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Me pregunto si no hay un montón de creencias bobas alrededor de la educación superior. Nunca he conocido a nadie que por ser hábil con los logaritmos y otras formas de poesía fuera más ducho lavando platos o zurciendo calcetines. He leído todo lo que he podido y me niego a «admitir impedimentos» para amar los libros; asimismo, he conocido a muchas personas buenas y razonables echadas a perder por un exceso de letra impresa. Por otro lado, leer sonetos siempre me ha provocado hipo.

¡Nunca quise ser escritora! Y, sin embargo, creo que hay algunos detalles divertidos en mi historia con Andrew, la historia de cómo los libros acabaron con nuestra apacible vida.

Cuando John Gutenberg, cuyo verdadero nombre era, según el profesor, John Gooseflesh, pidió prestado un dinero para montar su imprenta arrojó al mundo un montón de problemas.

Andrew y yo éramos extraordinariamente felices en nuestra granja, hasta que él se convirtió en autor. Si hubiera podido prever todas las molestias que sus escritos nos causarían, habría quemado, desde luego, el primer manuscrito en la estufa de la cocina.

Andrew McGill, el autor de esos libros que todo el mundo lee, es mi hermano. En otras palabras, yo soy su hermana, diez años más joven. Hace mucho tiempo Andrew era un hombre de negocios, pero tuvo problemas de salud y, como le pasa a mucha gente en los libros, se refugió en el campo o, como él lo llamaba, el Seno de la Naturaleza. Él y yo éramos los únicos supervivientes de una familia poco exitosa. Yo estaba condenada a perecer lentamente como institutriz en la región de Brownstone, Nueva York. Él me rescató, y combinando nuestros ahorros compramos la granja. Nos convertimos en auténticos granjeros, de los que madrugan y se acuestan cuando se pone el sol. Andrew usaba mono y una camisa liviana, y con el tiempo se le curtió la piel y se hizo un hombre recio. Yo tenía las manos amoratadas y rojas por el jabón y la escarcha. No veía un anuncio de Redfern sino de año en año y mi cocina se convirtió en un campo de batalla donde me hice fuerte y aprendí a amar el trabajo duro. Nuestra literatura se reducía a informes agrícolas del gobierno, almanaques de las patentes medicinales, folletos de los semilleros y catálogos de Sears Roebuck. Nos suscribimos a Granja & Hogar y leíamos en voz alta las historias por entregas. De vez en cuando, buscando emociones más fuertes, leíamos fragmentos extraídos al azar del Viejo Testamento: el optimista libro de Jeremías, por ejemplo, que tanto le gustaba a Andrew. La granja acabó prosperando en poco tiempo. Andrew solía pasear por los pastizales al atardecer y con sólo observar el modo en que ardía su pipa podía saber qué tiempo tendríamos al día siguiente.

Como ya he dicho, éramos tremendamente felices. Hasta que Andrew tuvo la nefasta idea de contarle al mundo lo felices que éramos. Siento tener que admitir que él siempre había sido un tanto libresco. En sus días de estudiante fue editor de la revista de la universidad y en ocasiones, cuando se hartaba de leer Granja & Hogar, sacaba sus propios periódicos y me leía algunos de sus poemas y cuentos de juventud, a la vez que fantaseaba vagamente con la idea de escribir algo en el futuro. Yo estaba más preocupada por el ritmo al que ponían las gallinas que por el de los sonetos. Y debo decir que nunca me tomé sus amenazas muy en serio. Tendría que haber sido más severa.

Por aquel entonces murió el tío Philip y su colección de libros fue a parar a nuestras manos. El tío Philip había sido profesor universitario y años atrás, cuando Andrew era niño, le tenía mucho cariño. De hecho, fue él quien lo llevó a la universidad. Nosotros éramos sus únicos familiares cercanos, así que un buen día todos esos libros llegaron a nuestra granja. Ése fue el comienzo del fin. Si lo hubiera sabido… Andrew se lo pasó en grande fabricando las estanterías en las paredes de nuestro salón. No contento con ello, transformó el viejo gallinero en un estudio, instaló una estufa dentro y empezó a encerrarse allí cada noche después de que yo me hubiera ido a la cama. Lo primero que supe es que había bautizado el lugar como Sabine Farm* (aunque durante años se hubiera llamado el Barrizal de las gallinas) porque le pareció que sería más literario. Solía llevar un libro cada vez que iba a Redfield a buscar provisiones. A veces regresaba dos horas más tarde de lo normal, con el viejo Ben retozando entre las varas del carro y Andrew perdido en su lectura.

Nunca le di demasiada importancia a todo esto. Soy una mujer tolerante, y mientras Andrew mantenía la granja en marcha yo tenía demasiadas cosas pendientes en mi propio costal. Pan caliente y café, huevos y conservas para el desayuno. Sopa y carne, vegetales, dumplings, ternera en salsa, pan integral, pan blanco, pudín de arándanos, pastel de chocolate y suero para la comida. Magdalenas, té, salchichas, moras, nata y donuts para la cena. Ésa es la clase de menú que había estado preparado tres veces al día durante años. No tenía tiempo para andarme preocupando por cosas que no fueran mis propios asuntos.

Hasta que una mañana sorprendí a Andrew entregándole al cartero un gran paquete rectangular. Parecía tan avergonzado que tuve que preguntarle qué era. «He escrito un libro», dijo Andrew y me enseñó la portada: PARAÍSO RECOBRADO, por Andrew McGill.

Ni siquiera entonces me preocupé demasiado, porque, claro, no me imaginaba que nadie quisiera publicar el libro. ¡Pero Dios Santo! Un mes más tarde llegó una carta de un editor… ¡que quería publicarlo! Esa carta que Andrew puso en un marco sobre su escritorio. Sólo para mostraros cómo sonaba la reproduciré aquí:

DECAMERON, JONES & CO.

EDITORES UNION SQUARE, NUEVA YORK

13 de enero de 1907

Apreciado señor McGill:

Hemos leído con singular interés su manuscrito Paraíso recobrado. Supimos al instante que un relato tan inspirado sobre los goces de la sana vida campestre merecía recibir el aplauso popular y, a excepción de unas pocas revisiones y recortes, nos complacería mucho publicar el libro tal como está. Nos gustaría que lo ilustrara el señor Tortoni, cuyo trabajo quizás haya tenido ocasión de admirar, así que nos preguntábamos si él podría ponerse en contacto con usted para familiarizarse con el color local de aquellos parajes.

Asimismo estaremos encantados de pagarle el 10% de las ventas del libro. Adjuntamos dos copias de los contratos para que los firme en caso de que encuentre satisfactoria nuestra propuesta.

Suyos,

DECAMERON, JONES & CO.

Siempre he creído que Paraíso perdido habría sido un título más apropiado para ese libro. Se publicó en el otoño de 1907 y a partir de entonces nuestra vida no volvió a ser la misma. Por algún revés de la suerte, el libro se convirtió en el éxito de la temporada. Fue aclamado como un «evangelio de la salud y el bienestar» y Andrew recibió muchas ofertas de editores y directores de revistas que querían apoderarse de su siguiente libro. Resulta casi increíble ver las bajas estratagemas que los editores están dispuestos a emplear para convencer a un autor. Andrew había escrito en Paraíso recobrado sobre los vagabundos que solían visitarnos, cuán pintorescos, llamativos (permitidme añadir, y qué sucios) eran algunos. Y como nunca echamos de nuestra propiedad a ninguno que pareciera digno, ¿me creeríais si os dijera que, en la primavera posterior a la publicación del libro, un vagabundo de aspecto dudoso, con una mochila a la espalda, se presentó en nuestra granja un buen día y después de elogiar con mucha labia el libro de Andrew y de pasar la noche con nosotros, se levantó a la hora del desayuno y se presentó como uno de los editores más importantes de Nueva York?

Había usado aquella artimaña para que Andrew le cogiera confianza.

Y como ya os habréis imaginado, ¡a ese paso Andrew no tardó en echarse a perder! Al año siguiente desapareció repentinamente. Sólo dejó una nota en la mesa de la cocina. Estuvo seis semanas vagabundeando por todo el estado, recogiendo material para un nuevo libro.

Hice lo que pude para evitar que fuera a Nueva York a hablar con editores y gente de esa calaña. Le llegaban muchos sobres llenos de recortes de prensa y él se ponía a leerlos cuando tendría que haber estado cosechando el maíz. Por suerte, el cartero siempre venía a media mañana, cuando Andrew estaba en el campo, así que yo solía mirar la correspondencia antes que él.

Después del segundo libro (Semillas de felicidad se titulaba), las pilas de cartas de los editores eran tan grandes que yo solía echarlas dentro de la estufa antes de que Andrew las viera, excepto las que enviaban de Decameron Jones, pues a veces traían cheques. Cada poco aparecía algún que otro literato para entrevistar a Andrew. Afortunadamente, conseguía deshacerme de ellos casi siempre.

Sin embargo, Andrew era cada vez menos un granjero y cada vez más un hombre de letras.

Compró una máquina de escribir. Solía pasar mucho tiempo en la pocilga anotando adjetivos para describir la puesta de sol, en lugar de arreglar la veleta del granero, que estaba tan desajustada que el viento norte llegaba por el suroeste. Ya casi ni revisaba los catálogos de Sears Roebuck, y después de que el señor Decameron, que vino a visitarnos a la granja, le aconsejara escribir un libro de poemas bucólicos, la situación se volvió sencillamente insoportable.

Y yo me pasaba el tiempo contando huevos y preparando las tres comidas diarias y administrando la granja, mientras Andrew, en uno de sus ataques de literatura, se marchaba a vagabundear y recopilar aventuras para un nuevo libro. (Tendríais que haber visto en qué estado regresaba después de uno de aquellos viajes, vagando por los caminos sin dinero y sin un solo calcetín limpio en el zurrón. Una vez regresó con una tos que se escuchaba desde el otro lado del granero y tuve que cuidarlo durante tres semanas.)

Cuando supe que alguien había escrito un opúsculo sobre «El Sabio de Redfield» donde me describían como una Jantipa rural y como «la balanza doméstica que acercaba al gran escritor a las realidades cotidianas de la vida» resolví darle a Andrew una cucharada de su propia medicina. Y ésta es la historia.

La librería ambulante

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