y damos paseos por el centro. Es guapo, cariñoso, divertido y me gusta bastante.

—¡Anda, qué calladito lo tenías! Mira la formalita de mi hermana con novio. ¿Quién lo iba a decir? —Reían las dos, mientras Rocío con gestos la instaba a que siguiese contándole.

—Chío, no le digas aún nada a nuestros padres, ni a nadie, por favor, que aún es pronto. —En el fondo temía que Rocío no le guardase el secreto—. Nos estamos conociendo y todavía no somos novios formales. Seguro que José pronto decide hablar con papá, pero tiempo al tiempo.

—Cuánto me alegro, Chía. Eres muy buena y te mereces lo mejor. —Rocío con complicidad la besó—. No te preocupes que por mi boca no se entera nadie. Mi boca está sellada —aseguró haciendo el gesto de que cerraba la boca con una cremallera invisible.

Desde pequeñas ellas se llamaban siempre así, Chía y Chío, diminutivos cariñosos de sus nombres. Tras abrazarse se fueron a dormir cada una a su cama, ambas con una sonrisa. Estaban contentas. Esa noche, Lucía volvió a soñar con su enamorado, con sus besos y caricias, levantándose de nuevo acalorada y sonrojada por lo que había soñado.

Muchos días por la noche ya en la habitación, las hermanas se contaban sus confidencias amorosas, donde reían y se daban mutuos consejos.

Rocío a su vez, también le confesó a Lucía que a ella le gustaban los chicos mayores. Se sentía atraída por hombres más maduros. Los jóvenes de su edad le resultaban aburridos. Lucía aconsejaba a su hermana que no debía ser atrevida con los hombres. En estos tiempos en una señorita eso no estaba bien visto y, si se corría la voz de que era muy liberal, ningún hombre con buenas intenciones se iba a acercar a ella. Rocío se molestaba con los consejos y regañaba a su tata Chía por ser tan recatada y anticuada para su edad.

—Es el hombre quien debía dar el primer paso. Chío, no la mujer, recuérdalo.

—Chía, así no te va a durar mucho un novio. Te vas a quedar solterona y para vestir santos. Hermana, eres muy antigua, pareces mi madre —le decía riendo Rocío.

—Calla, loca. No seas tan fresca ni descarada —le reñía con cariño Lucía—. En los tiempos que vivimos con la dictadura, no deberías hablar con tanto descaro.

—¡Chía, por el amor de Dios! Aquí estamos las dos solas. Ni que Franco me estuviese escuchando. —Se giró y con voz más suave le dijo—. Por cierto, he visto en una revista que en Madrid las mujeres llevan pantalones como los hombres y también faldas pantalón. Lucía, quiero que me hagas una para mi cumple.

—¡Santo cielo! No sé qué voy a hacer contigo. ¿Tú a quién has salido tan moderna? — Lucía se llevaba las manos a la cabeza por las ideas tan liberales de su hermana.

Del mismo padre y la misma madre y qué diferentes eran las dos hermanas. Cierto era que Lucía era muy anticuada para su edad, pero tenía un carácter muy noble. También era más religiosa que Rocío. Ella iba casi a diario al convento a bordar y rezar el rosario. No faltaba, tampoco, ningún domingo a misa.

José acompañaba a Lucía algunas tardes, iban a pasear por las callejuelas del barrio Santa Cruz y los jardines de Murillo, charlaban como dos enamorados, les sorprendía el anochecer cuando se despedían cerca de su barriada. No se acercaban mucho a la casa de Lucía, por temor a que alguien conocido los viese. Y aunque se querían, ella tenía muy claro que era el hombre quien debía dar el paso de hablar con el padre de la chica, y Lucía para eso era muy tradicional. Esperaría a que José lo decidiese, ella no podía obligarlo. Debía tener paciencia, porque hasta dar ese paso, no serían oficialmente novios formales.

José la quería, pero aun dolía el desengaño amoroso con la chica gitana y no quería precipitarse de nuevo. Ese plantón lo dejó marcado y en el fondo desconfiaba de que volviese a pasarle. Esperaría un poco más y ya para el verano hablaría con su futuro suegro. Cada día estaba más encaprichado de Lucía.

Se veían los martes, jueves y sábados por la tarde. Los otros días él no podía acompañarla, por el trabajo y las clases de pintura. Los domingos, tras ella salir de misa, salían a pasear un rato por la orilla del Guadalquivir, pues ya hacía calor y cerca del río el aire era más fresco y se estaba bien. La invitaba a un refresco o a un cartuchito de pescadito frito. Poco antes de las dos de la tarde, la acompañaba cerca de su barriada, pues la esperaba su familia para almorzar.

Un domingo, José la convenció para ir en moto al parque de María Luisa, a tomar el sol y darle de comer a las palomas. Ella al principio se negó por temor a que alguien la viese en la moto, además, nunca se había montado en una y le daba miedo de caerse. Una chica en una moto con un hombre, sin ser novios, estaba muy mal visto. Y «la mala fama se expande como la espuma», siempre le decía su madre. Si alguien la viese, perdería muchos trabajos de señoras puritanas. «Una vez ensuciada la dignidad, pese a que fuese mentira, ya no vuelve a ser igual, siempre quedaría la duda», pensaba ella.

Si bien, tras la insistencia de José, no pudo negarse y al final accedió. Se ató un pañuelo cubriendo su cabeza para no despeinarse y se puso unas gafas de sol, así pasaba desapercibida. Ya en el parque, la tarde fue entretenida, Lucía estaba radiante de alegría. Paseó feliz cogida de la mano de su enamorado. Ella lo sentía ya como su novio. «¿Cuándo se decidiría él a hacerlo público?», pensaba ansiosa para no tener que esconderse más y poder presumir del brazo de su amado sin reparos.

Esa noche al volver a casa, antes de cenar, Lucía entró al dormitorio que compartía con su hermana, olió un fuerte olor a tabaco. Y le preguntó con mal humor:

—Rocío, ¿has fumado? Huelo a tabaco —le preguntó molesta con el ceño fruncido.

—Sí, a veces me fumo un pitillo. Chía, eso no es malo, me relaja —contestó Rocío indiferente al tono serio de su hermana.

—Eres una señorita y eso no está bonito. Nuestros padres se van a enfadar mucho si se enteran. —Lucía molesta abrió la ventana para que se airease la habitación—. Mamá está cansada de darnos consejos y tú ni la escuchas, eso sin hablar de que el tabaco no es bueno para la salud.

—¿Sabes? Estoy muy cansada de tus sermones, siempre estás controlando mi vida.

Déjame tranquila, pareces sor Lucía, nadie diría que solo tienes veintiún años.

—Y yo estoy cansada de tu actitud rebelde y liberal. ¿Desde cuándo no vas a misa? —le preguntaba con los brazos en jarra—. Si se entera mamá se va a enfadar bastante.

—Déjame vivir la vida como me dé la gana y disfruta tú de la tuya, que pareces una vieja —le dijo malhumorada, burlándose de ella—. ¡Dios, cualquiera te va a aguantar con cuarenta años! —Enfadada, salió del dormitorio dando un leve portazo.

Lucía, con lágrimas en los ojos, no entendía que su hermana le hablase así. Si le reñía era por su bien, ella la quería. Seguramente, fuese verdad, que tenía un carácter menos abierto y una mentalidad anticuada, pero ella era así y la aconsejaba con cariño.

Desde hacía unos días discutían más a menudo, pues el comportamiento atrevido y rebelde de Rocío alteraba bastante a la sensata y madura Lucía. Esta pasaba la tarde bordando, jugando con su padre al dominó y colaboraba con su madre en los quehaceres de la casa. En cambio, Rocío era muy callejera, apenas ayudaba en casa, prefería estar en el portal charlando con las chicas del barrio.

Rocío no soportaba que su hermana le reprochara nada. Sus comentarios anticuados y machistas la enfadaban bastante. Ella era más atrevida y Lucía no lo aceptaba. Además, Rocío últimamente estaba siempre de mal humor. Le gustaba un chico que había conocido en las clases y este no le prestaba ninguna atención. Así que ahora andaba irascible por ello todo el tiempo.

Un día a mediados de junio, la señora Dolores, a la que Lucía le cosía el ajuar para la boda de su hija, le ofreció que se fuese con ella los meses de julio y agosto a una casa que tenían en la playa de Chipiona. Era un pueblo de Cádiz. Le iban a pagar muy bien. Debía cuidarla, acompañarla y seguir allí cosiéndole su ropa. Últimamente, la señora se encontraba mal de salud y el médico le había recomendado baños en el mar, largos paseos y respirar aire puro para reponerse de su enfermedad. Los hijos de la señora no podían ausentarse todo el verano de sus negocios y se lo propusieron a ella.

—Lucía, nos gustaría que acompañases a nuestra madre. Eres una buena chica y de confianza. Ya llevas casi dos años trabajando con nosotros. Sabemos que mamá estará bien atendida contigo —le manifestaron los hijos de la señora Dolores–. Te pagaremos bastante bien, no te faltará de nada y por supuesto podrás disfrutar de la playa.

La señora confiaba en Lucía. En el tiempo que llevaba con ella jamás había tenido ni el más mínimo problema. Era una chica seria y educada. ¿Quién mejor para acompañarla? Le ofrecieron una buena cantidad de dinero. Lucía no sabía qué hacer, no deseaba irse, estaba ilusionada con José, pero su padre no podía trabajar. Estaba enfermo del riñón con un tratamiento muy fuerte. Su madre trabajaba muchas horas, planchando por las casas y tirada en el suelo de rodillas limpiando escaleras. Así ganaba para comer, pagar los gastos de la enfermedad de su padre y los estudios de Rocío.

Lucía entregaba en su casa todo su sueldo, sin embargo, no era mucho. La madre terminaba agotada, llevaba la casa adelante, además de cuidar de su marido y de sus hijas. El trabajo en la calle era agotador, todo esto la tenía apagada y sin un respiro de tranquilidad. El dinero que le había ofrecido la señora a Lucía ayudaría bastante a sus padres. Se encontraba entre la espada y la pared. Decidió comentarlo con ellos esa tarde y con José, luego ya ella tomaría una decisión. Tenía dos días para contestar y solo cinco para partir hacia la playa, si decidía ir a cuidar a la señora Dolores.

Primero, lo habló con sus padres al llegar a casa. Les contó todo lo que le habían propuesto la señora Dolores junto a sus hijos. Sus padres, conforme la escuchaban, iban sonriendo, les agradaba la idea.

—¡Eso está muy bien! Hija, así podrás también disfrutar de la playa como una señorita —exclamó su madre entusiasmada con la noticia—. Sé que con la señora Dolores estarás bien y no te faltará de nada. En alguna ocasión que me la he encontrado, siempre me dice que te aprecia mucho y está contenta con tu trabajo.

—Van a ser unas buenas vacaciones para ti, serás la envidia del barrio —le decía su padre mientras la abrazaba—. ¿Te ha dicho cuánto te va a pagar?

A Lucía no le resultaba tan divertido como a ellos. Les contó a sus padres lo que la señora Dolores le pagaría y se alegraron aún más. Ese sueldo extra les sacaría de algunos apuros económicos que tenían pendientes.

Ninguno de los dos le preguntó si ella deseaba ir, daban por hecho que era firme y decidido el viaje. Creían que su hija estaba encantada con la propuesta. No le dieron a escoger, simplemente decidieron por ella. Lucía se entristeció bastante, no deseaba hacer sufrir a sus padres, pero su corazón lloraba de rabia por dentro, no deseaba irse. Eran dos meses y medio lejos de su amor y eso le dolía bastante. Tampoco podía contar su relación con José hasta que este decidiese hacerlo oficial. Él le había asegurado que pronto lo haría. Se encontraba atada. Era toda una encrucijada para ella. Y su nobleza no la dejaba contrariar a sus padres a negarse a ir. Por otro lado, se moría de pena pensando en no ver a José durante tanto tiempo.

Las monjas del convento donde algunos días iba a ayudarles a bordar se alegraron también con la noticia, pues ellas se iban a una casa de verano para religiosas. Casualmente también a Chipiona. Las hermanas la animaron a que viajase a la playa y algunas tardes fuese a visitarlas, así estaría más entretenida. El universo, pensó Lucía, parecía estar uniéndose y se confabulaba contra ella. Todos la animaban y la felicitaban por el regalo de esas «vacaciones», en contra de lo que en verdad ella deseaba. ¡Dios mío, es mucho tiempo alejada de José!

Atada al silencio

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