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Introducción de la autora a su obra
Christine Jensen Hogan
Si bien sus vidas quedan separadas por siglos de distancia y por trayectorias muy diferentes, las similitudes entre Thomas Merton y Anne Bradstreet son sorprendentes en lo que atañe a su comprensión de Dios y de la vida. Los dos fueron buscadores. Anduvieron en pos de integridad y totalidad, a través de un permanente cuestionamiento del mundo de la vida y de la vida de Dios, que queda manifiesto en su escritura. Ambos fueron pensadores independientes, sin temor a que sus mentes les condujeran hasta territorios desconocidos. Su arte y su poesía, de una elocuencia sin ambages, nos muestran que, como escritores, fueron pioneros de la mente y del espíritu.
Anne Bradstreet nació en el año 1612, en las postrimerías de la época isabelina. Isabel I había reinado desde la mitad del siglo XVI hasta el inicio del siglo siguiente y su influencia se hizo patente a lo largo del siglo XVII. No escapó a Bradstreet el conocimiento de la influencia de la reina anterior. Las mujeres isabelinas fueron estimadas por su inteligencia y fuerza de carácter mucho más de lo que lo hubieran sido antes en la historia de Inglaterra.24 Anne creció en el Castillo de Tattershall y en el Señorío de Sempringham, donde su padre trabajaba con el conde Lincoln. Su padre detentaba el cargo de capataz de toda la finca. El conde era un individuo rico y de amplia formación, y disponía de una biblioteca considerablemente voluminosa25 y, con toda probabilidad, en el noble edificio se propiciarían frecuentes y muy estimulantes conversaciones. La creciente influencia de las ideas calvinistas y la reacción de quienes habían seguido a María, la reina católica, la Restauración y la Reforma, todo eso se estaba fraguando en esa época. Al tiempo que aumentaba la inquietud social, el pueblo de Inglaterra se resentía ante la pesada carga de impuestos elevados con los que la monarquía trataba de sofocar las rebeliones.26
La vida que Anne Bradstreet encontró en América fue completamente diferente a la que dejara en Inglaterra. Su padre fue un dirigente de la colonia pero su vida, aún cuando la familia era de extracción noble en Inglaterra, ya no pudo seguir siendo regalada y ociosa. Los pioneros de la nueva colonia experimentaron, sin excepción, carencias de todo tipo durante los primeros años. La nobleza de sangre no les hacía inmunes a los duros inviernos, ni les protegía de la escasez de alimentos, las enfermedades, las alimañas y los indios. Wendy Martin, en su ensayo sobre Anne Bradstreet, Emily Dickinson y Adrienne Rich, escribe:
Una vez en Nueva Inglaterra [Anne Bradstreet] deshizo su residencia en varias ocasiones para desplazarse hacia lugares cada vez más distantes, menos civilizados y más peligrosos al objeto de que su padre y su marido pudieran aumentar tanto su propiedad como su poder político en la colonia.27
Quizás el tono de Martin sea un tanto severo hacia los hombres en este caso. Es muy probable que Bradstreet reconociera la necesidad de esos traslados aún cuando resultara duro efectuarlos. Las dificultades, bajo las circunstancias de una vida de pioneros, eran previsibles, bien que no deseadas. Además, los puritanos creían que las penurias escondían bendiciones. Dios hacía afligirse a quienes amaba para recordarles el verdadero propósito de sus vidas. Bradstreet interpretaba sus sufrimientos como castigos y lecciones de Dios, en la esperanza de ser una de las elegidas, predestinada a hacerse, en recompensa por las tribulaciones, merecedora del Cielo.28
Anne y su esposo, Simon, tuvieron ocho hijos, todos los cuales alcanzaron la edad adulta. Él se veía forzado a ausencias prolongadas, primero por causa de los negocios de la colonia, y posteriormente en su calidad de gobernador de la misma. Si bien también Bradstreet era una pionera, hizo lo posible por preservar las costumbres civilizadas que había aprendido en Inglaterra.
Nacido en 1915, Thomas Merton creció en medio de una existencia sofisticada y en gran medida nómada como la de sus padres, ambos artistas, en Francia y en los Estados Unidos. Su madre murió cuando Thomas tenía cinco años y su padre supervisó muy poco su crecimiento. A los quince años, su padre enfermó y volvieron a los Estados Unidos, a la casa de los abuelos maternos en Nueva York. Merton quedó huérfano a los dieciséis años y viajó solo por toda Europa, llevando una vida muy similar a la de su progenitor. Aunque gozaba de cierta seguridad financiera, garantizada por sus familiares y por la herencia paterna, su vida carecía de norte y guía. Asistió al colegio en Inglaterra, donde vivía su padrino, y después fue a Cambridge. Mientras estuvo allí, se dedicó a la bebida, el jaraneo y la disipación. Su padrino le retiró su ayuda y Merton regresó a Nueva York y a la Universidad de Columbia. Sus escapadas continuaron durante algún tiempo pero pudo finalizar sus estudios universitarios y obtener una licenciatura. Había comenzado a escribir novelas siendo todavía un muchacho y llegó a ser editor, escritor y artista gráfico de la revista literaria de la Universidad de Columbia y de la revista de humor, The Jester. También editó el Anuario de la Universidad.
Gracias a los cursos de filosofía impartidos por Dan Walsh, un católico devoto, y mediante una búsqueda interior que inició durante su estancia en Columbia, la vida de Merton fue adquiriendo un sesgo más profundo. Comenzó a leer a los filósofos de la Iglesia, a san Ignacio de Loyola y a san Juan de la Cruz y empezó a sentir la necesidad de ordenar su vida y de crecer espiritualmente. El catolicismo le hizo dejar a un lado una vida que más tarde él mismo habría de calificar de decadente, y adoptar un camino de paz, disciplina y, por fin, de alegría. Después de obtener su titulación, dio clases en un pequeño “college” al norte de Nueva York y comenzó a escribir con seriedad. Buscando más estabilidad en su vida y mayor libertad espiritual, ingresó en un monasterio de Kentucky en el que siguió escribiendo al tiempo que obedecía el riguroso horario de oración, trabajo físico y estudio característicos de los monjes trapenses. Su vida en Getsemaní le trajo paz, aunque su ermita, irónicamente, se convertiría en lugar de encuentro entre Merton y el mundo. Allí le visitaron representantes de los movimientos sociales en favor de los derechos civiles, poetas, artistas y líderes religiosos, todos ellos ansiosos por recibir su orientación, gozar de su cálida amistad y beneficiarse de la irradiación de su persona.
La soledad que Merton buscó en Getsemaní era esquiva. Los días estaban ocupados con el estudio, las faenas del campo y la oración. Su escritura, que había comenzado en Columbia, no ocupaba un lugar prioritario. Había escogido una vida ascética y se había forjado la idea de que tal vez no volviera a tener la oportunidad de escribir de nuevo y de que el monasterio le impediría seguir escribiendo. No fue así. Se le animó a seguir escribiendo, aunque no le fue concedido mucho tiempo para ello. Antes de obtener permiso para vivir en una ermita en los confines del monasterio, escribía al finalizar los oficios que tenían lugar a primera hora de la mañana, llenando cuadernos con sus poemas, pensamientos y ensayos.
A diferencia de Merton, quien escogió la soledad, para Bradstreet, el aislamiento de la colonia, su soledad y sus dificultades no constituyeron una elección. Su existencia ardua le fue impuesta. A ella se debe el mérito de haberla utilizado y de no haber sucumbido a sus poemas como recurso para lamentarse de su condición mísera. Los poemas que cito en mi obra, antes bien, hacen gala de humor, asombro y deleite por la vida. El pensamiento de una habitación propia en la que poder trabajar se repite con frecuencia en su prosa y en su poesía. Se levantaba de la cama, mientras en la casa todos dormían, para componer sus versos.
Adrienne Rich nos ofrece una visión interesante de la obra de Bradstreet, afirmando que se trata de
… un acto de gran autoafirmación y vitalidad. Haber escrito poemas, los primeros poemas buenos en América, mientras criaba a sus ocho hijos, a menudo enferma y convaleciente, con una casa que lindaba con la espesura salvaje, significa haber podido producir una obra de alcance poético dentro de limitaciones tan severas como las que ha tenido que afrontar cualquier poeta americano. Si la severidad de esas limitaciones dejó su huella en la poesía de Anne Bradstreet, también la forzó a concentrar y dar permanencia a una energía de la que estaba dotada y que, en otro contexto, quizás hubiera seguido cursos menos duraderos.29
Tal vez el aislamiento provocó en ella esas líneas reflexivas, unos versos muy personales que, por lo demás, reflejan sentimientos universales. Con elocuente simplicidad, comparte por igual sus respuestas a la vida que le rodea y a la vida de artista que anima su interior. Son esos poemas, escritos en medio de tantas tribulaciones, los que han garantizado a Bradstreet la persistencia de sus lectores durante siglos.
Los comentarios de Adrienne Rich acerca de Anne Bradstreet encuentran un paralelo en una entrada por Victor Kramer sobre Merton:
Los años 1941 a 1968 que Merton pasó como monje de clausura se pueden caracterizar como una investigación permanente y sistemática de las formas de combinar la contemplación y la escritura…
En última instancia, las actividades del contemplativo y las del escritor acabaron por reforzarse mutuamente, pues aunque Merton ingresó en un monasterio, nunca pudo olvidar que por temperamento era un artista.30
Y por eso aunque, a diferencia de Bradstreet, el aislamiento y ascetismo de Merton fueron escogidos, hubo opciones que los dos poetas adoptaron en sus vidas y que guardan mucha semejanza. Victor Kramer añade otro comentario sobre la vida de soledad de Merton: “a pesar de ser un ermitaño, Merton por un lado cortó muchas conexiones con el mundo pero por otro, a través de su arte, las expandió”.31 Merton publicó muy poco antes de ingresar en el monasterio y después de ello la lista de sus obras creció tanto que él mismo llegaría a expresar su preocupación como sigue:
En primer lugar, creo que he escrito demasiado y he publicado en exceso. Algunas de mis primeras obras tuvieron como resultado que me clasificaran como escritor espiritual o, todavía peor, un “escritor de inspiración”, una categoría ante la que tengo serios reparos, pero que quizás no me he esforzado lo suficiente por evitar. Sin embargo, es cierto que mi obra, tanto en poesía como en prosa, representa una visión monacal de la vida e implica una crítica bastante fuerte a las tendencias prevalecientes hacia la guerra, el totalitarismo, el racismo, la inercia espiritual y el materialismo craso. Esta crítica no es algo que quiera repudiar, si bien lamento detectar en ella notas ocasionales de acritud.32
Es verdad que Merton quiso publicar sus obras antes de hacerse monje y, aunque no siguió activamente en ese empeño después, le complacía ver que sus obras se apreciaban y se publicaban.
Resulta paradójico que Bradstreet no hubiera albergado la menor intención de ver su obra publicada. El volumen que se imprimió en vida de ella vio la luz gracias a la iniciativa de su cuñado y de su hermana, quienes llevaron el manuscrito consigo a Inglaterra, posiblemente sin el conocimiento de su autora. En su poema, “La Autora a Su Libro”, se refiere a su “fruto deforme que fue tomado y expuesto a la luz pública”. Después de su publicación, las correcciones y adiciones que la autora efectuó se añadieron a su obra a título póstumo. En esencia, sin embargo, tanto Bradstreet como Merton escribieron para sí mismos, para su alma y para aquellos a quienes amaban.
Anne Bradstreet escribió poesía y prosa dirigida a sus hijos como una forma de compartir con ellos su propia comprensión, elaborada y conseguida después de mucho esfuerzo, acerca de Dios y de la vida. Esos escritos mantienen un tono conversacional y resultan conmovedores por cuanto en ellos llega a compartir sus dudas acerca de la existencia de Dios, sabedora de que a las personas jóvenes e inteligentes les asaltan dudas, algunas de las cuales, como las suyas propias, nunca alcanzan una clara resolución. Hay poemas de gran belleza escritos a su esposo, Simon, un hombre dedicado a su familia y a la colonia, cuyo gobierno le estaba encomendado. En “A mi amado y querido esposo”, la autora proclama:
Si alguna vez hubo dos que fueran uno, sin duda somos nosotros.
Si alguna vez hubo hombre amado por esposa, ese eres tú.
Si hubo jamás esposa complacida en hombre alguno,
¡Ea! Comparaos vosotras, mujeres, conmigo si podéis.33
Fue una madre cariñosa, esposa amante, autora llena de amor, que compartía sus palabras y sus pensamientos para hacer que la vida bajo los postulados del puritanismo fuera más feliz para sus hijos y para su familia. Muchas de sus líneas fueron escritas para que ellos hallaran edificación y consuelo tras su muerte.
Aunque Merton no tuvo una familia propia a la que escribir, encontró su equivalente en el mundo de sus lectores. Sus corresponsales, los novicios bajo su tutela, todos fueron como su familia e hijos. Su escritura es personal. En sus obras autobiográficas habla de sus dudas acerca de Dios y de sus preocupaciones acerca de la religión y de la fe. Comparte las penurias de su vida con candor y habla de la primera etapa de su vida licenciosa en extremo en su famosa obra, La Montaña de los Siete Círculos. Todos sus libros son personales, escritos de una forma directa y sencilla no obstante la belleza de su prosa y poesía. Pueden considerarse lecciones llenas de compasión dirigidas al lector, su única familia. La familia de Bradstreet estuvo formada por sus parientes, sus hijos, su esposo, y después el mundo de sus lectores. La familia de Merton la integraron sus amigos, los hermanos de su orden y ese mundo que tanto le preocupó.
Aunque de tanto en tanto padecían enfermedades físicas, ambos autores eran de complexión fuerte, lo que les permitió atravesar sus dificultades diarias y les dio el empuje para escribir cuando otros, en su lugar, hubieran descansado. Es cierto que Bradstreet redactó varios poemas mientras estaba postrada en la cama, pero creo que sus enfermedades más bien le sorprendían y que el tiempo que pasaba descansando le daba la oportunidad de escribir y de meditar sobre el propósito que Dios ocultaba afligiéndola de esa forma. Dio a luz a ocho criaturas saludables y superó los sesenta años, criterios suficientes, a mi juicio, para considerarla bastante sana hace 350 años, si tenemos en cuenta la rudeza de Nueva Inglaterra en sus albores.
Merton había estado enfermo en su niñez, al igual que Bradstreet, y toda su vida tuvo molestias y resfriados menores. Sus dientes no estaban en buen estado y eran causa permanente de malestar, lo que le permitió quedar exento de engrosar las filas del ejército durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, era físicamente lo bastante fuerte como para superar todo el maltrato con que había castigado a su cuerpo durante sus años de vida disoluta en Cambridge y Columbia. Fue capaz de sobrellevar los rigores de la vida de granjero y de monje en Getsemaní.
En la obra he optado por retratar a Anne en su madurez. Es el tiempo que sigue a la publicación de su libro La Décima Musa. Es igualmente el periodo en el que su búsqueda interior y su obra comienzan a ir cada vez más de la mano. Su obra por aquel entonces es una ventana que nos permite asomarnos a su mente y a su alma. Los escritos posteriores todavía cuestionan a Dios aunque, como una constante en toda su producción, parece resignarse al poder de una autoridad mayor que la suya propia.
Thomas queda retratado cuando ronda los cincuenta, en la cumbre tanto de su carrera como de su vida interior. Se trata, en realidad, de la edad que tenía en el momento de su muerte. Había recorrido la India y se hallaba en Tailandia hablando sobre el pensamiento contemplativo en la filosofía oriental y en el cristianismo. Su lista de escritos y su agenda de tareas durante los últimos años de su vida son impresionantes. Su viaje a Asia le había llevado a una comprensión más honda de la espiritualidad, del yo y de las responsabilidades humanas hacia sí mismo, hacia Dios y hacia los demás. Su muerte se debió a una electrocución ocasionada al tocar los cables desprotegidos de un ventilador eléctrico en una calurosa tarde de Bangkok.
Merton había completado el círculo. Había atravesado la montaña y la montaña había desaparecido. Estaba en sintonía con la persona que había sido antes de hacerse monje. El monasterio y su disciplina le habían forjado y refinado y eso le había dado, al fin, la libertad de ser lo que estaba llamado a ser. Las preocupaciones que ocuparían su vida adulta, sobre el mundo, la crueldad, el heroísmo, la miseria, todo eso ya estaba prefigurado en la escritura poética, cuasi-onírica, de My Argument with the Gestapo, que escribiera antes de ingresar en Getsemaní. El libro contiene viñetas autobiográficas y secuencias en las que él se proyecta en una Europa desgarrada por la guerra, ante la cual su personalidad y los temas que le preocupaban quedan al descubierto de forma vívida. Merton escribió la novela mientras impartía clases en el College de San Buenaventura, en el Estado de Nueva York. Era entonces un joven veinteañero. Esa obra de ficción no fue publicada en aquel momento, aunque la envió a varios editores. El libro, y lo que en él se decía acerca del mundo y de la guerra, y sobre él, le preocuparon lo suficiente como para no destruirlo como había hecho con otras obras antes de ingresar en el monasterio, como si tratara de proteger este escrito que reflejaba su personalidad joven, su tierno y fuerte yo, todavía vulnerable e ingenuo. Conservó consigo el manuscrito hasta el último año de su vida en que ya habían dado comienzo los preparativos para su publicación. Naomi Burton Stone, que editó muchos de sus libros, escribe:
Lejos de cambiar sus ideales juveniles… ahora se sentía más que nunca obligado a pronunciarse en contra de la inmoralidad y la insensibilidad ante la guerra nuclear, a urgir, allí donde y siempre que pudiera ser oído, respecto a la necesidad apremiante de la paz mundial, de una auténtica comprensión de la dignidad inherente a las personas, a toda la humanidad, en todas partes… Admito que albergaba dudas. Por lo general, es aconsejable guardar las primeras obras en la buhardilla… Al leer el libro, sin embargo, quedé prendada. Había olvidado cuántas escenas de su niñez había en él, y dudo que hubiera percibido antes siquiera los signos de su creciente interés por la vida monástica.34
Merton deseaba ver la publicación de su libro. Se impacientaba con la inserción de correcciones tipográficas menores y estaba expectante ante la perspectiva de verlo finalmente publicado.
Este círculo completo, desde antes de dejar el mundo pasando por su ingreso en el monasterio al servicio de la Iglesia hasta el resurgimiento de la persona que había sido en sus primeros años, revela al hombre en busca de totalidad e integridad. Había encontrado paz en el monasterio y había alcanzado cierta comprensión de Dios y del espíritu de simplicidad. La fuerza de esa paz le permitió plantearse los aspectos más profundos de la vida a lo largo de esos años y conferir a la escritura un espíritu contemplativo. Ese fue su camino hacia Dios.
También lo fue para Bradstreet; sin embargo, su cuestionamiento no fue tan libre como el de Merton. El suyo fue sin duda notable para el tiempo de estrechez mental que le tocó vivir y para el miedo que seguramente sentía siempre que se aproximaba a los límites de lo proscrito en una sociedad rígida como la puritana. El episodio sobre la expulsión de Sarah, la hermana de Anne Bradstreet, por su padre, que forma parte importante de la pieza teatral, es verídico. Se comenta en una biografía de Anne Bradstreet escrita por Elizabeth Wade White.35 Aunque Anne nunca escribió acerca de esa situación, con toda seguridad le impresionaría profundamente, y por eso he optado por incorporarla en Un pas de deux, un pas de Dieu. Creo que ella habría respondido del modo en que se representa en la obra, y seguramente así lo hizo. Un íntimo desconsuelo, un sentimiento de culpabilidad por disfrutar de un hogar feliz mientras su hermana se veía condenada al ostracismo, y el remordimiento por el hecho de sentir rabia contra su padre y contra los preceptos puritanos, debieron resultarle insoportables. Una mezcla de miedo y de impotencia en conjunción con su personalidad fuerte e inteligente, en esa tesitura, provocaron en ella un repliegue cada vez mayor hacia su interior para buscar respuestas a la crueldad de tal situación. También creo que, a diferencia de Merton, posiblemente ella nunca pudo librarse totalmente de esa culpa, de la confusión ante su padre, ante la autoridad y ante Dios, cristalizados en la severidad de la sociedad puritana. Su escritura sin duda se hizo más personal después de ese terrible incidente que coincide con el momento en que su familia se trasladó a Andover, un asentamiento todavía más alejado de las demás ciudades.36 Pudiera decirse que eso, en cierto modo, habría de constituir su monasterio, su habitación propia y la oportunidad de dejar que su mente explorase y que su herida sanase a través de su poesía.
Anne Bradstreet vivió unos trescientos años antes de Thomas Merton. Formó parte del puritanismo.37 Él fue un monje católico. Las dotes artísticas de ambos, sus mentes brillantes, su necesidad de soledad y su búsqueda de integridad unieron sus caminos en mi mente y en mi pluma. Verles cobrar nueva vida en la representación de mi pieza dramática es una experiencia emocionante para mí.38