Читать книгу La boca del baúl - Christian Ponce Arancibia - Страница 8

ORLANDO Y LA QUINTA Otra vez había ingresado a un hogar que era parte de un conjunto mayor, compuesto por construcciones que acogían a niños sin padres; aunque él los tenía, lo dejaron ahí como a tantos otros. Orlando era su nombre, venía del hogar Baquedano y lo llevaron a la Ciudad del Niño. Ahí dentro, los hogares eran denominados Canadá, Estados Unidos, Colombia, Venezuela, Brasil, Bolivia, Uruguay, Perú, Paraguay y Argentina; a este último pertenecía Orlando. Debía saber y cantar el himno nacional como integrante del país que representaba, aquel al otro lado de la cordillera, que tocaba las aguas del océano Atlántico. El terreno se extendía al llegar a Lo Ovalle entre la Gran Avenida y Vicuña Mackenna. Unas arboledas asomaban como vecinos.

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En las cercanías, había varias quintas con árboles de duraznos, manzanos y naranjos. Con el movimiento de sus hojas por el viento, parecían invitar a una gran comida vegetariana y jugosa a quien así se le antojase.

En Santiago, durante la primera mitad de la década de los cuarenta del siglo XX, los tranvías 37 y 38 partían de Mapocho; uno iba hasta Lo Vial, y el segundo al paradero 18 en Lo Ovalle. La línea 40 partía desde la Alameda con calle Gálvez; pasaba, como los otros, por la Gran Avenida José Miguel Carrera hasta la plaza de San Bernardo y después se devolvía al centro; el pasaje costaba un peso. Casas y edificios de dos pisos conformaban el paisaje urbano en unas cuadras vecinas a la suya. En este entorno se desenvolvían los chicos cuando no estaban en el hogar.

En tal contexto, Orlando vivió una aventura junto a sus amigos. Llevaba largo tiempo allí y se juntaba con frecuencia con otros dos niños. Iban juntos a casi todas partes.

Detrás del hogar Argentina, había un patio amplio con nogales; debajo, vestidos con pantalones cortos y tirantes, conversaban los tres:

―Oye, Orlando, te anda buscando al que le tiraste el camote.

―Se lo merecía por meterse con los más chicos, Sanhueza.

Sanhueza era delgado, de tez blanca y cabello negro, parecido a sus interlocutores. Se preocupaba mucho y trataba de que hubiese precaución en los actos del grupo.

―Ten―tengo ham―hambre, Orlando ―dijo Berríos, a quien llamaban el Tatarata por su tartamudez.

―Tranquilo, come nueces nomás.

Salieron a la calle, los restoranes anunciaban los platos para sus comensales en letreros escritos con tizas. En las esquinas unas señoras vendían empanadas y pan amasado; cuando una de ellas miró hacia el lado opuesto para ofrecer los panes al rescoldo a una mujer que paseaba, los niños fueron en pos de una empanada, a pesar de que ella a veces les daba. Corrieron desbocados entre la gente, hasta sentirse seguros. Entonces se detuvieron a comer. Casi de inmediato, apareció el Matón Leyton.

―Mono, acuérdate de ir a la Quinta del señor Quintana. Te comerá vivo esa bestia que tiene como guardián. ―Su voz era tenebrosa al dirigirse a Orlando, quien debía mostrarle su valentía e ir a ese lugar, permanecer mucho rato, robar algo, y enfrentar a ese ser grande casi humano, con largos colmillos.

―Sí, iremos.

Al retirarse Leyton, se miraron. Irían al día siguiente.

Era una calurosa jornada de verano. Caminaron hacia las redes de alambres y los pinos de tres metros que limitaban con Lo Ovalle. Eran las cuatro de la tarde. Para pasar agrandaron un orificio en esa maraña de metal y cruzaron la calle de tierra para llegar a la Quinta.

Una vez dentro comenzaron a recolectar duraznos, manzanas y naranjas. Sanhueza, desde arriba de los árboles, arrojaba las frutas a sus compañeros.

―¡Ya, Mono, recibe! ―Le pasó el botín.

Mientras distraídos probaban las frutas, de pronto, fueron sobresaltados por unos silbidos; uno provenía del camino de tierra y otro del centro. Los muchachos callaron y oyeron los ladridos acercarse.

―¡Corran!

Huyeron veloces, temerosos de ser alcanzados. Avanzaron un buen tramo para encontrar la entrada y, pese a la situación, no soltaron lo que llevaban en sus poleras a modo de bolsas. Orlando, por lo mismo, se atascó en la red y fue mordido en el glúteo por un perro llamado Capitán. El animal sujetó la parte posterior de los pantalones con su mandíbula, mientras que los otros chicos no tenían escapatoria entre los jadeos, dientes y gruñidos de los pastores alemanes.

―¡Batuque, Cholo, Capitán…! ¡Alto!

Ante la orden del señor Quintana, los perros se apaciguaron. Acompañado por los peones, los condujo hasta su casa, ubicada en el centro de la Quinta.

El dueño miró a Orlando.

―Te mordió el más bravo.

Se alejó unos metros para conversar con otras personas. Los niños escucharon algo relacionado con estar presos. Tras reflexionar durante algunos segundos, llamó por teléfono a don Armando. Don Armando Dufey era el director de la Ciudad del Niño, y aunque fuese una muy buena persona, los niños estaban asustados de que se enterara de su aventura.

―¿Cuántos años tienes? ―preguntó a Orlando.

―Nueve, señor Quintana, igual que ellos.

―Se quedarán aquí; trabajarán desde mañana martes y se les pagará cinco pesos por día.

Durmieron en una bodega, cubiertos con algunas ropas y paja, entre herramientas. Se quedaron hasta el otro lunes, una semana última de enero en que sacaron mucha fruta, esta vez con permiso y remunerados.

El señor Quintana los fue a dejar a las seis de la tarde a la oficina Chile de don Armando.

―Les traigo a los tres muchachos que tuve trabajando en la Quinta con un sueldo de cinco pesos diarios como lección de que no se roba, sino que hay que ganárselo, aunque sean frutas.

Los niños escucharon en silencio, con satisfacción por lo que habían ganado; estaban contentos, pues la familia del señor Quintana incluso les regaló varias canastas con frutas. Hasta ese momento, no habían meditado si lo sucedido debían tomarlo como lección o una anécdota sin importancia.

Don Armando los recibió. Sabían que, como profesor y hombre, pronto tendrían una gran conversación con él.

La boca del baúl

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