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Capítulo 2
Sevilla, cuarenta años antes

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Es primavera en Sevilla y sus calles se impregnan de olor a azahar. El humo del incienso ya se huele por el centro de la ciudad. Este año, 1964, la ciudadanía religiosa de Sevilla tiene una importante cita a finales de mayo. Coronan a la santísima Virgen Esperanza Macarena y la ciudad se engalana de fiesta para tal evento.

Dos jóvenes hermanas, Lucía y Rocío, pasean relajadas por la orilla del río Guadalquivir. Se sientan en el fresco césped y charlan muy dicharacheras sobre sus cosas cotidianas.

—¡Hermana, qué bien se está aquí! Me encantan estas vistas con Triana al frente. Aquí junto al río hace más fresquito. Mira, mira ese moreno que va corriendo, ¡es guapísimo! ¡Ay, me he enamorado! —exclamó Rocío entre risas, dándose suaves golpes con la mano en el pecho.

—Calla, loca, a ver si se va a enterar y como mire para acá, me muero de vergüenza — le contestó Lucía ruborizada por el descaro de su hermana.

Así, hablando y bromeando pasaban las dos hermanas la tarde del sábado. Relajadas les sorprendía el anochecer, cuando tras el paseo volvían a casa.

Lucía tiene veinte años, es bordadora y costurera. Es alta, no muy delgada, de ojos marrones claros, color miel. Tiene una larga melena, que le cubre toda la espalda hasta la cintura. Su pelo es castaño oscuro, le favorece bastante a su cara. Es tímida, noble y cariñosa. Tiene unas manos privilegiadas para la costura. Ella sueña con ser algún día diseñadora de moda. Se compra retales de tela y se inventa los modelos. Así que, se hace los patrones y se confecciona su propia ropa.

Es católica y sueña con conocer a un hombre bueno, trabajador, que la quiera y la haga feliz. También, por supuesto, casarse y tener hijos con él.

Desde pequeña, su madre la ha llevado algunas tardes al convento de Santa Isabel, donde las hermanas religiosas le enseñaron a coser y bordar como los ángeles. Lo mismo cose un traje de flamenca para la Feria de Abril, que borda un mantón de manila o una mantilla para Semana Santa. Lucía es educada, recatada y callada. «Ver, oír y callar», ese es su lema en el trabajo y le va bien. Pese a su juventud, es respetada y querida entre sus clientas. Le cose a gente de la alta sociedad sevillana. También es muy apreciada por las hermanas religiosas de la congregación, donde acude algunas tardes para ayudarlas en las labores de costura.

Lucía les trabaja a damas distinguidas de la ciudad, sobre todo por la zona del centro.

Tiene muchos encargos de mantones y mantillas en estas fechas de primavera. Asimismo, confecciona y borda el ajuar de algunas jóvenes casaderas de clase alta.

Su hermana Rocío tiene dieciocho años recién cumplidos, es más alocada y moderna que Lucía. Tiene buen cuerpo, su cabello es castaño claro y anillado. Su melena rizada le da la apariencia de chica traviesa. Le gusta mucho la pintura. Estudia arte y le fascina pintar al óleo. Los bodegones y paisajes son sus preferidos.

Rocío le da a su madre más quebraderos de cabeza que Lucía. Además de ser la menor, es muy zalamera, convirtiéndose en la niña mimada de la casa que al final siempre consigue lo que quiere. Su madre, a pesar de su rebelde forma de ser, la adora. Su hija pequeña solo piensa en divertirse y vivir la vida, como Rocío continuamente le recuerda, cuando esta la regaña. Tiene una mentalidad muy liberal para su edad. No le gusta mucho estudiar, así que su madre, en tono cariñoso, le aconseja:

—Hija, o estudias o trabajas, decídete, no puedes estar sin hacer nada. Mas, no te veo yo a ti dependiendo de un hombre que te mantenga toda la vida.

—¡Ay, no, madre! No necesito ningún hombre que me sostenga. Quiero estudiar arte, la pintura es mi pasión. Voy a buscar trabajo en alguna tienda para poder ayudaros a pagar mis clases —le confesaba a su madre, no con mucho interés por trabajar—. No obstante, después de las clases, me va a quedar poco tiempo y sin experiencia, no sé si encontraré algún trabajo que se adapte a mis necesidades.

—Rocío, pues manos a la obra, hija, el que algo quiere… —Y agarrándola por el brazo, su madre le seguía diciendo—: Mira tu hermana, no le falta la faena, está contenta con su trabajo, de camino, se ahorra un dinerito confeccionándose ella su ropa.

Las dos hermanas, pese a ser tan distintas, se llevan bien, apenas discuten. Lucía es muy noble, siempre cede ante los caprichos de su hermana. A veces, por no escucharla protestar constantemente y, también, porque ella es la mayor. Lucía se sofoca por la frescura y el modo de actuar de Rocío, sin embargo, adora a su alocada hermana menor y al final, se lo perdona todo.

Algunos domingos las vecinas salen a pasear por la barriada, para que se les acerquen los chicos a pretenderlas y las acompañen en el paseo, pero Lucía nunca va con ellas. No tiene ningún interés ahora mismo en conocer a nadie. Piensa que el amor no se busca, se encuentra. Ella para eso es muy romántica.

Lucía tiene una amiga, María Jesús, desde que eran pequeñas iban juntas al colegio y compartían los secretos, eran inseparables. El padre de María Jesús, trabajaba de guardabarrera en una estación de tren de Sevilla. Hace dos años, lo destinaron de jefe de estación a un pueblo de Castilla, llevándose a vivir con él a toda su familia. De esta manera, ahora las dos amigas solo saben de sus cosas por carta. Cada dos meses, se escriben y cuentan sus rutinas. Sin embargo, la vida de ambas es demasiado tranquila, sin nada especial que reseñar.

En la barriada hay un chico que mira mucho a Lucía. Él la quiere acompañar a pasear y cortejarla, si bien, a ella no le gusta, lo evita y no le sigue el juego. Incluso ha dejado de ir a los guateques de su barriada, pues este chico solo quiere acercarse para bailar con ella. No obstante, esto solo sirve para que su amiga María Jesús y ella se diviertan, cuando lo comentan en sus cartas, pues, el pobre chico, según Lucía, es bastante soso.

Desde hace un tiempo, Lucía guarda un secreto. Aún no lo ha compartido con nadie. Ni siquiera se lo ha contado a su amiga, ni a su hermana, por miedo a que se pudiese gafar. Hace un par de meses, en febrero, ha conocido a José, un chico del barrio de Triana.

El río Guadalquivir divide Sevilla en dos. En una orilla se encuentra el centro histórico de la ciudad y en la otra orilla del Guadalquivir, cruzando el puente, está Triana.

José cruza ese puente cada día, para ir a trabajar al centro de la ciudad. Es el mayor de cinco hermanos, de una familia humilde y trabajadora. Él, con su sueldo, colabora con sus padres en los gastos de la casa. Este había coincidido muchas veces al salir de su trabajo con una joven morena, guapa y de muy buen ver, a la que cada día saludaba con simpatía, pues se sentía atraído por ella. Cada mañana la esperaba para verla pasar. La observaba desde su trabajo. «Esta morena me tiene loco, la tengo que enamorar como sea», se decía para sus adentros. Esa morena era Lucía. Ella nunca le respondía al saludo, era muy vergonzosa. Solo aligeraba el paso con la cabeza agachada cuando lo veía o lo escuchaba piropearla.

Una tarde, José, desde la ventana del edificio donde estaba trabajando, la vio venir y decidió que debía ser osado y lanzarse a hablarle una vez más. Así que, al verla pasar, se animó y le dijo un piropo en voz alta:

—Morena, ¡ole los andares con garbo y salero! Hasta la Giralda se vuelve para verte caminar. Hasta el sol pierde brillo ante tus lindos ojos.

Lucía, roja como un tomate al escucharlo, no le contestó ni lo miró. Ella no hablaba nunca con hombres desconocidos. Su madre era muy estricta sobre este tema y la tenía bien aleccionada sobre ese particular. Eso no significaba que no se sintiese atraída por los hombres, a veces la piropeaban por la calle y se sentía alagada, pero en su interior se moría de vergüenza. Como toda joven, soñaba con su príncipe azul. Un hombre que la enamorase y le bajase la luna si ella se lo pidiese. Era romántica, mas ese hombre, aún no había llegado a su vida.

Lucía, inquieta por los piropos que en voz alta le decía José desde la acera de enfrente, cruzó con rapidez la calle con la cabeza agachada. Con los nervios no vio una motocicleta, que venía en la misma dirección por donde ella iba a cruzar y casi la atropella. Asustada e inquieta al ver la moto tan cerca, casi rozando su cuerpo, intentó esquivarla con celeridad, pero perdió el control y cayó al suelo. El motorista siguió veloz sin pararse siquiera a mirarla ni auxiliarla. No había pasado ni un minuto, cuando un chico fuerte la cogió entre sus brazos, la levantó de la calzada y con sumo cuidado la sentó en un escalón cercano.

—¿Cómo te encuentras? Perdona si te he molestado, no era mi intención ponerte nerviosa —se disculpó José. Ella conoció al instante la voz del joven que la había piropeado momentos antes.

—No estoy nerviosa —disimuló mal Lucía—, solo iba un poco despistada.

—Me llamo José y simplemente quería ser tu amigo. Siento mucho que por mi culpa, por yo distraerte, te hayas podido hacer daño. Casi te arrolla el tío ese.

—No te preocupes, de verdad, estoy bien. No es tu culpa. Solo iba distraída, con la cabeza pensando en otra cosa —le mintió Lucía, mientras intentaba levantarse.

—Menos mal que no te ha atropellado, si no me hubiese visto obligado a buscar al motorista por toda Sevilla —le dijo José con gracia, mientras le ofrecía la mano para ayudarla, pero ella la eludió.

Lucía, avergonzada, no se atrevía a mirarlo, aunque no pudo evitar sonreír al escucharlo. Entonces, con disimulo lo miró de reojo y se sorprendió. Era un chico guapísimo, de piel morena, ojos grises y con el pelo negro alborotado. Parecía sacado de un cuadro cordobés. Llevaba un pantalón azul marino y un jersey de pico marrón. Se notaba que estaba trabajando, pues tenía restos de yeso blanco en su ropa.

—Gracias, José, pero me tengo que ir. No me puedo entretener más —dijo impaciente.

Sentía una repentina prisa por alejarse de él. Su cercanía la inquietaba bastante.

Se levantó para irse y, al intentar andar, un dolor en el tobillo se lo impidió, casi se vuelve a caer de nuevo. José con un movimiento rápido la sujetó.

—No tengas prisa, espera un momento. Déjame verte el tobillo, creo que te lo has lastimado. —Sin dejarle decir nada, José empezó a masajearle el pie.

Después de un breve instante sintió alivio, sin embargo, se sentía aturdida, acalorada.

Ningún hombre le había tocado nunca. Sintió en su fuero interno que le gustaba ese contacto. Sonrojada lo siguió mirando de reojo, lo encontraba muy atractivo. Ya más aliviada se levantó, le dio de nuevo las gracias y se despidió con prisas. La proximidad y el olor de este joven la aturdían. «Huele a hombre», pensó Lucía inquieta. De repente, en un solo instante, algo nuevo se había despertado dentro de su ser y el culpable se llamaba José.

—Ya me encuentro mejor. Tengo que irme. —Y aunque cojeaba, necesitaba alejarse de él—. Gracias, José, yo soy Lucía.

—Encantado, Lucía, cuídate ese pie. Me alegro de haberte conocido —exclamó ofreciéndole la mano como saludo de presentación. Ella, esta vez, sí se la estrechó, aunque con cierto reparo.

Lucía se la aceptó por agradecimiento, no quería ser descortés. José se la apretó con suavidad y ella sintió un leve temblor que recorrió todo su cuerpo, como una descarga.

Todo el camino hasta su casa, e incluso el resto de la noche, no dejó Lucía de pensar en esos ojos grises que la miraban y en esas manos que la acariciaban con suavidad el pie. Incluso a la mañana siguiente se despertó alterada y excitada, había estado toda la noche soñando con él. Se sintió avergonzada del sueño tan sensual que había tenido. José le acariciaba todo el cuerpo con deseo y lujuria. Se levantó acalorada, intranquila, e incluso pensó si debía confesarse por ello. ¿Sería pecado lo que había soñado? Ese hombre con tan solo mirarla y acariciarle el pie había despertado una sensación nueva que ella antes no había conocido y la aturdía bastante.

Lucía se levantaba temprano, sobre las 7:30 h. Después de desayunar una rebanada de pan con aceite y un vaso de leche recién hervida, recogía su habitación, luego, se dirigía a su trabajo. Siempre antes de irse, le llevaba a su padre un vasito de leche a la cama y le daba los buenos días. Ella lo adoraba y le apenaba mucho verlo enfermo.

Ese día, José la esperaba en la misma calle que ella cruzaba cada mañana, para ir a trabajar. La vio venir, con un vestido de falda plisada color celeste y una rebeca azul, a esa hora de la mañana todavía hacía fresco. Llevaba unos zapatos de tacón bajo y el pelo recogido en una coleta. Estaba radiante. Al verlo, Lucía se ruborizó al recordar el sueño. Él la encontró muy guapa con las mejillas arrebatadas. Ansioso se acercó y le preguntó:

—Buenos días, Lucía. ¿Cómo estás? —le preguntó animado de volver a hablar con ella—. ¿Te duele mucho el tobillo? Veo que cojeas todavía un poco.

—Hola, José, no mucho. Solo es una leve molestia al andar, pero poca cosa. Gracias por socorrerme ayer —le contestó agradecida. Lo miró con reparo a esos ojos grises que la habían tenido en vilo toda la noche.

—¡Al menos eso valió para conocerte! Al final, voy a estar agradecido del motorista — exclamó sonriendo—. Espero que ayer te aliviaras con la frotación que te di. Yo he jugado mucho al futbol y algo sé de torceduras y masajes.

—Sí, me mejoró bastante, ya apenas me duele —le dijo casi en un susurro, al recordar como todo su ser vibró cuando él la acarició. Sintió que ese ardor volvía a recorrer de nuevo su cuerpo y sus mejillas volvieron a ruborizarse, cosa que no pasó inadvertida para José.

—Lucía, ¿trabajas por aquí cerca? —indagaba él, intentado intimar con ella, que cada vez le gustaba más.

—Sí, trabajo de bordadora y costurera para algunas señoras de este barrio.

—¡Ahora lo entiendo todo! Si es que, con esas manos tan bonitas, tenías que hacer solo cosas preciosas. ¡Debes bordar como los mismísimos ángeles!

Lucía no pudo evitar sonreír al escucharlo. «Es gracioso y agradable», pensó.

—¿Vives por aquí? —volvió a preguntarle José.

—Vivo cerca de la calle Feria, en el barrio de la Macarena —confesó pudorosa al darse cuenta de que le agradaba bastante hablar con él.

—¡Uy, tú macarena y yo trianero! Mal empezamos señorita —declaró con gracia. Había cierta rivalidad entre estas dos barriadas por sus hermandades y sus vírgenes. Sobre todo en Semana Santa—. Eso lo vamos a tener que compensar con un tranquilo paseo.

Ella soltó una carcajada, este chico era simpático y educado. Le gustaba su forma de hablar y decir las cosas, la hacía reír. Se sentía bien con su compañía.

Lucía notaba que su corazón, cuando lo miraba y escuchaba, le latía desbocado, como un potro salvaje en medio de una llanura, y su pulso se aceleraba. José la había socorrido y ayudado. Ella era una chica educada y estaba agradecida a él, eso era verdad.

«No debo negarme, solo va a ser un simple paseo, no hay nada de malo en ello», pensó e intentó convencerse de que solo sentía agradecimiento por él.

—¡Ah, eres de Triana! Pensé que vivías por aquí —le contestó ella sorprendida.

—No, vivo allí. Soy trianero de pura cepa y vengo al centro a trabajar cada día.

—Bueno, no suelo pasear sola con un hombre, pero te agradezco que me socorrieras. Un día de estos damos un paseo —le confirmó algo turbada y sin atreverse a mirarlo directamente.

—¿Por qué dejar para otro día lo que podemos hacer esta tarde? —le preguntó él, atrevido, mirándola directamente a los ojos.

—Está bien, si quieres esta tarde al terminar mi trabajo, tengo un rato libre.

—Aquí estaré esperándote, será todo un honor para mí. ¡Qué largas se me van a hacer las horas! —le anunció José con una sonrisa e ilusionado por haber conseguido lo que durante días había anhelado, una cita con su morena.

—Ja, ja, vale. Entonces, hasta después, José. —Lucía se alejó con una sonrisa en los labios y con esos lindos ojos grises grabados en su retina.

Ambos estuvieron pensando en el próximo encuentro todo el día. Deseaban que llegase el momento de encontrarse de nuevo para dar ese esperado paseo. De ese modo, llegada la hora señalada, se encontraron y pasearon juntos. Hablaron de sus vidas y quehaceres diarios. Lucía, poco a poco, fue perdiendo la timidez. Cada vez se sentía más relajada con su compañía. Era un chico muy agradable.

Él le contó que tenía veinticuatro años, era electricista, igual que su padre. Era el mayor de cinco hermanos. José trabajaba por su cuenta, no le faltaba el trabajo. De esa manera echaba una mano a sus padres. Los ayudaba a sacar adelante la casa y a sus hermanos. Al menos, ganaba para poder comer caliente cada día. José le contaba cosas de su vida y eso le agradaba a Lucía. Él también trabajaba para ayudar a la familia, igual que ella.

—Hago instalaciones, arreglo averías, no me puedo quejar, tengo buena clientela. No pagan un dineral, pero no me falta la faena —le contaba José—. Ahora estoy haciendo trabajos por esta zona. Los señoritos de las casonas de esta barriada pagan bien.

—Sí, es cierto, la gente del centro es más pudiente y paga mejor —confirmó Lucía.

—Algunas tardes también doy clases particulares para aprender a pintar. Es mi gran pasión —le contaba ilusionado—. Si bien, ya sabes, eso no da para comer, solo lo tengo de entretenimiento tres tardes a la semana. Lucía, ahora cuéntame algo de ti.

—Pues, como tú, trabajo aquí en el centro en varias casas. Confecciono el ajuar de chicas adineradas, así ayudo con mi sueldo en casa. Algunas tardes voy al convento a colaborar con las hermanas en las labores de bordado que hacen. Hace varios años me enseñaron a bordar y estoy en deuda con ellas. —Lucía se sinceraba con él—. Sin embargo, mi sueño es ser diseñadora de moda, pero eso es muy difícil. Yo me confecciono casi toda mi ropa. Pero para ser costurera no necesitas mucho, si bien, para ser diseñadora hay que hacer cursos bastantes caros y que no me puedo permitir pagar.

Él la escuchaba atento. Era un sueño cumplido para José, poder estar con ella. Llevaba días ideando cómo acercarse y el bendito destino le había echado una mano.

La primera cita fue agradable para ambos. Quedaron para salir juntos otro día. Fue el principio de muchos paseos. Acordaban de verse a la salida del trabajo, las tardes que coincidían. Los paseos juntos se fueron convirtiendo en una rutina, ambos anhelaban esos momentos. Cada vez eran más amigos y confidentes, siempre, eso sí, respetando las distancias. En este tiempo empezó a nacer en ellos un sentimiento. Cuando estaban juntos, a Lucía se le desbocaba el corazón.

Los domingos por la tarde, José la acompañaba por el centro a pasear e iban a tomar un refresco, un helado o simplemente un paquete de pipas. Se sentaban en alguna plazuela, charlaban y reían. Él la hacía reír con facilidad, era gracioso e ingenioso y a ella con su forma de ser le alegraba los días, estaba ilusionada.

Una tarde, Lucía le contó que su padre había luchado en la guerra, en el bando de los republicanos, era socialista. Lo habían herido, dañándole uno de sus riñones. Desde entonces, había empeorado bastante. Hacía ya unos años que no podía trabajar, pues el esfuerzo y los dolores se lo impedían.

José le refirió que su padre también había luchado con los republicanos, era de ideología comunista. En varias ocasiones tuvo que esconderse de los fascistas, salvo eso, no tuvo grandes problemas en el frente. Lucía, al escuchar eso del padre, hizo un gesto con la cara, que no le pasó desapercibido a José.

—¿Por qué has puesto esa cara? ¿No te gustan los comunistas?

—No es eso. He escuchado que entraban en las iglesias, las saqueaban, quemando santos y vírgenes. Yo soy católica y creyente, me aterra pensar que eso llegase a pasar.

—Sí, es cierto, pero lo hacían los más revolucionarios. Mi padre nunca lo vivió en persona, eso al menos me ha contado. —José le explicó con tranquilidad—. No era un rojo, sino un jornalero, que se unió a la revolución socialista, luchó contra el fascismo y los insurrectos.

—Entonces, me quedo más tranquila. Al final nuestros padres estaban en el mismo bando.

Fueron pasando los días, cada vez hablaban con más confianza. José fue conquistando despacito, pero sin pausa, el corazón de su morena. Lucía aún no se lo había contado a nadie, era pronto y no sabía si sus padres iban a aprobar su relación. Ellos tenían una mentalidad muy estricta y chapada a la antigua. Debía esperar a que José diese el paso para formalizar la relación. A su hermana, tampoco le dijo nada, a veces cuando se enfadaba por no salirse con algún capricho, se le soltaba la lengua y le contaba todo a su madre.

Así, Lucía decidió guardar el secreto dentro de su corazón. Esperaría un tiempo, debían conocerse mejor y afianzar la relación. Sentía que se estaba enamorando. Él la cortejaba, la adulaba, la hacía reír y eso a ella le agradaba. Cuando pasase un tiempo respetable y se conociesen mejor, seguro que él hablaría con su padre para pedirle su mano y serían oficialmente novios. Nunca antes había salido con un hombre, y este la hacía sentirse muy bien. Él, pensaba Lucía, podía ser su esperado príncipe azul, que le bajase la luna a sus pies. Todo esto era como un sueño para ella. Un bonito cuento de princesas encantadas que se estaba haciendo realidad.

Llegó Semana Santa y todas las tardes al salir ella de trabajar, él la esperaba. Se perdían por las callejuelas de Sevilla. Buscaban procesiones, disfrutaban entre olores de incienso y azahar, con la música de fondo de tambores y cornetas. Con esos pasos mecidos por los costaleros. Compartían cada cofradía que pasaba por el centro de la ciudad y sus calles.

—Lucía, hija, no me gusta que vengas tan tarde —le regañaba su madre preocupada por su tardanza–. ¿De dónde vienes a estas horas?

—Mamá, no se preocupe, me entretengo viendo las hermandades que me encuentro de camino para casa. Me encantan, usted lo sabe, sin embargo, como van despacio y con el bullicio se me hace tarde —le explicaba con cariño a su madre.

«Era una verdad a medias», pensaba ella. Pues, sí veía las cofradías, pero siempre en compañía de José. Los dos de la mano compartían cada hermandad, cada procesión de mutuo acuerdo e interés. Menos en la madrugada del Jueves Santo. Esa noche ella acompañaba a su Virgen Esperanza Macarena, de la que era muy devota y él, a su Virgen Esperanza Trianera, en la que salía de nazareno. Ambas, son dos hermandades de mucha fuerza en la Semana Santa sevillana. Las dos se pasean por sus calles esa misma noche. Esa madrugada, los corazones de los sevillanos se dividen entre las dos Esperanzas.

José le decía muchas veces que ambos, igualmente, tenían dos lindas esperanzas. Una, el anhelo que crecía en sus corazones, pues cada día era mayor el cariño que se tenían, y otra eran sus vírgenes, pues las dos se llamaban Esperanza, una a cada orilla del río Guadalquivir.

—Lucía, cada persona debe tener una «Esperanza» que le guíe, ilumine y ayude a seguir adelante en el duro camino de la vida —le manifestaba muchas veces José.

—Yo tengo la mía —le contestaba ella con sonrisa pícara, pensando en su Macarena.

—Así me gusta, yo también tengo la mía —reía él y recordaba a su Trianera—. Ahora también te tengo a ti, mi otra esperanza. —Ella lo escuchaba embobada y sonreía.

El Viernes Santo fueron a ver al Cristo de la Expiración pasar por el puente de Triana.

«El Cachorro», como cariñosamente le llaman los sevillanos. Ya de vuelta, la acompañaba a su barriada. Escondidos en un portal, José la acercó a él y la besó en los labios. Primero con dulzura, después con pasión. Lucía, avergonzada, al principio no le correspondía, si bien, poco a poco fue cediendo y se entregó a sus besos. Era la primera vez que un hombre la besaba. Los besos de José le supieron a gloria. Esos labios fuertes y a la vez tan dulces. Deseosos de beber el uno del otro. Estuvieron un buen rato saboreando el dulzor de los besos. José la besaba con pasión, sediento de esos carnosos labios que lo provocaban cada tarde que la veía y la tenía tan cerca.

A Lucía, José le hacía sentir más mujer, su cuerpo temblaba entre sus brazos igual que una hoja mecida por el viento. Era como un volcán que se despertaba y empezaba a borbotear en su interior. Como una brisa fresca, sin embargo, en vez de enfriarla, le hacía arder por dentro con frenesí. Ella se sentía feliz entre sus brazos. Su corazón palpitaba a mil por hora cuando se acurrucaba en el pecho de su amado.

Así, cada noche que se veían, después de pasear por las callejuelas de Sevilla, se escondían en un portal en penumbras y se besaban con ímpetu. Ella degustaba los labios de él, y este bebía la candidez e inexperiencia en los de Lucía. Él era su maestro y ella una aprendiz encantadora.

José había tenido algunos flirteos con chicas. Hacía unos años tuvo una relación con una vecina gitana de su barrio. La chica era guapa y a él le atraía bastante. Empezaron a salir de novios, ella no era muy cariñosa, pero él se había encaprichado. A los seis meses de estar saliendo juntos, una noche, ella se fugó con un amigo de su hermano, del que estaba enamorada desde hacía tiempo. Esto dejó a José triste y abatido, pues él sí estaba prendado de ella.

A partir de esa decepción, no había tenido ninguna relación seria con ninguna mujer. Cierto es, que alguna vez había acudido a mujeres de la calle y pagado por sus servicios amatorios. Era un hombre y tenía sus necesidades. No obstante, tras haber conocido a su morena, cuando la miraba no solo pensaba en el sexo. Ella con su dulzura estaba anidando en su alma la semilla del amor. Era la mujer que siempre había soñado. Cariñosa, educada, bonita, trabajadora y de buen corazón. ¿Qué más podía ansiar? Se sentía muy afortunado de haberla conocido.

Atada al silencio

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