Читать книгу Argentina 14/25: solo en unión se puede construir - Christian Diego Oets - Страница 8
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Año V del Régimen. Navidad en Villa 121
Guari tenía, en el rostro y en sus manos, la marca de su oficio. La piel curtida de nacimiento, y del sol de las obras. Las manos duras y grandes. Siempre se jactaba de que tenían la medida del ladrillo y la cuchara. Guari vivía desde hacía años en la villa. Había sabido tener su terrenito en las afueras de Garín. También supo tener una familia grande de hijos y nietos que trabajaban con él. ¡Cuántas casas habían construido con don Carlos! Aquella noche de Navidad estaba parado, junto al cura villero, en el altar. Miraba a sus vecinos. Nada había cambiado. Cuando de chico se vino de su Santiago natal, fue a vivir con sus padres a una de las villas que nacieron con la industrialización peronista. Al igual que entonces, no había agua, las calles eran de tierra y las casas de chapa. Pero, a diferencia de entonces, ahora no había esperanza. Eran parias viviendo en una miseria solo comparable con un leprosario.
Entre los fieles asistentes al servicio estaban su hijo y su nieta. Junto a ellos, varios de los miembros de la resistencia villera. Era un grupo de vecinos que se habían organizado para mantener, si algo así es posible, el orden en su barrio. “... Basta con mantener al ‘paco’ lejos y a los chicos en la salita...”, decía el curita. Pero no había chicos para la salita y el paco estaba en todos lados. Le habían pedido a Guari que le hablara a la gente y su presencia había convocado una inusual cantidad de fieles. Guari era querido y respetado. Siempre ayudaba a reparar alguna vivienda, siempre enseñaba cómo hacer algo “según las reglas del arte”. Caminaba, a pesar de su extrema pobreza, erguido y con orgullo. Miraba a los ojos al hablar y hablaba con franqueza y sin vueltas. Guari levantó la cabeza. Sus ojos chicos y profundos miraban desde lejos, desde otros tiempos...
—He sido pobre toda mi vida... —dijo con voz cortada.
—Nunca recibí nada de nadie, no recuerdo un gobierno que me haya dado nada, luché y trabajé como condenado para cada mango, para cada pan que llevé a mi familia... Estoy acostumbrado a ser invisible, pero ¡nunca perdí mi dignidad! La dignidad es algo que no nos pueden robar. Está en nosotros, está en saber que no nos rendimos, en poder mirar a los ojos de tus hijos sabiendo que no te has entregado... —Hizo una pausa—. En estos tiempos —calló, en búsqueda de un calificativo— sangrientos, ¡no podemos quedarnos indiferentes! Este régimen tiránico...
Guari no los vio llegar. Tan solo percibió el estallido de las balas, los gritos y el pánico. No se movió, su vista quedó fija en su hijo que se doblaba y caía, en su nieta que lloraba sobre la cabeza de su padre. No pudo reaccionar, sus músculos tensos no le permitían moverse. La metralla continuaba y la sangre enlodaba el piso de la capilla. El cura colgaba del altar. Sus ojos, aún abiertos, fijos en la cruz. Fueron solo diez minutos. Pero la furia desatada bastó para masacrar a casi todos los presentes. Los asaltantes eran tan solo cinco o seis chicos de no más de diecisiete años que, con risas y a los gritos de “oligarcas vende patria”, se perdieron en la densidad de la villa.
Calificar de “oligarca venda patria” a un grupo de humildes villeros reunidos en torno a una capilla era una ironía que solo tiempos como estos podían producir. El término “oligarquía” identifica a un grupo minoritario de personas, pertenecientes a una misma clase social, generalmente con gran poder e influencia, que dirige y controla una colectividad o institución. Claramente no era el caso pero, para esta gente, todos los que no estaban con ellos eran oligarcas.
Guari seguía inmóvil. La vista fija en su único hijo. Ya había perdido cinco y ver que el último que le quedaba moría también por la violencia le partía el corazón. Solo reaccionó al ver a su hijo moverse. Seguía vivo y había que actuar. Como si estuviera nuevamente en una obra, repartió instrucciones a los sobrevivientes. ¡Identifiquen a los que están con vida! ¡Busquen un vehículo! ¡Vamos al hospital del Che! Ya en los autos, cargaba a su hijo en brazos como cuando era chico. La bala había perforado el estómago. Miguel no quitaba la vista de su padre. El dolor era intenso y sabía, por haberlo visto tantas veces, que no lo iba a ver más. Guari apretaba la herida como si pudiera evitar que la vida se le fuera por ella.
Viajaban, rezando por llegar a tiempo, al flamante hospital del Che. Recientemente inaugurado por la presidenta, era un hospital de alta complejidad. Equipado, según informaron los medios, con la más avanzada tecnología y un equipo profesional de excelencia. Formaba parte del plan de “Salud para todos”, por el cual se inauguraban nuevos centros sistemáticamente. “El régimen te cuida y te quiere ver crecer”, decía el eslogan de la campaña.
Miguel tomaba la mano de su hija y se la entregaba a Guari. El gesto era claro, pero Guari se negaba a aceptarlo. Con esfuerzo Miguel balbuceó. —Viejo, llevá a Clara con el arquitecto, ya no estás para cuidarla... —Guari, sabía que era cierto, las lágrimas caían por sus ojos.
—Viejo, no te rindas...
Del Che se había construido en un plazo récord y con una inversión astronómica. La escena de la presidenta cortando la cinta en la inauguración y pregonando sobre las características técnicas del hospital y sobre el compromiso de su gestión para con la salud del pueblo se reprodujo por todos los medios hasta el hartazgo.
Tardaron media hora en llegar, algunos habían muerto. Miguel aún seguía con vida. Guari bajó a Miguel en brazos y corriendo entró, lleno de esperanza, al lobby principal. Gritaba pidiendo ayuda y, quizás por su fe, por sus ganas de salvarlo, no percibía la situación. Corría de puerta en puerta, buscando médicos, alguien que lo recibiera. Corría por pasillos interminablemente vacíos, entrando a salas vacías, a quirófanos vacíos. Corría sin sentido mientras Miguel se desangraba. Gritaba, preso de su furia. Subía escaleras, solo para encontrar más corredores inútiles que conectaban salas fantasmas sin más equipamiento que mampostería pelada y marcos sin puertas. Corría de un lado a otro, no podía parar. Siempre con su hijo en brazos, muerto ya hacía un rato. Lloraba lágrimas incontenibles, amargas como la hiel. Nada, solo una enorme mole de miles de metros cuadrados sin más terminaciones que las necesarias para mostrar una inauguración ficticia, un servicio que nunca pensaban dar. Otra promesa incumplida. Fachadas pulcramente terminadas que envolvían un esqueleto vacío. Finalmente cayó de rodillas, agotado de tanto sufrimiento, padre e hijo se confundían en una especie de abrazo, una piedad que ni Miguel Ángel podría haber plasmado. A lo lejos se oían otros llantos y estallaba la furia.